48. Preparativos

There’s a killer on the road,

His brain is squirming like a toad…

THE DOORS

Dejé a Leigh en su casa y le dije que me llamase si veía a Christine rondando por allí.

—¿Y qué harías? ¿Venir con un lanzallamas?

—Con una bazooka —dije, y los dos nos echamos a reír histéricamente.

—¡Duro con el cincuenta y ocho! ¡Duro con el cincuenta y ocho! —gritó Leigh, y ambos reímos de nuevo, pero mientras reíamos, sentíamos un pánico que nos enloquecía a medias…, o quizá más que a medias.

Y mientras reíamos, sentía náuseas a causa de Arnie, por lo que él había visto y por lo que yo había hecho.

Y creo que Leigh sentía lo mismo. Es que a veces uno tiene que reír. Sin más ni más. Y cuando viene la risa, nada se puede hacer por sofocarla. Viene y hace su trabajo.

—¿Qué les diré a los míos? —preguntó ella, cuando al fin empezó a recobrarse un poco—. ¡Tengo que decirles algo, Dennis! ¡No puedo dejar que se expongan a ser atropellados en la calle!

—Nada —le expliqué—. No les digas absolutamente nada.

—Pero…

—En primer lugar no te creerían. Además, nada va a ocurrir mientras Arnie esté en Libertyville. Apostaría mi vida en ello.

—Lo estás haciendo, tonto —murmuró.

—Lo sé. Mi vida, la de mi madre, la de mi padre, la de mi hermana.

—¿Cómo sabremos si se marcha?

—Yo me encargaré de esto. Mañana, te pondrás enferma. No irás a la escuela.

—Ahora estoy enferma —convino, con voz grave—. ¿Qué va a suceder, Dennis? ¿Qué estás tramando?

—Te llamaré más tarde, esta noche —le dije, y la besé.

Sus labios estaban fríos.

Cuando llegué a casa, Elaine se estaba poniendo el Anorak y lanzaba imprecaciones en voz baja contra los que enviaban a otros a casa de Tom en busca de leche y de pan, precisamente cuando iban a dar Dance Fever en la televisión. Iba a emprenderla también conmigo, pero se alegró cuando le ofrecí llevarla en mi coche al mercado en viaje de ida y vuelta. También me dirigió una mirada recelosa, como si esta inesperada gentileza para con la hermana menor pudiese significar el principio de alguna dolencia. Herpes, tal vez. Me preguntó si me sentía bien. Me limité a sonreír con indiferencia y a decirle que se decidiese antes de que cambiase de idea, aunque ahora me dolía la pierna derecha y empezaba a sentir unos furiosos latidos en la izquierda. Podía decirle una y otra vez a Leigh que Christine no haría de las suyas mientras Arnie estuviese en Libertyville, y sabía que lógicamente debía ser así… Pero esto no impedía que se me revolviesen instintivamente las tripas al pensar en Ellie caminando dos manzanas hasta el establecimiento de Tom y cruzando las callejas suburbanas en su brillante anorak amarillo.

Veía a Christine aparcada en una de aquellas calles, agazapada en la oscuridad como una perra vieja que acechase a un perro.

Cuando llegamos a Tom’s, le di un pavo.

—Compra un Yodel y una Coca-Cola para cada uno —le ordené.

—Dennis, ¿de veras te encuentras bien?

—Sí. Y si te gastas el cambio en el juego de Asteroides te romperé un brazo.

Esto pareció tranquilizarla. Entró y yo me hundí en mi asiento detrás del volante de mi Duster, pensando en el terrible lío en que nos habíamos metido. No podíamos hablar con nadie, esto era lo peor. Y aquí estaba la fuerza de Christine. ¿Podía ir a ver a mi padre en su tienda de juguetes y decirle que lo que Ellie llamaba «el repelente viejo coche rojo de Arnie Cunningham» corría ahora por sí solo? ¿Podía llamar a la policía y explicarle que un muerto quería matarnos, a mi amiguita y a mi? No. Lo único que teníamos a nuestro favor, además de que el coche no podía moverse hasta que Arnie tuviese una coartada, era el hecho de que no quería que hubiese testigos: Moochie Welch, Don Vandenberg y Will Darnell habían sido muertos cuando estaban solos, a altas horas de la noche, Buddy Repperton y sus dos amigos habían sido muertos en las afueras.

