45. Víspera de Año Nuevo

For this daring young star met his death

while in his car,

No one knows the reason why

Screaming tyres, flashing fire, and gone

was this young star,

O how could they let him die?

Still, a young man is gone, but his legend

lingers on,

For he died without a cause…

BOBBY TROUPE

Llamé a Arnie la víspera de Año Nuevo. Había estado dos días pensando en ello y, en realidad, no quería hacerlo, pero tenía que verle. Había llegado a creer que nada podría decidir hasta que volviese a verle con mis ojos. Y hasta que hubiese visto una vez más a Christine. Había mencionado el coche a mi padre durante el desayuno, casualmente, como de pasada, y él me había dicho que creía que todos los coches que habían sido retenidos en el garaje de Darnell habían sido ahora fotografiados y devueltos.

Regina Cunningham respondió al teléfono con voz seca y normal.

—Aquí la casa Cunningham.

—Hola, Regina, soy Dennis.

—¡Dennis!

Parecía agradablemente sorprendida. Por un momento escuché la voz de la vieja Regina, la que nos daba a Arnie y a mí bocadillos untados con mantequilla de cacahuete y palitos de tocino entre el pan (pan de centeno, naturalmente).

—¿Cómo estás? Oímos decir que te habían dado de alta del hospital.

—Estoy bien —repliqué—. ¿Y tú?

Hubo una breve pausa, y después añadió:

—Bueno, ya sabes cómo han ido las cosas por aquí.

—Problemas —dije—. Sí.

—Todos los problemas que no tuvimos en años anteriores —siguió Regina—. Supongo que se amontonaron en un rincón, esperándonos.

Carraspeé un poco y no dije nada.

—¿Quieres hablar con Arnie?

—Si está ahí…

Después de otra pausa, Regina prosiguió:

—Recuerdo que, en los viejos tiempos, tú y él solíais estar en la víspera de Año Nuevo para ver la entrada de éste. ¿Has llamado por eso, Dennis?

Parecía casi tímida, muy diferente de la antigua y emprendedora Regina.

—Pues si —le dije—. Cosa de niños, lo sé, pero…

—¡No! —replicó, rápida y vivamente—. ¡En absoluto! Arnie te ha necesitado alguna vez, Dennis…, si ha necesitado un amigo alguna vez…, nunca como ahora. Está… arriba, durmiendo. Duerme demasiado. Y no es…, no es…, no ha…

—¿No ha qué, Regina?

—¡No ha hecho ninguna petición de ingreso en la Universidad! —gritó, e inmediatamente bajó la voz, como si Arnie pudiese oírla—. ¡Ni una! El señor Vickers, el monitor de la escuela, me llamó y me lo dijo. En la escuela ha obtenido las mejores notas y podía aspirar a ingresar a casi cualquier Universidad del país… Al menos habría podido hacerlo antes de este…, de este contratiempo…

Su voz tembló, como si fuese a llorar, pero en seguida se rehizo.

—Habla con él, Dennis. Si pudieses pasar habla con él…, tomar unas cervezas juntos y sólo… hablar con él…

Se interrumpió, pero estuve seguro de que había más. Algo que necesitaba decir y no podía.

—Regina —exclamé.

Nunca me había gustado la vieja Regina, la compulsiva y dominante que parecía gobernar las tierras de su marido y de su hijo según sus propios designios pero todavía me gustaba menos esta mujer desorientada y llorosa.

—Vamos, tranquilízate, ¿de acuerdo?

—Tengo miedo de hablar con él —siguió al fin—. Y Michael también lo tiene. Arnie… parece estallar si se le contradice en ciertas cuestiones. Al principio sólo era el coche, ahora también es la Universidad. Háblale, Dennis por favor —hubo otra corta pausa y después, casi sin darle importancia, reveló la verdadera causa de su temor—. Creo que lo estamos perdiendo.

—No, Regina, escucha…

—Le llamaré —dijo bruscamente ella, y el teléfono emitió un chasquido.

La espera pareció eternizarse. Sujeté el teléfono en la mandíbula inferior y el hombro y repiqué con los nudillos sobre la escayola que todavía envolvía la parte superior de mi pierna izquierda. Tuve que hacer un terrible esfuerzo para no soltar el teléfono y dar por terminado el asunto.

Entonces volvieron a levantar el aparato en el otro extremo.

—¿Hola? —dijo una voz cautelosa, y una idea cruzó por mi mente con absoluta seguridad: Ese no es Arnie.

—¿Arnie?

—Parece que es Dennis Guilder, la boca con patas —dijo la voz, y ahora si que parecía Arnie, si…, pero al mismo tiempo, no lo parecía.

En realidad, su voz no era más grave, pero parecía más ronca, como si la hubiese gastado de tanto gritar. Era extraño, tenía la impresión de que estaba hablando con un desconocido que imitaba muy bien a mi amigo Arnie.

—Cuidado con lo que dices, chico —dije, sonriendo, pero mis manos estaban frías como el mármol.

—¿No sabes? —prosiguió, en tono confidencial—. Tu y mi culo tienen un parecido alarmante.

—Me había dado cuenta del parecido, pero, recientemente, pensé que era al revés —manifesté, y se hizo un silencio entre nosotros. Nos habíamos dedicado uno de nuestros piropos habituales—. Bueno, ¿qué haces esta noche? —le pregunté.

—No gran cosa —replicó—. No tengo ninguna cita.

—Yo, sí. Estoy en forma —dije—. Recogeré a Roseanne y la llevaré al Studio 2000. Si quieres, puedes venir con nosotros y guardarme las muletas mientras bailamos.

Él se rió un poco.

—Pensaba ir a buscarte —comenté—. Tal vez podríamos ver la entrada del Año Nuevo como solíamos hacer, sabes.

—¡Sí! —exclamó Arnie. Pareció complacido por la idea, pero todavía no era del todo él—. Podríamos ir a ver a Lombardo y todas sus alegres gansadas. Sería estupendo.

Callé un momento, no muy seguro de lo que tenía que decir. Por fin respondí precavidamente:

—Bueno, tal vez Dick Clark o algún otro. Guy Lombardo murió, Arnie.

