Las sirenas del vehículo de emergencias no habían acabado de enmudecer cuando el zumbido de otro motor retumbó en la plaza. Unas pisadas contundentes sobre el pavimento, seguidas de una voz que escupía órdenes, rompieron el silencio que se había instalado en el mercado. A continuación, una voz distinta, gutural, respondió a la primera. Cinder se arrastró por el suelo polvoriento de la tienda mientras se pasaba la bolsa por el hombro y apartó a un lado la tela que cubría el tablero de trabajo.
Deslizó los dedos por la rendija de luz que se colaba por debajo de la puerta y la levantó muy despacio. Con la cara pegada al suelo cálido y granuloso, consiguió distinguir tres pares de botas amarillas al otro lado de la plaza. Un equipo de emergencias. Levantó la puerta un poco más y vio que los hombres —todos ellos protegidos con máscaras de gas— rociaban el interior del habitáculo con un líquido que procedía de un recipiente metálico de color amarillo. A pesar de la distancia que los separaba, el hedor que desprendía le hizo arrugar la nariz.
—¿Qué está pasando? —preguntó Iko a sus espaldas.
—Van a quemar el puesto de Chang-jie. —Cinder recorrió la plaza con la mirada y se fijó en el reluciente levitador blanco que estaba detenido cerca de la esquina. Salvo por aquellos tres hombres, el lugar se encontraba desierto. Cinder rodó sobre su espalda y alzó la vista hacia el sensor de Iko, que seguía proyectando un débil resplandor en la oscuridad—. Saldremos cuando le prendan fuego, mientras están distraídos.
—¿Estamos metidas en un lío?
—No, es que hoy no me apetece hacer un viajecito a las cuarentenas.
Uno de los hombres dio una orden, que fue seguida por un rumor de pasos. Cinder volvió la cabeza y espió por la rendija a tiempo de ver cómo disparaban un lanzallamas hacia la panadería. El olor a gasolina no tardó en mezclarse con el del pan quemado. Los hombres se mantenían a una distancia prudencial, mientras sus siluetas uniformadas se recortaban contra unas llamas cada vez más altas.
Cinder alargó una mano, asió a la androide del príncipe Kai por el cuello y la depositó en el suelo. Se la colocó debajo del brazo y levantó la puerta lo suficiente para poder deslizarse hasta el exterior, sin perder de vista las espaldas de aquellos hombres. Iko la siguió y se dirigió veloz al siguiente tenderete mientras Cinder bajaba la persiana. Avanzaron a toda prisa entre las hileras de puestos —la mayoría de ellos abandonados con las puertas abiertas de par en par durante la estampida generalizada— y doblaron por el primer angosto callejón que se abría entre las tiendas. Un humo negro encapotaba el cielo sobre sus cabezas. Segundos después, un escuadrón de unidades móviles zumbaba sobre los edificios en dirección a la plaza del mercado.
Cinder aflojó el paso cuando consideró que se habían alejado lo suficiente del mercado y salieron del laberinto de callejones. El sol había hecho su recorrido diurno y empezaba a posarse por detrás de los rascacielos, al oeste. Hasta el aire transpiraba, impregnado del calor del mes de agosto, aunque de vez en cuando soplaba entre los edificios una brisa cálida, que levantaba remolinos de basura procedente de las alcantarillas. Las calles volvieron a llenarse de vida a cuatro manzanas del mercado, abarrotadas de transeúntes que formaban corrillos en las aceras para comentar el brote de peste que se había declarado en el centro de la ciudad. Las telerredes encajadas en las paredes de los edificios emitían imágenes en directo del incendio y de las columnas de humo que se elevaban en el centro de Nueva Pekín y las aderezaban con titulares alarmistas según los cuales el número de personas infectadas aumentaba de manera exponencial, a pesar de que, por lo que Cinder sabía, hasta ese momento solo se había confirmado un caso.
—Qué lástima de bollos con glaseado de caramelo… —dijo Iko al pasar junto a un primer plano del puesto calcinado.
Cinder se mordió el interior de la mejilla. Ninguna de las dos había probado los aclamados dulces de la panadería del mercado. Iko carecía de papilas gustativas y Chang Sacha no despachaba a ciborgs.
Los gigantescos edificios de oficinas y los centros comerciales se aglutinaban poco a poco junto a una caótica amalgama de edificios de viviendas, construidos tan cerca los unos de los otros que habían acabado convirtiéndose en una extensión infinita de vidrio y cemento. En sus orígenes, las viviendas de aquella parte de la ciudad eran espaciosas y estaban muy buscadas, pero con el tiempo las habían subdividido y remodelado —siempre con la misma intención: embutir a más gente en los mismos metros cuadrados— tantas veces que los edificios habían acabado convirtiéndose en laberintos de pasillos y escaleras.
