As I said to my friend,
because I am always talking,
John I said,
which was not his name,
the darkness surrounds us,
what can we do against it,
or else, shall we and why not,
buy a goddamn big car,
drive, he said, for Christ’s sake,
look out where you’re going.
ROBERT CREELEY
Eran aproximadamente las once y media cuando salimos del apartamento de Western Auto. Empezaban a caer los primeros copos de nieve. Conduje el vehículo a través de la ciudad hacia la casa de los Sykes, cambiando ahora las marchas con más facilidad al hacer efecto el Darvon.
La casa estaba cerrada y a oscuras: la señora Sykes debía estar en su trabajo, y Jimmy habría salido a cobrar su subsidio de paro o algo parecido. Leigh encontró un sobre arrugado en su bolso, borró su propia dirección y escribió Jimmy Sykes en la parte delantera, con su inclinada y linda caligrafía. Metió el llavero de Jimmy en el sobre cerró este y lo introdujo en la rendija del buzón de la puerta de entrada. Mientras lo hacia, yo mantuve a Petunia en punto muerto, dando descanso a mi pierna.
—¿Y ahora qué? —preguntó ella, subiendo de nuevo a la cabina.
—Otra llamada por teléfono —le expliqué.
Cerca del cruce de JFK Drive y Crescent Avenue, encontré una cabina telefónica. Bajé con cuidado del camión, agarrándome a él hasta que Leigh me tendió las muletas. Entonces caminé con precaución sobre la nieve cada vez más espesa, hasta llegar a la cabina. Visto a través del sucio cristal de esta y de la nieve que caía en remolinos, Petunia parecía un extraño dinosaurio colorado.
Llamé a la Horlicks University y pedí al encargado de la centralita que me pusiera con el despacho de Michael. Arnie me había dicho una vez que su padre era un verdadero zángano de oficina y que se quedaba en ella a la hora del almuerzo. Ahora, al responder al teléfono a la segunda llamada, le bendije por ello.
—¡Dennis! ¡Te llamé a tu casa! Tu madre dijo que…
—¿Adónde va él?
Tenía frío el estómago. Hasta entonces, hasta aquel momento exacto, no empezó todo a parecerme completamente real, ni comencé a pensar que iba a realizarse el loco enfrentamiento.
—¿Cómo sabias que iba a marcharse? Tienes que decirme…
—No tengo tiempo para preguntas, y, de todos modos no podría contestarlas. ¿Adónde va?
Muy despacio, respondió:
—Él y Regina irán a Penn State esta tarde inmediatamente después del colegio. Arnie le telefoneó esta mañana y le preguntó si quería ir con él. Dijo… —hizo una pausa, pensando—. Dijo que tenía la impresión de haber recobrado súbitamente su cordura. Dijo que cuando iba al colegio esta mañana, se le ocurrió de pronto que si no se decidía en lo de la Universidad, podía perder la oportunidad. Dijo que había resuelto que Penn State era el mejor y le preguntó si le gustaría acompañarle y hablar con el decano de la Facultad de Artes y Ciencias, y con alguien de las secciones de Historia y de Filosofía.
En la cabina hacía frío. Mis manos empezaban a entumecerse. Leigh me observaba ansiosamente desde lo alto de aquella casa con ruedas que era Petunia. «¡Qué bien arreglaste las cosas, Arnie! —pensé—. Sigues en tu papel de jugador de ajedrez». Estaba manipulando a su madre, tirando de los cordeles y haciéndola bailar. Me compadecí de ella, pero no tanto como hubiese querido, ¿cuántas veces había sido Regina la manipuladora, haciendo bailar a los demás en su escenario como otros tantos Punch y Judys?
Ahora, que estaba medio aturrullada de miedo y de vergüenza, LeBay había puesto delante de sus ojos lo único que la haría venir corriendo con toda seguridad: la posibilidad de que las cosas volviesen a la normalidad.
—¿Y te pareció verdad? —pregunté a Michael.
—¡Claro que no! —gritó—. ¡Y tampoco se lo habría parecido a ella, si pensara como es debido! Tal como están actualmente los ingresos en las Universidades, Penn State le admitiría en julio, si él tuviese dinero para la enseñanza y las matriculas, y Arnie lo tiene. ¡Habló como si estuviésemos en los años cincuenta y no en los setenta!
—¿Cuándo se marchan?
—Ella tiene que encontrarse con él en la escuela superior después de la sexta clase, así me lo dijo cuando me telefoneó. A él le darán permiso.
Esto significa que saldrían de Libertyville antes de una hora y media. Por consiguiente, le hice la última pregunta, aunque ya sabía la respuesta.
—No irán en Christine, ¿verdad?
—No, se llevarán la furgoneta. Ella estaba loca de alegría Dennis. Loca. La invitación a ir con el chico a Penn State… fue toda una inspiración. Ni una manada de caballos salvajes le habría impedido aprovechar la oportunidad. ¿Qué pasa, Dennis? Dímelo, por favor.
—Mañana —le dije—. Te lo prometo. Palabra. Mientras tanto tienes que hacer algo por mí. Es cuestión de vida o muerte para mi familia y para la de Leigh Cabot. Tú…
—¡Oh, Dios mío! —dijo con voz ronca. La voz del hombre que acaba de ver la luz—. Él estaba siempre fuera… salvo la vez en que fue muerto el joven Welch, y esa vez estaba…, Regina vio que estaba durmiendo, y estoy seguro de que no mentía… ¿Quién conduce ese coche, Dennis? ¿Quién está empleando a Christine para matar, cuando Arnie no está aquí?
Estuve a punto de decírselo, pero hacía frío en la cabina telefónica y la pierna empezaba a dolerme de nuevo, y la respuesta habría llevado a otras preguntas, a docenas de ellas. E incluso entonces, el único resultado final habría sido una rotunda negativa a creerlo.
—Escucha, Michael —dije, con todo el aplomo de que fui capaz. Por un fantástico momento me sentí como Mister Rogers en la televisión. Un gran coche de los años cincuenta viene para devoraros, chicos y chicas… ¿Podéis decir Christine? ¡Sabía que podíais!—, tienes que llamar a mi padre y al padre de Leigh. Haz que las dos familias se reúnan en casa de Leigh —estaba pensando en ladrillos, en ladrillos sólidos y de primera calidad—. Pienso que también tú deberías ir, Michael. Permaneced todos juntos hasta que Leigh y yo vayamos allí o hasta que yo telefonee. Pero diles de nuestra parte: no deben salir después… —hice un rápido cálculo: si Arnie y Regina salían del colegio a las dos, ¿cuánto tiempo necesitaría él para tener una sólida coartada?— después de las cuatro de la tarde ninguno de vosotros debe estar en la calle después de las cuatro. En cualquier calle. Bajo ninguna circunstancia.
—Dennis, no puedo…
—Es preciso —le conminé—. Tú podrás engatusar a mi viejo, y entre los dos convencer al señor y a la señora Cabot. Y no te acerques a Christine, Michael.
—Saldrán directamente del colegio —siguió Michael—. Él dijo que el coche estaría perfectamente en aquel aparcamiento.
Lo sorprendí una vez más en su voz se había dado cuenta del embuste. Después de lo que había ocurrido el otoño pasado, Arnie era tan incapaz de dejar a Christine en un aparcamiento público como de presentarse desnudo en la clase de Cálculo.
—Ya —dije—. Pero si te asomas a la ventana y lo ves en el paseo, no te acerques a él. ¿Comprendido?
—Sí, pero…
—Llama ante todo a mi padre. Prométeme que lo harás.
—Está bien, te lo prometo. Pero, Dennis…
—Gracias, Michael.
Colgué. Tenía las manos y los pies entumecidos por el frío, pero mi frente estaba húmeda de sudor. Empujé la puerta de la cabina telefónica con la punta de una muleta y volví trabajosamente hacia Petunia.
—¿Qué te ha dicho? —preguntó Leigh—. ¿Te lo ha prometido?
—Sí —respondí—. Me lo ha prometido, y papá cuidará de que todos se reúnan. Estoy seguro. Si Christine la emprende con alguien esta noche, tendrá que ser con nosotros.
—Bien —convino ella—. Muy bien.
Puse a Petunia en marcha y nos alejamos de allí. El escenario estaba preparado —al menos, a mi modo de ver— y ahora nada podíamos hacer, salvo esperar y ver lo que pasaba.
Cruzamos la ciudad hacia el garaje de Darnell, bajo la ligera y continua nevada, y entré en la zona de aparcamiento muy poco después de la una de la tarde. El largo y destartalado edificio con sus costados de hierro ondulado estaba totalmente desierto, y las altas ruedas de Petunia surcaron la gruesa e inmaculada capa de nieve y se detuvieron ante la puerta principal. Pegados en esta puerta estaban los mismos rótulos de la ya lejana noche de agosto en que Arnie había llevado por primera vez allí a Christine: ¡AHORRE DINERO! ¡TRABAJE USTED MISMO, CON NUESTRAS HERRAMIENTAS! SE ALQUILAN PLAZAS DE GARAJE POR SEMANAS, MESES O AÑOS y TOQUE EL CLAXON PARA ENTRAR. Pero el único que realmente significaba algo era nuevo y estaba adherido a la oscura ventanilla de la oficina: CERRADO HASTA NUEVO AVISO. En un rincón del nevado patio delantero se veía un viejo y maltrecho Mustang, modelo veloz de los años sesenta. Ahora permanecía callado y como empotrado bajo un sudario de nieve.
—Está abandonado —dijo Leigh en voz baja.
—Sí. Es verdad —Le di las llaves que había confeccionado por la mañana en Western Auto—. Una de estas abrirá.
Ella tomó las llaves, se apeó y se dirigió a la puerta. Yo no perdía de vista los espejos retrovisores mientras ella manipulaba en la cerradura, pero no parecíamos llamar demasiado la atención. Supongo que la vista de un vehículo tan enorme y llamativo hacía difícil, por motivos psicológicos, sospechar una operación clandestina o ilegal.
De pronto, Leigh tiró con fuerza de la puerta, se levantó, tiró de nuevo y volvió después al camión.
