That fateful night the car was stalled
Upon the railroad track,
I pulled you out and you were safe
But you went running back…
MARK DINNING
El viernes 5 de enero recibí una postal de Richard McCandless, secretario de la Libertyville American Legion Post. Escrita en el dorso con un lápiz tosco estaba la dirección de George LeBay en Paradise Falls, Ohio. Llevé la tarjeta en el bolsillo de la cadera la mayor parte del día sacándola ocasionalmente para mirarla. No quería llamarle, no quería hablar de nuevo con él sobre su loco hermanó Roland, no quería que este loco asunto siguiese adelante.
Aquella tarde mi padre y mi madre fueron al Monroeville Hall con Ellie que quería gastar una parte de su dinero de Navidad en un par de esquíes. Media hora después de que se hubieran marchado, descolgué el teléfono y coloqué la postal de McCandless delante de mí. Llamé a la operadora y esta me dio el número de la oficina de información de Paradise Falls, Ohio occidental, que era el 513. Después de una pausa, para reflexionar, llamé al 513 y me dieron el número de LeBay. Lo anoté en la tarjeta, y realice una nueva pausa —esta vez más larga— para pensar, y descolgué el teléfono por tercera vez. Marqué la mitad del número de LeBay, y colgué. «¡Al diablo con ello! —pensé lleno de un resentimiento nervioso como no recordaba haber experimentado nunca—: Ya es bastante, al diablo con ello. No voy a llamarle. No quiero saber nada más de esto, me lavo las manos de todo este sucio follón. Que se vaya al infierno en su propia carretilla. Que se joda.»
—Que se joda —murmuré, y salí de allí antes de que mi conciencia pudiese empezar a incordiarme de nuevo.
Subí al piso alto, tomé un baño y me metí en mi habitación. Quedé profundamente dormido antes de que volviesen Ellie y mis padres, y dormí mucho y bien aquella noche. Buena cosa, ya que tenía que pasar mucho tiempo antes de que volviese a dormir tan bien. Muchísimo tiempo.
Mientras dormía, alguien —algo— mató a Rudolph Junkins de la policía del Estado de Pensilvania. La noticia estaba en el periódico cuando me levanté por la mañana: EL INVESTIGADOR DEL CASO DARNELL ASESINADO CERCA DE BLAIRSE VILLE, anunciaba el titular.
Mi padre estaba arriba tomando una ducha, Ellie y un par de amigas se encontraban en el porche, riendo y gritando mientras jugaban al Monopoly, mi madre trabajaba en uno de sus cuentos en el cuarto de coser. Yo estaba… sentado solo a la mesa, aturdido y espantado. Se me ocurrió pensar que Leigh y su familia volvían mañana de California, que las clases se reanudarían al día siguiente y que, a menos de que Arnie (o LeBay) cambiasen de idea la chica se vería activamente perseguida.
Aparté despacio a un lado los huevos revueltos que yo mismo había preparado. Ya no me apetecían. La noche pasada me había parecido imposible apartar todo el ominoso e inexplicable asunto de Christine con la misma facilidad con que acababa de rechazar mi desayuno. Ahora me pregunté cómo había podido ser tan ingenuo.
Junkins era el hombre que Arnie había mencionado la víspera de Año Nuevo. No podía engañarme al respecto. El periódico decía que había sido el encargado de la investigación del caso de Will Darnell en Pensilvania e insinuaba que alguna tenebrosa organización criminal era responsable del asesinato. «La chusma del Sur», habría dicho Arnie. O los locos colombianos.
Yo pensaba de modo diferente.
El coche de Junkins había sido sacado de un solitario camino vecinal y convertido en chatarra…
(«Ese maldito Junkins anda aún detrás de mi a todo vapor, pero le conviene andarse con cuidado o alguien podría hacerle papilla a él… Debes estar de mi parte, Dennis. Ya sabes lo que les ocurre a los cagones que no lo están…»)
… estando todavía Junkins dentro de él.