Elaine volvió con una bolsa apretada sobre su pecho incipiente, subió y me dio mi Coca-Cola y mi Yodel.

—El cambio —le dije.

—Eres un tacaño —contestó, y depositó veintipico centavos en mi mano extendida.

—Lo sé, pero a pesar de todo te quiero —le dije.

Eché su capucha atrás, le revolví los cabellos y la besé en una oreja. Pareció sorprendida y recelosa, y después sonrió. Mi hermana Ellie no era mala. La idea de que la atropellasen en la calle por el mero hecho de que me enamorase de Leigh Cabot después de que Arnie se hubiese vuelto loco y la hubiese dejado… No, no dejaría que ocurriese.

Ya en mi casa, subí la escalera después de decirle «hola» a mamá. Esta quería saber cómo estaba mi pierna, y le contesté que muy bien. Pero, cuando estuve arriba, hice mi primera parada ante el botiquín del cuarto de baño. Me tragué un par de aspirinas por el bien de mis piernas, que se quejaban ahora a voz en grito. Después bajé al dormitorio de mis padres y me senté en la mecedora de mamá lanzando un suspiro.

Descolgué el teléfono e hice mi primera llamada.

—Dennis Guilder, azote del proyecto de prolongación de autopista —dijo efusivamente Brad Jeffries—. Me alegro de saber de ti, muchacho. ¿Cuándo vendrás para que veamos juntos a los Penguins?

—No lo sé —repuse—. Me canso pronto de ver a gente disminuida que juega a hockey. Si te interesase un buen equipo, como los Fleyers…

—¡Jesús! ¿Tengo que escuchar una cosa así de un chico que ni siquiera es mío? —preguntó Brad—. Sospecho que el mundo se va al infierno.

Charlamos un poco más de nimiedades y después le dije el motivo de mi llamada. Se echó a reír.

—¿Qué demonios es esto, Dennis? ¿Te vas a meter en negocios por tu cuenta?

—Podríamos llamarlo así —pensé en Christine—. Pero sólo por un tiempo limitado.

—¿No quieres hablar de ello?

—Bueno, todavía no. ¿Sabes de alguien que pudiese tener una cosa así para alquilar?

—Te diré, Dennis. Sólo conozco a un tipo que podría hacer tratos contigo a este respecto. Johnny Pomberton. Trabaja en la Ridge Road. Tiene más material rodante que píldoras para el hígado tiene Carter.

—Muy bien —convine—. Gracias, Brad.

—¿Cómo está Arnie?

—Supongo que bien. No le veo tanto como antes.

—Es un tipo raro, Dennis. Cuando le conocí pensé que ni en sueños podía esperar que durase todo el verano. Pero tiene una determinación endiablada.

—Sí —dije—. Esto y algo más.

—Dale recuerdos cuando le veas.

—Lo haré, Brad. Quédate tranquilo.

—Lo mismo te digo, Denny. Ven una noche y tomaremos unas latas de cerveza.

—Lo haré. Buenas noches.

—Buenas noches.

Colgué y vacilé delante del teléfono durante un minuto o dos no deseando en realidad hacer la otra llamada. Pero tenía que hacerlo, era esencial en todo aquel triste y estúpido asunto. Levanté el teléfono y marqué de memoria el número de los Cunningham. Si contestaba Arnie, colgaría simplemente sin decir nada. Pero tuve suerte y fue Michael quien contestó.

—¡Diga! —su voz sonaba cansada y un poco confusa.

—Michael, soy Dennis.

—¡Hola! —exclamó, visiblemente complacido.

—¿Está Arnie?