—La llave ha girado, pero no puedo levantar la puerta —explicó—. Creo que el hielo la ha pegado al suelo, o algo parecido.
«Muy bien —pensé—. Magnifico. Nada va a resultar fácil.»
—Lo siento, Dennis —siguió Leigh, leyendo en mi semblante.
—No, está bien —manifesté.
Abrí la portezuela del conductor y realicé otra de mis cómicas y deslizantes salidas.
—Ten cuidado —me dijo, ansiosa, caminando a mi lado y ciñéndome la cintura con un brazo, mientras yo avanzaba con atención con mis muletas sobre la nieve en dirección a la puerta—. Recuerda tu pierna.
—Sí, mamá —bromeé, sonriendo un poco.
Me puse de lado al llegar a la puerta, para poder inclinarme hacia la derecha y no cargar el peso sobre la pierna enferma. Doblado sobre la nieve, con la pierna izquierda levantada, sosteniendo las muletas con la mano izquierda y alargando la derecha para asir la manija de la puerta a ras del suelo, debía parecer un contorsionista de circo. Tiré y sentí que la puerta cedía un poco… pero no lo suficiente. Leigh tenía razón, había bastante hielo a lo largo del borde inferior. Podían oírse sus crujidos.
—Ayúdame —dije.
Leigh colocó ambas manos sobre mi derecha y ambos tiramos al unísono. Los chasquidos se hicieron un poco más fuertes, pero el hielo se resistía a soltar el pie de la puerta.
—Casi lo hemos conseguido —expliqué.
Volvía a sentir desagradables pulsaciones, ahora en la pierna derecha, y el sudor resbalaba por mis mejillas.
—Contaré. Cuando diga tres, tira con todas tus fuerzas. ¿De acuerdo?
—Sí —dijo.
—Una…, Dos…, ¡Tres!
Entonces sucedió que la puerta se desprendió inmediatamente del hielo, con absurda y terrible facilidad. Salió disparada hacia arriba sobre las ranuras, y yo me tambaleé hacia atrás soltando las muletas. La pierna izquierda se dobló debajo de mí y caí sobre ella. La espesa nieve amortiguó un tanto la caída, pero sentí el dolor como una especie de relámpago plateado que subió desde el muslo hasta las sienes para bajar de nuevo. Apreté los dientes para no gritar y lo conseguí a duras penas, pero ya estaba Leigh de rodillas en la nieve, a mi lado, rodeándome los hombros con un brazo.
—¡Dennis! ¿Estás bien?
—Ayúdame a levantarme.
Tuvo que hacer el esfuerzo mayor, y ambos jadeábamos como agotados corredores atléticos cuando logré ponerme en pie y apoyarme en las muletas. Ahora sí que las necesitaba. La pierna izquierda me dolía de forma horrible.
—Dennis, ahora no podrás apretar el pedal del embrague del camión…
—Sí, podré. Ayúdame a volver a él, Leigh.
—Estás blanco como un fantasma. Creo que debería llevarte a un médico.
—No. Ayúdame a volver.
—Dennis…
—¡Ayúdame a volver, Leigh!
Regresamos lentamente a Petunia sobre la nieve, dejando en esta huellas largas e inseguras. Estiré los brazos, agarré el volante e hice contracción para subir, apoyándome débilmente en el estribo con la pierna derecha… pero, en definitiva, Leigh tuvo que ponerse detrás de mí, apoyar ambas manos en mis posaderas y empujar. Por fin me hallé detrás del volante de Petunia, febril y temblando de dolor. Tenía la camisa empapada en nieve y sudor. Hasta aquel día de enero de 1979 no había sabido lo mucho que el dolor puede hacer sudar.
Traté de apretar el pedal del embrague con el pie izquierdo y volví a sentir aquel relámpago de dolor, que me obligó a echar la cabeza atrás y apretar los dientes hasta que menguó un poco.
—Dennis buscaré una cabina telefónica y llamaré a un médico —estaba pálida y asustada—. Te la rompiste de nuevo al caer, ¿no es cierto?
—No lo sé —confesé—. Pero no puedes hacer eso, Leigh. Si no terminamos ahora, será el fin para los tuyos o los míos. Lo sabes muy bien. LeBay no se detendrá. Tiene un sentido muy desarrollado de la venganza. No podemos renunciar.
—¡Pero no puedes conducir! —gimió.
Levantó la cabeza y me miró, estaba llorando. La capucha de su chaqueta había caído hacia atrás en sus esfuerzos por ayudarme a subir al asiento del conductor, donde me hallaba ahora sentado en magnifica impotencia. Pude ver unos copos de nieve sobre sus cabellos rubios.
—Entra en el garaje —le dije—. Mira si puedes encontrar una escoba o un palo largo.
—¿De qué te servirá? —preguntó, llorando más fuerte.
—Haz lo que te digo, y ya veremos.
Entró, pues, en las oscuras fauces de la puerta abierta y se perdió de vista. Me agarré la pierna, retorciéndome de terror. Si realmente me la había roto de nuevo, lo más probable era que tuviese que llevar una suela más gruesa en el zapato izquierdo para el resto de mi vida. Pero podía quedarme muy poco tiempo de vida, si no lográbamos detener a Christine. Un pensamiento muy consolador.
Leigh volvió con una escoba.
—¿Servirá esto? —preguntó.
—Para entrar, sí. Después tendremos que ver si podemos encontrar algo mejor.
El mango era de esos que se desenroscan. Lo agarré, lo desenrosqué y tiré lo demás. Sujetándolo con la manó izquierda junto al costado —como si fuese otra muleta— empujé con él el pedal del embrague. Aguantó un momento, pero resbaló. El pedal saltó hacia atrás. La punta del mango casi me dio en la boca. «Sí que eres bueno, Guilder.» Pero tenía que hacerlo.
—Vamos, sube —dije.
—¿Estás seguro, Dennis?
—En la medida de lo posible —confesé.
Me miró un momento y, después, asintió con la cabeza.
—Está bien.
Pasó al otro lado y subió. Cerré mi portezuela, apreté el pedal del embrague de Petunia con el mango de la escoba y puse la primera marcha. Había soltado a medias el pedal y Petunia empezaba a avanzar cuando el mango de la escoba resbaló una vez más. El camión-cuba penetró en el garaje de Darnell con una serie de sacudidas capaces de romperme el cuello, y cuando pisé el freno con el pie derecho, el vehículo se detuvo. Habíamos entrado casi del todo.
—Leigh, necesitamos algo que tenga la punta más ancha —expliqué—. Este mango de escoba no es suficiente.
—Veré qué encuentro.
Se apeó y echó a andar por el borde del suelo del garaje, buscando. Miré a mi alrededor. Está abandonado había dicho Leigh, y tenía razón. Los únicos coches que quedaban allí eran cuatro o cinco viejos soldados tan gravemente heridos que nadie se había tomado el trabajo de reclamarlos. Las plazas restantes, con sus números marcados con pintura blanca, estaban vacías. Miré la plaza número 20 y desvié la mirada.
Los estantes para neumáticos estaban igualmente casi vacíos. Quedaban unas cuantas cubiertas muy gastadas, amontonadas unas sobre otras como rosquillas gigantes ennegrecidas al fuego, pero esto era todo. Uno de los dos montacargas estaba un poco elevado, con una llanta sujeta debajo de él. La pantalla para regulación de las luces brillaba débilmente, roja y blanca, sobre la pared de izquierda a derecha, y los dos círculos correspondientes a los faros parecían ojos inyectados en sangre. Y sombras, sombras en todas partes. Arriba, grandes aparatos de calefacción en forma de caja tenían las rejillas abiertas en todas direcciones y parecían posados allí como fantásticos murciélagos.
Aquello parecía una morada de la muerte.
Leigh había empleado otra de las llaves de Jimmy para abrir la oficina de Will. Pude ver que andaba de un lado a otro, a través de la ventanilla que solía utilizar Will para observar a sus parroquianos y a los trabajadores que mantenían los coches en marcha para que no se oyese su parloteo. Leigh pulsó unos interruptores y las lámparas fluorescentes del techo se encendieron en hileras frías como la nieve. Por lo visto, la compañía de electricidad no había cortado el suministro. Tendríamos que apagar de nuevo las luces, pues no podíamos exponernos a llamar la atención pero, al menos, nos calentaríamos un poco.
Abrió otra puerta y desapareció temporalmente. Miré mi reloj. Era la una y media.
Leigh volvió, y vi que llevaba en la mano una fregona O’Cedar, de esas que tienen una ancha esponja amarilla en la parte inferior.
—¿Servirá esto?
—De perlas —repuse—. Sube, pequeña, y pongamos manos a la obra.
Volvió a subir, y yo empujé el pedal del embrague con la fregona.
—Esto es mucho mejor —manifesté—. ¿Dónde lo encontraste?
—En el cuarto de baño —me explicó, frunciendo la nariz.
—¿Tan mal está?
—Está sucio, apesta a cigarros y hay un montón de libros mohosos en un rincón, de esos que venden en tenduchos de mala muerte.
Conque esto era todo lo que había dejado Darnell, pensé: un garaje vacío, un montón de libros guarros y un podrido olor a cigarros. Sentí frío de nuevo y si hubiese dependido de mi, habría hecho que asolasen el lugar y lo cubriesen de asfalto. No podía librarme de la impresión de que era una especie de tumba sin lápida, el lugar donde LeBay y Christine habían matado la mente de mi amigo y se habían apoderado de su vida.
—No quisiera tener que estar mucho tiempo aquí —confesó Leigh, mirando nerviosamente a su alrededor.
—¿De veras? A mí casi me gusta. Estaba pensando en instalarme —le acaricié el hombro y la miré profundamente a los ojos—. Podríamos fundar una familia —suspiré.
Me amenazó con el puño.
—¿Quieres que te aplaste la nariz?
—No, tienes razón. Por lo que vale, también yo deseo salir de aquí cuanto antes.
Acabé de entrar el camión. Descubrí que podía manejar bastante bien el embrague con la fregona O’Cedar…, al menos en primera. El mango tenía tendencia a doblarse, y habría preferido algo más grueso, pero tendría que resignarme con él a menos que pudiésemos encontrar algo mejor.