Cuando mataron a Repperton y a sus amigos, Arnie estaba en Filadelfia con el club de ajedrez. Cuando mataron a Darnell, estaba en Ligonier con sus padres, visitando a unos parientes. Coartadas solidísimas. Pensé que tendría una para Junkins. Siete…, siete muertes ya, y todas ellas armaban un anillo mortal alrededor de Arnie Cunningham y de Christine. Sin duda, la policía lo vería, ni siquiera un ciego podía dejar de advertir una cadena tan clara de motivaciones. Pero el periódico no decía que alguien estuviese «ayudando a la policía en sus investigaciones», como afirman delicadamente los ingleses.
Desde luego, la policía no tiene por costumbre comunicar todo lo que sabe a los periódicos. Yo conocía todo esto, pero mi instinto me decía que los polizontes del Estado no estudiaban seriamente a Arnie en relación con este último asesinato automovilístico.
Estaba a salvo.
¿Qué había visto Junkins tras de sí en aquella carretera secundaria de las afueras de Blairsville? Un coche rojo y blanco, pensé. Quizá vacío, quizá conducido por un cadáver.
Un pato corrió graznando sobre mi tumba y mis brazos se llenaron de frías ampollas.
Siete personas muertas.
Eso tenía que terminar. Si no por otra razón, porque quizá matar puede convertirse en hábito. Si Michael y Regina no aceptaban los locos planes californianos de Arnie, uno de los dos o ambos podían ser los siguientes.
Supongamos que se acercase a Leigh en la sala de estudio a las tres del próximo jueves y le pidiese que se casara con el y ella le dijese que no. ¿Qué podría ver ella parado junto a la acera cuando volviese a casa por la tarde?
¡Jesús! Estaba espantado.
Mi madre dijo:
—No comes, Dennis.
Levanté la cabeza.
—Estoy leyendo el periódico. Creo que no tengo apetito, mamá.
—Tienes que comer mucho, o no vas a reponerte. ¿Quieres que te prepare unas gachas?
Mi estómago se encogió ante la idea, pero sonreí y sacudí la cabeza.
—No…, pero después me tomaré un buen almuerzo.
—¿Lo prometes?
—Lo prometo.
—¿Te encuentras bien, Denny? Últimamente, pareces muy cansado, enfermizo.
—Estoy bien, mamá.
Exageré mi sonrisa para mostrarle lo bien que me sentía, y entonces la vi apeándose de su Reliant azul en el Monroeville Mall, y dos hileras más atrás un coche blanco y rojo, parado. Con los ojos de mi mente la vi pasar por delante de él, con la bolsa bajo el brazo, y vi que la palanca de Christine se ponía en situación de ARRANCAR…
—¿Seguro? ¿No te molesta la pierna?
—No.
—¿Has tomado las vitaminas?
—Sí.
—¿Y escaramujo?
Me eché a reír. Ella pareció de momento irritada, pero después sonrió.
—Eres un botarate, Dennis Guilder —dijo, con su mejor acento irlandés (que es muy bueno, pues mamá era de rancia estirpe irlandesa y en esto no hay quien le iguale).
Volvió al cuarto de costura y, al cabo de un momento, empezó de nuevo el repiqueteo irregular de la máquina de escribir.
Cogí el periódico y miré la foto del destrozado coche de Junkins. EL COCHE DE LA MUERTE, se leía al pie de aquélla.
«Mira —pensé—. Junkins estaba interesado en mucho más que en descubrir quién vendió fuegos de artificio y cigarrillos ilegales a Will Darnell. Junkins era detective del Estado, y los detectives del Estado trabajan en más de un caso al mismo tiempo. Pudo haber tratado de averiguar quién mató a Moochie Welch. O pudo haber estado…»
Me dirigí con mis muletas al cuarto de costura y llamé a la puerta.
—¿Sí?
—Perdona que te moleste, mamá…
—No seas tonto, Dennis.
—¿Vas a bajar a la ciudad?
—Puede que sí. ¿Por qué?
—Me gustaría ir a la biblioteca.
A las tres de la tarde de aquel sábado había empezado a nevar de nuevo. Me dolía un poco la cabeza de mirar con fijeza el microfilme, pero tenía lo que quería. Mi olfato me había llevado a pensar en el dinero, aunque esto no era una gran hazaña intuitiva.
Junkins había sido encargado de investigar el atropello seguido de fuga que había costado la vida a Moochie Welch, sí…, y también había estado a su cargo la investigación de lo que les había ocurrido a Repperton, Trelawney y Bobby Stanton. Hubiese debido estar ciego para no leer el nombre de Arnie entre líneas de lo que estaba sucediendo.
