Something warm was running in my eyes
But I found my baby somehow that night,
I held her tight, I kissed her our last kiss…
J. FRANK WILSON AND THE CAVALIERS
Recorrí unas cuatro manzanas antes de que se produjese la reacción, y entonces tuve que detenerme. Sentía fuertes escalofríos. Ni siquiera la calefacción, puesta al máximo, podía mitigarlos. Respiraba en roncos y breves jadeos Apretaba los brazos cruzados sobre el pecho para entrar en calor, pero tenía la impresión de que este no volvería nunca, nunca. Aquella cara, aquella cara horrible, y Arnie enterrado allí, en alguna parte, «él siempre está aquí», había dicho Arnie, siempre, salvo cuando… ¿Qué? Cuando Christine rodaba por si solo, desde luego. LeBay no podía estar en dos sitios al mismo tiempo. Sus facultades no llegaban a tanto.
Por fin pude conducir de nuevo, y no me di cuenta de que había estado llorando hasta que me miré en el espejo retrovisor y vi círculos húmedos debajo de mis ojos.
Eran las nueve y cuarto cuando llegué a la casa, de Johnny Pomberton. Era este un hombre alto y de anchos hombros, vestía una gruesa cazadora a cuadros rojos y negros, y botas verdes de caucho. Había echado atrás el viejo sombrero de ala ennegrecida por la grasa sobre un tanto calva cabeza, para contemplar el cielo gris.
—La radio dice que volverá a nevar. No sé lo que te propones en realidad, muchacho, pero lo he traído por si acaso. ¿Qué te parece?
Me apoyé una vez más en mis muletas y salí de mi coche. La sal de la carretera crujió bajo las conteras de goma de las muletas, pero pude andar con seguridad. Delante del montón de leña de Johnny Pomberton se hallaba uno de los vehículos más extraños que había visto en mi vida. Un débil pero penetrante olor, no exactamente agradable, flotaba a su alrededor.
En unos tiempos sin duda lejanos había sido producido por GM, o al menos así lo indicaba la marca estampada en el morro gigantesco. Ahora podía tener un poco de todo. Pero una cosa era segura: era muy grande. La cima del radiador estaba a la altura de la cabeza de un hombre alto. Detrás y por encima de él, la cabina parecía un gran casco cuadrado. Y detrás de ella, sostenido por dos juegos de ruedas dobles a cada lado, veíase un largo cuerpo tubular, parecido al de un camión-cuba de gasolina.
Aunque nunca había visto uno de estos camiones pintado de rosa brillante. La palabra Petunia aparecía pintada en el costado con letras góticas de más de medio metro de altura.
—No sé qué pensar de él —expliqué—. ¿Qué es?
Pomberton se llevó un cigarrillo Camel a la boca y lo encendió después de rascar con la dura uña del pulgar la cabeza de un fósforo de madera.
—Un chupador de caca —dijo.
—¿Qué?
El otro sonrió.
—Ochenta y pico mil litros de capacidad —dijo—. Petunia no se anda con chiquitas.
—No comprendo.
Pero empezaba a comprender. Había en ello una absurda y terrible ironía que Arnie, el viejo Arnie, habría apreciado.
Yo había preguntado por teléfono a Pomberton si tenía un camión grande y pesado para alquilar, este era el mayor que tenía ahora en su patio. Sus cuatro camiones volquetes estaban trabajando, dos en Libertyville y los otros dos en Philly Hill. Tenía una apisonadora, me explicó, pero se había averiado precisamente después de Navidad.
Dijo que le costaba Dios y ayuda mantener sus camiones en funcionamiento desde el cierre del garaje de Darnell.
Petunia era esencialmente un camión-cuba, ni más ni menos. Su función era bombear las fosas sépticas.
—¿Cuánto pesa? —pregunté a Pomberton.
Arrojó su cigarrillo.
—¿Vacío, o cargado de mierda?
