I was cruising in my Stingray late one night
When an XKE pulled up on the right,
He rolled down the window of his shiny new Jag
And challenged me then and there to a drag.
I said “You’re on, buddy, my mill’s runnin fine,
Let’s come off the line at Sunset and Vine,
But I’ll go you one better (if you got the nerve):
Let’s race all the way…
to Deadman’s Curve.”
JAN AND DEAN
Empecé la larga y terrible jornada dirigiéndome a la casa de Jimmy Sykes en mi Duster. Había esperado que surgiese alguna dificultad por parte de la madre de Jimmy pero todo marchó bien. La mujer era, incluso, mentalmente más lenta que su hijo. Me invitó a huevos con tocino (que rehusé, pues tenía un nudo en el estómago) y me compadeció por mis muletas, mientras Jimmy buscaba el llavero en su habitación. Charlé de cosas insustanciales con la señora Sykes, que tenía, aproximadamente, el tamaño del monte Etna, mientras pasaba el tiempo y me invadía una terrible certidumbre: Jimmy había perdido sus llaves y todo se iría al garete antes de empezar.
Volvió sacudiendo la cabeza.
—No puedo encontrarlas —explicó—. ¡Caray! Supongo que debí perderlas en alguna parte. ¡Qué estupidez!
Y la señora Sykes, con sus casi trescientas libras de peso, su bata descolorida y sus cabellos enrollados en gruesos rulos de color de rosa, dijo en un tono práctico que me supo a gloria:
—¿Has mirado en tus bolsillos, Jim?
Una expresión sorprendida se pintó en el semblante de Jimmy. Metió una mano en el bolsillo de su pantalón verde de trabajo. Después, con un guiño descarado, sacó un manojo de llaves. Pendían de un llavero de los que vendían en la tienda de novedades del Monroeville Mall: un gran huevo frito de goma. El huevo estaba sucio de grasa.
—Aquí estáis, mamonas —dijo.
—Cuida tu lenguaje, jovencito —pidió la señora Sykes—. Enséñale a Dennis la llave que abre la puerta y guarda tu sucio lenguaje en la cabeza.
Jimmy acabó por tenderme tres llaves Schlage, porque no estaban rotuladas y no sabía cuál de ellas servia para qué. Una abría la puerta principal, la otra, la puerta de atrás, que daba a la larga nave donde estaban los coches arruinados, y otra, la puerta del despacho de Will.
—Gracias —le dije—. Te las devolveré lo antes que pueda, Jimmy.
—Estupendo —repuso Jimmy—. Saluda a Arnie de mi parte cuando le veas.
—Lo haré —convine.
—¿Seguro que no quieres huevos con tocino, Dennis? —preguntó la señora Sykes—. Hay de sobra.
—Gracias —contesté—, pero tengo que marcharme.
Eran las ocho y cuarto, la clase empezaba a las nueve. Leigh me había dicho que Arnie solía llegar a eso de las nueve menos cuarto. Tenía el tiempo justo. Me apoyé en mis muletas y me puse en pie.
—Ayúdale a salir, Jim —ordenó la señora Sykes—. No te quedes ahí plantado.
Iba a protestar, pero ella me atajó con un ademán.
—No quisiera que te cayeses al volver al coche, Dennis. Podrías romperte de nuevo la pierna.
Soltó una fuerte carcajada, y Jimmy, que era la obediencia en persona, me llevó, prácticamente, a cuestas hasta mi Duster.
Aquel día el cielo estaba espumoso, de un gris quebradizo y la radio anunciaba más nieve para última hora de la tarde. Crucé la ciudad hacia Libertyville High, tome el paseo que conducía a la zona de aparcamiento de los estudiantes y aparqué en primera fila. No necesitaba que Leigh me dijese que Arnie solía hacerlo en la fila de atrás.
Tenía que verle, tenía que ponerle el cebo delante de las narices, pero quería que, cuando lo hiciese, él estuviera lo más lejos posible de Christine. Parecía que, lejos del coche, LeBay tenía menos poder.
Permanecí sentado, con la llave conectada en ACCESORIOS, para poder oír la radio, y contemplé el campo de fútbol americano.