Me eché atrás en el sillón, apagué el aparato y cerré los ojos. Traté de ponerme en el lugar de Junkins durante un momento. Sospecha que Arnie esté complicado en los asesinatos. No como autor, pero sí de alguna manera. ¿Sospecha de Christine? Tal vez sí. En las películas de detectives de la Televisión, es formidable cómo se identifican las pistolas, las máquinas de escribir empleadas para redactar notas de rescate, y los automóviles que huyen después de un atropello. Hojuelas y escamas de pintura, tal vez…
Entonces se produce el desastre de Darnell. Para Junkins, es algo magnífico. El garaje será cerrado, y secuestrado cuanto hay en él. Quizá Junkins sospecha…
¿Qué?
Forcé mi imaginación. Ahora soy un policía. Creo en las deducciones legítimas, en las deducciones sensatas, en las deducciones de rutina. Por consiguiente, ¿qué sospecho? La respuesta llegó al cabo de un momento.
Un cómplice, desde luego. Sospecho que existe un cómplice. Tiene que haber un cómplice. Nadie que estuviese en su sano juicio pensaría que el coche actuó solo ¿Entonces…?
Entonces, cuando se ha cerrado el garaje, Junkins lleva allí a los mejores técnicos y hombres de laboratorio de quienes puede echar mano. Revisan Christine de cabo a rabo, en busca de pruebas de lo sucedido. Razonando como habría razonado Junkins —o al menos tratando de hacerlo—, pienso que tiene que haber algún indicio. Golpear un cuerpo humano no es como golpear una almohada de plumas. Chocar contra una barrera en Squantic Mill tampoco es lo mismo que chocar contra un cojín de plumas.
¿Y qué encuentran los expertos en homicidios por vehículos a motor? Nada.
No encuentran melladuras, ni retoques en la pintura ni manchas de sangre. No encuentran huellas de pintura castaña de la barrera rota en la carretera de Squantic Hills. Dicho en pocas palabras, Junkins no encuentra la menor prueba de que Christine fuese empleada en ninguno de aquellos crímenes. Ahora pasemos al asesinato de Darnell. ¿Va Junkins al garaje el día siguiente para examinar a Christine? Yo lo habría hecho, de haber estado en su lugar. El lado de una casa tampoco es una almohada de plumas, y un coche que la atraviese tiene que sufrir daños importantes, daños que no pueden repararse sencillamente en una noche. Y cuando llega allí, ¿qué encuentra?
Sólo a Christine, sin una sola abolladura en el parachoques.
Esto llevaba a otra deducción, que explicaba por qué Junkins no había sellado el coche. Era algo que yo no había podido comprender, ya que él tuvo que sospechar que Christine estaba complicado. Pero, en definitiva, se había dejado llevar por la lógica…, y tal vez esta le había matado. Junkins no había sellado el coche porque la coartada de Christine, aunque muda, era tan sólida como todas las de su dueño. Si había examinado a Christine inmediatamente después del asesinato de Will Darnell, Junkins debió sacar la conclusión de que el coche no podía haber intervenido, por muy convincentes que pareciesen los indicios en contrario.
Ni un arañazo. ¿Y por qué tenía que haberlo? Junkins no conocía todos los hechos. Pensé en el odómetro que contaba hacia atrás, y en Arnie diciendo: No es más que una avería. Pensé en la red de grietas en el parabrisas, que había parecido empequeñecerse y encogerse hacia dentro…, como si también retrocediese en el tiempo. Pensé en la casual sustitución de piezas sin ritmo ni razón aparente. Por último, pensé en el viaje de pesadilla al volver a casa el domingo por la noche: viejos coches que parecían nuevos, detenidos junto a las aceras delante de casas donde se celebraban fiestas, el Strand Theater de nuevo intacto con toda la solidez de sus ladrillos amarillos el sector a medio construir que había sido terminado y ocupado por habitantes de los suburbios de Libertyville veinte años atrás.
Sólo una avería.
Pensé que el hecho de ignorar esta avería era lo que en realidad había matado a Rudolph Junkins.