—Debemos apagar las luces —expliqué, parando el motor—. Podrían llamar la atención de alguien que no conviene que las vea.
Se apeó y las apagó, mientras yo hacía describir un amplio circulo a Petunia y daba marcha atrás hasta casi tocar con su parte trasera la ventana entre el garaje y la oficina de Darnell. Ahora el enorme morro del camión apuntaba directamente a la puerta abierta por la que habíamos entrado.
Al apagarse las luces, cayeron de nuevo las sombras. La luz que entraba por la puerta abierta era débil, mitigada por la nieve, blanca y sin fuerza. Se deslizaba como una cuña blanda sobre el suelo de cemento agrietado y manchado de aceite, y se extinguía a medio camino dentro del local.
—Tengo frío, Dennis —gritó Leigh desde la oficina de Darnell—. Están marcados los interruptores de la calefacción. ¿Puedo darla?
—Adelante —le grité a mi vez.
Un momento después sonó en el garaje el zumbido de la calefacción. Me eché atrás en el asiento, pasando suavemente las manos sobre mi pierna izquierda. La tela de los vaqueros estaba tirante sobre el muslo, tirante y sin una arruga. La maldita pierna se estaba hinchando. Y me dolía. ¡Jesús, cómo me dolía!
Leigh volvió, subió y se sentó a mi lado. Me dijo una vez más que mi aspecto era terrible, y por alguna razón mi mente volvió atrás y pensó en la tarde en que Arnie había traído aquí a Christine, en el vociferante personaje que había gritado a Arnie que se llevase aquel montón de chatarra de delante de su casa, y en Arnie diciéndome que aquel tipo era un Robert Redford de tomo y lomo. Y en cómo nos habíamos reído los dos. Cerré los ojos para no llorar.
Sin nada que hacer salvo esperar, el tiempo transcurría lentamente. Las dos menos cuarto, las dos. Fuera, la nieve se había espesado un poco, pero no mucho. Leigh bajó del camión y pulsó el botón que cerraba la puerta. Esto hizo que aumentase la oscuridad en el interior. Volvió, subió y dijo:
—Hay un curioso aparato a un lado de la puerta, ¿lo ves? Parece igual que el abridor electrónico que teníamos en la puerta del garaje cuando vivíamos en Weston.
Me erguí súbitamente. Miré.
—¡Oh! —dije—. ¡Oh, Jesús!
—¿Qué sucede?
—Sólo esto, un aparato para abrir la puerta del garaje. Y hay un transmisor en Christine. Arnie me lo mencionó la noche del Día de Acción de Gracias. Tienes que romperlo, Leigh. Emplea el mango de la fregona.
Se apeó de nuevo, cogió el mango de la escoba y se plantó debajo del ojo electrónico, mirando hacia arriba y golpeándolo con el palo. Parecía una mujer que tratase de matar una chinche cerca del techo. Al fin su esfuerzo se vio recompensado con un chasquido de plástico y un retintín de cristal.
Volvió despacio arrojando a un lado el mango de la escoba, subió y volvió a sentarse a mi lado.
—Dennis, ¿no crees que ya es hora de que me digas exactamente lo que te propones?
—¿Qué quieres decir?
—Sabes bien qué quiero decir —me dijo, señalando la, puerta cerrada. Cinco ventanas cuadradas alineadas a tres cuartos de su altura dejaban entrar una debilísima luz a través de los sucios cristales—. Cuando oscurezca, piensas volver a abrir la puerta, ¿verdad?
Asentí con la cabeza. La puerta era de madera, pero estaba reforzada con tiras de acero, como las puertas interiores de los ascensores antiguos. Yo dejaría entrar a Christine, pero, una vez cerrada la puerta, no podría retroceder y salir. Al menos así lo esperaba. Sentí escalofríos al pensar en lo cerca que habíamos estado de no advertir el ojo electrónico.
Abrir la puerta cuando se hiciese de noche, sí. Dejar entrar a Christine, sí. Cerrar de nuevo la puerta. Después me valdría de Petunia para aplastarla.
—Está bien —dijo ella—, esta es la trampa. Pero cuando él…, ello… haya entrado, ¿cómo vas a cerrar de nuevo la puerta para que no pueda salir? Tal vez haya un botón en la oficina de Darnell para hacerlo, pero no lo vi.
—Que yo sepa, no hay ninguno —repliqué—. Por consiguiente, te colocarás allí, junto al botón que cierra la puerta —señalé el botón manual situado a la derecha de la puerta, medio metro por encima del destrozado aparato electrónico—. Estarás adosada a la pared, para no ser vista. Cuando entre Christine, presumiendo que lo haga, pulsarás el botón que hace bajar la puerta y saldrás rápidamente antes de que acabe de cerrarse. Cuando acabe de bajar, ¡pam!, la trampa quedará cerrada.
Su cara se ensombreció.
—También tú quedarás preso en ella. Según la expresión del inmortal Wordsworth, esto te deja empantanado.
—Es de Coleridge, no de Wordsworth. Pero no hay otra manera de hacerlo, Leigh. Si te quedases dentro al cerrarse la puerta, Christine te atropellaría. Y aunque hubiese un botón en la oficina de Darnell…, bueno, ya viste en el periódico lo que ocurrió a la pared lateral de su casa.
La expresión de Leigh se mantuvo terca.
—Aparca junto al interruptor. Y cuando entre Christine, sacaré un brazo por la ventanilla, pulsaré el botón y bajaré la puerta.
—Si aparcase allí, estaría a la vista, y si ve este tanque, Christine no entrará.
—¡No me gusta! —gritó—. ¡No me gusta dejarte solo aquí! ¡Es como si me hubieras engañado!
En cierto modo esto era precisamente lo que había hecho, y si he de ser sincero, hoy no lo haría de la misma manera, pero entonces tenía dieciocho años y no hay machote más chovinista que un machote chovinista de dieciocho años. Le rodeé los hombros con un brazo. Se resistió un momento, rígidamente, y después se acercó a mí.
—No hay otra manera —le dije—. Si no fuese por mi pierna, o si tú pudieses conducir uno de estos cacharros…
Me encogí de hombros.
—Tengo miedo por ti, Dennis. Quiero ayudarte.
—Ya me has ayudado bastante. Tú eres quien está realmente en peligro, Leigh… Cuando entre estarás al descubierto, mientras que yo sólo tendré que estar sentado en esta cabina y hacer añicos a esa perra.
—Confío en que todo salga bien —replicó, y apoyó la cabeza en mi pecho.
Acaricié sus cabellos.
Esperamos.
Con los ojos de mi mente vi a Arnie que salía de la escuela superior de Libertyville con los libros bajo el brazo. Vi a Regina que le esperaba en la furgoneta de los Cunningham radiante de felicidad. Y a Arnie sonriendo vagamente y sometiéndose a su abrazo. «Has hecho lo que debías, Arnie…, no sabes lo aliviados, lo dichosos, que nos sentimos tu padre y yo». «Sí, mamá». «¿Quieres conducir, querido?» «No, conduce tú, mamá» «Muy bien».
Y partir los dos en dirección a Penn State bajo la ligera nevada, con Regina al volante y Arnie sentado en la banqueta plegable, cruzadas rígidamente las manos sobre el regazo, pálido y serio el rostro limpio de barros.
Y en el aparcamiento de los estudiantes, Christine inmóvil en la calzada. Esperando que se espesara la nieve. Esperando que se hiciese de noche.
A eso de las tres y media, Leigh volvió a la oficina de Darnell para usar el cuarto de baño, y mientras estaba allí, me tomé a secas otros dos Darvon. Mi pierna era un tormento continuo, abrumador.
Poco después, perdí la noción coherente del tiempo. Supongo que la droga me había emborrachado. Todo empezó a parecerme un sueño: las sombras cada vez más densas, la luz blanca que entraba por las ventanas y cambiaba despacio a un gris ceniciento, el zumbido de la calefacción allá arriba.
Creo que Leigh y yo hicimos el amor…, no de la manera ordinaria, tal como tenía yo la pierna, pero si por medio de algún dulce sucedáneo. Me parece recordar su aliento en mi oído hasta hacerse casi jadeante, me parece recordar sus murmullos de que tuviese cuidado, de que por favor tuviese cuidado, de que había perdido a Arnie y no podría soportar perderme a mi también. Me parece recordar una explosión de placer que hizo desaparecer el dolor de un modo breve pero total, como no habrían podido conseguir todos los Darvon del mundo… Pero «breve» es la palabra adecuada. Todo fue demasiado breve. Y creo que entonces me adormecí.
Después, lo primero que recuerdo con toda seguridad es que Leigh me sacudía para despertarme y murmuraba una y otra vez mi nombre al oído. Y….
—¿Eh? ¿Qué?
Estaba como en otro mundo, y sentía en la pierna un dolor vidrioso, como si fuese a estallar. También me dolían las sienes y me daba la impresión de que mis ojos no cabían en las cuencas. Pestañeé y miré a Leigh, como un búho enorme y estúpido.
—Ya es de noche —dijo—. Me pareció oír algo.
Pestañeé de nuevo y vi que parecía encogida y cansada. Después miré hacia la puerta y vi que estaba completamente abierta.
—¿Cómo diablos ha…?
—He sido yo —dijo—. Yo la he abierto.
—¡Maldición! —exclamé, irguiéndome un poco y estremeciéndome por el dolor de mi pierna—. Ha sido una locura, Leigh. Si hubiese venido…
—No lo ha hecho —replicó la chica—. Empezó a oscurecer, esto es todo, y a nevar con más fuerza. Por consiguiente, bajé, abrí la puerta y volví. Pensaba despertarte en seguida…, pero murmurabas…, y yo me decía: «Esperaré a que sea noche cerrada, esperaré a que sea noche cerrada, y entonces me di cuenta de que me estaba engañando, porque había anochecido al menos hacía media hora y sólo me imaginaba que aún podía ver alguna luz. Porque quería verla, supongo. Y… precisamente ahora… me pareció oír algo.