Parecía imposible que hubiese vendido bocadillos con Arnie en aquellas gradas cubiertas de nieve. Imposible creer que había corrido y hecho cabriolas en aquel campo, con suéter almohadillado, casco y pantalones ajustados, estúpidamente convencido de mi invulnerabilidad física… o incluso, tal vez, de mi inmortalidad.
Pero ya no sentía nada de esto, si es que lo había sentido alguna vez.
Llegaban estudiantes, aparcaban sus coches y se dirigían al edificio, charlando y riendo y haciendo el ganso. Me hundí más en mi asiento, pues no quería que me reconociesen. Un autocar se detuvo ante la puerta en el paseo principal y vomitó su carga de chiquillos. Un grupito de temblorosos muchachos y muchachas se reunió en el humeante sector donde Repperton la había emprendido con Arnie aquel día del pasado otoño. Aquel día me parecía también inverosímilmente lejano.
El corazón palpitaba en mi pecho y me sentía lamentablemente tenso. Mi parte más pusilánime confiaba en que Arnie no se presentaría. Y entonces vi el conocido bulto rojo y blanco de Christine llegando de School Street y enfilando el paseo de los estudiantes, a una marcha regular de treinta por hora y expulsando una pequeña voluta de humo blanco por el tubo de escape. Arnie estaba detrás del volante, vistiendo su chaqueta de colegial. No me miró, se limitó a conducir el coche hasta su lugar acostumbrado en la zona y aparcó.
«Quédate agazapado y ni siquiera te verá —murmuró aquella parte pusilánime y taimada de mi mente—. Pasará por tu lado, como todos tos demás.»
Pero, en vez de esto, abrí la portezuela y saqué mis muletas. Apoyándome en ellas, salí a mi vez y me quedé plantado sobre la nieve apisonada del aparcamiento sintiéndome un poco como Fred McMurray en la vieja película Perdición. Sonó en el colegio el tañido de la primera campanada, debilitado y empequeñecido por la distancia. Arnie llegaba más tarde que en los viejos tiempos. Mi madre había dicho que Arnie era de una puntualidad casi repelente. Tal vez LeBay no lo había sido.
Avanzó en mi dirección, con los libros bajo el brazo, gacha la cabeza, serpenteando entre los coches. Pasó por detrás de una furgoneta, ocultándose momentáneamente a mi vista y apareciendo de nuevo en mi campo visual.
Entonces levantó la cabeza y me miró a los ojos.
Abrió mucho los suyos y dio automáticamente media vuelta en dirección a Christine.
—¿Tienes la impresión de estar desnudo cuando no estás detrás del volante? —le pregunte.
Volvió a mirarme. Sus labios se torcieron ligeramente hacia abajo, como si hubiese gustado algo de sabor salado.
—¿Cómo está tu coño, Dennis? —me preguntó.
George LeBay no lo había dicho, pero había dado a entender que su hermano tenía una habilidad extraordinaria en encontrar el punto flaco de la gente.
Di dos pasos vacilantes con ayuda de mis muletas, mientras él permanecía plantado allí, con una sonrisa en las comisuras de sus labios torcidos hacia abajo.
—¿Te gustó cuando Repperton te llamó Caracoño? —le pregunté—. ¿Tanto te gustó que quieres dedicar la misma expresión a otra persona?
Una parte de él pareció flaquear al oír esto —algo que quizás estaba sólo en sus ojos— pero la sonrisa desdeñosa y alerta permaneció en sus labios. Hacía frío. No me había puesto los guantes, y mis manos, apoyadas en los travesaños de las muletas, se estaban entumeciendo. Nuestro aliento se convertía en nubecillas de vapor.
—¿O cuando, en el quinto curso, Tommy Deckinger solía llamarte Aliento de Pedo? —pregunté, alzando la voz. Enfadarme con él no había estado en mi proyecto, pero ahora sentía este enfado, bullendo en mi interior—. ¿Te gustaba? ¿Y te acuerdas de cuando Ladd Smythe estaba de vigilancia y te empujó en la calle, y yo le quité la gorra y la metí en sus pantalones? ¿Estás en las nubes, Arnie? LeBay siempre llega tarde. Yo, yo estaba siempre a tu lado.