Porque, obsérvese bien: si se tiene un coche mucho tiempo, se desgasta por gran cuidado que se tenga con él y, generalmente, se porta de modo imprevisible. El coche sale de la fábrica como un niño recién nacido, y como un recién nacido empieza a rodar en una competición que dura años. Las hondas y flechas de la cruel fortuna rompen aquí una batería, quiebran allí una varilla, inmovilizan en otra parte un cojinete. Se introducen impurezas en el carburador, se revienta un neumático, hay un cortocircuito eléctrico, empieza a gastarse la tapicería.
Es como una película. Y si se puede proyectar la película hacia atrás…
—¿Desea algo más, señor? —preguntó el archivero detrás de mí, y estuve a punto de gritar.
Mamá me esperaba en el vestíbulo principal, y durante la mayor parte del trayecto de vuelta a casa estuvo charlando sobre sus escritos y su nueva clase, que era de danza. Yo asentía con la cabeza y respondía adecuadamente la mayoría de las veces. Y pensaba que si Junkins hubiese traído de Harrisburg a sus técnicos, a sus competentes especialistas en automóviles, probablemente no habría visto un elefante mientras buscaban una aguja, y tampoco hubiese podido censurarles por ello. Los coches no corren hacia atrás, como puede hacerlo una película. Y no existen cosas tales como fantasmas o aparecidos o demonios conservados en aceite lubricante.
«Cree una cosa y creerás en todas», pensé, y me estremecí.
—¿Quieres que ponga la calefacción, Denny? —preguntó vivamente mamá.
—¿Lo quieres tú, mamá?
Pensé en Leigh, que debía regresar mañana. Leigh, con su cara adorable (todavía mejorada por los salientes y casi crueles pómulos), su figura joven y dulcemente seductora, todavía no perjudicada por las fuerzas del tiempo y de la gravedad, como aquel antiguo Plymouth que había salido de Detroit en un camión de transporte en 1958 y estaba, en cierto sentido, todavía bajo garantía. Después pensé en LeBay, que estaba muerto y, sin embargo no lo estaba, y pensé en su afán (pero ¿era afán o sólo una necesidad de estropear las cosas?). Pensé en Arnie, cuando dijo con tranquilo aplomo que iban a casarse. Y entonces con fatal claridad, vi su noche de bodas. Vi que Leigh miraba en la oscuridad de una habitación de motel y veía un cadáver putrefacto y sonriente inclinado sobre ella. Oí sus gritos mientras Christine, todavía adornada con tiras de papel de seda y rótulos de RECIÉN CASADOS esperaba fielmente delante de la puerta cerrada con llave. Christine —o la terrible fuerza femenina que lo animaba— sabría que Leigh no duraría mucho… y que él seguiría allí cuando Leigh se hubiese ido.
Cerré los ojos para borrar aquellas imágenes, pero sólo logré intensificarlas.
La cosa había empezado con Leigh deseando a Arnie había progresado, lógicamente, lo bastante para que Arnie la desease a ella. Pero no había terminado aquí, ¿verdad? Porque ahora LeBay tenía a Arnie… y era él quien deseaba a Leigh.
Pero no la tendría. No, si yo podía evitarlo.
Aquella noche telefoneé a George LeBay.
—Sí, señor Guilder —dijo. Parecía más viejo, más cansado—. Le recuerdo muy bien. Hablé con usted delante de mi cuarto, en el que pienso que debía ser el motel más deprimente de todo el universo. ¿Qué puedo hacer por usted?
Lo dijo como si confiase en que no le pediría demasiado.
Vacilé. ¿Le diría que su hermano había vuelto de entre los muertos? ¿Que ni siquiera la tumba había sido capaz de extinguir su odio por los que llamaba cagones? ¿Le diría que su hermano había poseído a mi amigo, se había apoderado de él con la misma firmeza con que Arnie se había apoderado de Christine? ¿Hablaríamos de mortalidad, del tiempo y del amor rancio?
—Señor Guilder, ¿está usted ahí?
—Tengo un problema, señor LeBay. Y no sé exactamente cómo decírselo. Se refiere a su hermano.
Algo nuevo se reflejó entonces en su voz, algo tenso y animado.
—No sé qué clase de problema puede tener usted en relación con él. Rollie está muerto.