—¿De veras? —Arnie pareció aturrullado, perplejo—. ¡Ah, sí, creo que sí! Pero Dick Clark anda por ahí, ¿verdad?

—Verdad —repliqué.

—Dick se merece una puntuación de ochenta y cinco, Tiene un buen ritmo y se puede bailar bien con él —explicó Arnie, pero no era en absoluto la voz de Arnie.

Mi mente hizo una súbita y espantosamente inesperada conexión (el mejor olor del mundo… salvo tal vez el de coño) y mi mano apretó convulsivamente el teléfono. Creo que estuve a punto de gritar. No estaba hablando con Arnie; estaba hablando con Roland LeBay. Estaba hablando con un muerto.

—Dick estaba muy bien —me oí decir, como desde lejos.

—¿Cómo vendrás, Dennis? ¿Puedes conducir?

—No, todavía no. Había pensado pedirle a papá que me llevase —hice una pausa momentánea y proseguí—. Tal vez tú podrías traerme de regreso, si cogieses tu coche. ¿Te parece bien?

—¡Claro! —parecía sinceramente entusiasmado—. ¡Eso sería estupendo, Dennis! ¡Realmente estupendo! Nos veríamos un poco. Como en los viejos tiempos.

—Sí —convine. Y después (juro que sin proponérmelo añadí)—. Como en la agencia de automóviles.

—Sí, ¡tienes razón! —respondió, riendo, Arnie—. ¡Muchísima razón! Hasta pronto, Dennis.

—Bien —dije automáticamente—. Hasta pronto.

Colgué, me quedé mirando el teléfono y, ahora, me eché a temblar. Nunca había estado tan espantado en mi vida.

El tiempo pasa: la mente reconstruye sus defensas. Pienso que una de las razones de que haya tan pocas pruebas convincentes de los fenómenos psíquicos es que la mente empieza a funcionar y reestructura las pruebas. Un poco de trampa es mejor que mucha demencia. Más tarde ponía en tela de juicio lo que había oído o me empeñé en creer que Arnie había interpretado mal mi comentario, pero un momento después de colgar el teléfono la cosa me había parecido segura: LeBay se había metido en él. De alguna manera, muerto o vivo, LeBay estaba en él.

Y LeBay era quien mandaba.

La noche de Año Nuevo era fría y clara como el cristal. Papá me dejó frente a la casa de los Cunningham a las siete y cuarto y me ayudó a llegar a la puerta de atrás, pero las muletas no se hicieron para el invierno ni para los senderos nevados.

La furgoneta de los Cunningham se había ido, pero Christine estaba en el paseo, con su brillante carrocería roja y blanca revestida de cristales de hielo condensados. Esta misma semana lo habían soltado con el resto de los coches retenidos. Con sólo mirarlo, me asaltó un sentimiento de sordo temor, parecido a un dolor de cabeza. No quería volver a casa en aquel coche, ni esta noche ni nunca. Quería mi vulgar Duster producido en serie, con sus asientos tapizados de vinilo y su gran pegatina en la que se leía: ESTADO MAYOR DE LA MAFIA.

Se encendió la luz del porche de atrás y vimos la silueta de Arnie acercándose a la puerta. Ni siquiera parecía Arnie. Tenía los hombros caídos y sus movimientos parecían de un viejo. Me dije que era mi imaginación, que mis celos me dominaban y que estaba lleno de manías…, y desde luego lo sabía.

Él abrió la puerta y se asomó, vestía una vieja camisa de franela y unos vaqueros.

—¡Dennis! —exclamó—. ¡Hombre!

—Hola, Arnie —le dije.

—¿Qué tal, Mr. Guilder?

—Hola, Arnie —dijo mi papá, tendiéndole una mano enguantada—. ¿Cómo va todo?

—Bueno, no demasiado bien, ya sabe. Pero esto va a cambiar. Año Nuevo, vida nueva, hay que tirar la camisa vieja y ponerse la nueva, ¿no es cierto?

—Supongo que si —dijo mi padre, un poco desconcertado—. Dennis, ¿de veras no quieres que vuelva a buscarte?

Yo lo quería más que nada en el mundo, pero Arnie me estaba mirando y su boca no dejaba de sonreír, aunque los ojos eran fríos y estaban alerta.

—No, Arnie me llevará a casa…, es decir, si ese cacharro puede ponerse en marcha.

—¡Oh! Cuidado con lo que le dices a mi coche —bromeó Arnie—. Es muy susceptible.

—¿De veras? —pregunté.

—De veras —repuso Arnie, sonriendo.

Volví la cabeza y grité:

—Perdóname, Christine.

—Así está mejor.

Por un momento permanecimos plantados los tres, mi padre y yo al pie de la escalera de la cocina, y Arnie en la puerta, por encima de nosotros, y como si ninguno supiese que decir. Sentí una especie de pánico: alguien tenía que decir algo, pues, en otro caso, toda la ridícula ficción de que nada había cambiado se derrumbaría por su propio peso.

—Bueno —comentó al fin papá—. No bebáis demasiado. Si tomáis más de dos cervezas, llámame, Arnie.

—No se preocupe, señor Guilder.

—Nos portaremos bien —exclamé, con una sonrisa blanda y falsa—. Vete a casa y duerme bien, papá. Tu hermosa cara lo necesita.

—¡Oh, oh! —bromeó mi padre—. Cuidado con lo que le dices a mi cara. Es muy susceptible.

Volvió al coche. Yo me quedé quieto, observándole, las muletas embutidas en mis axilas. Le observé mientras pasaba con el coche por detrás de Christine. Y cuando salió del paseo de entrada y torció en dirección a casa, me sentí un poco mejor.

Sacudí cuidadosamente la nieve de la punta de la muleta en el umbral de la puerta. La cocina de los Cunningham estaba pavimentada con azulejos. Dos tropezones habían enseñado que un par de muletas con nieve en conteras pueden convertirse en un par de patines sobre una superficie lisa.

—Realmente, sabes cómo manejar esas pequeñas —dijo Arnie, observándome al cruzar la cocina.