Vaciló de nuevo. Esta vez se volvió a medias, extinguida su sonrisa, buscando a Christine con los ojos, como se busca a la persona amada en una atestada terminal o en una parada de autobús. O como busca un drogadicto a su proveedor.
—¿Tanto necesitas a Christine? —le pregunté—. Caíste en la maldita trampa, ¿no?
—No sé de qué estás hablando —replicó con voz ronca—. Me quitaste la novia. Esto nada puede cambiarlo. Maniobraste a espaldas mías…, me engañaste…, no eres más que un cagón, como todos los demás —ahora me miraba con los ojos muy abiertos, dolidos y echando chispas de furor—. Pensé que podía confiar en ti, ¡y resultó que eras peor que Repperton o que cualquiera de ellos! —dio un paso adelante y gritó con la furia de los perdedores—. ¡Me la robaste, cagón!
Yo avancé también otro paso con mis muletas, una de estas resbaló un poco sobre la nieve compacta. Éramos como dos pistoleros renuentes, acercándose el uno al otro.
—No se puede robar lo que se ha tirado —dije.
—¿De qué estás hablando?
—De la noche en que ella estuvo a punto de ahogarse en tu coche. La noche en que Christine trató de matarla. Tú la mandaste al diablo.
—¡No lo hice! ¡Es mentira! ¡Una asquerosa mentira!
—¿Con quién estoy hablando? —le pregunté.
—¡Déjalo! —Sus ojos grises parecían enormes detrás de las gafas—. ¡No importa con quién estés hablando! ¡Esto no es más que una sucia mentira! ¡Lo que podía esperar de esa perra apestosa!
Se acercó otro paso. Su pálido semblante estaba ahora teñido de fuertes manchas rojas.
—Cuando escribes tu nombre, ya no parece tu firma, Arnie.
—Cállate, Dennis.
—Tu padre dice que es como si tuviese un extraño en su casa.
—Cuidado con lo que dices, hombre.
—No te preocupes —dije, con brutalidad—. Sé lo que va a pasar. Y también lo sabe Leigh. Lo mismo que les paso a Buddy Repperton y a Will Darnell y a todos los demás. Porque tú ya no eres Arnie. ¿Estás ahí, LeBay? Sal y deja que te vea. Te he visto otras veces. Te vi en la víspera de Año Nuevo, te vi ayer en la pollería. Sé que estás ahí. ¿Por qué no dejas de hacer el imbécil y sales de una vez?
Y lo hizo…, pero esta vez en la cara de Arnie, y fue más terrible que todas las calaveras y todos los esqueletos y todos los horrores de historietas terroríficas que jamás habría podido imaginar. La cara de Arnie cambió. Una sonrisa burlona se pintó en sus labios, como una rosa mustia. Y le vi como debió haber sido tiempo atrás, cuando el mundo era joven y un coche era todo lo que un joven necesitaba tener, todo lo demás vendría automáticamente después. Vi al hermano mayor de George LeBay.
«Sólo recuerdo una cosa acerca de él, pero la recuerdo muy bien. Su furia. Siempre estaba furioso.»
Vino hacia mí, acortando la distancia entre el sitio donde había estado y aquel en que me hallaba yo apoyado en mis muletas. Tenía los ojos nublados e inalcanzables. La sonrisa burlona seguía en su cara como una marca estampada con un hierro al rojo.
Tuve tiempo de pensar en la cicatriz del antebrazo de George LeBay, que llegaba del codo a la muñeca «Me empujó y después volvió y me tiró al suelo.» Me pareció oír a aquel LeBay de catorce anos que gritaba: «Apártate de mi camino de ahora en adelante, maldito mocoso, apártate de mi camino, ¿lo oyes?»
Ahora me enfrentaba con LeBay, y este no era un hombre que se resignase fácilmente a perder. Adviertan esto: no se resignaba en absoluto a perder.
—Lucha contra él, Arnie —dije—. Lleva demasiado tiempo haciendo lo que quiere. Lucha, mátale, haz que siga m…
Lanzó una patada a mi muleta derecha y la hizo caer al suelo. Hice un esfuerzo por mantenerme en pie, vacilé, casi lo conseguí…, y entonces me quitó la muleta izquierda de otra patada. Caí sobre la fría nieve comprimida. Dio otro paso y se irguió encima de mi, duro y extraño el semblante.