Tragué saliva.
—¿Cómo está ahora?
Echó la cabeza atrás y prorrumpió en una carcajada.
—¿Crees que alquilaría un camión cargado? —pronunció un camión cagado—. No, no, está limpio y seco como un hueso, limpiado todo él a manguerazos. Claro que sí. Aunque todavía huele un poco, ¿no?
Olí. Todavía apestaba bastante.
—Podría ser mucho peor —convine—. Supongo.
—Claro —dijo Pomberton—. Puedes jugarte en ello la cabeza. Los datos de origen de Petunia se perdieron hace tiempo, pero actualmente consta registrado con un peso de cuatro mil kilos de tara.
—¿Qué significa esto?
—El peso bruto del vehículo —explicó—. Si te pillan en una carretera nacional, pesa más de nueve mil, los de la Comisión Interestatal pueden ponerse nerviosos. Descargado supongo que pesará, no sé…, cuatro o cinco mil kilos. Tiene cinco velocidades con un diferencial de dos, lo cual te da un total de diez…, si es que puedes con el embrague.
Echó una mirada dudosa a mis muletas y encendió otro cigarrillo.
—¿Puedes accionar el embrague?
—Desde luego —dije, poniendo cara de palo—. Si no es muy duro.
Pero ¿por cuánto tiempo? Esta era la cuestión.
—Bueno, esto es asunto tuyo y no voy a entretenerme —me miró fijamente—. Te haré un descuento del diez por ciento si me pagas en metálico, habida cuenta de que no suelo informar a mi querido tío de las transacciones en contado.
Busqué en mi cartera y encontré cuatro billetes de veinte dólares y cuatro de diez.
—¿Cuánto dijiste que era el alquiler de un día?
—¿Te parece bien noventa pavos?
Se los di. Estaba dispuesto a pagar ciento veinte.
—¿Qué vas a hacer con tu Duster?
Ni siquiera había pensado en ello.
—¿Podría dejarlo aquí? Sólo por un día.
—Claro —repuso Pomberton—. Por mí, me da igual que lo dejes toda la semana. Ponlo en la parte de atrás y deja las llaves por si tengo que cambiarlo de sitio.
Llevé el coche a la parte de atrás, donde trozos de camiones destrozados asomaban en la gruesa capa de nieve como los huesos en arena blanca. Tardé casi diez minutos en volver con mis muletas. Hubiese podido hacerlo más de prisa forzando un poco la pierna izquierda, pero esto no me convenía. Quería reservarla para el embrague de Petunia.
Me acerqué a Petunia, sintiendo que el miedo se condensaba en mi estómago como una negra nubecilla. No tenía la menor duda de que detendría a Christine…, si aparecía realmente esta noche en el garaje de Darnell y yo podía manejar el maldito camión. En mi vida había conducido algo tan grande, aunque el verano pasado había estado unas horas manejando una excavadora y Brad Jeffries me había dejado probar con el camión pesado un par de veces, después de terminada la jornada.
Pomberton estaba plantado allí con su chaqueta a cuadros, embutidas las manos en los bolsillos de su pantalón de trabajo y observándome con ojos de experto. Me acerqué a la portezuela del conductor, agarré el tirador y resbalé un poco. Él dio dos pasos en mi dirección.
—¿Puedo? —le dije.
—Claro —replicó él.
Afirmé de nuevo la muleta debajo del sobaco, respirando de prisa y helándose mi aliento, y abrí la portezuela. Asiendo la manija interior con la mano izquierda y apoyándome en la pierna izquierda como una cigüeña, arrojé las muletas dentro de la cabina y las seguí. Las llaves estaban en el contacto y la disposición de las marchas aparecían grabadas en la palanca. Cerré de golpe la portezuela, apreté el pedal del embrague con el pie izquierdo —no me dolió mucho, a Dios gracias— y puse en marcha el motor.