—Se encuentra arriba. Llegó de no sé dónde y se fue directamente a su habitación. Parecía bastante malhumorado, pero esto no es excepcional en estos días. ¿Quieres que le llame?

—No —dije—. Así está bien. En realidad, era contigo con quien quería hablar. Necesito que me hagas un favor.

—Desde luego. Dime de qué se trata —me di cuenta de que su voz, un poco estropajosa, se debía a que Michael Cunningham estaba, al menos, medio borracho—. Tú nos hiciste un gran favor al hacerle entrar en razón en lo tocante a la Universidad.

—Michael, no creo que me escuchase en absoluto.

—Entonces, tiene que haber ocurrido algo. Este mes ha presentado instancias a tres universidades. Regina piensa que camina sobre agua, Dennis. Y, sólo entre tú y yo te diré que está bastante avergonzada de la manera en que te trató cuando Arnie nos habló por primera vez de su coche. Pero ya conoces a Regina. Nunca ha sido capaz de decir «lo siento».

Lo sabía muy bien. Y me preguntaba lo que pensaría Regina si supiese que a Arnie —o a lo que controlaba a Arnie— la Universidad le importaba un bledo. Que lo único que hacía era seguir las pisadas de Leigh, acosarla obsesionado por ella. Era un cúmulo de perversiones. LeBay, Leigh y Christine, es un odioso ménage à trois.

—Escucha, Michael —le dije—. Quisiera que me llamases si Arnie decide salir de la ciudad por alguna razón. Especialmente en los dos próximos días o para el fin de semana. De día o de noche. Tengo que saber si Arnie se marcha de Libertyville. Y tengo que saberlo antes de que lo haga. Es muy importante.

—¿Por qué?

—De momento preferiría no entrar en esto. Es complicado y podría…, bueno, podría parecer una locura.

Hubo un largo, larguísimo silencio, y cuando el padre de Arnie volvió a hablar, lo hizo casi en un murmullo.

—Es ese maldito coche, ¿verdad?

¿Qué sospechaba? ¿Cuánto sabía? Si era como la mayoría de la gente que yo conocía, probablemente sospechaba un poco más cuando estaba borracho que cuando estaba sereno. ¿Cuánto? Ni siquiera ahora lo sé de fijo. Pero creo que sospechaba más que nadie, tal vez a excepción de Will Darnell.

—Sí —dije—. Se trata del coche.

—Lo sabía —dijo con lentitud—. Lo sabía. ¿Qué sucede, Dennis? ¿Qué está haciendo él? ¿Lo sabes tú?

—No puedo decir nada más, Michael. ¿Me dirás si proyecta una excursión para mañana o pasado?

—Sí —respondió—. Sí, de acuerdo.

—Gracias.

—Dennis —siguió—, ¿piensas que lo recuperaré algún día?

Merecía que le dijese la verdad. Aquel pobre diablo era acreedor a la verdad.

—No lo sé —repuse, y me mordí el labio inferior hasta hacerme daño—. Pienso… que la cosa puede haber ido demasiado lejos.

—Dennis —casi gimió—. ¿Qué es? ¿Drogas? ¿Alguna clase de droga?

—Te lo diré cuando pueda —le respondí—. Es cuanto puedo prometerte, lo siento. Te lo diré cuando pueda.

Me resultó más fácil hablar con Johnny Pomberton. Era un hombre animado, parlanchín, y pronto desapareció mi temor de que no quisiera tratar con un muchacho. Tuve la impresión de que Johnny Pomberton habría hecho tratos con Satanás recién salido del infierno y oliendo todavía a brea, si este le hubiese hecho una proposición ilegal.

—Claro —decía una y otra vez—. Claro, claro.

Bastaba con que se iniciase alguna proposición para que Johnny Pomberton se mostrase de acuerdo con uno. Era un poco enervante. Yo había preparado una historia, pero no creo que le prestase la menor atención. Se limitó a darme un precio, un precio por cierto, muy razonable.

—Me parece bien —repliqué.

—Claro —convino él—. ¿A qué hora vendrás a buscarlo?