—Te lo buscaste y lo tendrás —dijo con voz remota.
—Sí, ya sé —jadeé—. ¿Recuerdas las granjas de hormigas, Arnie? ¿Estás ahí, en alguna parte? Este sucio mamón nunca tuvo una maldita granja de hormigas en su vida. Nunca tuvo un amigo en su vida.
Y de pronto se rompió aquella dureza quieta. Su cara… su cara empezó a dar vueltas. No sé describirlo de otra manera LeBay estaba allí, furioso por tener que dominar una especie de motín interno. Después estaba allí Arnie, macilento, cansado, avergonzado, pero, sobre todo, desesperadamente afligido. Después apareció de nuevo LeBay y echó un pie atrás para golpearme mientras yo yacía sobre la nieve buscando a tientas mis muletas y sintiéndome impotente, inútil y pasmado. Y después volvió a ser Arnie, mi amigo Arnie, apartándose los cabellos de la frente con aquel conocido y distraído ademán, volvió a ser Arnie que decía:
—Oh, Dennis…, Dennis…, lo siento…, lo siento.
—Demasiado tarde para sentirlo, hombre —dije.
Cogí una muleta y después la otra. Me levanté poco a poco resbalando dos veces antes de poder apoyarme a aquéllas. Ahora mis manos parecían de madera. Arnie no hizo el menor movimiento para ayudarme, permaneció apoyado de espaldas en el coche, muy abiertos y aturdidos los ojos.
—No puedo impedirlo, Dennis —murmuró—. A veces tengo la impresión de no estar en mí. Ayúdame, Dennis. Ayúdame.
—¿Está LeBay? —le pregunté.
—Siempre está aquí —gimió Arnie—. ¡Dios mío, siempre! Salvo…
—¿El coche?
—Cuando Christine…, cuando Christine rueda, entonces está allí. Son los únicos momentos en que él…, él…
Arnie calló. Su cabeza se dobló a un lado. Su barbilla rodó sobre su pecho, blandamente. Sus cabellos pendieron como atraídos por la nieve. Brotaron babas de su boca salpicándole las botas. Y entonces empezó a gritar débilmente y a golpear con los puños enguantados la furgoneta que tenía detrás:
—¡Vete! ¡Vete! ¡Veteeeee!
Después no ocurrió nada durante unos cinco segundos nada, salvo el estremecimiento de su cuerpo, como si una cesta de serpientes se hubiese vertido dentro de su ropa: nada, salvo aquel lento y horrible movimiento de su barbilla sobre el pecho.
Pensé que tal vez estaba triunfando, que estaba derrotando al viejo y sucio hijo de perra. Pero cuando levantó la cabeza, Arnie se había ido. LeBay estaba allí.
—Todo ocurrirá como yo dije —me explicó LeBay—. Déjalo correr, muchacho. Tal vez no te atropellaré.
—Ven esta noche al garaje de Darnell —le dije. Mi voz era ronca y mi garganta estaba seca como arena—. Jugaremos. Llevaré a Leigh. Lleva tú a Christine.
—Yo escogeré la hora y el lugar —siguió LeBay, y sonrió con la boca de Arnie, mostrando los dientes de Arnie que eran jóvenes y fuertes, una boca que todavía tardaría años en necesitar dientes postizos—. No sabrás dónde ni cuándo. Pero lo sabrás… cuando llegue el momento.
—Piénsalo bien —proseguí, como sin darle importancia—. Ven esta noche al garaje de Darnell, o ella y yo empezaremos a hablar mañana.
Se echó a reír, en tono cruel y desdeñoso.
—¿Y qué sacaréis con eso? ¿Que os lleven al manicomio de Reed City?
—Bueno, al principio no nos tomarán en serio —dije—, lo admito. Pero eso de que te metan en el manicomio en cuanto empiezas a hablar de fantasmas y demonios… ¡Bah! Tal vez en tus tiempos sí, LeBay, antes de los platillos volantes y de El exorcista y de la casa de Amityville[2]. Actualmente muchísimas personas creen en estas cosas.
Él seguía sonriendo, pero sus ojos me miraban con recelo Y creo que con algo más, y que este algo más era un primer destello de miedo.
