En julio de 1966 terminó Gabriel García Márquez la redacción de Cien años de soledad, que había comenzado a principios del año anterior. El novelista ha explicado muchas veces el método de trabajo y su versión ha sido completada por los amigos que lo arroparon durante esos meses y le ayudaron aportándole datos e informaciones sobre los más variados asuntos: Álvaro Mutis y Carmen, Jomí García Ascot y María Luisa Elío, José Emilio Pacheco, Juan Vicente Meló, Carlos Fuentes… Y por su hermano Eligió en Tras las claves de Melquíades. Historia de «Cien años de soledad».
Escribía a máquina en cuartillas (holandesas) y, según cuenta en «La odisea literaria de un manuscrito», introducía sucesivas enmiendas a mano, primero en tinta negra y después en tinta roja. Confió la realización de la copia definitiva a Esperanza Araiza, familiarmente Pera, mecanógrafa del cineasta Manuel Barbachano, con quien García Márquez había trabajado. «Pera copiaba un capítulo semanal mientras yo corregía el siguiente con toda clase de enmiendas, con tintas de distintos colores para evitar confusiones, y no por el propósito simple de hacerla más corta, sino de llevarla a su mayor grado de densidad. Hasta el punto de que quedó reducida casi a la mitad del original». A 590 cuartillas o, de creer a su hermano, a 490.
Pera Araiza había mecanografiado el original con tres copias. Fue aquel el remitido a comienzos de agosto a la Editorial Sudamericana en dos paquetes postales. Álvaro Mutis llevó poco después a Buenos Aires otra copia; la tercera, siempre según el testimonio de García Márquez, «circuló en México entre los amigos» que los habían acompañado en las duras, mientras que la cuarta la mandó a Barranquilla «para que la leyeran tres protagonistas entrañables de la novela: Alfonso Fuenmayor, Germán Vargas y Álvaro Cepeda, cuya hija Patricia la guarda todavía como un tesoro». Las otras, supuestamente, se han perdido.
Antes de que apareciera la primera edición de Sudamericana diversas publicaciones periódicas divulgaron varios capítulos: El Espectador de Bogotá, en su «Magazine dominical» del primer domingo de mayo, pp. 8-10, publicó el que comienza «Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento…» (pp. 9-28 de nuestra edición). Mundo Nuevo. Revista de América Latina (París), en agosto de 1966, pp. 5-11, el que comienza «Cuando el pirata Francis Drake asaltó a Riohacha» (pp. 29-48); Amaru. Revista de Artes y Ciencias (Lima), en enero de 1967, pp. 24-29, una parte del que comienza «Deslumbrada por tantas y tan maravillosas invenciones, la gente de Macondo no sabía por dónde empezar a asombrarse» (pp. 257-279). Eco. Revista de la Cultura de Occidente (Bogotá), en febrero de 1967, pp. 343-366, el que comienza «Úrsula tuvo que hacer un grande esfuerzo para cumplir su promesa de morirse cuando escampara» (pp. 379-402). Mundo Nuevo, en marzo de 1967, pp. 9-17, el que comienza «El hijo de Pilar Ternera fue llevado a casa de sus abuelos a las dos semanas de nacido» (pp. 49-73). Y, finalmente, Diálogos. Artes. Letras. Ciencias Humanas (México), en su número 2, marzo-abril de 1967, pp. 6-12, el que comienza «Llovió cuatro años, once meses y dos días» (pp. 357-377).
El cotejo de ese conjunto con el texto definitivo de la primera edición nos facilita, ante todo, algunas pistas sobre la decidida intención de García Márquez de seguir la norma literaria.
Empezando por los cambios ortográficos, se aprecia la eliminación del seseo en la sustitución de formas como masacote, tosudez o pesuña por las correspondientes con z (pp. 40, 374, 390). A esa misma actitud responde el abandono de solombático —documentado hoy todavía en el uso colombiano escrito— por zurumbático, que, utilizado por Torres Villarroel en el siglo XVIII y persistente en el uso de Salamanca (España), se documenta en Jorge Isaac [1867] y es empleado también en Colombia.
