Supongo que si esto fuese un relato inventado, lo terminaría diciendo que el caballero de la pierna rota del garaje de Darnell cortejó y conquistó a la bella dama…, la del pañuelo rosa de nailon y los arrogantes pómulos nórdicos. Pero no sucedió así. Leigh Cabot es ahora Leigh Ackerman, vive en Taos, Nuevo México, casada con un representante de IBM. Vende Amway en sus ratos libres. Tiene dos hijas pequeñas, gemelas, por lo que supongo que sus ratos libres no son muchos. Sigo en cierto modo sus andanzas, mi afecto por la dama no se extinguió nunca, en realidad. Intercambiamos postales por Navidad y le mando una tarjeta el día de su cumpleaños, porque ella nunca se olvida del mío. Estas cosas. Hay veces en que me parece que han pasado mucho más de cuatro años.
¿Qué nos ocurrió? En realidad, no lo sé. Salimos juntos dos años, dormimos juntos (satisfactoriamente), estudiamos juntos (en Drew) y fuimos buenos amigos. Su padre guardó secreto sobre nuestra loca historia después de que el mío hubiese hablado con él, aunque siempre me miró, después de aquello, como a una persona dudosa. Creo que tanto él como la señora Cabot se sintieron aliviados cuando Leigh y yo emprendimos caminos separados.
Pude sentir cuándo empezamos a distanciarnos, y me dolió…, me dolió mucho. La añoraba como se añoran las sustancias de las que uno ha llegado a depender físicamente… los caramelos, el tabaco, la Coca-Cola. Llevaba una antorcha encendida para ella, pero temo que la llevaba pensando demasiado en mí, y la apagué con una prisa casi descarada.
Y creo saber lo que pasó. Lo que ocurrió aquella noche en el garaje de Darnell fue un secreto entre nosotros y, desde luego, los amantes necesitan tener algún secreto… pero este era malo de tener. Era algo frío y antinatural una cosa que olía a locura y a algo peor, olía a tumba.
Había noches en que después de amarnos, yacíamos juntos en la cama, desnudos, pegados los vientres, y una cosa se interponía entre nosotros: la cara de Roland D. LeBay. Yo besaba la boca de Leigh o sus senos o su vientre, con creciente pasión, y de pronto sentía la voz de él: Es el olor más bueno del mundo… salvo el del coño. Y me quedaba helado, convertida en humo y ceniza mi pasión.
Había veces, bien lo sabe Dios, en que podía verlo también en su cara. Los amantes no siempre viven eternamente felices, incluso cuando han hecho lo que parecía justo a la medida de sus posibilidades. Aunque tardé cuatro años en aprenderlo.
Así pues, nos separamos. Un secreto necesita dos caras para saltar entre ellas, un secreto necesita mirarse en otro par de ojos. Y aunque yo la amaba, todos los besos, todas las expresiones de amor, todos los paseos del brazo entre las hojas caídas de octubre…, ninguna de estas cosas podía compararse con el acto magníficamente sencillo de atar su pañuelo alrededor de mi brazo.
Leigh abandonó la Universidad para casarse, y fue el adiós a Drew y el hola a Taos. Fui a su boda sin sentir grandes escrúpulos. Él era un buen chico. Conducía un Honda Civic. Aquí no había problema.
No tuve que preocuparme por ingresar en el equipo de fútbol americano. Drew no tiene siquiera equipo de fútbol americano. En compensación, hice una clase extra cada semestre y asistí a la escuela de verano durante dos años, aprovechando el tiempo que, en otras circunstancias, habría pasado sudando bajo el sol de agosto y ejercitándome en los placajes con muñecos. Como resultado de ello, me gradué muy pronto, en realidad, tres semestres antes de lo corriente.
Si me viesen ustedes por la calle, no advertirían ninguna señal de cojera, pero si anduviesen conmigo unos ocho kilómetros (hago al menos tres millas todos los días como cosa normal, ya que sigo haciendo fisioterapia), se darían cuenta de que me apoyo un poco más sobre la pierna derecha.
La pierna izquierda me duele los días lluviosos, y las noches de nieve.
Y a veces, cuando tengo pesadillas —ahora no tan frecuentes—, me despierto sudando y apretando con las manos aquella pierna, donde todavía subsiste un bulto duro de carne sobre la rodilla. Pero todos mis temores sobre sillas de ruedas, aparatos ortopédicos y suelas gruesas resultaron, afortunadamente, vanos. Y, en definitiva, nunca había sido un fanático del fútbol americano.
Michael, Regina y Arnie Cunningham fueron enterrados en una tumba familiar en el cementerio de Libertyville Heights, y sólo asistieron los miembros de la familia: parientes de Regina venidos de Ligonier, algunos parientes de Michael llegados de New Hampshire y de Nueva York, y unos pocos más.