Este sonó como una manada de bueyes mugidores en Philly Plains.
Pomberton se acercó.
—Un poco ruidoso, ¿no? —gritó.
—¡En efecto! —chillé yo.
—Mira —vociferó—, dudo mucho de que lleves una I en tu permiso de conducir.
Una I en el permiso de conducir significa que el Estado le había examinado a uno y autorizado a conducir grandes camiones. Yo tenía una A que me permitía conducir motocicletas (para espanto de mi madre), pero no una I.
Le hice un guiño.
—No lo comprobaste porque te parecí digno de confianza.
Sonrió.
—Claro.
Aceleré un poco el motor. Petunia soltó un par de estampidos por el tubo de escape, casi tan fuertes como detonaciones de mortero.
—¿Te importa que te pregunte para qué quieres este camión? Aunque ya sé que no es de mi incumbencia.
—Precisamente para lo que está destinado —dije.
—¿Cómo?
—Para quitar un poco de mierda —concluí.
Estaba un poco asustado al rodar cuesta abajo desde la casa de Pomberton, aun estando vacío, aquel cacharro marchaba bien. Yo parecía estar increíblemente alto, capaz de mirar desde arriba los techos de los coches con quienes me cruzaba. Conduciendo a través de la parte baja de Libertyville, me sentía tan conspicuo como un ballenato en un estanque de jardín con peces de colores. A esto contribuía también el brillante color rosado del camión séptico de Pomberton. Algunos me miraban divertidos.
La pierna izquierda había empezado a dolerme un poco, pero el hecho de tener que conducir un vehículo tan extraño como Petunia entre el tráfico que se interrumpía continuamente en la ciudad baja, hacía que mi mente no reparase en aquello. Un dolor; se debía simplemente a la conducción de Petunia en aquel tráfico. El camión estaba mal equipado y había que hacer mucha fuerza para manejar el volante.
Pasé de Main a Walnut, y de allí a la zona de aparcamiento de detrás de la Western Auto. Bajé cuidadosamente de la cabina de Petunia, cerré de golpe la portezuela (mi nariz se había acostumbrado ya al débil olor que desprendía el vehículo), me apoyé en las muletas y me dirigí a la entrada de atrás.
Saqué del llavero de Jimmy las tres llaves del garaje y las llevé al departamento de confección de llaves. Por un dólar y ochenta centavos, obtuve dos copias de cada una.
Me metí las nuevas llaves en un bolsillo, y el llavero de Jimmy, con las originales, en el otro. Salí por la puerta principal de Main Street y bajé al Libertyville Lunch, donde había un teléfono de pago. El cielo estaba más gris y parecía más bajo que nunca. Pomberton tenía razón.
Tendríamos nieve.
Entré en el establecimiento, pedí un café y un bollo, me dieron cambio para la cabina telefónica. Entré en esta, cerré torpemente la puerta a mi espalda y llamé a Leigh. Respondió a la primera señal.
—¡Dennis! ¿Dónde estás?
—En el Libertyville Lunch. ¿Estás sola?
—Sí. Papá ha ido a trabajar y mamá ha salido a hacer la compra. Dennis, yo casi se lo dije todo. Empecé a pensar en que él tendría que aparcar en el A&P y cruzar la zona de aparcamiento, y… no sé, lo que tú me dijiste acerca de que Arnie saldría de la ciudad me pareció que no importaba. Tenía sentido, pero no parecía importar. ¿Sabes lo que quiero decir?
—Sí —repliqué, pensando en que había llevado a Ellie a la tienda de Tom la noche anterior a pesar de que la pierna me dolía entonces de un modo espantoso—. Sé exactamente lo que quieres decir.
—Esto no puede continuar, Dennis. Me volveré loca. ¿Sigues resuelto a llevar adelante tu idea?