—Precisamente se trata de esto —ahora era incapaz de dominar mi propia voz. Esta subía temblorosamente una octava y volvía a bajar—. No creo que esté muerto.
—¿Qué está diciendo? —su voz era seca, acusadora… y temerosa—. Si lo considera usted una broma, le aseguro que es de muy mal gusto.
—No es broma. Permita solamente que le cuente algunas de las cosas que han ocurrido desde que murió su hermano.
—Señor Guilder, tengo un montón de papeles para corregir y una novela que quiero terminar y, realmente, no tengo tiempo que perder en…
—Por favor —dije—. Por favor, señor LeBay, ayúdeme, ayude a mi amigo.
Siguió una pausa larga, muy larga, y después LeBay suspiró.
—Cuente su historia —concedió, y después de una breve interrupción añadió—: ¡Maldito sea!
Le conté la historia gracias a la moderna comunicación a larga distancia, me imaginaba mi voz pasando a través de aparatos regidos por computadoras y llenos de circuitos miniaturizados, por un cable tendido bajo trigales cubiertos de nieve, hasta llegar al fin al oído de aquel hombre.
Le conté la disputa de Arnie con Repperton, la expulsión y la venganza de Buddy, le conté la muerte de Moochie Welch, lo que había ocurrido en Squantic Hills y lo que había pasado durante la tormenta de la víspera de Navidad. Le hablé de las grietas del parabrisas que parecían encogerse y de un odómetro que marchaba hacia atrás con toda seguridad. Le hablé de la radio que parecía captar únicamente WDIL, la emisora más antigua, con independencia de la frecuencia que se buscase…, y esto arrancó un suave gruñido de sorpresa a George LeBay.
Le hablé de la caligrafía en mis escayolas, y de cómo la firma estampada por Arnie la noche del Día de Acción de Gracias era igual que la de su hermano en la licencia de circulación primitiva de Christine. Le hablé del constante empleo por Arnie de la palabra «cagones», de cómo había empezado a peinarse al estilo fabiano u otro de los años cincuenta. En realidad, se lo conté todo, a excepción de lo que me había ocurrido al volver a casa en el coche en la madrugada del Año Nuevo. Pretendí hacerlo pero no pude. Nunca me atreví a revelarlo, hasta que lo escribí todo cuatro años más tarde.
Cuando terminé, se hizo un silencio en la línea.
—¿Señor LeBay? ¿Está todavía ahí?
—Sí —dijo al fin—. Señor Guilder…, Dennis… no quisiera ofenderte, pero debes comprender que lo que sugieres va mucho más allá de cualquier posible fenómeno psíquico y entra en el campo…
No terminó la frase.
—¿De la locura?
—No es esta la palabra que habría empleado. Según me has dicho, sufriste un terrible accidente jugando al fútbol americano. Estuviste dos meses en el hospital, con fuertes dolores durante un tiempo. ¿No es posible que tu imaginación…?
—Señor LeBay —continué—. ¿Empleó alguna vez su hermano una frase aludiendo a un pequeño vagabundo?
—¿Qué?
—El pequeño vagabundo. Como cuando se arroja una bola de papel a un cubo de desperdicios y se acierta, y uno dice: «Dos puntos». Pero ponga en vez de esto: «Mira cómo la meto en el culo del pequeño vagabundo». ¿Lo había oído decir alguna vez a su hermano?
—¿Cómo lo sabes?… —y después, sin darme tiempo a contestar—. Empleó esta frase en una de las ocasiones en que le viste, ¿no es cierto?
—No.
—Señor Guilder, es usted un embustero.
No dije nada. Estaba temblando y me flaqueaban las rodillas. Ningún adulto me había dicho una cosa así en toda mi vida.
—Perdona, Dennis. Pero mi hermano está muerto. Era un ser desagradable y posiblemente malo, pero está muerto y todas esas morbosas fantasías…
—¿Quién era el pequeño vagabundo? —conseguí decir.
Silencio.
—¿Era Charlie Chaplin?
Pensé que no me contestaría, pero al fin, pesadamente. Sólo de Rebote:
—Se refería a Hitler. Había cierto parecido entre Hitler y el pequeño vagabundo Chaplin. Este hizo una película titulada El Gran Dictador. Probablemente, no la habrás visto. De todos modos, le dio bastante renombre durante la guerra. Eres demasiado joven para recordarlo. Pero esto no significa nada.