El entierro se celebró cinco días después de aquella infernal escena en el garaje. Cerraron todos los ataúdes. Y el mero hecho de ver aquellas tres cajas de madera alineadas como soldados sobre el triple túmulo cayó sobre mi corazón como una palada de tierra fría. El recuerdo de las granjas de hormigas nada podía contra el mudo testimonio de aquellas cajas. Lloré un poco.
Después me deslicé a lo largo del pasillo en dirección a ellas y apoyé una mano insegura en la del centro, sin saber si era o no la de Arnie, y sin importarme demasiado. Permanecí de este modo durante un rato, gacha la cabeza, y entonces dijo una voz detrás de mí:
—¿Quieres venir a la sacristía, Dennis?
Volví la cabeza. Era Mercer, atildado y formal en su traje oscuro de lana.
—Claro —repliqué—. Déme sólo un par de segundos.
—Muy bien.
Vacilé y después seguí:
—Los periódicos dicen que Michael murió en su casa. Que el coche le pasó por encima al resbalar él en el hielo o algo parecido.
—Sí —replicó él.
—¿Dio usted esta versión?
Mercer vaciló.
—Esto simplifica las cosas —Miró hacia donde se hallaba Leigh con mi familia. Ella hablaba con mi madre pero miraba en mi dirección—. Bonita chica —comentó, repitiendo lo que me había dicho en el hospital.
—Algún día me casaré con ella —le confesé.
—No me sorprendería que lo hicieses —respondió Mercer—. ¿Te ha dicho alguien alguna vez que tienes las pelotas de un tigre?
—Creo que me lo dijo el entrenador Puffer —convine—. Una vez.
Se echó a reír.
—¿Nos vamos, Dennis? Has estado aquí demasiado tiempo. No pienses más.
—Es más fácil decirlo que hacerlo.
Asintió con la cabeza.
—Sí. Supongo que sí.
—¿Quiere decirme una cosa? Tengo que saberla.
—Lo haré, si puedo.
—¿Qué hizo…? —tuve que interrumpirme y carraspear—. ¿Qué hizo con los…, los pedazos?
—Cuidé personalmente de esto —explicó Mercer. Su voz era ligera, casi burlona, pero su rostro estaba muy, muy serio—. Hice que dos compañeros de la policía local llevasen todas aquellas piezas a la máquina aplastadora de la parte de atrás del garaje de Darnell. De ellas salió un pequeño cubo de este tamaño —mantuvo las manos con un metro de separación—. Uno de ellos se hizo un corte profundo. Tuvieron que darle varios puntos de sutura.
Mercer sonrió de pronto, y fue la sonrisa más amarga y más fría que he visto en mi vida.
—Dijo que aquello le había mordido.
Entonces me empujó por el pasillo hasta el sitio donde mi familia y mi chica me esperaban.
Esta es mi historia. Aparte de los sueños.
Ahora tengo cuatro años más, y la cara de Arnie se ha hecho borrosa para mí, como una fotografía amarillenta de un álbum antiguo. Nunca habría creído que aquello pudiese ocurrir, pero ocurrió. Salí de ello, hice de alguna manera la transición de la adolescencia al estado adulto, sea este lo que fuere, tengo un título universitario cuya tinta casi se ha secado, y he estado enseñando Historia a los más jóvenes. Empecé el año pasado, y dos de mis primeros alumnos —ambos del tipo Buddy Repperton— eran mayores que yo. Sigo soltero, pero hay algunas damas interesantes en mi vida, y apenas pienso ya en Arnie.
Salvo en mis sueños.
Los sueños no son la única razón de que relate todo esto —hay otra que les diré dentro de un momento—, pero mentiría si dijese que los sueños no tuvieron mucho que ver con aquella razón. Quizás es un esfuerzo por abrir la herida y limpiarla. O tal vez es que no soy lo bastante rico para ir a un psiquiatra.
En uno de mis sueños me veo de nuevo en la ceremonia del entierro. Los tres ataúdes están sobre el triple túmulo, pero la iglesia está vacía salvo por mí. En el sueño vuelvo a usar muletas y estoy plantado en el extremo del pasillo central, junto y de espaldas a la puerta. No quiero avanzar, pero las muletas me empujan, moviéndose por sí solas. Toco el ataúd de en medio. Se abre a mi contacto, y no yace Arnie en su interior, sino Roland D. LeBay, cadáver putrefacto vestido con uniforme del Ejército.
Mientras me envuelve el pegajoso olor a podredumbre, el cadáver abre los ojos, las manos corrompidas, negras y viscosas y con excrecencias fungosas, se alzan y agarran mi camisa antes de que pueda echarme atrás, y el cuerpo se levanta hasta que su furiosa y apestosa cara está sólo a unos centímetros de la mía. Y empieza a graznar una y otra vez: No puedes superar ese olor, ¿verdad? Nada huele tan bien…, salvo el coño…, salvo el coño…, salvo el coño… Quiero gritar pero no puedo, porque las manos de LeBay se han cerrado en una horrible y apretada argolla alrededor de mi cuello.