Sacó un paquete de Tiparillos del bolsillo de su camisa de franela, sacó uno, mordió la boquilla de plástico y lo encendió doblando a un lado la cabeza. La llama de la cerilla trazó un instante en sus mejillas lo que parecían rayas de pintura amarilla.

—Es una habilidad que me gustaría perder —le dije—. ¿Cuándo empezaste a fumar cigarros?

—En casa de Darnell —explicó—. No los fumo delante de mi madre. El olor la saca de quicio.

No fumaba como el muchacho que sólo empieza a contraer hábito, sino como un hombre que llevase varios años haciéndolo.

—Pensaba hacer palomitas de maíz —comentó—. ¿Te parece bien?

—Claro que sí. ¿Tienes cerveza?

—Respuesta afirmativa. Hay un paquete de seis botellas en el frigorífico y otros dos abajo.

—Magnífico —me senté con mucho cuidado a la mesa de la cocina y estiré la pierna izquierda—. ¿Dónde están los tuyos?

—Han ido a celebrar la Nochevieja en casa de los Fassenbach. ¿Cuándo te quitarán el yeso?

—Con un poco de suerte, tal vez a finales de enero —agité las muletas en el aire y exclamé con acento neutral—. ¡El pequeño Tim ya vuelve a andar! ¡Que Dios los bendiga a todos!

Arnie, que se dirigía al fogón con una cacerola con una bolsa de maíz y una botella de aceite Wesson, se echó a reír y meneó la cabeza.

—El viejo Dennis de siempre. No te han cambiado muchachón.

—Y tú no me abrumaste con tus visitas en el hospital.

—Te llevé la cena el Día de Acción de Gracias. ¿Qué diablos querías más? ¿Sangre?

Me encogí de hombros. Arnie suspiró.

—A veces pienso que fuiste mi amuleto, Dennis.

—No lo pienses, cabezota.

—En serio. He estado en agua hirviendo desde que te rompiste los huesos de la pechuga, y sigo estándolo. Es extraño que no parezca una langosta.

Rió a mandíbula batiente. No era la risa que cabía esperar de un muchacho en apuros; era más bien la de un hombre —sí, la de un hombre— que se estuviese divirtiendo de lo lindo. Puso la cacerola sobre el fogón y vertió el aceite Wesson en ella. Los cabellos, más cortos que de costumbre y peinados hacia atrás en un estilo que me resultaba nuevo, cayeron sobre su frente. Los echó atrás sacudiendo con rapidez la cabeza y echó maíz en el aceite. Puso la tapadera sobre la cacerola. Se dirigió al frigorífico. Sacó un paquete de botes de cerveza. Lo dejó en el suelo delante de mí, sacó dos latas y las abrió. Me dio una. Levantó la otra. Yo hice lo propio.

—Un brindis —pidió Arnie—. ¡Mueran todos los cagones del mundo en 1979! —luego bajó despacio el bote.

—No puedo beber por esto, hombre.

Vi un destello de irritación en sus ojos grises. Pareció flotar en ellos un destello de buen humor, y se extinguió.

—Bueno, ¿por qué puedes beber…, hombre?

—¿Quizá por la Universidad? —pregunté tranquilamente.

Me miró enfurruñado y su anterior buen humor se desvaneció como por arte de magia.

—Tenía que haberme figurado que ella te llenaba la cabeza con esta basura. Mi madre es una mujer capaz de arrastrarse por el suelo con tal de conseguir lo que quiera. Tú lo sabes, Dennis. Besaría el culo del diablo en caso de ser necesario.

Dejé el bote de cerveza, todavía lleno.

—Bueno, ella no me besó el culo. Sólo me dijo que no hacías nada para ingresar y que esto la tenía preocupada.

—Se trata de mi vida —explicó Arnie. Torció los labios y su cara cambió, tornándose horriblemente fea—. Hago lo que quiero.

—¿Y es no ir a la Universidad?

—Sí, iré. Pero a mi tiempo. Díselo, si te pregunta. A tiempo. No este año. Resueltamente, no. Si piensa que voy a ir a Pitt o a Horlicks o a Rutgers, para sufrir novatadas y dar gritos en los partidos de fútbol americano del equipo de casa, es que ha perdido la chaveta. No lo haré después del temporal de mierda que he tenido que aguantar este año. No hay nada que hacer, hombre.

—¿Y qué vas a hacer?

—Largarme —manifestó—. Montaré en Christine y saldremos pitando de esta inflexible ciudad. ¿Comprendes?

Su voz empezaba a elevarse, a volverse estridente, sentí que de nuevo se apoderaba el pánico de mí. Era impotente para dominarlo y sólo podía esperar que no se trasluciese en mi semblante. Porque ahora no era sólo la voz de LeBay, ahora era también la cara de LeBay, deslizándose debajo de la de Arnie como una cosa muerta conservada en formol.

—No ha sido más que un temporal de mierda, y pienso que ese maldito Junkins anda aún detrás de mí a todo vapor, pero le conviene andarse con cuidado, o alguien podría hacerle papilla a él…

—¿Quién es Junkins? —le pregunté.

—No te preocupes —dijo—. Esto no importa —el aceite empezó a sisear detrás de él. Un grano de maíz saltó y ¡Bang!, contra la tapadera—. Tengo que resolver eso, Dennis.

—¿Quieres brindar, o no? A mí me da igual.

—Está bien —dijo—. ¿Brindamos por nosotros?

Sonrió y menguó un poco la opresión que yo sentía en el pecho.

—Por nosotros, sí, esto es buena cosa, Dennis. Por nosotros. Teníamos que hacerlo, ¿eh?

—Así es —convine, y mi voz enronqueció ligeramente—. Sí, así tenía que ser.

Hicimos chocar los botes de cerveza y bebimos.

Arnie se acercó al fogón y empezó a sacudir la cacerola, donde el maíz saltaba con creciente rapidez. Dejé que un par de tragos de cerveza se deslizasen por mi garganta y entonces la cerveza era todavía para mí algo bastante nuevo, y nunca me había emborrachado con ella porque me gustaba mucho su sabor y algunos amigos —con Lenny Barongg a la cabeza— me habían dicho que si uno empezaba a caerse, a levantarse y ensuciarse la camisa con cerveza, no podía siquiera mirarla durante semanas. Por desgracia, descubrí más tarde que esto no es completamente cierto.