Sus labios empezaron a temblar y los apretó.
Miré el reloj y vi que eran las seis menos cuarto. Si todo había ido bien, mis padres y mi hermana estarían ahora con Michael y con la familia de Leigh. Miré a través del parabrisas de Petunia el cuadrado de la oscuridad nevada donde estaba la entrada del garaje. Oí silbar el viento. Una fina capa de nieve se extendía ya sobre el cemento.
—Sólo has oído el viento —expliqué—, como que sopla y rumorea ahí afuera.
—Tal vez. Pero…
Asentí de mala gana. No quería que abandonase la seguridad de la alta cabina de Petunia, pero, si no bajaba ahora tal vez nunca lo haría. Yo no la dejaría, y Leigh permitiría que no la dejase. Y entonces, cuando llegase Christine, si llegaba, lo único que podría hacer sería echarse atrás. Y esperar un momento más oportuno.
—Está bien —manifesté—. Pero recuerda esto: tienes que permanecer oculta en aquel pequeño hueco a la derecha de la puerta. Si viene, se quedará un rato fuera —«Husmeando como un animal», pensé—. No te asustes, no te muevas. No dejes que te obligue a delatarte. Permanece serena y espera a que entre. Entonces aprieta aquel botón y corre como alma que lleva el diablo. ¿Has comprendido?
—Sí —murmuró—. Dennis, ¿crees que esto saldrá bien?
—Tiene que salir bien, si viene.
—Quisiera que todo hubiese terminado.
—También yo.
Se inclinó, apoyó ligeramente la mano en el lado de mi cuello y me besó en la boca.
—Ten cuidado, Dennis —dijo—. Pero mátalo. No es un ser…, es una cosa. Mátala.
—Lo haré —dije.
Me miró a los ojos y asintió con la cabeza.
—Hazlo por Arnie —dijo—. Libérale.
Le apreté la mano y ella apretó la mía. Se deslizó sobre el asiento. Golpeó su pequeño bolso con la rodilla, y este cayó al suelo de la cabina. Se detuvo, irguiendo la cabeza, y una expresión sobresaltada y reflexiva se pintó en sus ojos. Después sonrió, se agachó, recogió el bolso y empezó a hurgar en seguida en él.
—Dennis —preguntó—, ¿recuerdas Morte D’Arthur?
—Un poco.
Una de las clases que habíamos compartido Leigh, Arnie y yo, antes de mi lesión jugando al fútbol americano, había sido la de «Clásicos de la Literatura Inglesa», de Fudgy Bowen, y una de las primeras obras con las que habíamos tenido que batallar había sido Morte D’Arthur, de Malory. Por qué me lo preguntaba ahora Leigh, era un misterio para mí.
Había encontrado lo que buscaba. Un fino pañuelo de nailon de color rosa, de esos que suelen llevar las chicas sobre la cabeza en días lluviosos. Lo ató sobre el antebrazo izquierdo de mi chaqueta.
—¿Qué diablos…? —pregunté, sonriendo un poco.
—Sé mi caballero, Dennis —explicó, devolviendo mi sonrisa, pero sus ojos estaban serios—. Sé mi caballero, Dennis.
Cogí la escoba que había encontrado en el cuarto de baño de Will y saludé torpemente con ella.
—Claro que sí —dije—. Pero tienes que llamarme «Sir Cedar»
—Tómalo a broma, si quieres —concluyó—. Pero no bromees realmente con esto. ¿De acuerdo?
—Está bien —dije—. Si así lo quieres, seré tu perfecto y maldito y gentil caballero.
Se rió un poco, y esto me pareció mejor.
—Recuerda aquel botón, pequeña. Apriétalo con fuerza. No queremos que la puerta dé una sacudida y se quede inmóvil. No debe haber escape, ¿de acuerdo?
—De acuerdo.
Se apeó de Petunia y, si cierro ahora los ojos, puedo verla como era entonces, en aquel claro y silencioso momento, antes de que todo se torciese de un modo terrible: una muchacha alta y bonita, de largos cabellos rubios color de miel, caderas esbeltas, piernas largas y aquellos chocantes pómulos nórdicos, vestida ahora con un anorak y unos descoloridos Lee Riders, y moviéndose con la gracia de una bailarina. Todavía puedo imaginar la escena y todavía sueño con ella, porque mientras nosotros estábamos atareados montando la trampa contra Christine, el viejo e infinitamente astuto monstruo la estaba montando contra nosotros. ¿Pensábamos realmente que podríamos vencerlo con tanta facilidad? Sospecho que sí.
Mis sueños discurren en un terrible movimiento retardado. Veo el suave y adorable movimiento de las caderas de Leigh al andar, oigo el sordo chasquido de sus botas Fraye sobre el suelo de cemento manchado de aceite, oigo incluso el suave frufrú del cierre de su anorak al rozar su blusa. Camina despacio y con la cabeza erguida… como un animal, pero no de presa, camina con la gracia cautelosa de una cebra acercándose a un manantial al anochecer. Es la andadura del animal que presiente el peligro.
Trato de gritarle a través del parabrisas de Petunia. ¡Vuelve atrás, Leigh, vuelve atrás en seguida, tenías razón, oíste algo, ahora está allí sobre la nieve y con las luces apagadas, agazapado, vuelve, Leigh!
Se detuvo de pronto, cerrando los puños, y entonces, súbitamente, brillaron unos furiosos círculos de luz en la nevada oscuridad exterior. Eran como dos ojos blancos que se abriesen.
Leigh se quedó inmóvil, terriblemente expuesta, sobre el suelo despejado. Estaba a diez metros de la puerta y ligeramente hacia la derecha de su centro. Se volvió hacia los faros y pude ver la expresión ofuscada e incierta de su semblante.
Yo estaba igualmente aturdido, y aquel primer momento vital transcurrió sin que pasara nada. Entonces los faros avanzaron rápidamente, y pude ver la oscura y baja forma de Christine detrás de ellos, pude oír el creciente y furioso ronquido de su motor al lanzarse hacia nosotros desde el otro lado de la calle donde había estado esperando…, quizá desde antes que oscureciese. La nieve resbalaba de su techo y formaba sobre el parabrisas finas redes que eran casi instantáneamente fundidas por el descongelador. Christine rodó sobre la rampa asfaltada que conducía a la entrada, aumentando la velocidad. Su motor de ocho cilindros en V roncaba furioso.
—¡Leigh! —grité, y agarré la llave de contacto de Petunia.
Leigh saltó hacia la derecha y corrió en busca del botón de la pared. Christine entró rugiendo en el momento en que ella lo alcanzaba y lo apretaba. Oí el ruido estruendoso de la puerta al bajar sobre sus ranuras.
Christine torció hacia la derecha, acometiendo a Leigh. Arrancó un gran pedazo de madera seca y astillas de la pared. Se oyó un chirrido metálico al soltarse una parte de su parachoques derecho: un ruido parecido a la chillona carcajada de un borracho. Saltaron chispas del suelo al describir Christine una larga curva asesina. No alcanzó a Leigh, pero la alcanzaría cuando atacase de nuevo, Leigh estaba atrapada en aquel rincón de la derecha, sin tener un sitio donde ocultarse. Quizá podría salir al exterior, pero temí que la puerta no bajase lo bastante de prisa para cerrarle el paso a Christine. Quizá la puerta rozaría su techo, pero sabía muy bien que esto no detendría al automóvil.
Rugió el motor de Petunia y pulsé el botón de mis faros. La luz se derramó sobre la puerta que se estaba cerrando y sobre Leigh. Esta se hallaba de espaldas a la pared, desorbitados los ojos. Su chaqueta adquirió un fantástico y casi eléctrico color azul a la luz de los faros, y pensé, con morbosa y clínica exactitud, que su sangre tendría un brillo purpúreo.
Vi que miraba un momento hacia arriba y volvía después a contemplar a Christine.
Los neumáticos de la Furia chirriaron violentamente al saltar esta contra Leigh. Brotó humo de las negras huellas sobre el hormigón. Tuve el tiempo justo de advertir que había gente dentro de Christine, mucha gente. En el instante en que Christine se lanzaba rugiendo sobre Leigh, esta dio un salto hacia arriba como un gran muñeco disparado por un muelle. Mi mente, que parecía correr a una velocidad próxima a la de la luz, se preguntó por un instante si Leigh pretendía saltar sobre el Plymouth, como si, en vez de Fryes, llevase unas botas de siete leguas.
Pero, en vez de esto, se agarró a los enmohecidos soportes de metal que sostenían un estante a casi tres metros del suelo y a más de un metro por encima de su cabeza. Aquel estante discurría a lo largo de las cuatro paredes. La noche en que Arnie había traído allí a Christine por primera vez, todo aquel estante estaba lleno de neumáticos recauchutados y de otros que esperaban ser reparados, y, aunque parezca extraño, me había hecho pensar en un estante de biblioteca bien abastecida Ahora estaba casi vacío. Agarrada a aquellos soportes inclinados, Leigh levantó las piernas enfundadas en los tejanos como un chiquillo que pretendiese hacerlas pasar por encima de los hombros, lo que nosotros solíamos llamar desollar el gato en la escuela de primera enseñanza. El morro de Christine chocó contra la pared exactamente debajo de ella. Si hubiese tardado un poco más en levantar las piernas, estas habrían sido aplastadas hasta las rodillas. Saltó un trozo de metal cromado. Dos de los neumáticos abandonados cayeron del estante y saltaron locamente sobre el cemento, como rosquillas gigantes de caucho.
La cabeza de Leigh chocó con fuerza terrible y aturdidora contra la pared al dar Christine marcha atrás, con los cuatro neumáticos pintando rayas de caucho en el suelo y desprendiendo humo azul.
Ustedes se preguntarán qué estaba haciendo yo durante todo aquel tiempo. Les responderé que el término «todo aquel tiempo» es inadecuado. Cuando empleé la O’Cedar para apretar el pedal del embrague de Petunia y poner la primera, la puerta sólo empezaba a bajar. Todo había ocurrido en unos segundos.