—Bueno, ¿qué le parece mañana a las nueve y media…?

—Claro —repitió—. Hasta entonces.

—Otra pregunta, señor Pomberton.

—Claro. Y llámame Johnny.

—Está bien, Johnny. ¿Qué me dices de un cambio de marchas automático?

Johnny Pomberton rió con fuerza, con tanta fuerza, que aparté un poco el auricular, con mal humor. Aquella risa bastaba ya como respuesta.

—¿En una de estas pequeñas? Estás de broma. ¿Por qué? ¿No puedes manejar una palanca corriente?

—Sí, esto me lo enseñaron —dije.

—¡Claro! No hay problema, ¿eh?

—Supongo que no —contesté, pensando en mi pierna izquierda, que cuidaría del embrague… o trataría de hacerlo.

El mero hecho de doblarla un poco esta noche me había producido un dolor infernal. Confié en que Arnie esperase unos días a salir de la ciudad. Pero no creía que esto estuviese prefijado. Podría ser mañana o el fin de semana como máximo, y mi pierna izquierda tendría sencillamente que aguantar lo mejor que pudiese.

—Bueno, buenas noches, señor Pomberton. Hasta mañana.

—Claro. Gracias por llamar, muchacho. He comprendido perfectamente lo que quieres. Ella te gustará, ya lo verás. Y si no empiezas a llamarme Johnny, te doblaré el precio.

—Claro —dije, y colgué sin esperar a que acabase de reír. «Ella te gustará, ya lo verás.»

Otra vez ella… Empezaba a darme morbosamente cuenta de esta forma casual de referencia… y me ponía realmente enfermo.

Entonces hice mi última llamada preparatoria Había cuatro Sykes en la guía telefónica. Encontré el que buscaba a mi segundo intento, el propio Jimmy se puso al aparato. Me presenté como amigo de Arnie Cunningham y la voz de Jimmy se animó. Apreciaba a Arnie, que casi nunca le incordiaba y nunca le atizaba, como había hecho Buddy Repperton cuando este trabajaba para Will. Me preguntó como estaba Arnie, y, mintiendo una vez más, le dije que Arnie estaba bien.

—Me alegro —contestó—. Realmente, lo pasó allí bastante mal durante un tiempo. Yo sabía que las drogas y los cigarrillos no eran buenos para él.

—Precisamente te llamo en interés de Arnie —le expliqué—. ¿Recuerdas cuando detuvieron a Will y precintaron el garaje, Jimmy?

—Claro que lo recuerdo —suspiró Jimmy—. Ahora el pobre viejo Will está muerto y yo me he quedado sin trabajo. Mi madre no para de decirme que tendría que ir a la escuela de formación profesional, pero no creo que sirviese para esto. Creo que trataré de que me den un cargo de bedel o algo parecido. Mi tío Fred es bedel de la Universidad y dice que existe una oportunidad, porque el otro bedel desapareció, se largó o algo así, y…

—Arnie dice que cuando cerraron el garaje perdió su caja de herramientas —le interrumpí—. Estaba detrás de uno de aquellos viejos neumáticos, ya sabes, en los estantes de arriba, la había puesto allí para que nadie se la robase.

—¿Y sigue allí? —preguntó Jimmy.

—Supongo que sí.

—¡Qué imbecilidad!

—Bueno, aquel juego de herramientas valía un centenar de dólares.

—¡Santo Dios! Apuesto a que ya ha desaparecido. Apuesto a que alguno de los polizontes se quedaría con él.

—Arnie piensa que pueden estar todavía allí. Pero no puede acercarse al garaje debido a la situación en que se encuentra.

Esto era una mentira, pero no pensé que Jimmy lo advirtiera, y no lo advirtió. Sin embargo, el hecho de engañar a un tipo a quien le faltaba poco para ser retrasado mental no añadió gran cosa al respeto que sentía por mi mismo.

—¡Vaya una mierda! Bueno, escucha, iré allá abajo y las sacaré. ¡Sí, señor! Será lo primero que haga mañana por la mañana. Todavía conservo las llaves.