Pero Arnie bebía como si fuesen a reinstaurar la prohibición el primero de enero, había terminado su lata antes de que el maíz acabase de saltar. Aplastó el recipiente vacío, me hizo un guiño y dijo:

—Mira cómo la meto en el culo de ese pequeño vagabundo, Dennis.

No comprendí la alusión y sonreí distraídamente al arrojar él el bote al cubo de la basura. Chocó con la pared y cayó dentro de aquél.

—Dos puntos —dije.

—Está bien —repuso—. Dame otra, ¿quieres?

Se la di, pensando que no importaba: mi familia pensaba esperar en casa la entrada del Año Nuevo, y si Arnie se emborrachaba de veras y perdía el sentido, siempre podría telefonear a papá. Cuando estaba borracho, Arnie decía cosas que nunca habría dicho estando sereno, y, de todos modos, yo no quería volver a casa en Christine.

Pero la cerveza no parecía afectarle. Acabó de tostar el maíz, lo echó en un gran cuenco de plástico, fundió media pastilla de margarina, la vertió encima del maíz, le echó sal y dijo:

—Vayamos al cuarto de estar y veamos la tele. ¿Qué te parece?

—Muy bien.

Cogí mis muletas, las encajé en mis sobacos —últimamente tenía la impresión de que les salían callos— y me dispuse a coger las tres cervezas que quedaban de encima de la mesa.

—Yo iré a buscarlas —dijo Arnie—. Ven, antes de que vuelvas a hacer un estropicio.

Me sonrió y, en aquel momento, volvía a ser enteramente Arnie Cunningham, hasta el punto de que me conmoví un poco al mirarle.

Estaban dando un programa especial de Nochevieja. Cantaban Donny y Marie Osmond y ambos mostraban sus enormes dientes en una sonrisa amistosa, pero que en cierto modo, parecía la de un tiburón. Dejamos la tele conectada y charlamos. Hablé a Arnie de las sesiones de fisioterapia, le expliqué cómo había hecho ejercicio con las pesas y, después de la segunda cerveza, le confesé que a veces tenía miedo de que nunca volvería a andar bien. El hecho de no poder jugar a fútbol americano en la Universidad nada me preocupaba, pero sí aquello. Mientras hablaba, él asentía con la cabeza serenamente y con muestras de simpatía.

Con esto podría terminar y decirles que nunca he pasado en mi vida una velada tan extraña. Me esperaban cosas peores, pero nada tan raro como aquello, tan… desquiciado. Era como estar sentado en un cine viendo una película sólo un poco desenfocada. A veces él parecía Arnie pero otras no lo parecía en absoluto. Realizaba movimientos amanerados que nunca había advertido en él: hacer girar nerviosamente las llaves del coche en el rectángulo, de cuero al que estaban sujetas, hacer crujir los nudillos, morderse ocasionalmente la yema del pulgar con los dientes superiores. Y aquel comentario sobre meterlo en el culito de un vagabundo cuando arrojó su bote de cerveza. Pero, aunque había consumido ya cinco cervezas sin darse un momento de reposo, cuando yo terminé la segunda, todavía no parecía estar borracho.

Y había actitudes que yo había asociado siempre con Arnie que parecían haber desaparecido por completo: los rápidos y nerviosos tirones del lóbulo de la oreja cuando hablaba, la súbita manera de estirar las largas piernas y cruzar por un instante los tobillos, su costumbre de expresar regocijo silbando entre los labios apretados en vez de reír sencillamente. Esto último lo hizo un par de veces, pero la mayoría de ellas manifestó su diversión con risitas agudas entre dientes que me recordaban a LeBay.

El programa especial terminó a las once, y Arnie hizo girar el dial hasta que encontró un festival de baile en un hotel de Nueva York, donde las cámaras enfocaban alternativamente Times Square, en la que se había reunido ya una gran multitud. No era Guy Lombardo, pero se le parecía.

—¿De veras no vas a ir a la Universidad? —le pregunté.

—Este año, no. Christine y yo iremos a California en cuanto haya aprobado los exámenes. La playa de oro.

—¿Lo saben los tuyos?

Pareció sorprenderle la idea.

—¡Diablos, no! Y no vayas a decírselo. ¡Lo necesito tanto como un pito de caucho!

—¿Qué vas a hacer allí?

Se encogió de hombros.

—Buscar un empleo en un taller de reparación de automóviles. Soy tan bueno en esto como en todo —y entonces me asombró al decir casualmente—. Espero poder convencer a Leigh de que venga conmigo.

Se me atragantó la cerveza y empecé a toser, rociándome los pantalones. Arnie me golpeó con fuerza la espalda.

—¿Estás bien?

—Sí —conseguí decir—. Se me fue por el otro sitio. Arnie…, si piensas que ella se irá contigo, es que vives en un mundo de sueño. Está preparando ahora su ingreso en la Universidad. Ha redactado ya un montón de instancias. Se lo ha propuesto en serio.

Frunció inmediatamente los párpados, y tuve la desagradable impresión de que la cerveza me había jugado una mala pasada haciéndome decir más de lo que hubiera debido.

—¿Cómo sabes tanto acerca de mi chica?

De pronto sentí como si hubiese caído en un largo campo de minas explosivas.

—No habla de otra cosa, Arnie. En cuanto la emprende con el tema, no hay manera de hacerla callar.

—Muy gracioso. No vas a entrometerte, ¿verdad, Dennis? —me observaba con fijeza, fruncidos los ojos recelosos—. No harías una cosa así, ¿eh?

—No —dije, mintiendo descaradamente—. No debes decir esto.

—Entonces, ¿cómo sabes tanto sobre lo que hace ella?

—La veo algunas veces —expliqué—. Hablamos de ti.

—¿Habla ella de mi?

