Capítulo tres

—¡Vas a ir al baile! —Iko entrechocó sus prensores imitando un aplauso—. Hay que encontrarte un vestido, y zapatos. No voy a permitir que lleves esas botas tan espantosas. Buscaremos unos guantes nuevos y…

—¿Podrías acercarme esa luz? —dijo Cinder, abriendo con brusquedad el primer compartimento de la caja de herramientas vertical.

Pernos y casquillos tintinearon al entrechocar mientras revolvía en su interior. Iko corrió a su lado y un haz de luz azulada dispersó la penumbra que reinaba en el trastero.

—Imagina las delicias que servirán —dijo la androide—. Y los vestidos. ¡Y la música!

Cinder no le prestaba atención, enfrascada como estaba en la selección de herramientas, que iba disponiendo sobre el torso magnético de Iko.

—¡Por todos los astros! ¡Imagina al príncipe Kai! ¡Puede que bailes con el príncipe Kai!

Cinder se detuvo y entrecerró los ojos para volverse hacia la luz cegadora de Iko.

—¿Por qué iba el príncipe a bailar conmigo?

El ventilador de Iko empezó a zumbar buscando una respuesta.

—Porque esta vez no tendrás toda la cara manchada de grasa.

Cinder intentó reprimir una carcajada. El razonamiento androide podía llegar a ser muy simplista.

—Siento desilusionarte, Iko —dijo, mientras cerraba el cajón de golpe y abría el siguiente—, pero no voy a ir al baile.

El ventilador de Iko se detuvo un instante y enseguida volvió a ponerse en marcha.

—No proceso.

—Para empezar, acabo de gastarme los ahorros de toda mi vida en un pie nuevo. Y, de todas maneras, aunque tuviera el dinero, ¿por qué iba a despilfarrarlo en un vestido, unos zapatos o unos guantes? Eso sería como tirarlo.

—¿Y en qué otra cosa te lo gastarías?

—¿En un juego completo de llaves inglesas? ¿En una caja de herramientas con cajones que no se encallen? —Cerró de golpe el segundo compartimento, empujándolo con el hombro para añadir énfasis a lo que acababa de decir—. ¿En la entrada de un piso para mí sola y así no tener que ser la criada de Adri nunca más?

—Adri no te concedería nunca la emancipación.

Cinder abrió el tercer cajón.

—Lo sé. Además, eso cuesta mucho más que un simple vestido. —Cogió un trinquete y un puñado de llaves inglesas y lo dejó todo sobre la caja de herramientas—. Tal vez me haría un injerto de piel.

—Pero si tienes una piel preciosa. —Cinder la miró de soslayo—. Ah, te refieres a los implantes biónicos.

La joven cerró el tercer cajón, cogió la bandolera que había dejado en la mesa de trabajo y guardó las herramientas en su interior.

—¿Qué más crees que necesitarem…? Ah, el gato hidráulico. ¿Dónde lo habré puesto?

—No usas la lógica —protestó Iko—. Podrías hacer un trueque por un vestido o intentar que te dejaran uno en depósito. Me muero por entrar en esa tienda de vestidos antiguos de Sakura. ¿Sabes cuál?

Cinder revolvió entre el batiburrillo de herramientas que había ido coleccionando debajo de la mesa de trabajo.

—Da igual. No voy a ir.

—No da igual. Es el baile. ¡Y el príncipe!

—Iko, solo voy a arreglarle una androide. No somos amigos ni nada por el estilo. —Al mencionar a la robot del príncipe, se le encendió una bombillita y segundos después sacaba el gato hidráulico de detrás de las orugas de tracción de la androide—. Y sí que da igual porque Adri no me dejará ir.

—Ha dicho que si arreglabas el levitador…

—Vale, y después de que arregle el levitador, ¿qué? ¿Qué me dices de ese portavisor de Peony que se escacharra cada dos por tres? ¿Y de…? —buscó a su alrededor y vio un androide oxidado y empotrado en un rincón—. ¿Y de ese viejo Jard7.3?

—¿Para qué va a querer Adri ese chisme? Ya no tiene jardín. Ni siquiera tiene terraza.

—Lo que intento hacerte entender es que no piensa dejarme ir. Mientras Adri encuentre algo que haya que reparar, mis «obligaciones» no acabarán nunca.

Cinder metió un par de borriquetas en la bolsa, diciéndose que le daba igual. Completamente igual.

De todas formas, ¿qué hacía ella en un baile de etiqueta? Aunque encontrara unos guantes y unos zapatos elegantes que consiguieran disimular sus aberraciones metálicas, no tenía ni la más mínima idea de maquillaje y jamás conseguiría hacerse un solo rizo en aquel pelo castaño y sin gracia. Acabaría sentándose en un sitio apartado, lejos de la zona de baile, burlándose de las chicas que se desvivían por llamar la atención del príncipe Kai mientras fingía no tener celos. Lo de fingir era lo de menos.

Aunque le gustaría saber lo que servirían de cena.

Además, más o menos podría decirse que el príncipe la conocía. En el mercado se había mostrado amable con ella. Puede que la invitara a bailar. Por educación. Por caballerosidad, al verla allí sentada, sola y apartada.

La débil fantasía se desmoronó a su alrededor con la misma celeridad con que la había construido. Era imposible. No valía la pena dedicarle ni un solo pensamiento más.

Era una ciborg y nunca iría al baile.