—Sí —le dije—. Deja una nota a tu madre, Leigh. Dile que estarás un rato ausente. No le expliques más. Cuando no estés en casa a la hora de cenar, probablemente tus padres llamarán a los míos. Y quizá decidirán que nos hemos escapado.
—Quizá no sería una mala idea —bromeó, y rió de una manera que me dio escalofríos—. Hasta ahora.
—Espera, hay otra cosa. ¿Tienes algún analgésico en casa? ¿Darvon, o algo parecido?
—Hay un poco de Darvon, de cuando papá se deslomó —me contó—. ¿Es por tu pierna, Dennis?
—Me duele un poco.
—¿Cuánto es un poco?
—En realidad estoy bien.
—¿No me engañas?
—No te engaño. Y después de esta noche le daré un largo descanso, ¿de acuerdo?
—De acuerdo.
—Ven lo más de prisa que puedas.
Entró cuando yo pedía la segunda taza de café, llevaba una chaqueta de abrigo ribeteada de piel y unos vaqueros descoloridos y embutidos en unas gastadas botas Frye. Tenía un aspecto a la vez sexy y práctico. Muchas cabezas se volvieron.
—Estás muy guapa —la saludé mientras la besaba en la sien.
Me pasó un frasquito de cápsulas grises y rosadas.
—No pareces estar febril, Dennis. Toma.
La camarera, de unos cincuenta años y cabellos grises como el acero, se acercó con mi café. La taza descansó plácidamente en el platillo, como una isla en un pequeño estanque pardo.
—¿Cómo no estáis en el colegio, muchachos? —preguntó.
—Tenemos un permiso especial —le respondí con seriedad, y ella me miró con fijeza.
—Café, por favor —pidió Leigh, quitándose los guantes. Al volver la camarera al mostrador con un audible bufido, Leigh se inclinó hacia mí y dijo—: Sería gracioso que nos pillase el celador, ¿no crees?
—Muy gracioso —convine, pensando que, a pesar de los colores que le había dado el frío, Leigh no parecía tener tan buen aspecto.
En realidad, pensaba que ninguno de los dos lo tendríamos hasta que hubiese terminado aquel asunto. Ella tenía unas arrugas de cansancio alrededor de los ojos, como si no hubiese dormido mal la noche pasada.
—Bueno, ¿qué vamos a hacer?
—Acabar con ello —dije—. Espere a ver su carroza, señora.
—¡Dios mío! —exclamó Leigh, contemplando con ojos muy abiertos la magnificencia del vivo color rosado de Petunia.
Este se erguía en silencio en el aparcamiento de Western Auto, haciendo que pareciesen pequeños el Chevrolet que tenía a un lado y el Volkswagen que tenía al otro.
—¿Qué es?
—Un chupador de caca —le dije con seriedad.
Me miró intrigada… y rompió en histéricas carcajadas.
Esto no me disgustó. Cuando le había contado mi enfrentamiento con Arnie en el aparcamiento del colegio aquella mañana, las arrugas de su cara se habían acentuado más y sus labios habían palidecido al apretarse.
—Ya sé que parece un poco ridículo… —manifesté.
—Es un calificativo muy suave —replicó, sin dejar de reír y de hipar.
—… pero hará el trabajo, si es que algo puede hacerlo.
—Sí. Sí, supongo que lo hará. Y… no está tan mal, ¿verdad?
Asentí con la cabeza.
—Lo mismo pensé yo.
—Bueno, subamos —me rogó—. Tengo frío.
Subió a la cabina delante de mí y frunció la nariz.
—¡Uf! —exclamó.
Sonreí.
—Ya te acostumbrarás.
Le tendí mis muletas, subí trabajosamente y me senté detrás del volante. El dolor de mi pierna izquierda había cedido, ya no eran fuertes punzadas, sino las sordas pulsaciones de antes. Había tomado dos Darvon en el restaurante.
—¿Estará bien tu pierna, Dennis?
—Tendrá que estarlo —manifesté, cerrando de golpe la portezuela.