En los usos preposicionales no requieren explicación cambios como el de la construcción chorrear algo de sus sienes en chorrear algo por sus sienes, ya que estas no indican el lugar de origen de la acción. La sustitución de entrar en por entrar a supone la preferencia concreta del uso de España en vez del de América. En esa misma línea, no duda tampoco en evitar leísmos permitidos en algunos lugares de América —tal, «se les consideró como mensajeros»—, utilizando «se los consideró como mensajeros» (pp. 50, 53, 62, 68, 391). Opta, en cambio, por el uso americano mandar a en «los defensores de la fe de Cristo destruyen el templo y los masones lo mandan a componer» (p. 159) con el valor de ‘ordenar’ cuando el español peninsular prefiere la construcción sin preposición para este sentido y reserva la estructura preposicional para el significado de ‘enviar’.
Mayor interés literario presentan las variantes de registro. Así, cuando el «se negara a acostarse con su esposo» se convierte, no sin ironía, en «rehusara consumar el matrimonio», fórmula propia de la jerga jurídica. Inversamente, se desciende de lo culto a lo coloquial al cambiar obstruir la herida que lleva abierta Prudencio después de muerto por cegarla (p. 32) o fragancia letal por fragancia mortal.
El cambio de la lanza vieja de su abuelo por la lanza cebada (p. 31) ejemplifica bien las deudas que el escritor contrae con la historia para la creación del léxico. El calificativo vieja en sentido de ‘antigua’ o, tal vez, ‘estropeada’, cede el paso al concepto de lanza ‘con experiencia’. Lanza o saeta cebada es, según Sebastián de Covarrubias, la que ha sido clavada y consiguientemente probada en una persona o animal: «la saeta dicen haber cebado cuando ha entrado en la carne». Se encuentra ya en las Elegías de varones ilustres de Indias, de Juan de Castellanos [1589]: «El Vallejo cebando más la lanza / salió de su consejo y ordenanza».
Finalmente, junto a los numerosos cambios de una palabra por otra —las alfombras voladoras se vuelven, por ejemplo, esteras (p. 42)—, debidos a propósitos de precisión y muchas veces de estilo, abundan las reordenaciones de los elementos oracionales: «los gitanos recorrieron la aldea con toda clase de instrumentos músicos haciendo un ruido ensordecedor» se muda en «recorrieron la aldea haciendo un ruido ensordecedor con toda clase de instrumentos músicos» (p. 16).
Son relevantes los cambios relacionados con la coherencia entre las distintas partes del texto. Así, en el primer anticipo publicado en Mundo Nuevo el novelista presenta el rudimentario pantalón que la madre de Úrsula le había fabricado como «un invulnerable cinturón de castidad». En la primera edición, el texto se enriquece sustentando en una detallada descripción de aquel pantalón fabricado «con lana de velero y reforzado con un sistema de correas entrecruzadas» (p. 31) una graciosa creación léxica: «el pantalón de castidad» (p. 32).
Puede sorprender que, al hablar del matrimonio de José Arcadio Buendía y Úrsula Iguarán, en la versión definitiva prescinda el autor de un inciso que aparecía en Mundo Nuevo, «porque las dos familias estaban enredadas en una confusa maraña de consanguinidad», presagio de la imagen después recurrente de «los laberintos de la sangre». Desaparecen también en la lista de las síntesis que Melquíades hace para José Arcadio Buendía (p. 12) los Libros del saber de astronomía de don Alfonso el Sabio, así como en la referencia a la poca atención que el fundador de Macondo prestaba a los hijos (p. 25) la afirmación de que «quienes lo conocían bien habían llegado a creer que odiaba a los niños inclusive a los suyos, pero la realidad era que nunca había tenido una nota precisa de su existencia». Allí mismo consideraba la infancia como «la etapa más absurda de la vida por la falta del uso de razón», que pasa a ser, sin calificación peyorativa, «un período de insuficiencia mental» (p. 25).
En alguna ocasión declaró García Márquez: «soy esclavo de un rigor perfeccionista; hasta un error de mecanografía me altera como un error de creación». Resultaba, pues, difícil creer que, al corregir las galeradas de la primera edición de Cien años de soledad, no hubiera cambiado más que un par de palabras, como, en su juego permanente de borrar huellas y despistar a los críticos, parece que también dijo.