Sin embargo, todo aquel grotesco conglomerado quedaba olvidado por unos instantes cuando Cinder doblaba la esquina de su calle. Durante medio escalón, el palacio de Nueva Pekín se atisbaba entre los complejos de viviendas, descansando plácidamente sobre el precipicio que dominaba la ciudad. Los tejados dorados y apuntados del palacio desprendían destellos anaranjados bajo el sol, y las ventanas devolvían su reflejo a la ciudad. Los gabletes ornamentados, los pabellones escalonados que se tambaleaban peligrosamente al borde del precipicio, los templos redondeados que se alzaban hasta los cielos. Cinder se demoró más de lo que solía en su contemplación, pensando en la persona que vivía al otro lado de aquellas paredes, en la persona que tal vez estuviera allí en ese preciso instante.
No era que hasta ese momento no hubiera sabido que el príncipe vivía allí cuando miraba hacia el palacio, pero ese día sentía una nueva conexión, y venía acompañada de una sensación reconfortante que rozaba la vanidad. Había conocido al príncipe. La había visitado en su puesto del mercado. Sabía cómo se llamaba.
Inspiró el aire húmedo de la tarde y se obligó a dar media vuelta, sintiéndose como una tonta. Si seguía así, acabaría hablando como Peony.
Se cambió la androide real de brazo e Iko y ella se agacharon para salvar el saliente del edificio de viviendas de la Torre Fénix. Cinder pasó la muñeca libre por el escáner de identificación de la pared y oyó el chasquido metálico de la cerradura.
Iko utilizó las extensiones que hacían las veces de brazos para descender los escalones y bajar al sótano, un oscuro laberinto de trasteros recubiertos de malla metálica. Una ráfaga de aire cargada de humedad y olor a moho les dio la bienvenida. La androide encendió su reflector y dispersó las sombras que proyectaban los escasos halógenos. Se conocían al dedillo el camino desde la escalera hasta el trastero número 18-20, un cubículo angosto y siempre gélido que Adri dejaba que Cinder usara para trabajar.
Cinder hizo sitio para la androide en la atestada mesa y dejó la bolsa en el suelo. Se cambió los gruesos guantes de trabajo por unos de algodón menos mugrientos antes de cerrar con llave la puerta del trastero.
—Si Adri pregunta, nuestra tienda está a kilómetros de la panadería —dijo, mientras se dirigían hacia los ascensores.
La luz de Iko parpadeó.
—Anotado.
Nadie subió con ellas en el ascensor. No fue hasta que bajaron en la decimoctava planta cuando el edificio se convirtió en un hervidero de actividad: niños corriendo por los pasillos, gatos domésticos y gatos callejeros frotándose contra las paredes, el murmullo constante e incoherente de las telerredes, que se colaba por debajo de las puertas… Cinder ajustó la salida del ruido blanco de su interfaz neuronal mientras sorteaba a los niños de camino a su casa.
La puerta estaba abierta de par en par, lo que hizo que Cinder se detuviera y comprobara el número antes de entrar.
Oyó la voz afectada de Adri en el salón.
—El escote de Peony más bajo. Parece una abuela.
Cinder asomó la cabeza por la esquina. Adri estaba de pie, con una mano apoyada en la repisa de la chimenea holográfica, vestida con una bata de seda bordada con crisantemos que hacía juego con la colección de abanicos de papel de colores estridentes que adornaban la pared de detrás, reproducciones que pretendían parecer antiguas. Con el rostro brillante a causa del exceso de maquillaje y los labios pintados de un tono espantosamente subido, Adri parecía una más de sus reproducciones. Se había pintado como si fuera a salir, a pesar de que solo abandonaba el piso en contadas ocasiones.
Si se había percatado de que Cinder estaba de pie junto a la puerta, estaba claro que había decidido ignorarla.
La telerred que había sobre las llamas ficticias emitía imágenes del mercado. La panadería había quedado reducida a cenizas y únicamente aguantaba en pie el armazón de un horno portátil.
En el centro de la estancia, Pearl y Peony estaban ataviadas con sedas y tules. Peony se sujetaba el cabello oscuro y rizado mientras una mujer a la que Cinder no conocía se peleaba con el escote del vestido. A la joven le brillaron los ojos y se le iluminó el rostro al entrever a Cinder por encima del hombro de la mujer y señaló el vestido con un gritito que a duras penas fue capaz de reprimir.