—Un poco —repuse sin darle importancia—. Me dijo que habías discutido acerca de Christine.

Fue la respuesta adecuada. Se tranquilizó.

—La cosa no tuvo importancia. Sólo una pequeña riña. Ya se le pasará. Y si quiere estudiar, en California hay buenas escuelas. Vamos a casarnos, Dennis. Tendremos hijos y toda esa mierda.

Me esforcé en mantener mi cara de póquer.

—¿Lo sabe ella?

Se echó a reír.

—¡Qué va! Todavía no. Pero lo sabrá. Muy pronto. La amo y nada va a interponerse en mi camino —la risa se extinguió—. ¿Qué dijo de Christine?

Otra mina.

—Dijo que no le gustaba. Pienso que… tal vez está un poco celosa.

De nuevo había acertado. Se tranquilizó aún más.

—Sí, seguro que fue esto. Pero se le pasará, Dennis el camino del verdadero amor nunca es llano, pero se puede pasar, no te preocupes. Si vuelves a verla, dile que la llamaré. O que hablaré con ella cuando se reanude el curso.

Pensé en decirle que Leigh estaba precisamente ahora en California, pero resolví no hacerlo. Y me pregunté que haría el nuevo y receloso Arnie si supiera que yo había besado a la chica con quien pensaba casarse, la había abrazado y… me estaba enamorando de ella.

—¡Mira, Dennis! —gritó Arnie, señalando el televisión.

Habían vuelto a enfocar Times Square. La multitud ya era enorme, pero seguía creciendo. Era un poco más de las once y media. El año viejo se estaba agotando.

—¡Mira esos cagones!

Soltó de nuevo una risa estridente y excitada, apuró su cerveza y bajó en busca de otro paquete de seis botellas. Yo permanecí sentado en mi sillón, pensando en Welch, Repperton, Trelawney, Stanton, Vandenberg, Darnell. Y pensé en cómo podía creer Arnie —o aquel en quien Arnie se había convertido— que sólo había tenido una pequeña riña de enamorados con Leigh y que se casarían al terminar el curso, como en las dulzonas baladas de amor de los tontos cincuenta.

Y sentí un fuerte hormigueo en todo el cuerpo.

Inauguramos el Año Nuevo en casa.

Arnie sacó un par de carracas y unos fuegos de artificio de salón, de esos que estallan y sueltan una nube de pequeñas banderolas de papel de seda. Brindamos por 1979 y hablamos un poco más de temas intrascendentes, tales como el tremendo fracaso de los Phillies en el campeonato y las posibilidades de los Steelers de llegar a ganar el Super Bowl.

Las palomitas de maíz estaban tocando a su fin cuando hice la pregunta que tanto había estado evitando:

—¡Arnie! ¿Qué crees que le ocurrió a Darnell?

Me miró vivamente y después volvió a mirar el televisor, donde bailaban las parejas con confeti de Año Nuevo en los cabellos. Bebió un poco más de cerveza.

—La gente con quien hacía negocios le cerró la boca antes de que pudiese hablar demasiado. Creo que esto fue lo que ocurrió.

—¿La gente para la que trabajaba?

—Siempre decíamos que la chusma del Sur era mala —explicó Arnie—, pero que los colombianos eran aún peores.

—¿Quiénes son los…?

—¿Los colombianos? —Arnie rió cínicamente—. Vaqueros de la cocaína, estos son los colombianos. Will solía decir que te matarían si mirabas a una de sus mujeres con malos ojos, y a veces incluso si las mirabas de buena manera. Tal vez fueron los colombianos. Lo sucio del asunto parece así indicarlo.

—¿Vendías cocaína para Darnell?

Se encogió de hombros.

—Vendía materiales para Will. Sólo toqué la cocaína un par de veces y doy gracias a Dios de que sólo llevaba cigarrillos de contrabando cuando me pillaron. Me cogieron con las manos en la masa. Mal asunto. Pero si me hallase en la misma situación, probablemente volvería a hacerlo. Will era un sucio, grosero y viejo hijo de perra, pero en algunos aspectos era bueno —sus ojos se hicieron opacos, extraños—. Sí, en algunos aspectos era bueno. Pero sabía demasiado. Esta fue su perdición. Sabía demasiado… y, más pronto o más tarde, se habría ido de la lengua. Probablemente fueron los colombianos. Unos locos jodidos.

—No te entiendo. Pero supongo que esto no es de mi incumbencia.

Me miró, sonrió y me hizo un guiño.

—Era la teoría del dominó. Al menos, así se presumió. Había un tipo llamado Henry Buck. Se supuso que me delató, se presumió que yo había delatado a Will. Y entonces «el gran casino» se pensó que Will había delatado a la gente del Sur que le vendía la droga y los fuegos artificiales y los cigarrillos y el licor. Era a ellos a quienes en realidad buscaban los polizontes. En especial, los colombianos.

—¿Y piensas que estos le mataron?

Me miró fríamente.

—Ellos o la chusma del Sur, esto es seguro. ¿Quién más podía hacerlo?

Sacudí la cabeza.

—Bueno —siguió él—. Tomemos otra cerveza y después, te llevaré a casa. Lo he pasado muy bien, Dennis. De veras.

Había un tono de sinceridad en sus palabras, pero Arnie no habría hecho nunca un comentario tonto como este: «Lo he pasado muy bien, Dennis. De veras.» El viejo Arnie no lo habría dicho.

—Yo también, hombre.

No quería más cerveza, pero tomé una a pesar de todo. Deseaba demorar el momento inevitable de montar en Christine. Por la tarde había parecido un paso necesario para probar yo mismo la atmósfera de aquella noche…, si había alguna atmósfera que probar. Ahora parecía una idea loca y espantosa. Sentía que el secreto de lo que Leigh y yo empezábamos a ser el uno para el otro pesaba sobre mi cabeza como un huevo enorme y quebradizo.

Dime, Christine, ¿puedes tú leer en las mentes?

Sentí que una risa loca subía a mi garganta y la ahogué con cerveza.

—Escucha —dije—, puedo llamar a papá para que venga a buscarme, Arnie. Todavía estará levantado.