El 21 de septiembre de 2001 «Subastas Velázquez» puso en venta las pruebas de imprenta de Cien años de soledad corregidas por García Márquez: un documento de 180 folios, con 1026 correcciones de su puño y letra. El catálogo reproducía uno de esos folios e indicaba que, junto a la corrección de erratas consideradas «normales» en cualquier publicación —las que un corrector de pruebas detecta y subsana directamente—, había otras que suponían enmiendas de estilo —del tipo, digamos, de las que acabamos de reseñar en el cotejo de los anticipos publicados con anterioridad a la primera edición, y de esa misma—, y que algunas pocas eran más importantes aún: por ejemplo, el calificativo de «amarillas» añadido sistemáticamente a las mariposas que acompañan a Mauricio Babilonia hasta su muerte.
La subasta quedó desierta y las galeradas volvieron a la caja fuerte de un banco. Esta es la historia contada por García Márquez en el diario El País, el 15 de julio de 2001. Corrigió, en efecto, las pruebas de imprenta y, terminada ya la tarea, las llevó un día a una reunión de amigos que el cineasta Luis Alcoriza y su mujer organizaron en México D.F, en honor de Luis Buñuel, el cual «tejió toda clase de especulaciones magistrales sobre el arte de corregir, no para mejorar sino para esconder». Quedó el anfitrión tan fascinado que García Márquez decidió allí mismo dedicarles las galeradas a él y a su esposa Janet. Bastantes años después, en la misma casa, alguien hizo la broma de decir cuánto valdrían aquellas galeradas corregidas, y Luis Alcoriza juró que él prefería morirse «antes que vender esta joya dedicada por una amigo». Conmovido, volvió García Márquez a ratificar la donación. Fallecido el matrimonio Alcoriza, las heredó Héctor Delgado, que fue para ellos como un hijo, y que, con toda legitimidad, las sacó a subasta. En su poder siguen.
De ellas había hecho García Márquez sacar una lista copiada a máquina, línea por línea, dos de cuyas copias remitió a la Editorial Sudamericana.
Apareció el libro en mayo de 1967 y, apenas lo tuvieron en la mano, dice García Márquez que él y su esposa rompieron «el original acribillado que Pera utilizó para las copias», «para que nadie pudiera descubrir los trucos de su carpintería secreta». En Vivir para contarla cuenta que don Ramón Vinyes, el librero y profesor catalán, personaje también de Cien años de soledad, le dijo el día en que le enseñó el comienzo de su segunda novela: «Le agradezco su deferencia y voy a corresponderle con un consejo: no muestre nunca a nadie el borrador de algo que esté escribiendo». «Lo seguí siempre al pie de la letra», añade García Márquez. En cierto modo puede considerarse que las galeradas corregidas forman parte del conjunto de borradores. Tal vez, el novelista lo pensó así en aquel momento. Francisco Porrúa, director entonces de la Editorial Sudamericana, asegura que él no conserva ninguna de las dos copias de pruebas de imprenta.
La primera edición fue, desde luego, una estupenda edición y nosotros no hemos dudado en ningún momento seguirla, perfeccionándola en lo posible. Porque, en ella, con independencia de un trueque de líneas que dificultaba el sentido y que la propia editorial corrigió al advertirlo (p. 99), se deslizaron erratas obvias, que otros editores posteriores han tratado de corregir con desigual acierto. Tras un detallado análisis hemos elaborado una lista de las que, a nuestro juicio, eran erratas seguras y otra que incluía casos dudosos. Ambas fueron sometidas a la decisión del autor, que, revisando, además, la totalidad de las pruebas de imprenta, añadió otras correcciones, con voluntad de fijar el texto.
Queda así eliminado el último vestigio superviviente del seseo —sirio por cirio (p. 216)— y se ajustan algunas concordancias: de género —«Escupió el espectacular montón de monedas […] los tres desconocidos fueran a reclamarlo» (p. 223); «el fantasma de la nave corsaria» (p. 112)— y de número —«para que los enfermos supieran que estaban sanos» (p. 59); «le mantenía limpios de piojos y liendres los cabellos y la barba» (p. 107)—. En algún caso la elección de una concordancia de sentido viene a subrayar la expresividad: «Salúdame a mi gente y diles que nos vemos cuando escampe» (p. 363). La inclusión de un pronombre personal basta para crear una imagen de gran fuerza. Locamente enamorado de Amaranta, Aureliano no logra liberarse de su imagen ni en los momentos más duros de la guerra: «mientras más revolcaba su imagen en el muladar de la guerra, más la guerra se le parecía a Amaranta» (p. 175).