Cinder le devolvió la sonrisa. Su hermanastra pequeña tenía un aspecto angelical con aquel deslumbrante vestido plateado, de tonos lavanda, cuando el resplandor del fuego se reflejaba en él.
—Pearl.
Adri giró el dedo en el aire para indicarle a su hija mayor que se diera la vuelta y Pearl obedeció. Una hilera de pequeños botones nacarados le recorría la espalda de arriba abajo. El vestido era idéntico al de Peony, de corpiño ajustado y falda con mucho vuelo, solo se diferenciaban en que el suyo lanzaba destellos dorados en vez de plateados, como si lo hubieran esparcido con polvo de estrellas.
—Cíñele la cintura un poco más.
La desconocida estaba prendiendo un alfiler en el dobladillo del escote de Peony cuando vio a Cinder en la entrada y dio un respingo, aunque se volvió al instante. Retrocedió un paso, se quitó varios alfileres que sujetaba entre los labios y ladeó la cabeza a un lado.
—Ya la lleva bastante ceñida —comentó—, quiere que baile, ¿no es así?
—Quiero que encuentre marido —contestó Adri.
—Vamos, vamos —dijo la costurera, riéndose con disimulo mientras alargaba las manos y estrechaba la tela alrededor de la cintura de la joven. Cinder vio que Pearl estaba metiendo barriga por lo fácil que resultaba adivinar la forma de las costillas debajo de la ropa—. Es demasiado joven para casarse.
—Tengo diecisiete años —protestó Pearl, fulminando a la mujer con la mirada.
—¡Diecisiete! ¿Lo ves? Todavía eres una niña. A tu edad lo que hay que hacer es divertirse, ¿no, muchacha?
—Sale demasiado cara para divertirse —replicó Adri—. Espero sacarle rendimiento a este vestido.
—No te preocupes, Linh-jie. Estará tan bella como el rocío de la mañana.
Volvió a colocarse los alfileres en la boca y se concentró en el escote de Peony.
Adri alzó la barbilla y por fin se dignó prestar atención a Cinder. La repasó de arriba abajo con la mirada, hasta detenerse en las botas cochambrosas y los pantalones cargo.
—¿Por qué no estás en el mercado?
—Hoy han cerrado temprano —contestó Cinder, dirigiendo una mirada elocuente a la telerred, que Adri no se molestó en seguir. Fingiendo despreocupación, Cinder señaló el pasillo con el pulgar—. Iré a asearme y enseguida estaré lista para la prueba del vestido.
La costurera se detuvo.
—¿Otro vestido, Linh-jie? No he traído tela para…
—¿Ya has cambiado la magnetocorrea del levitador?
La sonrisa de Cinder titubeó en sus labios.
—No, todavía no.
—Ya, pues nadie va a ir al baile hasta que esté arreglado, ¿no crees?
Cinder intentó disimular su indignación. Ya habían mantenido aquella misma conversación un par de veces en lo que iba de semana.
—Necesito dinero para comprar una magnetocorrea nueva. Ochocientos univs, como mínimo. Si lo que se saca del puesto del mercado no fuera a parar directamente a tu cuenta, a estas horas ya tendríamos una nueva.
—Ya, como que iba a fiarme de que no te lo gastaras todo en tus juguetitos. —Adri dijo «juguetitos» frunciendo los labios y lanzando una mirada muy poco amistosa a Iko, a pesar de que, en teoría, la androide era de su propiedad—. Además, no puedo permitirme una magnetocorrea y un vestido nuevo que solo vas a llevar una vez. Tendrás que apañártelas como puedas: o bien reparas el levitador o bien te buscas un vestido para el baile.
Cinder sintió que empezaba a hervirle la sangre. Podría haberle hecho ver que, si hubiera comprado los vestidos de Pearl y Peony en cualquier lado en vez de hacérselos a medida, el presupuesto también habría alcanzado para el de Cinder. Podría haberle hecho ver que también ellas llevarían el vestido una sola vez. Podría haberle hecho ver que, siendo ella la única que trabajaba, también debería ser ella la única que decidiera en qué gastarse el dinero. Sin embargo, no valía la pena discutir. Legalmente, Cinder pertenecía a Adri igual que la androide doméstica, y también su dinero, sus escasas pertenencias e, incluso, el pie nuevo que acababa de conectar a su tobillo. A Adri le encantaba restregárselo por la cara.
Por todo ello contuvo su rabia antes de que Adri llegara a sospechar siquiera un asomo de rebeldía.
—Puede que consiga hacer un trueque por una magnetocorrea. Miraré en las tiendas de por aquí.
—¿Por qué no lo cambias por esa androide inútil? —dijo Adri con desdén.