—No hace falta —replicó—. Podría andar tres kilómetros en línea recta, no te preocupes.

—Sólo pensaba que…

—Apuesto a que estás ansioso por conducir de nuevo, ¿eh?

—Sí, lo estoy.

—No hay nada mejor que estar detrás del volante de un coche propio —dijo Arnie, y entonces hizo uno de sus antiguos guiños picarescos con el ojo izquierdo—. Salvo, tal vez, un coño.

Llegó la hora. Arnie apagó la tele y yo crucé la cocina con mis muletas y empecé a ponerme mi viejo anorak, confiando en que Michael y Regina volviesen de su fiesta y demorasen un poco más las cosas… Tal vez Michael olería la cerveza en el aliento de Arnie y se ofrecería a llevarme.

El recuerdo de la tarde en que me había deslizado detrás del volante de Christine, mientras Arnie estaba en casa de LeBay, regateando con el viejo hijo de perra, estaba demasiado claro en mi mente. Arnie había cogido un par de cervezas del frigorífico.

«Para el camino», dijo. Pensé en decirle que si le pillaban en estando en libertad bajo fianza, probablemente le meterían en la cárcel sin darle tiempo a dar la vuelta. Pero resolví que era mejor tener cerrado el pico. Salimos.

La primera madrugada de 1979 hacía un frío seco y cortante, ese frío que consigue que la humedad de la nariz se hiele en cuestión de segundos. Los bancos de nieve que flanqueaban el paseo resplandecían como miles de millones de cristales de diamantes. Y allí estaba Christine, con las oscuras ventanillas revestidas de escarcha. Lo miré fijamente. La chusma —había dicho Arnie—. La chusma del Sur o los colombianos. Sonaba melodramático pero posible…, sin más: sonaba plausible. Pero la chusma disparaba contra la gente, la arrojaba por la ventana, la estrangulaba. Según la leyenda, Al Capone había liquidado a un pobre infeliz con un bate de béisbol que tenía el núcleo de plomo. Pero conducir un coche sobre el jardín nevado de alguien y lanzarlo contra un lado de su casa y meterlo en el cuarto de estar…

Los colombianos, tal vez. Arnie ha dicho que los colombianos están locos. Pero ¿pueden estarlo tanto? Yo no lo creía.

El coche resplandecía a la luz de la casa y de las estrellas. ¿Y qué, si fuese él? ¿Y qué, si descubría que Leigh y yo sospechábamos algo? ¿Y qué —y esto era lo peor—, si descubría que habíamos estado tonteando?

—¿Necesitas que te ayude a bajar la escalera, Dennis? —preguntó Arnie, y me sobresalté.

—No, puedo bajarla solo —dije—. Pero podrías echarme una mano en el sendero.

—Descuida, hombre.

Bajé de lado la escalera de la cocina, agarrando la barandilla con una mano y las muletas con la otra. Ya en el sendero me poyé en ellas, di dos pasos y resbalé. Un dolor sordo subió por mi pierna izquierda, la que aún estaba medio inválida. Arnie me agarró.

—Gracias —dije, aprovechando la oportunidad de mostrarme inquieto.

—De nada.

Llegamos al coche y Arnie me preguntó si podía subir, yo solo. Le dije que sí. Me dejó y pasó por delante del capó de Christine.

Agarré el tirador de la portezuela con mi mano enguantada y me invadió un sentimiento de miedo y repugnancia. Hasta entonces no había empezado a creer, profundamente, que hay cosas en las que puede vivir una persona. Porque aquel tirador parecía vivo bajo mi mano. Lo tocaba como si fuese un animal vivo que estuviese durmiendo. Aquel tirador no parecía de acero cromado, sino, ¡Dios mío!, como de piel. Tenía la impresión de que, si lo apretaba, el animal se despertaría, rugiendo.

¿El animal?

Sí, pero ¿qué animal?

¿Qué era aquello? ¿Algún genio maligno? ¿Un coche vulgar que, de alguna manera, se había convertido en una peligrosa y apestosa morada de un demonio? ¿Una fantástica manifestación de la persona de LeBay, que se resistía a marcharse? ¿Una diabólica casa encantada que rodaba sobre neumáticos Goodyear? Lo ignoraba. Lo único que sabía era que estaba asustado, aterrorizado. Pensé que no podría soportarlo.

—¡Eh! ¿Estás bien? —preguntó Arnie—. ¿Puedes?

—Puedo —contesté, con voz ronca, y apreté con el pulgar el botón de debajo del tirador.

Abrí la portezuela, me puse de espaldas al asiento y me dejé caer hacia atrás, con la pierna izquierda rígidamente extendida. La agarré y la metí dentro del coche. Era como si trasladase un mueble. El corazón palpitaba en mi pecho. Cerré la portezuela.

Arnie hizo girar la llave y el coche zumbó al cobrar vida, como si el motor estuviese caliente y no frío como la muerte. Y me invadió el olor, parecía salir de todas partes, pero sobre todo de la tapicería, el mareante, fuerte y corrompido olor de la muerte y la putrefacción.

No sé cómo contar aquel viaje hasta mi casa, aquel trayecto de tres millas que no duró más de diez o doce minutos, sin parecer un lunático escapado de un manicomio. No puedo ser objetivo a este respecto, el mero hecho de estar sentado allí hacía que sintiese frío y calor al mismo tiempo, que me sintiese febril y enfermo. No tengo manera de distinguir lo que fue real y lo que pudo ser obra de mi mente, no había una línea divisoria entre lo objetivo y lo subjetivo, entre la verdad y una espantosa alucinación.

Pero no era embriaguez, si algo puedo jurar, es esto. Cualquier vapor que hubiese podido retener de la cerveza se evaporó inmediatamente. Lo que siguió fue como el viaje de un hombre sobrio por el país de los condenados.

Entre otras cosas, retrocedimos en el tiempo.