En el otro sueño —y este es peor en cierto modo—, he terminado una clase o una vigilancia en la sala de estudio de la escuela superior para jóvenes en Norton, donde enseño. Meto mis libros y mis papeles en la cartera y salgo de la estancia hacia la clase siguiente. Y allí, en el pasillo, embutido entre los grises armarios adosados a las paredes, está Christine, nuevo y resplandeciente, reposando sobre cuatro flamantes y blancos neumáticos, con una Victoria Alada de metal cromado sobre el radiador, inclinada en mi dirección. El coche está vacío, pero el motor se enciende y se apaga…, se enciende y se apaga…, se enciende y se apaga. En algunos sueños, la voz de la radio es la de Richie Valens, muerto hace tiempo en un accidente de aviación con Buddy Holly y J. P. Richardson, The Big Bopper. Richie canta a gritos La bamba, con ritmo latino, y, al lanzarse de pronto Christine sobre mí, dejando marcas de caucho sobre el suelo del pasillo y arrancando las puertas de los armarios con sus tiradores a ambos lados de aquél, veo un escudo en su parte delantera: una burlona calavera blanca sobre campo negro. Impresa sobre la calavera figura la leyenda: EL ROCK AND ROLL NUNCA MORIRÁ.
Entonces me despierto, a veces gritando y siempre agarrándome la pierna.
Pero ahora sueño menos. Según algo que leí en una de mis clases de Psicología —asistí a muchas de ellas tal vez esperando entender cosas que no puedo comprender—, las personas sueñan menos a medida que se hacen viejas. Creo que pronto estaré bien. En las últimas vacaciones de Navidad, cuando envié a Leigh la tarjeta anual, añadí una línea a mi acostumbrada nota en el dorso. Debajo de la firma garabateé, cediendo a un impulso: ¿Has podido vencerlo? Cerré el sobre y lo eché al correo antes de que pudiese cambiar de idea. Recibí una postal de respuesta un mes más tarde. Se veía en ella el Centro de Arte Dramático de Taos. En el dorso, mi dirección y una sola línea: Si he podido vencer, ¿qué? L.
Creo que, de alguna manera, siempre encontramos las cosas que hemos de saber.
Aproximadamente al mismo tiempo —parece como si mis ideas volviesen más a menudo sobre esto en los días de Navidad—, envié una nota a Rick Mercer, porque era algo que cada vez me roía más por dentro. Le preguntaba qué había sido del bloque de metal en que se había convertido Christine.
No recibí respuesta. Pero el tiempo me está enseñando a vencer también esta cuestión. Cada vez pienso menos en ello. Palabra.
Con esto he llegado al final de todo el asunto, recogidos en un montón de hojas todos los viejos recuerdos y las viejas pesadillas. Pronto las meteré en una carpeta, introduciré esta en mi archivador, lo cerraré y será el fin.
Pero les dije que había algo más, ¿no? Otra razón para escribirlo todo.
Su obstinada determinación. Su furia implacable.
Lo leí en el periódico hace pocas semanas: sólo una noticia transmitida por la A.P. porque era chocante, según creo. Sé honrado, Guilder, y voy a serlo, porque me parece estar oyendo a Arnie cuando me lo dijo. Fue este artículo lo que me impulsó, más que todos los sueños y los viejos recuerdos.
La noticia se refería a un muchacho llamado Sander Galton, cuyo apodo, según cabía presumir lógicamente, debió de haber sido Sandy.
El tal Sander Galton resultó muerto en California, cuando trabajaba en un cine al aire libre de Los Angeles. Por lo visto estaba solo, cerrando el recinto después de terminar la película de la noche. Se encontraba en el snack-bar. Un automóvil derribó una de las paredes, aplastó el mostrador, destruyó la máquina de palomitas de maíz y se le echó encima cuando trataba de abrir la puerta de la cabina de proyección. La policía supo que estaba haciendo esto cuando el coche le atropelló, porque encontró la llave en su mano. Leí aquel artículo, encabezado con este titular: EXTRAÑO ASESINATO POR UN COCHE EN LOS ANGELES, y pensé en la última cosa que me había dicho Mercer: Dijo que le había mordido.
Desde luego es imposible, pero todo fue imposible desde el principio.
Sigo pensando en George LeBay, que está en Ohio.
En su hermana, que está en Colorado.
En Leigh, que está en Nuevo México.
¿Y si hubiese empezado de nuevo?
¿Y si avanzase hacia el Este, para terminar su obra?
¿Reservándome a mí para el final?
Su obstinada determinación.
Su furia implacable.
FIN