Iko se escondió tras las piernas de Cinder.
—No nos darían mucho por ella —contestó Cinder—. Nadie quiere un modelo tan antiguo.
—No, claro, ¿cómo lo van a querer? Quizá debería venderos a ambas como piezas de recambio. —Adri se inclinó y toqueteó el dobladillo inacabado de la manga de Pearl—. Arregla el levitador como quieras, pero arréglalo, y que sea antes del baile. Y barato. No quiero que ese montón de chatarra siga ocupando una plaza de aparcamiento, con lo que escasean hoy día.
Cinder se metió las manos en los bolsillos traseros.
—¿Estás diciendo que, si arreglo el levitador y consigo un vestido, este año podré ir?
Unas pequeñas arruguitas se formaron en la comisura de los labios de Adri.
—Tendría que ocurrir un milagro para que encontraras algo decente que ponerte y que además consiguiera esconder tus… —digirió la mirada hacia las botas de Cinder— excentricidades, pero la respuesta es sí. Si arreglas el levitador, supongo que no hay razón por la que no puedas ir al baile.
Peony miró a Cinder con una sonrisa atónita mientras su hermana mayor se volvía hacia su madre.
—¡No hablarás en serio! ¿Ella? ¿Ella va a venir con nosotras?
Cinder apoyó el hombro contra el marco de la puerta con la esperanza de que Peony no se hubiera percatado de su desengaño. El arrebato de indignación de Pearl era innecesario. Una lucecita naranja había parpadeado en el límite del campo de visión de Cinder: Adri no tenía intención de cumplir su promesa.
—En fin —dijo, intentando parecer animada—, entonces creo que será mejor que vaya a buscar una magnetocorrea.
Adri agitó el brazo con desdén para despedir a Cinder y devolvió su atención al vestido de Pearl. Un gesto mudo para indicarle que ya podía retirarse.
Cinder dirigió una última mirada a los suntuosos atuendos de sus hermanastras antes de abandonar el salón, aunque no había acabado de enfilar el pasillo cuando oyó chillar a Peony.
—¡El príncipe Kai!
Se detuvo en seco y se volvió hacia la telerred. Una retransmisión en directo desde la sala de prensa del palacio había sustituido las alarmas sobre la peste. El príncipe Kai se dirigía a un grupo de periodistas, humanos y androides.
—Sonido —dijo Pearl, despachando a la costurera.
—… investigación continúa siendo nuestra máxima prioridad —decía el príncipe Kai, asiendo con firmeza los extremos del atril—. Nuestro equipo de investigación está decidido a encontrar una vacuna para una enfermedad que ya se ha llevado a uno de mis padres y amenaza con llevarse al otro, así como a decenas de miles de ciudadanos. La situación se ha agravado más si cabe a tenor del brote que se ha detectado hoy dentro de los límites de la ciudad. Ya no podemos asegurar que la enfermedad esté relegada a las zonas rurales y más pobres de nuestro país. Todos estamos expuestos a la letumosis y encontraremos el modo de erradicarla. Solo entonces reflotará la economía y la Comunidad Oriental recuperará su prosperidad.
Unos aplausos desganados recorrieron la sala de prensa. Hacía doce años, tras la aparición del primer brote en un pequeño pueblo de la Unión Africana, que aquella peste era objeto de estudio y, por lo que parecía, apenas se había avanzado en la identificación de sus causas. Desde entonces, la enfermedad se había manifestado en cientos de comunidades repartidas por todo el mundo y sin relación aparente entre ellas. Cientos de miles de personas habían enfermado, agonizado y fallecido. También la había contraído el marido de Adri, en un viaje a Europa, el mismo viaje en el que había accedido a hacerse cargo y convertirse en el tutor de una ciborg huérfana de once años. Uno de los pocos recuerdos que Cinder conservaba de aquel hombre era cómo se lo llevaban a las cuarentenas mientras Adri le recriminaba a su marido que la dejara con aquella cosa.
Adri nunca hablaba de él, y en el piso casi nada evocaba su recuerdo. El único testimonio que daba fe de su existencia era una hilera de placas holográficas y medallones alineados sobre la repisa de la chimenea: premios por los méritos acumulados a lo largo de su carrera profesional y placas conmemorativas de una feria tecnológica internacional en la que había participado durante tres años consecutivos. Cinder no sabía qué había inventado, aunque era evidente que, fuera lo que fuera, no había tenido demasiado éxito, porque cuando murió apenas dejó dinero a la familia.
En la pantalla, el discurso del príncipe Kai se vio interrumpido por la repentina llegada de un extraño que subió a la tarima y le tendió una tarjeta. La mirada del heredero se nubló. La imagen se fundió en negro.