Durante un rato, no fue Arnie quien conducía el coche, era LeBay, pudriéndose y apestando a tumba, medio esqueleto y medio carne corrompida, esponjosa, llena de manchas verdes. Salían gusanos que se arrastraban de debajo del cuello de su camisa. Oí un zumbido grave y, al principio, pensé que era un cortocircuito en uno de los faros. Sólo más tarde empecé a pensar que podía ser el zumbido de las moscas que se cebaban en su carne. Desde luego, estábamos en invierno, pero…

A veces parecía haber otras personas en el coche. En una ocasión miré por el espejo retrovisor y vi el maniquí de cera de una mujer que me miraba con los ojos brillantes y chispeantes de un trofeo de caza disecado. Iba peinada al estilo paje de los años cincuenta. Sus mejillas parecían haber sido toscamente pintadas con carmín, y recordé que decían que el envenenamiento por monóxido de carbono daba una impresión de vida y de rubicundez. Más tarde, volví a mirar el espejo y me pareció ver en él una niña con el rostro ennegrecido de los muertos por estrangulación y los ojos desorbitados de un animal disecado y cruelmente aplastado. Cerré los ojos con fuerza y, cuando los abrí, Buddy Repperton y Richie Trelawney estaban en el espejo retrovisor. La sangre coagulada se había secado en la boca, en la barbilla, en el cuello y en la camisa de Buddy. Richie era como un caparazón tostado… pero sus ojos estaban vivos y alerta.

Poco a poco, Buddy extendió un brazo. La mano ennegrecida sostenía una botella de Texas Driver.

Cerré una vez más los ojos. Y después de esto, no volví a mirar el retrovisor.

Recuerdo que tocaban rock and roll en la radio: Dion y los Melmont, Ernie K-Doe, los Royal Teens, Bobby Ryder (¡Oh, Bobby, oh…, todo está fresco…, suerte que fuiste a la escuela de swing…).

Recuerdo que durante un rato unos dados rojos de plástico parecieron pender del espejo retrovisor, durante un rato, fueron unos zapatos de niño, y después ya no hubo nada.

Sobre todo recuerdo haber captado la idea de que aquellas cosas, como el olor a carne podrida y a mohosa tapicería, estaban sólo en mi mente, y que eran como los espejismos que invaden la conciencia de un consumidor de opio.

Era como si alguien que estuviese mal de la cabeza y tratase de sostener una conversación racional con una persona cuerda. Porque Arnie y yo hablamos, recuerdo esto, pero no de lo que hablamos. Yo representaba mi papel. Hablaba con voz normal. Respondía. Y aquellos diez o doce minutos parecieron durar horas. Ya he dicho que es imposible relatar con objetividad aquel viaje, si hubo una progresión lógica de sucesos, no la recuerdo, quedó borrada. Aquel trayecto bajo la fría y negra noche fue en realidad como una excursión callejera a través del infierno. No puedo recordar todo lo que pasó pero sí más de lo que quisiera. Pasamos del paseo de entrada de su casa a un mundo loco y encantado donde todo lo que me estremecía era real.

He dicho que volvimos a tiempo, pero ¿fue realmente así? Las calles de Libertyville estaban aún allí pero eran como una fina red de película, como si la Libertyville de finales de los años setenta hubiese sido envuelta en una capa de plástico transparente y llevada a un tiempo que era un poco más real, y pude sentir que este tiempo alargaba sus manos muertas hacia nosotros, tratando de agarrarnos y engullirnos para siempre. Arnie se detenía en los cruces donde teníamos preferencia de paso, y en otros donde los semáforos estaban en rojo, obligaba a Christine a pasar tranquilamente sin siquiera reducir la marcha En Main Street vi la joyería de Shipstad y el Strand Theater, que habían sido derribados en 1972 para levantar allí el nuevo Pennsylvania Merchants Bank. Los coches aparcados a lo largo de la calle —agrupados aquí y allí en racimos, donde se celebraban fiestas del Año Nuevo— parecían ser todos ellos de antes de 1960… o de antes de 1958. Buick de grandes ventanillas. Una furgoneta De Soto Fidelite con una franja azul incrustada a lo largo de la carrocería y que parecía una marca distintiva. Un Dodge Lancer de 1957 de cuatro puertas. Ford Fairlane con sus características luces de cola, cada una de ellas como un enorme signo de dos puntos de costado. Un Pontiac con los radiadores todavía de una pieza. Rambler, Packard. Unos pocos Studebacker de morro alargado, y un solo Edsel fantástico y nuevo.

—Sí, este año será mejor —manifestó Arnie.

Le miré. Se llevó el bote de cerveza a los labios y, antes de tocarlos con él, su cara se convirtió en la de LeBay, un corrompido personaje de una historieta de horror. Los dedos que sostenían el bote de cerveza no eran más que huesos, y los pantalones del conductor yacían planos sobre el asiento, como si sólo hubiese dos palos de escoba dentro de ellos.

—¿De veras? —dije, respirando los aromas hediondos y sofocantes del coche lo más superficialmente posible y tratando de no ahogarme.

—De veras —exclamó LeBay, aunque ahora volvía a ser Arnie, y al detenernos ante una señal de stop, vi pasar un Camaro 1977 a toda velocidad—. Lo único que pido es que me apoyes un poco, Dennis. No dejes que mi madre me arrastre a esta porquería. Las cosas van a mejorar.

Volvía a ser LeBay, sonriendo con su boca eternamente descarnada ante la idea de que las cosas iban a mejorar. Sentí que mi cerebro empezaba a dar vueltas. Seguramente no tardaría en chillar.

Aparté la mirada de aquella terrible media cara y vi lo que Leigh había visto: instrumentos en el tablero que no eran tales instrumentos, sino unos ojos verdes y fosforescentes que me miraban desorbitados.

Por fin cesó la pesadilla. Nos detuvimos junto al bordillo en un sector de la ciudad que ni siquiera reconocí, un sector que habría jurado que veía por primera vez. Las casas estaban a oscuras en todas partes, algunas de ellas a medio terminar, y otras con sólo el armazón. A media manzana, iluminado por los faros de Christine, había un rótulo que decía:

—¡Bueno, ya hemos llegado! —explicó Arnie—. ¿Podrás?