Ahora fui yo quien guardó silencio.
—¡No significa nada! —gritó—. ¡Nada! ¡Cosas insustanciales y meras sugestiones! ¡Debes comprenderlo!
—Siete personas murieron aquí, en Pensilvania occidental —le dije—. Esto no es insustancial. Están las firmas. Y esto tampoco es sugestión. Las guardé, señor LeBay. Permita que se las envié. Mírelas y dígame si hay una sola que no sea de puño y letra de su hermano.
—Podría ser una falsificación, deliberada o no.
—Si lo cree así, busque un perito calígrafo. Yo lo pagaré.
—Podrías hacerlo tú mismo.
—Señor LeBay —le dije—, yo no necesito que nadie me convenza.
—Pero ¿Qué quieres de mí? ¿Que comparta tus fantasías? No lo haré. Mi hermano murió. Su coche no es más que un coche.
Estaba mintiendo. Lo sentí. Lo sentí incluso por teléfono.
—Quisiera que me explicase algo que me dijo aquella noche en que conversamos.
—¿Qué es?
Parecía receloso.
Me humedecí los labios.
—Dijo usted que su hermano estaba obsesionado e irritado, pero que no era un monstruo. Al menos, dijo, no creía que lo fuese. Después pareció cambiar completamente de tema…, pero cuanto más pienso en ello, más me parece que no cambió de tema en absoluto. Lo que dijo entonces fue que él nunca había marcado a ninguno de ellos.
—Ya está bien, Dennis. Yo…
—¡Mire, si iba a decirme algo, por el amor de Dios, dígalo ahora! —grité. Se me quebró la voz. Me enjugué la frente y retiré la mano pegajosa de sudor—. Esto no es más fácil para mí que para usted. Arnie está obsesionado por esta chica, por Leigh Cabot, sólo que no creo que sea Arnie el obsesionado, sino su hermano, su hermano muerto. ¡Ahora, hábleme, por favor!
Suspiró.
—¿Que te hable? —preguntó—. ¿Que te hable? Hablaré de estos viejos sucesos…, no, de esas viejas sospechas. Sería casi como sacudir a un diablo dormido, Dennis. Por favor, yo no sé nada.
Podría haberle dicho que el diablo estaba ya despierto, pero él ya lo sabía.
—Dígame lo que sospecha.
—Te llamaré más tarde.
—Señor LeBay…, por favor…
—Te llamaré más tarde —repitió—. Tengo que hablar con mi hermana Marcia en Colorado.
—Si lo prefiere, yo la llamaré.
—No, ella no querría hablar contigo. Conmigo sólo ha hablado de esto un par de veces. Confío en que tengas tranquila la conciencia en este asunto, Dennis. Porque nos estás pidiendo que abramos viejas heridas y las hagamos sangrar de nuevo. Por consiguiente, te preguntaré una vez más: ¿De veras estás seguro?
—De veras —murmuré.
—Te llamaré más tarde —dijo, y colgó.
Pasaron quince minutos, veinte. Yo paseaba por la habitación con mis muletas, incapaz de estarme quieto.
Miré por la ventana la calle barrida por el viento un estudio en blanco y negro. Dos veces me acerqué al teléfono pero no lo descolgué, temeroso de que él tratase de establecer comunicación al mismo tiempo y todavía más temeroso de que no me llamase. La tercera vez, en el instante en que ponía la mano sobre el aparato, sonó el timbre.
Salté hacia atrás, como si hubiese recibido una punzada y después levanté el auricular.
—¡Diga! —dijo la voz sofocada de Ellie desde el aparato de la planta baja—. ¿Donna?
—¿Está Dennis Guilder…? —empezó a decir la voz de LeBay, pareciendo más cansada y quebrada que nunca.
—Estoy al aparato, Ellie —dije.
—Bueno, ¿qué más da? —comentó con descaro Ellie.
—Hable, señor LeBay —pedí, latiéndome con fuerza el corazón.
—He hablado con ella —dijo lentamente—. Me ha dicho que actúe según mi criterio. Pero está espantada. Tú y yo hemos conspirado para espantar a una anciana que nunca hizo daño a nadie y que nada tiene que ver con esto.