—Pareces no darte cuenta de cuántas personas saben que algo anda mal.
Su sonrisa vaciló. Desde luego tenía que haberse dado cuenta de esto y, sin duda, le había preocupado. Pero tal vez la acción de matar llega a ser una obsesión, quizá, después de un tiempo, uno es sencillamente incapaz de dejar de hacerlo y de calcular el coste.
—Todo lo que queda de tu fantástica y asquerosa vida está integrado en aquel coche —expliqué—. Tú lo sabias, y proyectaste valerte de Arnie desde el principio…, aunque la palabra «proyectaste» es inadecuada, pues, en realidad, nunca proyectaste nada, ¿verdad? Sólo seguiste tu intuición.
Lanzó un gruñido y se volvió para marcharse.
—En realidad, no quieres pensar en ello —le grité—. El padre de Arnie sabe que algo huele a podrido. Y también el mío. Supongo que habrá en alguna parte un policía dispuesto a escuchar cualquier cosa referente a la manera en que murió su amigo Junkins. Y todo lleva a Christine, Christine, Christine. Más pronto o más tarde, alguien la llevará a la máquina trituradora de detrás del garaje de Darnell aunque sólo sea por cuestión de principio.
Él se había vuelto de nuevo y me estaba mirando con una clara mezcla de odio y miedo en sus ojos.
—Seguiremos hablando y mucha gente se reirá de nosotros, lo sé. Pero tengo dos muestras con la firma de Arnie en ellas. Pero una de ellas no es suya. Es tuya. Las llevaré a los policías del Estado y les incordiaré hasta que llame a un perito calígrafo para que lo confirme. Entonces empezarán a vigilar a Arnie. Y también empezarán a vigilar a Christine. ¿Te lo imaginas?
—No me inquietas en absoluto hijito.
Pero sus ojos decían algo diferente. Me estaba haciendo con él.
—Ocurrirá —le dije—. La gente sólo es superficialmente racional. Todavía arrojan sal por encima del hombro izquierdo si vuelcan el salero, no pasan por debajo de escaleras, creen en la vida después de la muerte. Más pronto o más tarde —probablemente más pronto, con el alboroto que armaremos Leigh y yo—, alguien convertirá tu automóvil en una lata de sardinas. Y apuesto que cuando acaben con él acabarán también contigo.
—¡No te hagas ilusiones! —se burló.
—Nosotros estaremos esta noche en el garaje de Darnell —le dije—. Si eres inteligente, podrás librarte de los dos. Esto no sería suficiente, pero te daría un respiro…, el tiempo necesario para salir de la ciudad. Pero no creo que seas lo bastante listo, amigo. Esto ha durado demasiado. Vamos a acabar contigo.
Volví a mi Duster y subí a él. Empleé las muletas con más torpeza de lo que solía, tratando de aparecer más impedido de lo que en realidad estaba. Le había hecho vacilar al mencionar lo de las firmas, pero tenía que marcharme antes de pasarme de la raya. Sin embargo, aún faltaba una cosa. Una cosa que con toda seguridad pondría frenético a LeBay.
Metí la pierna izquierda en el coche con ayuda de las manos, cerré de golpe la portezuela y me asomé al exterior.
Le miré a los ojos y sonreí.
—Ella es magnifica en la cama —dije—. Lástima que nunca podrás saberlo.
Lanzó un furioso rugido y se abalanzó hacia mí. Cerré la ventanilla y coloqué el seguro de la portezuela. Después, tranquilamente, puse el motor en marcha mientras él golpeaba el cristal con sus puños enguantados. Su rostro estaba contraído por una mueca terrible. Nada había de Arnie en él. Nada en absoluto. Mi amigo había desaparecido. Sentí un lúgubre pesar más profundo que las lágrimas o el miedo, pero conservé aquella lenta, insultante y cruel sonrisa en mi semblante. Después, muy despacio, apliqué el dedo medio sobre el cristal.
—Jódete, LeBay —dije, y arranqué, dejándole plantado casi, temblando con aquella furia elemental e implacable que me había hablado su hermano.
Era esto, más que cualquier otra cosa, lo que confiaba que le haría venir por la noche.
Ya veríamos.