Leigh seguía agarrada a los soportes del estante de los neumáticos, pero ahora sólo pendía de ellos, cabeza abajo aturdida.
Aflojé el pedal, y la parte más serena de mi mente me dijo: Cuidado, hombre…, si lo sueltas de golpe y este cacharro se para, puedes darla por muerta.
Petunia arrancó. Forcé el motor al máximo y acabé de soltar el embrague. Christine roncó de nuevo al lanzarse contra Leigh, casi doblado por la mitad el capó a causa de la primera embestida, mostrando brillantes trozos de metal en los puntos donde había saltado la pintura. Parecía que al capó y al radiador les habían salido dientes de tiburón.
Alcancé a Christine en el costado, cerca del morro, y giró en redondo, saltando uno de sus neumáticos de la llanta. El cincuenta y ocho fue a dar contra un montón de viejos parachoques y accesorios en un rincón, se oyó un gran estruendo cuando chocó contra la pared, y después, el ronco ruido del motor, subiendo y bajando, subiendo y bajando. Toda la parte delantera izquierda estaba aplastada, pero el coche seguía funcionando.
Pisé el freno de Petunia con el pie derecho y evité por los pelos aplastar yo mismo a Leigh. El motor de Petunia se paró. Ahora el único ruido en el garaje era el del motor rugiente de Christine.
—¡Leigh! —grité con fuerza—. ¡Corre, Leigh!
Me miró aturdida, y ahora pude ver unos mechones pegajosos y ensangrentados en sus cabellos… y la sangre era púrpura, como había presumido. Soltó los soportes, cayó sobre sus pies, se tambaleó y dobló una rodilla sobre el suelo.
Christine avanzó hacia ella. Leigh se levantó, dio dos, pasos vacilantes, colocándose en su lado oscurecido, detrás de Petunia. Christine giró y embistió la parte delantera del camión. Salí despedido brutalmente hacia la derecha. El dolor se cebó en mi pierna izquierda.
—¡Levántate! —grité a Leigh, tratando de acercarme aún más a la portezuela y de abrirla—. ¡Levántate!
Christine retrocedió y, cuando se acercó de nuevo, se desvió de pronto hacia la derecha y salió de mi campo visual, detrás de Petunia. Sólo pude verlo un momento en el espejo retrovisor fijado junto a la ventanilla del lado del conductor. Después únicamente oí el chirrido de sus neumáticos.
Casi inconsciente, Leigh se limitó a apartarse, manteniendo ambas manos cruzadas sobre la nuca. Goteaba sangre entre sus dedos. Pasó por delante del radiador de Petunia, viniendo en mi dirección, y se detuvo.
No tenía que verlo para saber lo que ocurriría ahora. Christine cambiarla una vez más de dirección, pasaría por mi lado y la aplastaría contra la pared.
Desesperadamente, empujé el pedal del embrague con la O’Cedar y accioné de nuevo la llave del contacto. El motor arrancó, tosió y se paró. Pude oler gasolina en el aire, un olor fuerte y espeso. Había inundado el carburador.
Christine reapareció en el espejo retrovisor. Avanzó sobre Leigh, que consiguió, tambaleándose, ponerse fuera de su alcance. Christine chocó de morro contra la pared, con terrible fuerza. Se abrió la portezuela del pasajero y lo que vi colmó mi espanto, me llevé a la boca la mano que no agarraba la fregona y chillé entre los dedos.
En el asiento del pasajero se hallaba Michael Cunningham, como un grotesco muñeco de tamaño natural. Su cabeza, oscilando flojamente sobre el cuello, se dobló hacia un lado al hacer Christine marcha atrás para embestir de nuevo a Leigh, y vi que su cara tenía el vivo color rosado propio del envenenamiento por monóxido de carbono. No había seguido mi consejo. Christine había ido, ante todo, a la casa de los Cunningham, tal como yo había sospechado vagamente que haría. Michael había vuelto del colegio a casa, y allí, parado en la calzada, estaba el Plymouth 1958 restaurado por su hijo. Se había acercado y, de algún modo, Christine se había… apoderado de él. ¿Había subido al coche para sentarse un momento detrás del volante, como había hecho yo aquel día en el garaje de LeBay?
Tal vez sí. Sólo para ver qué vibraciones podía captar. En tal caso, debió captar algunas ciertamente muy terribles durante sus últimos minutos en el mundo. ¿Había Christine arrancado y marchado al garaje por sí solo? Tal vez. ¿Y había descubierto Michael que no podía parar aquel loco motor o salir del coche? ¿Había vuelto la cabeza y visto, quizás, el verdadero espíritu conductor del Fury 1958 de Arnie, en el asiento de atrás, y se había desmayado de terror?
Ahora no importaba. Lo único que importaba era Leigh.
También ella lo había visto. Sus gritos, agudos, desesperados y estridentes, flotaron en el aire que apestaba a humo de los tubos de escape como globos histéricamente brillantes. Pero al menos había salido de su estupor.
Se volvió y corrió hacia la oficina de Will Darnell, dejando detrás de ella goterones de sangre del tamaño de monedas de diez centavos. También había sangre en el cuello de su chaqueta, demasiada sangre.
Christine hizo marcha atrás, gastando caucho y dejando cristales rotos detrás. Al girar con rapidez para perseguir a Leigh, la fuerza centrífuga cerró de nuevo la portezuela del viajero, pero no antes de que yo pudiese ver la cabeza de Michael doblándose hacia el otro lado.
Christine quedó un momento inmóvil, apuntando con el morro en dirección a Leigh, mientras zumbaba su motor. Quizá LeBay saboreaba el instante que precede a la matanza. Si fue así, me alegro de ello, porque si Christine se hubiese lanzado de inmediato sobre ella, la habría matado con toda seguridad. Pero aquello me dio un poco de tiempo. Hice girar de nuevo la llave, farfullando algo en voz alta —creo que fue una oración—, y esta vez el motor de Petunia cobró vida. Solté el embrague y pisé con fuerza el acelerador en el momento en que Christine avanzaba de nuevo. Esta vez golpeé el coche en el costado derecho. Sonó un ruido estridente de metal desgarrado al penetrar el parachoques de Petunia en el guardabarro de Christine este saltó y fue a chocar contra la pared. Se rompieron varios cristales. Su motor rugió con furia. Detrás del volante, LeBay se volvió en mi dirección, con una mueca de odio.
Petunia se paró de nuevo.
Solté todas las maldiciones que sabía al agarrar la llave una vez más. De no haber sido por mi maldita pierna, de no haber sido por mi caída sobre la nieve, todo habría terminado ahora, me habría bastado con acorralar a Christine y hacerlo añicos contra el bloque que cerraba el horno.
Pero mientras ponía en marcha el motor de Petunia teniendo cuidado en no pisar demasiado fuerte el acelerador para que no se parase de nuevo, Christine empezó a moverse con un ensordecedor crujido de metal. Retrocedió entre el radiador de Petunia y la pared, dejando detrás de él un pedazo retorcido de su roja carrocería y perdiendo el neumático delantero de la derecha.
Conseguí que Petunia arrancase e hiciese marcha atrás Christine había retrocedido hasta el fondo del garaje. Todas sus luces estaban ahora apagadas. El parabrisas se había roto en una galaxia de grietas. El capó doblado parecía reír, burlón.
Su radio atronaba el aire. Pude oír a Ricky Nelson cantando Waitin in School.
Busqué con la mirada a Leigh y vi que estaba en la oficina de Will, mirando hacia el garaje. Sus cabellos rubios aparecían ensangrentados. Fluía más sangre por el lado izquierdo de su cara, empapando su chaqueta. Sangra demasiado —pensé tontamente—. Sangra demasiado, incluso para una herida en la cabeza.
Sus ojos se desorbitaron y señaló detrás de mí, moviendo los labios sin ruido detrás del cristal.
Christine avanzaba rugiendo sobre el suelo despejado y ganaba velocidad.
Y el capó se desarrugaba, se estiraba hacia fuera y hacia abajo para cubrir de nuevo la cavidad del motor. Dos de los faros centellearon y volvieron después a brillar con intensidad. El guardabarro y el lado derecho de la carrocería —sólo lo vi de refilón, pero juro que es verdad— se estaban… recomponiendo solos, y surgía metal rojo de ninguna parte, que resbalaba hacia abajo en suaves curvas automotrices para cubrir el neumático delantero de la derecha y el lado derecho del compartimiento del motor. Las grietas del parabrisas se encogían y desaparecían. Y el neumático que había sido arrancado de la llanta aparecía de nuevo.
«Todo parece nuevo —pensé—. ¡Que Dios nos ayude!»
Marchaba directamente hacia la pared que separaba la oficina del garaje. Solté rápidamente el pedal del embrague, confiando en interponer la carrocería del camión-cuba en su carrera, pero Christine pasó. Petunia sólo tropezó con aire fluido. ¡Sí que lo estaba haciendo bien! Crucé todo el local y fui a chocar contra los mellados armarios de herramientas alineados allí. Cayeron al suelo con sordo ruido metálico. A través del parabrisas, vi que Christine golpeaba la pared entre el garaje y el despacho de Will. No había reducido la marcha, antes al contrario, se había lanzado a toda velocidad.
Nunca olvidaré los momentos que siguieron: permanecen hipnóticamente claros en mi memoria, como vistos a través de un cristal de aumento. Leigh vio venir a Christine y se echó atrás. Sus cabellos ensangrentados estaban pegados a su cabeza. Cayó sobre el sillón basculante de Will y, después al suelo, perdiéndose de vista detrás de la mesa. Un instante después —y quiero decir un mero instante—, Christine chocó con la pared. La gran ventana que Will había utilizado para observar lo que pasaba en el garaje saltó hecha añicos. Trozos de cristal cayeron al interior como un haz de mortíferos puñales. La parte delantera de Christine se abolló con el impacto. El capó se levantó y se desprendió, saltando hacia el techo del vehículo y aterrizando sobre el pavimento de hormigón con un ruido metálico muy parecido al que habían realizado los armarios de las herramientas al caer.