Una mujer sentada a una mesa con una pantalla azul a sus espaldas sustituyó la sala de prensa. La lividez de los nudillos apoyados sobre el tablero era lo único que dejaba traslucir sus emociones.
—Interrumpimos la conferencia de prensa de Su Alteza Imperial para informarles sobre el estado de Su Majestad Imperial, el emperador Rikan. Los médicos del emperador acaban de informarnos de que Su Majestad ha entrado en la tercera fase de la letumosis.
La costurera se quitó los alfileres de la boca, ahogando un grito.
Cinder se apoyó contra el marco de la puerta. Ni siquiera se le había pasado por la cabeza expresarle sus condolencias al príncipe Kai ni desearle la pronta recuperación de su padre. Debía de pensar que era una insensible. Y una maleducada.
—Fuentes oficiales de palacio nos han asegurado que, en estos momentos, está haciéndose todo lo posible para procurar el mayor alivio a Su Majestad Imperial mientras los investigadores trabajan sin descanso en busca de una vacuna. Aunque las levas ciborg continúan vigentes, siguen necesitándose urgentemente voluntarios para el ensayo de nuevos antídotos.
»A pesar de la controversia surgida acerca de la celebración del centésimo vigésimo sexto Festival Anual de la Paz a raíz de la enfermedad del emperador, el príncipe Kaito ha comunicado a la prensa que los festejos se llevarán a cabo de acuerdo con el calendario y que espera que estos consigan levantar el ánimo en unos momentos, por otro lado, tan trágicos. —Aunque tenía el teleprompter delante, la locutora se detuvo, vacilante. Su expresión se suavizó y su voz quebrada la traicionó en la despedida—. Larga vida al emperador.
La costurera contestó al saludo de la presentadora musitando aquellas mismas palabras. La imagen volvió a fundirse en negro antes de retomar la conexión con la sala de prensa. El príncipe Kai había abandonado el estrado, y los periodistas convocados se hallaban en medio de una gran agitación mientras informaban a sus respectivos medios, vueltos hacia sus cámaras.
—Conozco a una ciborg que podría presentarse voluntaria a las pruebas de la peste —comentó Pearl—. ¿Por qué hay que esperar a las levas?
Cinder lanzó una mirada asesina a Pearl, un palmo más baja que ella a pesar de sacarle un año.
—Buena idea —contestó Cinder—, y luego ve a buscar trabajo para pagarte tus vestiditos.
—Indemnizan a las familias de los voluntarios, fusible de mosquito —replicó Pearl, gruñendo entre dientes.
Hacía un año que un equipo de investigación imperial había iniciado las levas ciborg. Cada mañana se sacaba un nuevo número de identificación del bombo, que correspondía a uno de los miles de ciborgs que residían en la Comunidad Oriental. Habían hecho venir a sujetos de provincias tan lejanas como Mumbái o Singapur para utilizarlos como conejillos de indias en busca del antídoto. Lo habían maquillado de tal manera que pareciera un honor ofrecer la vida por el bien de la humanidad, pero solo era el recordatorio de que los ciborgs no eran como los demás. Muchos de ellos habían recibido una segunda oportunidad de la generosa mano de los científicos y, por tanto, les debían la vida a quienes los habían creado. Había quienes se consideraban unos privilegiados por haber vivido tanto y, por consiguiente, creían que era justo ser los primeros en entregar sus vidas para encontrar una cura.
—No podemos presentar a Cinder voluntaria —dijo Peony, estrujando la falda entre las manos—. Tiene que arreglarme mi portavisor.
Pearl soltó un bufido y les dio la espalda. Peony frunció la nariz en un gesto de burla.
—Dejaos ya de tonterías —dijo Adri—. Peony, estás arrugando la falda.
Cinder se volvió de nuevo hacia el pasillo mientras la costurera retomaba su labor. Iko le llevaba dos pasos de ventaja, ansiosa por alejarse de Adri.
Apreciaba que Peony hubiera salido en su defensa, desde luego, pero sabía que habría dado lo mismo si no lo hubiera hecho. Adri nunca la presentaría voluntaria a las pruebas, porque eso comportaría el fin de sus únicos ingresos y Cinder estaba segura de que su madrastra no había trabajado ni un solo día en toda su vida.
Sin embargo, si salía elegida en las levas, nadie podría impedirlo. Y daba la sensación de que últimamente un número desproporcionado de elegidos procedían de Nueva Pekín y las poblaciones aledañas.
Cada vez que había una adolescente entre las víctimas de las levas, Cinder oía el tictac de un reloj en su cabeza.