—Es por una buena causa —dije.
—¿Sí?
—Si no lo creyese, no le habría telefoneado —concluí—. ¿Va usted a hablar conmigo o no, señor LeBay?
—Sí —dijo—. Te hablaré, pero a nadie más. Si lo dijeses a otra persona, yo lo negaría. ¿Comprendes?
—Sí.
—Muy bien —suspiró—. En nuestra conversación del verano pasado, Dennis, te mentí sobre lo que pasó y sobre lo que yo…, lo que Marcy y yo… sentíamos acerca de ello. Nos mentíamos a nosotros mismos.
De no haber sido por ti, creo que habríamos continuado engañándonos sobre aquel… accidente de la carretera, durante el resto de nuestras vidas.
—¿La niña? ¿La hija de LeBay? —pregunté, apretando con fuerza el teléfono, estrujándolo.
—Sí —dijo pesadamente—. Rita.
—¿Qué ocurrió, realmente, cuando se asfixió?
—Mi madre solía decir que le habían cambiado a Rita —dijo LeBay—. ¿Te había dicho esto?
—No.
—No, claro que no. Te dije que pensaba que tu amigo sería más dichoso si se desprendía del coche, pero no se pueden decir muchas cosas en defensa de las propias creencias, porque lo irracional… se introduce a hurtadillas…
Hizo una pausa. No le apremié. Hablaría o no hablaría.
Así de sencilla era la cosa.
—Mi madre decía que era un bebe buenísimo hasta que cumplió los seis meses. Y entonces…, decía que había llegado Puck. Hablaba que Puck se había llevado al niño bueno, en una de sus bromas, y lo había sustituido por otro. Reía al decirlo. Pero nunca lo decía cuando Rollie podía oírlo, y sus ojos no reían nunca, Dennis. Creo… que era su única manera de explicar cómo era él, sus terribles ataques de furor…, su terquedad en sus más simples antojos.
—Había un chico (he olvidado su nombre), un chico más corpulento, que zurró a Rollie tres o cuatro veces. Un bruto. Empezaba metiéndose con la ropa de Rollie, le preguntaba si hacía un mes o dos que no se cambiaba los calzoncillos. Rollie se lanzaba contra él, le maldecía y amenazaba, y el bruto se reía de él, le mantenía a distancia con sus largos brazos y le daba puñetazos hasta cansarse o hasta que la nariz de Rollie empezaba a sangrar. Y entonces Rollie se sentaba en un rincón, fumando un cigarrillo y llorando, mientras la sangre y los mocos se secaban en su cara. Y si Drew o yo nos acercábamos a él nos atizaba con peligro para nuestras vidas.
—Una noche, la casa de aquel bruto se incendió, Dennis. El bruto y el padre del bruto y el hermanito del bruto resultaron muertos. La hermana del bruto sufrió terribles quemaduras. Se presumió que el incendio había empezado en el horno de la cocina, y es posible que así fuese. Pero las sirenas de los bomberos me habían despertado, Y todavía estaba despierto cuando Rollie subió por el enrejado cubierto de hiedra y se metió en la habitación que compartíamos los dos. Tenía la frente tiznada y olía a gasolina. Me vio tumbado con los ojos abiertos y me dijo: «Si te chivas, Georgie, te mataré.» Y desde aquella noche, Dennis, he tratado de convencerme de que sólo quiso decir que no contase que había estado fuera, mirando el fuego. Y tal vez no hubo más que esto.
Yo tenía la boca seca. Me parecía tener una bola de lomo en el estómago. Y los pelos del cogote me daban la impresión de secas púas.
—¿Qué edad tenía entonces su hermano? —pregunte con voz ronca.
—Menos de trece años —repuso LeBay, con tranquilidad terrible y falsa—. Un día de invierno, cosa de un año más tarde, hubo una pelea durante un partido de hockey, y un tipo llamado Randy Throgmorton le abrió la cabeza a Rollie con su palo. Le dejó sin sentido. Nosotros le llevamos al viejo doctor Farmer (Rollie había recobrado el conocimiento, pero todavía estaba grogui) y Farmer le dio doce puntos de sutura en el cuero cabelludo. Una semana más tarde, Randy Throgmorton se cayó al romperse el hielo en Palme Pond y se ahogó. Había estado patinando en una zona claramente marcada con rótulos de HIELO FRÁGIL. Al menos, así parece.