Miré con ojos vacilantes el desierto lugar cubierto de nieve y después asentí con la cabeza. Mejor estar aquí solo y con muletas, que en aquel terrible automóvil. Sentí que una amplia sonrisa plástica se pintaba en mi cara.

—Desde luego. Gracias.

—No sudes más —dijo Arnie. Apuró su cerveza y LeBay arrojó el bote a un cubo de desperdicios—. Otro soldado muerto.

—Sí —convine—. Feliz Año Nuevo Arnie.

Busqué a tientas el tirador de la portezuela y abrí esta. Me pregunté si podría apearme, si mis brazos temblorosos sujetarían las muletas. LeBay me miraba y sonreía.

—Tienes que estar de mi parte, Dennis —pidió—. Sabes lo que les ocurre a los cagones que no lo hacen.

—Sí —murmuré, pues lo sabía perfectamente.

Saqué mis muletas y me incorporé y apoyé en ellas sin reparar en el hielo que podía haber debajo. Me sostuvieron. Y en cuanto estuve fuera del coche el mundo sufrió un cambio violento y mareante. Se encendieron las luces… pero, desde luego, siempre habían estado encendidas. Mi familia se había trasladado a las Fincas Mapleway en junio de 1959, el año de mi nacimiento. Seguíamos viviendo allí, pero la urbanización había dejado de llamarse Fincas Mapleway en 1963 o 1964 lo más tarde.

Ahora, fuera del coche, veía mi propia casa en mi propia calle perfectamente normal: sólo una residencia de Libertyville, Pensilvania. Volví la cabeza para mirar a Arnie, casi esperando contemplar de nuevo a LeBay, taxista del infierno con su lúgubre carga de muertos.

Pero sólo era Arnie, vistiendo la chaqueta de la escuela superior con su nombre bordado en el lado izquierdo del pecho, un Arnie que parecía demasiado pálido.

—Buenas noches, hombre.

—Buenas noches —contesté—. Ten cuidado al volver a casa. No querrás que te pillen, ¿eh?

—No —dijo—. Cuídate tú, Dennis.

—Lo haré.

Cerré la portezuela. Mi horror se había transformado en un dolor profundo y terrible…, como si Arnie hubiese sido enterrado. Enterrado vivo. Observé cómo Christine se apartaba de la acera y se alejaba calle abajo. Lo observé hasta que dobló la esquina y se perdió de vista. Entonces eché a andar hacia la casa. El camino estaba despejado. Papá había echado sobre él la mayor parte de una bolsa de diez libras de Halite, sin duda pensando en mí.

Había recorrido tres cuartas partes del camino hacia la puerta cuando una masa gris pareció envolverme como humo y tuve que detenerme y bajar la cabeza y tratar de reponerme. Pensé que podía desmayarme allí y morir congelado delante de mi casa, donde antaño solíamos jugar Arnie y yo a coxcojilla, a bolos y al escondite.

Al fin, poco a poco, la niebla gris empezó a aclararse. Sentí que un brazo rodeaba mi cintura. Era papá, en albornoz y zapatillas.

—Dennis, ¿estás bien?

¿Podría decir que estaba bien? Había sido traído a casa por un cadáver.

—Sí —repuse—. Te vas a helar.

Subió conmigo hasta los pasillos, sin soltar mi cintura. Esto me gustó.

—¿Está mamá todavía levantada? —pregunté.

—No. Esperó que llegase el año Nuevo, y después ella y Ellie se fueron a la cama. ¿Estás borracho, Dennis?

—No. Me he mareado un poco. Entremos.

—No tienes buen aspecto explicó, cerrando la puerta a nuestra espalda.

Lancé una risita tonta y estridente, y todo volvió a hacerse gris…, pero esta vez por breve tiempo. Cuando volví en mí, él me miraba con honda preocupación.

—¿Qué ha pasado?

—Papá…

—¡Dímelo, Dennis!

—No puedo, papá.

—¿Qué le pasa? ¿Le ocurre algo malo a Arnie, Dennis?

Sólo sacudí la cabeza y no fue simplemente por la locura de la situación, ni por miedo a lo que pudiese ocurrirme. Ahora temía por todos ellos…, papá, mamá, Elaine, la familia de Leigh. Un temor frío y cuerdo.

Debes estar de mi parte, Dennis. Ya sabes lo que le ocurre a los cagones que no lo hacen.

¿Había oído realmente esto?

¿O había sido cosa de mi mente?

Mi padre seguía mirándome.

—No puedo.

—Está bien —contestó—. Por ahora. Supongo. Pero necesito saber una cosa, Dennis, y quiero que me la digas ¿Tienes alguna razón para creer que Arnie estuvo de algún modo complicado en la muerte de Darnell y de aquellos muchachos?

Pensé en la cara corrompida y sonriente de LeBay, en los pantalones planos y sostenidos por algo que sólo parecía haber sido hueso.

—No —dije, y era casi verdad—. No Arnie.

—Está bien —repuso—. ¿Quieres que te ayude a subir la escalera?

—Puedo hacerlo yo solo. Ve a acostarte, papá.

—Sí. Voy a hacerlo. Feliz Año Nuevo, Dennis… Pero si tienes algo que decirme, todavía estoy aquí.

—No tengo nada que decir —le respondí.

Nada que pudiese decirle.

—No sé por qué, pero lo dudo —concluyó.

Subí y me metí en la cama, y dejé la luz encendida y no dormí en absoluto. Fue la noche más larga de mi vida y varias veces pensé en levantarme e ir al encuentro de mamá y papá, como solía hacer cuando era pequeño. En una ocasión llegué a levantarme de la cama y buscar a tientas mis muletas. Pero me tumbé de nuevo. Temía por todos ellos, sí, esto es verdad. Pero no era lo peor. Ya no lo era.

Temí volverme loco. Esto era lo peor.

El sol empezaba a asomar sobre el horizonte cuando al fin, me sumí en un sueño inquieto durante tres o cuatro horas.

Al despertarme, mi mente había empezado ya a tratar de reconciliarse con lo irreal. Mi problema era que ya no podía permitirme, simplemente, escuchar aquella arrulladora canción. La letra se había borrado para bien.