El parabrisas se rompió, y el cuerpo de Michael Cunningham salió despedido a través de la mellada abertura, arrastrando las piernas y con la cabeza como una grotesca pelota de fútbol americano desinflada. Pasó a través de la ventana de Will, cayó sobre la mesa de Will con un sordo chasquido y resbaló hasta el suelo, con sólo los zapatos sobresaliendo de la mesa.
Leigh empezó a chillar.
Probablemente, su propia caída la había salvado de ser gravemente lesionada o muerta por los cristales voladores pero cuando se levantó detrás de la mesa, su cara estaba contraída de espanto y un histerismo total se había apoderado de ella. Michael había resbalado desde la mesa y sus brazos se habían cruzado sobre los hombros de ella y al ponerse Leigh trabajosamente en pie, pareció estar bailando con el cadáver. Sus gritos eran estridentes como una sirena de coche de bomberos. Su sangre, que seguía manando, lanzaba rojos destellos mortales. Dejó caer a Michael y corrió hacia la puerta.
—¡No, Leigh! —grité, y empujé de nuevo el pedal con la escoba. El mango se partió por la mitad, dejándome con un palo de quince centímetros en la mano—. ¡Ohhhh! ¡MIERDA!
Christine se apartó de la ventana rota, dejando en el suelo un charco de agua, anticongelante y aceite.
Pisé ahora el pedal con el pie izquierdo, sin sentir apenas el dolor, sujetando la rodilla con la mano izquierda mientras metía la marcha con la derecha.
Leigh abrió la puerta del despacho y salió corriendo.
Christine se volvió hacia ella, apuntándola con su morro destrozado y gruñidor.
Forcé el motor de Petunia y avancé rugiendo y, al aumentar en el parabrisas la imagen de aquel coche infernal, vi la cara enrojecida e hinchada de un chiquillo apretada contra la ventanilla de atrás, mirándome, pareciendo pedirme que me detuviese.
El golpe fue brutal. El capó del camión se levantó y se abrió como una boca. La parte de atrás giró en redondo, y Christine resbaló de lado, más allá de Leigh, que huyó con ojos desorbitados que parecían engullir su cara. Recuerdo las salpicaduras de sangre en el ribete de piel de la capucha de su chaqueta, menudas gotitas de rocío infernal.
Yo estaba resuelto. Estaba lanzado. Aunque tuviesen que amputarme después la pierna por la ingle, conduciría.
Christine golpeó la pared y rebotó hacia atrás. Pisé el embrague, puse marcha atrás, retrocedí tres metros, pisé de nuevo el embrague y puse la primera. Con el motor roncando, Christine trató de alejarse y deslizarse junto a la pared. Giré a la izquierda y lo embestí de nuevo, aplastándole en su mitad casi en cintura de avispa. Las portezuelas de delante y de atrás saltaron de sus marcos. LeBay estaba detrás del volante, ahora como una calavera, como un camafeo humano podrido y hediondo, ahora como un hombre sano y robusto de cincuenta años y cabellos grises cortados a cepillo. Me miró con su diabólica sonrisa, apoyada una mano en el volante y amenazándome con el puño libre.
Y su motor se negaba a morir.
De nuevo di marcha atrás, y ahora mi pierna ardía como un hierro al rojo blanco y el dolor subía hasta la axila. Algo infernal. El dolor estaba en todas partes. Podía sentirlo
(¡Jesús, Michael! ¿Por qué no te quedaste en casa?)
en el cuello, en la mandíbula, en
(¿Arnie? Hombre, lo siento tanto que quisiera…)
las sienes. El Plymouth —lo que quedaba de él— rodó como borracho por el lado del garaje, haciendo saltar herramientas y trozos de chatarra, arrancando soportes y haciendo caer los estantes de arriba. Estos chocaron con el hormigón produciendo un ruido seco y repetido que sonó como aplausos del demonio.
Pisé de nuevo el embrague y después el acelerador a fondo. El motor de Petunia rugió, y yo me agarré al volante como el hombre que se esfuerza en permanecer montado en un caballo salvaje. Golpeé a Christine en el lado derecho, arrancando la carrocería del eje posterior y empujándola contra la puerta, que se estremeció y crujió. Me doblé sobre el volante, que me golpeó el vientre, me cortó la respiración y me lanzó de nuevo sobre mi asiento, jadeando.
Ahora vi a Leigh acurrucada en el rincón más lejano, con las manos apretadas sobre la cara, a la que daban el aspecto de una máscara de bruja.
El motor de Christine seguía funcionando.
Se arrastró lentamente hacia Leigh, como un animal que se hubiese roto las patas de atrás en una trampa. Pero incluso entonces pude ver que se estaba regenerando, reparando: un neumático que volvía de pronto a llenarse de aire, la antena de la radio que se desplegaba sola con una vibración argentina, la aparición de nuevo metal alrededor de la cola destrozada.
—¡Muérete! —le grité.
Estaba llorando y no paraba de jadear. Mi pierna se negaba a seguir trabajando. La sujeté con ambas manos y la empujé sobre el pedal del embrague.
Mi visión se hizo confusa y gris con aquella angustia terrible. Casi podía sentir rechinar los huesos.
Aceleré el motor, puse de nuevo primera y ataqué al hacerlo, oí la voz de LeBay por primera y última vez, estridente y desesperada y llena de furia terrible e implacable:
—¡Tú, CAGÓN! ¡Vete al diablo, miserable CAGÓN! ¡DÉJAME EN PAZ!
«Eres tú quien debía dejar en paz a mi amigo», quise gritar, pero sólo un jadeo áspero y doliente salió de mi garganta.
Le golpeé de lleno en la parte de atrás, y el depósito de la gasolina estalló, al encogerse aquélla como un acordeón hacia dentro y hacia arriba en una especie de hongo de metal. Surgió una llamarada amarilla. Me tapé la cara con las manos… Pero se extinguió en seguida. Christine se quedó inmóvil, como apartada de un derby de demolición. Su motor tosió, se detuvo, se puso en marcha de nuevo y se paró definitivamente.
El lugar quedó en silencio, salvo por el grave zumbido del motor de Petunia.
Entonces Leigh se acercó corriendo, gritando mi nombre una y otra vez, llorando. De pronto, tontamente, me di cuenta de que llevaba su rosado pañuelo de nailon alrededor de la manga de mi chaqueta.
Lo miré, y todo se volvió de nuevo gris.
Pude sentir el contacto de sus manos, después, todo se oscureció y me desmayé.
Recobré el sentido unos quince minutos más tarde, húmeda y deliciosamente fresca la cara. Leigh estaba de pie sobre el estribo del lado del conductor, aplicando un trapo mojado a mi rostro. Agarré el trapo, traté de chupar el agua, y escupí. Sabía fuertemente a aceite.
—No temas, Dennis —dijo Leigh—. Salí corriendo a la calle…, detuve a una máquina quitanieve…, le di un susto de muerte al conductor… Toda esa sangre…, dijo…, una ambulancia…, dijo, ¿sabes…? ¿Estás bien, Dennis?
—¿Parezco estarlo? —murmuré.
—No —confesó y se echó a llorar.
—Entonces no… —tragué saliva para aliviar la seca garganta—. No hagas preguntas tontas. Te quiero.
Me abrazó con torpeza.
—También dijo que llamaría a la policía —explicó.
Casi no la oí. Mis ojos habían tropezado con el retorcido y silencioso bulto de los restos de Christine. Bulto era la palabra adecuada, difícilmente podía ser tomado por un coche. Pero ¿por qué no había ardido? El plato de una rueda estaba tirado a un lado como un disco dentado de plata.
—¿Cuánto tiempo hace que detuviste a la máquina quitanieve? —pregunté con voz ronca.
—Tal vez cinco minutos. Entonces cogí el trapo y lo mojé en aquel cubo. Dennis…, gracias a Dios que ha terminado todo.
¡Punk! ¡Punk! ¡Punk!
Yo seguía mirando el plato.
Sus dientes se alargaban.
De pronto se alzó sobre el borde y rodó en dirección al coche como una enorme moneda.
Leigh también lo vio. Su rostro se quedó helado. Sus ojos empezaron a desorbitarse. Sus labios pronunciaron la palabra No, pero ningún sonido brotó de ellos.
—Sube a mi lado —dije en voz baja, como si aquello pudiese oírnos. ¿Quién sabe? Tal vez podía—. Ponte en el asiento del pasajero. Apretarás el acelerador mientras yo piso el pedal del embrague con el pie derecho.
—No… —gritó ella, en un susurro sibilante. Su respiración era breve, quejumbrosa—. No…, no…
El coche arruinado temblaba en todas sus partes. Era la cosa más fantástica y más terrible que hubiese visto mi vida. Temblaba, se estremecía como un animal que estuviese completamente… muerto. El metal chocaba nerviosamente contra el metal. Varillas de sujeción tocaban ritmos de jazz sobre los conectores. Mientras observaba, un pasador doblado que yacía en el suelo se enderezó, dio unos cuantos saltos y fue a caer sobre la chatarra.
—Sube —pedí.
—No puedo, Dennis —sus labios temblaban sin poderse dominar—. No puedo…, ya no puedo… Aquel cuerpo… era el del padre de Arnie. No puedo más, por favor.
—Tienes que poder —le dije.
Me miró, se volvió asustada hacia los restos obscenamente temblorosos de aquella vieja ramera que habían compartido LeBay y Arnie, y después pasó por delante del morro de Petunia. Un trozo de metal cromado saltó y le arañó profundamente una pierna. Ella chilló y corrió. Subió a la cabina y se apretó contra mí.
—¿Qué… qué tengo que hacer?
Me abalancé a medias fuera de la cabina, sujetándome en el techo, y empujé el pedal del embrague con el pie derecho. El motor de Petunia seguía funcionando.
—Aprieta el acelerador y no lo sueltes —dije—. Pase lo que pase.
Conduciendo con la mano derecha y sujetándome con la izquierda, solté el pedal, rodamos hacia delante y nos lanzamos sobre el coche arruinado, aplastándolo, dispersando sus pedazos. Y creí oír otro grito de furia.
Leigh se apretó la cabeza con las manos.