Lancé un suspiro de alivio. Lo que yo quería no era el mítico juego de herramientas de Arnie, sino las llaves de Jimmy.

—Quisiera coger yo las herramientas, Jimmy. Para darle una sorpresa. Y sé exactamente dónde las puso. Tú estarías quizá todo el día rondando por allí sin encontrarlas.

—¡Oh, sí, desde luego! Will decía que nunca encontraba nada. Decía que era incapaz de encontrar mi propio trasero con ambas manos y una linterna.

—Bueno, hombre, esto lo decía sólo para rebajarte. Pero, en realidad, me gustaría hacer esto yo mismo.

—Está bien.

—Pensé que podría ir a verte mañana para que me dieses las llaves. Así podría coger las herramientas y devolverte las llaves antes del anochecer.

—Pues…, no sé. Will decía que no debía prestar nunca mis llaves…

—Claro, pero esto era antes, ahora no hay nada en el lugar, salvo las herramientas de Arnie y un montón de chatarra en el fondo del local. Este será muy pronto sacado a subasta pública, con todo su contenido, y si tomase las herramientas después de esto, podrían acusarme de hurto.

—¡Oh! Bueno, supongo que no hay inconveniente si me devuelves las llaves —y entonces dijo algo absurdamente conmovedor—: Mira, es el único recuerdo que me queda de Will.

—Te lo prometo.

—Está bien —contestó—. Si es por Arnie, supongo que esta bien.

Antes de acostarme hice una última llamada, ahora desde de la planta baja. Llamé a Leigh, que parecía soñolienta.

—Una de las noches próximas pondremos fin al asunto. ¿Me ayudarás?

—Sí —dijo ella—. Creo que sí. ¿Qué has proyectado, Dennis?

Se lo dije, paso a paso, casi esperando que ella encontrara una docena de pegas en mi proyecto. Pero, cuando hube terminado, dijo simplemente:

—¿Qué pasará si no funciona?

—Puedes empezar a tocar el tambor. No creo que haga falta que te lo describa.

—No —dijo—. Supongo que no.

—Te mantendría fuera de esto si pudiese —le dije—. Pero LeBay sospechará una trampa, por tanto, el cebo tiene que ser muy bueno.

—No permitiría que hicieses nada sin mí —dijo ella, con voz firme—. Esto también me atañe. Yo le quise. Le quise de veras. Y cuando se empieza a querer a alguien… creo que nunca se olvida realmente del todo. ¿No opinas así, Dennis?

Pensé en aquellos años. En los veranos de lectura y de natación y de jugar a cosas: Monopoly, Scrabble, damas chinas. Las granjas de hormigas. Las veces que había evitado que le matase, en una de las muchas maneras con que los niños suelen matar al advenedizo, al que es un extraño, que está un poco fuera de lugar. Había habido veces en que me harté bastante de velar por él, en que me había preguntado si mi vida no sería más fácil o mejor si soltaba a Arnie y dejaba que se ahogase. Pero no habría sido mejor. Había necesitado a Arnie para que se mejorase, y él lo había hecho. Nos habíamos portado lealmente a lo largo del camino, y, ¡caray!, esto era muy amargo, malditamente amargo.

—No —dije, y de pronto tuve que taparme los ojos con la mano—. No creo que pudieses. Yo también le quise. Quizá no sea aún demasiado tarde para él.

Así es como habría yo rezado: Dios mío, haz que impida una vez más que Arnie muera. Te lo pido por última vez.

—No es él la persona a quien odio —contestó ella, con voz grave—. Es aquel hombre, LeBay… ¿Vimos, realmente, aquella cosa esta tarde, Dennis? En el coche…

—Sí —dije—. Creo que la vimos.

—Él y el maldito Christine —convino ella—. ¿Será pronto?

—Pronto, sí. Creo que sí.

—Está bien. Te amo, Dennis.

—Yo también te amo.

En realidad, terminó el día siguiente, viernes 19 de Enero.