—Creo que ya está todo —dijo, ocultando su desilusión mientras se ajustaba la bolsa sobre la espalda—. ¿Estás lista?

—No proceso —dijo Iko—. Si arreglar el levitador no va a convencer a Adri para que te deje ir al baile, entonces ¿para qué vamos al depósito de chatarra? Si tanto quiere una magnetocorrea, ¿por qué no va ella a escarbar entre la basura?

—Porque, con baile o sin él, estoy convencida de que te vendería por calderilla a la mínima de cambio. Además, cuando se vayan al baile, tendremos el piso para nosotras solas. ¿Qué te parece?

—¡Me parece fantástico!

Cinder se volvió y vio que Peony entraba en tromba por la puerta. Todavía llevaba el vestido plateado, aunque el dobladillo del escote y el de las mangas ya estaban acabados. Habían añadido una pequeña puntilla al escote, lo que resaltaba el hecho de que Peony, con catorce años, apuntaba unas curvas que Cinder no tendría jamás. Si el cuerpo de la joven ciborg había estado alguna vez predispuesto para la feminidad, la intervención de los cirujanos había impedido su desarrollo y la había dejado con una figura completamente recta. Demasiado angular. Demasiado andrógina. Demasiado torpe por culpa de la pesada pierna artificial.

—Voy a acabar estrangulando a mamá —dijo Peony—. Está volviéndome loca. «Pearl tiene que encontrar marido.» «Mis hijas me están sangrando.» «Nadie valora lo que hago por los demás.» Bla, bla, bla.

Movió los dedos en el aire, burlándose de su madre.

—¿Qué haces aquí abajo?

—Me escondo. Ah, y también venía a preguntar si puedes echarle un vistazo a mi portavisor.

Le enseñó la pantalla portátil que llevaba escondida a la espalda y se la tendió.

Cinder la cogió, aunque sin apartar los ojos del dobladillo de la falda de Peony, viendo cómo la deslumbrante tela iba recogiendo bolas de polvo a su paso.

—Vas a estropear el vestido y entonces sí que tendrás que esconderte de Adri.

Peony le sacó la lengua, pero se recogió los bajos de la falda con ambas manos y se los subió hasta las rodillas.

—Bueno, ¿qué tal? —dijo, dando saltitos con los pies descalzos.

—Estás deslumbrante.

Peony intentó arreglarse la falda, pero lo único que consiguió fue arrugarla aún más. De pronto, pareció perder el entusiasmo.

—Tendría que haberte hecho uno a ti también, no es justo.

—La verdad es que no me apetece ir.

Cinder se encogió de hombros. La voz de Peony revelaba tanta lástima que decidió no replicar. Por lo general, era capaz de ocultar los celos que sentía de sus hermanastras —de sus manos suaves, del amor que Adri les profesaba—, sobre todo teniendo en cuenta que Peony era la única amiga humana que tenía. Sin embargo, no conseguía apagar el pequeño resquemor que sentía al ver a Peony con aquel vestido.

Decidió cambiar de tema.

—¿Qué le pasa a tu visor?

—Vuelve a hacer cosas raras.

Peony apartó varias herramientas dejadas encima de una pila de cubos de pintura vacíos y escogió el lugar más limpio para sentarse. La falda cayó a su alrededor en una cascada vaporosa. La joven empezó a balancear los pies, y los talones repicaban contra el plástico.

—¿Has vuelto a bajarte otra vez esas estúpidas aplicaciones de famosos?

—No.

Cinder enarcó una ceja.

—Solo una aplicación de lengua, nada más, y porque la necesitaba para clase. Ah, antes de que se me olvide… Iko, te he traído una cosa.

Iko se acercó a Peony mientras esta se sacaba una cinta de terciopelo del corpiño, un ribete que le había sobrado a la costurera. La luz del cubículo se intensificó cuando Iko la vio.

—Gracias —dijo la androide al tiempo que Peony le ataba la cinta alrededor de la delgada articulación de la muñeca—. Es preciosa.

Cinder dejó el portavisor en la mesa de trabajo, junto a la androide del príncipe Kai.

—Mañana le echaré un vistazo. Vamos a buscar una magnetocorrea para la reina madre.

—Ah, ¿sí? ¿Adónde vais?

—Al almacén de chatarra.

—Va a ser muy divertido —dijo Iko, escaneando una y otra vez con su sensor la pulsera improvisada.

—¿De verdad? —dijo Peony—. ¿Puedo ir?

Cinder se echó a reír.

—Está bromeando. Iko está probando su sarcasmo.

—Da igual. Cualquier cosa es mejor que volver a ese apartamento, donde no se puede ni respirar.

Peony se abanicó y se apoyó distraídamente contra unas estanterías metálicas.

Cinder se adelantó y tiró de Peony.

—Cuidado, vas a mancharte el vestido.

La joven se miró la falda, luego las estanterías llenas de mugre y desdeñó con un gesto los temores de Cinder.

—Lo digo en serio, ¿puedo? Tiene pinta de que será emocionante.

—Lo que será es sucio y apestoso —dijo Iko.

—¿Cómo lo sabes? —dijo Cinder—, no tienes receptores olfativos.

—Pero sí mucha imaginación.

Sonriéndose, Cinder le dio un suave empujón a su hermanastra para encaminarla hacia la puerta.

—Muy bien, ve a cambiarte, pero date prisa. Tengo que contarte algo.