—¿Me está usted diciendo que su hermano mató a aquella gente? ¿Quiere darme a entender que LeBay mató su propia hija?
—No que la matase, Dennis…, nunca lo pensé. Ella se asfixió. Lo que sugiero es que quizá la dejó morir.
—Dijo que él la volvió boca abajo, la golpeó, trató de hacer que vomitase…
—Esto fue lo que Rollie me dijo en el entierro —convino George.
—Entonces, ¿qué?
—Marcia y yo hablamos de aquello más tarde. Sólo una vez, ¿sabes? Aquella noche, después de cenar, Rollie me había dicho: «La levanté cogiéndola por sus Buster Browns y traté de sacudirla y librarla de aquella maldita cosa, Georgie. Pero estaba pegada demasiado hondo». Y Verónica le había dicho a Marcia: «Rollie la alzó por los pies y trató de sacudirla y librarla de aquello, pero estaba pegado demasiado hondo». Habían contado exactamente lo mismo, con las mismas palabras. ¿Y sabes en qué me hizo pensar aquello?
—No.
—Me hizo pensar en Rollie, cuando trepó a la ventana de nuestra habitación y me dijo: «Si te chivas, Georgie, te mataré».
—Pero…, ¿por qué? ¿Por qué iba él a…?
—Más tarde, Verónica escribió una carta a Marcia dando a entender que Rollie no se había esforzado realmente en salvar a su hija. Y que, por fin, la había metido de nuevo en el coche. Para resguardarla del sol, había dicho. Pero Verónica decía, en su carta, que pensaba que Rollie quería que muriese en el coche.
No quería decirlo, pero tuve que hacerlo.
—¿Sugiere que su hermano ofreció su hija como una especie de sacrificio humano?
Hubo una larga, reflexiva y terrible pausa.
—No de una manera consciente, no —repuso LeBay—. Como tampoco sugiero que la mató conscientemente. Si hubiese conocido a mi hermano, sabría que es ridículo acusarle de brujería o de hechicería o de tener tratos con el demonio No creía en nada que no fuese sus propios sentidos salvo; supongo en su propia voluntad. Sugiero que pudo haber tenido alguna…, alguna intuición…, alguien pudo inducirlo a hacer lo que hizo. Me decía que eso lo había cambiado.
—¿Y Verónica?
—No lo sé —manifestó—. El dictamen de la policía fue de suicidio, aunque no dejó ninguna nota. Es posible que lo fuese. Pero la pobre había hecho algunas amistades en la ciudad, y a menudo me he preguntado si no insinuaría a alguna de ellas, como lo había insinuado ya a Marcia, que la muerte de Rita no se había producido exactamente como ella y Rollie habían declarado. «Si te chivas, Georgie, te mataré». Desde luego, no existen pruebas en uno u otro sentido. Pero me extraña que lo hiciese de aquella manera, que una mujer que no sabía nada de automóviles sujete una manguera al tubo de escape y la introdujese por la ventanilla. Aunque prefiero no pensar en estas cosas. Me tienen despierto toda la noche.
Pensé en lo que había dicho y en lo que no había dicho…, en las cosas que había dejado entre líneas. Intuitivamente, había explicado. Su terquedad en sus más simples antojos, había dicho. ¿Y si Roland LeBay hubiese comprendido, de alguna manera que no se atrevía a confesarse a sí mismo, que estaba infundiendo alguna fuerza sobrenatural a su Plymouth? Supongamos que hubiese estado esperando a que llegase el legítimo heredero… y que ahora…
—¿He contestado con esto a tus preguntas, Dennis?
—Creo que sí —respondí despacio.
—¿Qué vas a hacer?
—Creo que ya lo sabe.
—¿Destruir el coche?
—Lo intentaré —expliqué, y miré mis muletas apoyadas en la pared, mis malditas muletas.
—Puede que destruyas también a tu amigo.
—O que le salve —dije.
Georgie LeBay concluyó a media voz:
—Me pregunto si eso es aún posible.