—¡No puedo, Dennis! ¡No puedo hacerlo! ¡Está, está gritando!
—Tienes que hacerlo —ordené.
Su pie se había levantado del acelerador y ahora pude oír sirenas en la noche, subiendo y bajando de tono. Agarré a Leigh de un hombro y una terrible punzada de dolor subió por mi pierna.
—Nada ha cambiado, Leigh. Tienes que hacerlo.
—¡Me ha gritado!
—Se nos acaba el tiempo y todavía no hemos terminado. Pero ya falta poco.
—Lo intentaré —murmuró, y volvió a pisar el acelerador.
Puse marcha atrás. Petunia retrocedió unos seis metros Desembragué de nuevo, puse la primera…, y Leigh gritó de pronto:
—¡No, Dennis! ¡No lo hagas! ¡Mira!
La madre y la niña, Verónica y Rita, estaban plantadas delante del aplastado y mellado bulto de Christine, cogidas de la mano solemnes y tristes los semblantes.
—No están ahí —dije—. Y si estuviesen, tendrían que volver al sitio que les corresponde —aumentó el dolor de mi pierna y todo se volvió gris—. Mantén el pie apretado.
Solté el embrague y Petunia rodó de nuevo hacia delante, adquiriendo velocidad. Las dos figuras no desaparecieron como hacen los fantasmas en el cine y la televisión, semejaron extenderse en todas direcciones palideciendo los brillantes colores en vagos rosas y azules… hasta desvanecerse del todo.
Chocamos de nuevo contra Christine, desparramando lo que quedaba de ella. El metal crujía y se desgarraba.
—No están —murmuró Leigh—. No son reales. Está bien. Está bien, Dennis.
Su voz parecía venir de un pasillo lejano y oscuro. Puse marcha atrás y retrocedimos. Después avanzamos. Golpeamos aquello, lo golpeamos de nuevo. ¿Cuántas veces? No lo sé. Sólo sé que lo golpeábamos y que, cada vez que lo hacíamos, otra punzada de dolor subía por mi pierna y todo se oscurecía un poco más.
Al fin alcé la turbia mirada y vi que el aire exterior parecía ensangrentado. Pero no era sangre, era una luz roja que se reflejaba en la nieve que caía. Alguien estaba golpeando la puerta desde fuera.
—¿Es ya suficiente? —me preguntó Leigh.
Miré a Christine, aunque ya no era Christine. Era un desparramado montón de metales rotos y retorcidos, jirones de tapicería y brillantes trozos de cristal.
—Tiene que serlo —manifesté—. Hazles entrar, Leigh.
Y mientras ella se relajaba, me desmayé de nuevo.
Entonces vi una serie de imágenes, confusas, cosas que podía enfocar unos momentos y, después, palidecían o desaparecían por completo. Recuerdo una camilla que era sacada de la parte de atrás de una ambulancia, recuerdo que doblaron sus costados y que la luz fluorescente del techo arrancó fríos destellos de su metal cromado, recuerdo que alguien dijo: «Cortadlo, tenéis que cortarlo para que al menos podamos verlo»; recuerdo que otra persona —supongo que era Leigh— dijo: «No le hagan daño, por favor, no le hagan daño si pueden evitarlo», recuerdo el techo de una ambulancia…, tenía que ser una ambulancia, porque en la periferia de mi campo visual había suspendidos dos frascos de suero; recuerdo un frío algodón con antiséptico y después el pinchazo de una aguja.
Después de esto las cosas se hicieron sumamente confusas; sabía, en lo más hondo de mi cerebro, que no estaba soñando: el dolor lo demostraba y, sin embargo, todo parecía un sueño. Estaba fuertemente drogado, y esto contribuía en parte a aquella sensación; pero también contribuía el shock. No son imaginaciones, Jack. Mi madre estaba allí, llorando, en una habitación que parecía desoladoramente igual que la del hospital en que había pasado yo todo el otoño. Después estaba allí mi padre en compañía del de Leigh, y los semblantes de ambos eran tan tensos y lúgubres que parecían individualmente indistinguibles, como habría podido decir Franz Kafka. Mi padre se inclinó sobre mí y dijo, con una voz que parecía un trueno vibrando entre capas de algodón:
—¿Cómo fue Michael a parar allí, Dennis?
Esto era en realidad lo que querían saber: cómo Michael había ido a parar allí. «¡Oh! —pensé—. Amigos míos, podría contaros unas cosas.»
Entonces, Mr. Cabot dijo:
—¿En qué lío metiste a mi hija, chico?
Me parece que le respondí:
—No la metí en ningún lío, sino que fue ella quien os sacó de un lío a vosotros.
Y pienso que fue una respuesta bastante inteligente, dadas las circunstancias, con lo drogado que estaba y todo lo demás.
Elaine estuvo brevemente allí y parecía sostener burlonamente un Yodel o un Twinkie o algo parecido fuera de mi alcance. Y Leigh se presentó también, se quitó el fino pañuelo de nailon y me pidió que levantase el brazo para poder atarlo a este. Pero no pude hacerlo, me pesaba como una barra de plomo.
Después estuvo Arnie, y esto sí que tenía que ser un sueño.
—Gracias, hombre —dijo, y advertí aterrorizado que el cristal izquierdo de sus gafas estaba roto. Su cara era normal, pero aquel cristal roto… me espantaba—. Gracias. Lo hiciste muy bien. Ahora me siento mejor. Creo que todo marchará perfectamente.
—No temas, Arnie —dije, o traté de decir, pero él se había marchado ya.
El día siguiente —no el 20, sino el domingo, 21 de enero— empecé a recobrarme un poco. Mi pierna izquierda estaba escayolada y levantada en la antigua y acostumbrada posición, entre pesas y poleas. Sentado al lado de mi cama y leyendo una novela en rústica de John D. MacDonald, había un hombre al que no había visto nunca. Observó que le miraba y bajó el libro.
—Bienvenido al mundo de los vivos, Dennis —saludó con dulzura, cerrando el libro después de marcar, deliberadamente, la página con la tapa de un estuche de cerillas.
Puso el libro sobre su regazo y cruzó las manos sobre él.
—¿Es usted médico? —le pregunté.
Desde luego, no era el doctor Arroway, que me había tratado la otra vez, este era veinte años más joven y pesaba al menos veinticinco kilos menos que aquél. Parecía rudo.
—Inspector de policía del Estado —explicó—. Me llamo Richard Mercer, Rick, si lo prefieres.
Me tendió la mano, y yo la toqué, estirando torpe y cuidadosamente el brazo. No podía estrechársela. Además me dolía la cabeza y tenía sed.
—Mire —dije—, no me importa hablar con usted y contestar todas sus preguntas, pero quisiera ver a un médico —tragué saliva. Él me miró, con aire preocupado, y balbuceé—. Necesito saber si podré volver a andar.
—Si lo que dice ese Arroway es verdad —repuso Mercer—, podrás andar dentro de cuatro o seis semanas. No te has roto de nuevo el hueso, Dennis. Sólo forzaste mucho la pierna, según dijo. Se te hinchó como una morcilla. También dijo que habías tenido suerte de que te saliese tan barato.
—¿Qué ha sido de Arnie? —le pregunté—. Arnie Cunningham, ¿sabe usted…?
El hombre pestañeó.
—¿Qué pasa? —pregunté—. ¿Qué le ha pasado a Arnie?
—Dennis —dijo, y vaciló—. No sé si es el momento…
—Por favor. ¿Ha…, ha muerto Arnie?
Mercer suspiró.
—Sí, ha muerto. Él y su madre sufrieron un accidente en la autopista de Pensilvania, a causa de la nieve. Si fue un accidente.
Traté de hablar y no pude. Señalé la jarra de agua encima de la mesita de noche, pensando en lo horrible que era estar en una habitación de hospital y saber, exactamente, dónde se hallaba todo. Mercer llenó un vaso y metió en él la paja doblada. Bebí y me sentí un poco mejor. Me refiero a mi garganta. Todo lo demás no mejoró en absoluto.
—¿Qué quiere decir con eso de si fue un accidente?
Mercer respondió:
—Ocurrió el viernes por la noche, y la nieve no era muy espesa. El anuncio de la autopista indicaba piso mojado y visibilidad reducida, y ordenaba la precaución adecuada. Suponemos, por la fuerza del impacto, que no rodarían a mucho más de sesenta. El coche giró, saltó sobre la divisoria y chocó contra un remolque. Iban en la furgoneta Volvo de la señora Cunningham. Estalló.
Cerré los ojos.
—¿Regina?
—Murió también. Si te sirve de consuelo, probablemente no…
—Sufrieron —dije terminando la frase—. ¡Mierda! Sufrieron mucho —ahogué un sollozo. Mercer no dijo nada—. Los tres —murmuré—. ¡Oh, Jesús, los tres!
—El conductor del camión se rompió un brazo. No sufrió mayor daño. Dijo que iban tres personas en el coche, Dennis.
—¡Tres!
—Sí. Y explicó que parecían pelearse —Mercer me miró francamente—. Estamos estudiando la teoría de que recogieron a un autostopista desaprensivo que escapó después del accidente y antes de que llegasen los agentes.
«Si conociese a Regina Cunningham, esto le parecería ridículo», pensé. Recoger a un autostopista era tan impropio de ella como presentarse en pantalón de trabajo en un té de la Facultad. Regina Cunningham tenía ideas fijas sobre lo que se podía y lo que no se podía hacer.
Ideas de hormigón, podríamos decir.
Había sido LeBay. Pero la cuestión era que no podía estar en dos sitios al mismo tiempo. Por lo visto, cuando se dio cuenta de cómo andaban las cosas en el garaje de Darnell, abandonó a Christine y trató de volver junto a Arnie. Lo que ocurrió entonces nadie puede saberlo. Pero yo presumí —y sigo pensándolo ahora— que Arnie luchó contra él… y consiguió al menos un premio.
—Muerto —dije, y ahora no pude contener las lágrimas.
Estaba demasiado débil para detenerlas. A fin de cuentas, no había podido impedir que le matasen. No esta última vez, que era cuando realmente importaba. Tal vez había salvado a otros, pero no a Arnie.