Si algunos cambios verbales responden a preferencias de estilo —«si lo hubiera contado a Úrsula la hubiera puesto a dormir» pasa a ser «si lo hubiera contado a Úrsula la habría…» (p. 406)—, algún otro responde al propósito de exactitud lógica: «Ni a él ni a Fernanda se les ocurrió pensar nunca que su correspondencia fuera [por error] un intercambio de fantasías» (p. 417).
Preocupado siempre por la adecuación del léxico elegido al registro habitual de los hablantes o a la situación que se describe, García Márquez prefiere hablar de leguas en vez de kilómetros (p. 205), y pone en boca de Úrsula que «nunca se sabe qué quieren comer los que vienen» (p. 263), evitando el término forasteros. Y por esa misma razón de adecuación, en el monólogo, «cantaleta», de Fernanda del Carpió decide reponer en su literalidad el viejo dicho castellano en la referencia a que «hasta Amaranta, que en paz descanse, había dicho de viva voz que ella era de los que confundían el culo con las témporas» (p. 367), cambiando el texto que hablaba del recto. Cobra así sentido que Fernanda diga a renglón seguido: «bendito sea Dios, qué palabras».
Aparte de reponer algunos elementos gramaticales necesarios —«la comida que Aureliano le dejaba tapada en el rescoldo» (p. 408)—, se incluyen cambios estilísticos de ordenación: «Una calurosa madrugada despertaron ambos alarmados», por «ambos despertaron» (p. 424), y otros que obedecen a razones de mayor exactitud de correlación: Gastón y Amaranta Úrsula «empezaron a amarse a 500 metros de altura […] y más se sentían compenetrados cuanto más minúsculos iban haciéndose los seres de la tierra» (p. 431), en vez de «mientras más minúsculos…».
Hay algunas supresiones significativas. Así, en el relato de la llegada del ferrocarril a Macondo desaparece la indicación «por primera vez» en «el tren adornado de flores que llegaba con ocho meses de retraso» (p. 256). Elimina también el autor un calificativo que, ciertamente, podía parecer poco adecuado: yermos, referido a los «salones de baile adornados con piltrafas de guirnaldas» (p.375).
Se subsana, finalmente, un error de redacción: Aureliano Segundo «pensaba entonces en encontrar un oficio que le permitiera sostener una casa para Petra Cotes» (p. 221), no, como se leía antes, «para Fernanda».
En Vivir para contarla habla Gabriel García Márquez de «mi drama personal con la ortografía». «Aún hoy —añade—, con diecisiete libros publicados, los correctores de mis pruebas de imprenta me honran con la galantería de corregir mis errores de ortografía como simples erratas» (p. 219).
No ha sido el caso. Él ha modificado en algunos lugares del texto la puntuación, y la acentuación ha sido normalizada. Con ello, y desde la conciencia de que toda edición es, por definición, mejorable, esperamos que esta sea digna del homenaje que queremos rendir a Gabriel García Márquez con motivo de su ochenta cumpleaños y de los cuarenta de la publicación de su gran novela.
NOTA: En el proceso de preparación del texto y del Glosario final de esta edición ha trabajado un grupo de académicos españoles —Víctor García de la Concha y José Antonio Pascual— y colombianos —Jaime Bernal Leon-gómez, Edilberto Cruz Espejo y Juan Carlos Vergara Silva—. Integran el equipo básico de lexicógrafos, bajo la eficaz coordinación de Carlos Domínguez, Abraham Madroñal y Julián Gimeno (España) y María Clara Henríquez (Colombia). En la gestión de la colaboración interacadémica ha prestado una decisiva ayuda Pilar Llull, del Gabinete de la Presidencia de la Asociación. A todos ellos quieren expresar la Real Academia Española y la Asociación de Academias la más sincera gratitud