—Dime lo que pasó —pidió Mercer. Dejó el libro sobre la mesita de noche y se inclinó hacia delante—. Cuéntame todo lo que sepas, Dennis, desde el principio hasta el final.
—¿Qué ha dicho Leigh? —le pregunté—. ¿Y cómo está?
—Pasó la noche del viernes aquí, bajo observación —me dijo Mercer—. Estaba conmocionada y tenía una herida en el cuero cabelludo que requirió doce puntos de sutura. Ninguna lesión en la cara. Afortunadamente. Es una muchacha muy bonita.
—Es más que eso —dije—. Es hermosa.
—No quiso decir nada —explicó Mercer, y una sonrisa forzada creo que de admiración, torció su semblante hacia la izquierda—. Ni a mí ni a su padre. Este está, digamos, muy cabreado con todo este asunto. Ella dijo que eras tú quien debía decidir lo que había que contar y cuándo debía hacerse —me miró reflexivo—. Porque, dice, eres tú quien puso fin a la cosa.
—No fue una gran hazaña —murmuré.
Todavía trataba de luchar contra la idea de que Arnie estuviese realmente muerto. Era imposible, ¿no? Habíamos ido juntos a Camp Winnesko, en Vermont, cuando teníamos doce años, y y a mí me dio nostalgia y le dije que iba a telefonear a mis padres y decirles que viniesen a buscarme. Arnie explicó que, si lo hacía, diría a todo el mundo en el colegio que la razón de mi precipitada vuelta a casa era que me habían pillado comiendo golosinas en mi litera después de apagar las luces y que me habían expulsado.
Una vez subimos a lo más alto del árbol que había en el patio de atrás de mi casa y grabamos en él nuestras iniciales. Él se quedaba a menudo a dormir en mi casa, y estábamos levantados hasta muy tarde viendo Shrock Theater, acurrucados sobre el sofá y cubiertos con una vieja colcha. Comíamos aquellos bocadillos clandestinos Wonder Bread. Cuando tenía catorce años, Arnie acudió a mí, asustado y avergonzado, porque tenía sueños libidinosos y pensaba que hacían que se mease en la cama. Pero lo que más recordaba eran las granjas de hormigas. ¿Cómo podía estar muerto, después de haber hecho juntos aquellas granjas de hormigas? ¡Jesús! Parecía que esto había pasado sólo una o dos semanas atrás. ¿Cómo podía estar muerto? Abrí la boca para decir a Mercer que Arnie no podía estar muerto, que aquellas granjas de hormigas hacían que esta idea fuese absurda. Pero volví a cerrarla.
No podía contarle esto. Él no era más que un tipo como otro cualquiera.
«Arnie —pensé—. Bueno, hombre, esto no es verdad ¿Eh? ¡Jesús!, Aún tenemos muchas cosas que hacer. Todavía no hemos tenido una doble cita en el cine al aire libre».
—¿Qué pasó? —preguntó de nuevo Mercer—. Dímelo, Dennis.
—No lo creería —repliqué farfullando.
—Quizá te sorprendería lo que soy capaz de creer —manifestó—. Y quizá te sorprendería lo que ya sabemos. Un compañero llamado Junkins dirigió la investigación de este caso. Le mataron no lejos de aquí. Era amigo mío. Un buen amigo. Una semana antes de su muerte, me dijo que pensaba que algo ocurría en Libertyville que nadie podría creer. Entonces le mataron. Para mí, es algo personal.
Cambié cuidadosamente de posición.
—¿No le dijo nada más?
—Me explicó que creía que había descubierto un antiguo asesinato —dijo Mercer, sin apartar los ojos de los míos—. Pero que importaba poco, porque el asesino estaba muerto.
—LeBay —murmuré, y pensé que si Junkins sabía aquello, no era de extrañar que Christine le hubiese matado. Porque, si lo sabía, había estado demasiado cerca de toda la verdad.
Mercer siguió:
—LeBay fue el nombre que mencionó —se acercó más a mí—. Y te diré algo más, Dennis: Junkins era un conductor formidable. Cuando era más joven, antes de casarse, solía correr en Philly Plains y había ganado más de una vez. En la carretera, corría a más de ciento setenta en un Dodge de turismo. Quienquiera que le persiguiese, y sabemos que alguien le persiguió, tenía que ser un conductor endiablado.
—Sí —convine—. Lo era.
—He venido por propia iniciativa. He estado aquí dos horas, esperando que te despertases. Y la noche pasada estuve hasta que me echaron a patadas. No he traído ningún taquígrafo, ni ninguna cinta magnetofónica, ni ningún micrófono. Cuando hagas una declaración formal, si es que llegas a hacerla, será otra cosa, pero, de momento, sólo es algo entre tú y yo. Tengo que saberlo. Porque veo a la esposa y a los hijos de Rudy Junkins de vez en cuando. ¿Comprendes?
Lo pensé. Reflexioné durante largo rato…, casi cinco minutos. Él permaneció sentado, sin interrumpir mis pensamientos. Al fin asentí con la cabeza.
—Está bien. Pero no me creerá.
—Ya lo veremos —dijo.
Abrí la boca sin tener idea de lo que saldría de ella.
—Él era un perdedor, ¿sabe? —dije—. En todo colegio superior hay al menos, dos de ellos, como si lo exigiese una ley de la nación. Todo el mundo los pisotea. Sólo que a veces…, a veces encuentran algo a lo que agarrarse y sobreviven. Arnie me tuvo a mí. Y después tuvo a Christine.
Le miré, y si hubiese visto el más ligero pestañeo de desconfianza en aquellos ojos grises que eran tan turbadores como los de Arnie… bueno, si lo hubiese visto, creo que habría cerrado el pico y le habría dicho que pusiese en su informe lo que le pareciese más plausible y dijese a los hijos de Rudy Junkins lo que le viniese en gana. Pero se limitó a asentir con la cabeza, mirándome con atención.
—Sólo quería que comprendiese esto —proseguí, y se me hizo un nudo en la garganta y no pude decir lo que tal vez hubiese debido añadir: Leigh Cabot vino después.
Bebí un poco más de agua y engullí con fuerza. Y hablé durante dos horas.
Al fin terminé. Sin arrebatos. Agoté, simplemente, el caudal, doliéndome la garganta de tanto hablar. No le pregunté si me creía, no le pregunté si iba a encerrarme en un manicomio o a darme la medalla de los embusteros. Sabía que creía buena parte de ello, porque coincidía demasiado con lo que él sabía. En cuanto a lo demás —Christine y LeBay, y el pasado alargando las manos hacia el presente—, no sabía lo que en realidad pensaba. Ni lo sé siquiera hoy. Realmente, no lo sé.
Se hizo un breve silencio entre nosotros. Al fin se dio unas palmadas en los muslos y se levantó.
—Bueno —manifestó—. Los tuyos deben de estar esperando para visitarte.
—Probablemente, sí.
Sacó la cartera y me entregó una blanca tarjetita de visita, con su nombre y su número de teléfono.
—Generalmente me encontraréis aquí, si no estoy, alguien me dará el recado. Cuando vuelvas a hablar con Leigh Cabot, ¿querrás decirle lo que me has contado y pedirle que se ponga al habla conmigo?
—Lo haré, si lo desea.
—¿Confirmará tu versión?
Me miró con fijeza.
—Sí.
—Te diré una cosa, Dennis —musitó—. Si mientes, lo haces sin saberlo.
Se marchó. Sólo le vi otra vez, y fue en las triples exequias de Arnie y de sus padres. Los periódicos informaron de la trágica y fantástica historia: el padre muerto en un accidente de tráfico mientras la madre y el hijo morían en la autopista de Pensilvania. Paul Harvey lo incluyó en su programa.
Nada se dijo sobre la estancia de Christine en el garaje de Darnell.
Mi familia acudió a visitarme aquella noche, y entonces me sentía ya más tranquilo, debido, en parte, según creía, a haber descargado mi pecho con Mercer (era lo que mis profesores de psicología del colegio llamaban «un forastero interesado», con los que siempre resulta más fácil hablar). Pero mi actual manera de sentir se debía sobre todo a una rápida visita del doctor Arroway a última hora de la tarde. Se mostró destemplado e irascible conmigo, sugiriendo que la próxima vez se limitaría a agarrar una sierra y cortarme la maldita pierna, con lo que nos ahorraríamos muchas penas y fatigas… Pero también me dijo (creo que a regañadientes) que no había sufrido ningún daño irreparable, según creía. Añadió que no habían mejorado mis probabilidades de correr en el maratón de Boston, y se fue.
La visita de la familia fue, pues, bastante alegre, gracias sobre todo a Ellie, que charló por los codos acerca de un inminente cataclismo: su Primera Cita. Un rapaz granujiento y cabezota, llamado Brandon Hurling, la había invitado a ir a patinar. Papá les llevaría en el coche. ¡Qué frescura!
Mi madre y mi padre terciaron en la conversación, pero mamá no dejó de lanzar ansiosas miradas de recordatorio a papá, y este se quedó cuando mamá se hubo llevado a Elaine.
—¿Qué pasó? —me preguntó—. Leigh le contó a su padre una loca historia sobre automóviles que marchaban solos y niñas que estaban muertas y no sé qué otras barbaridades. El hombre se encuentra fuera de sí.
Asentí con la cabeza. Estaba cansado, pero no quería que Leigh tuviese que aguantar las diatribas de sus padres, o que estos la tuviesen por loca o embustera. Si ella iba a avalarme delante de Mercer, yo la avalaría delante de su padre y de su madre.
—Está bien —dije—. Es una larga historia. ¿Quieres enviar a mamá y a Ellie a tomar un refresco o algo parecido? O quizá podrías decirles que fuesen al cine.
—¿Tan larga es?
—Sí. Tan larga.
Me miró con ojos inquietos.
—Está bien —dijo.
Poco después, conté mi historia por segunda vez. Ahora, al escribirla, es la tercera. Y la tercera vale por todas, según dicen.
Descansa en paz, Arnie.
Te quiero, hombre.