Well she’s a hot-steppin hemi with a four on the floor,
She’s a Roadrunner engine in a '32 Ford,
Yeah, late at night when I’m dead on the line,
I swear I think of your pretty face when I let her wind.
Well look over yonder, see those city lights?
Come on, little darlin, go ramroddin tonight.
BRUCE SPRINGSTEEN
A las cinco de aquella tarde el temporal había cubierto de blanco Pensilvania, la tempestad rugía por todo el Estado, de una frontera a otra, llena de nieve su garganta rugiente. No se produjeron las últimas compras apresuradas de Navidad, y la mayoría de los dependientes y comerciantes sentían agradecimiento hacia la madre Naturaleza a pesar de no poder hacer horas extras. Unos a otros, con las bebidas navideñas en la mano, delante de un fuego reavivado, se decían que ya habría tiempo de sobras para eso el próximo martes cuando comenzaran los retoños.
La madre Naturaleza no parecía muy maternal aquella noche, cuando el crepúsculo se convirtió rápidamente en oscuridad total y, después, en una noche de ventisca. Aquella noche era una pagana, una temeraria bruja vieja, una arpía rencorosa que cabalgaba en el viento, y la Navidad no significaba nada para ella, arrancó los papeles plateados de la Cámara de Comercio y los hizo volar en ráfagas por el oscuro cielo, derribó una gran escena de la actividad delante de la comisaría de policía y los corderos, y cabras, la Santa Madre y el Niño todos se hundieron en un banco de nieve y no fueron hallados hasta que el hielo los descubrió a últimos de enero. Y como un escupitajo final en el ojo de la temporada invernal, la tempestad derribó el árbol de quince metros alzado frente al edificio Municipal de Libertyville, lo hizo caer, rompió una ventana y entró en la oficina del Asesor de Impuestos de la ciudad. Un buen lugar para el árbol, comentaron muchos después.
A las siete de la tarde, los vehículos quitanieves habían amenazado a retirarse. Un trolebús había avanzado, esforzadamente, por la calle principal a las siete y cuarto, con una comitiva de coches siguiéndole la pista tras su plateado posterior como cachorros detrás de la madre, la calle quedó vacía después, con excepción de los pocos coches estacionados en batería, enterrados hasta los parachoques por la labor de las quitanieves. A la mañana siguiente, la mayoría de ellos estarían del todo enterrados. En el cruce de la calle principal y Basin Drive, una luz intermitente que no dirigía a nadie, giraba y danzaba al viento colgando de su cable eléctrico. Se produjo un súbito siseo eléctrico y la luz se apagó. Dos o tres pasajeros del último autobús de la ciudad estaban cruzando la calle en aquel momento, echaron una ojeada hacia arriba y apresuraron el paso.
A las ocho de la noche, cuando Mr. y Mrs. Cabot, finalmente, regresaron a su casa (con gran, aunque silencioso, alivio de Leigh) las emisoras locales de radio estaban emitiendo un ruego de la comisaría de policía del Estado de Pensilvania solicitando que la gente se mantuviera alejada de las carreteras.
A las nueve de la noche, cuando Michael, Regina y Arnie Cunningham, provistos con ponches de ron (la «Especialidad de la Temporada» de tío Steve) se agrupaban en torno a la televisión con tío Steve y tía Vicky para ver a Alastair Sim en «A Christmas Carol», había sido cerrado un trecho de sesenta kilómetros del Pensilvania Turnpike a causa de la nieve. A medianoche, casi toda ella quedaría cerrada.
A las nueve y media, cuando los faros de Christine se encendieron, repentinamente, en el garaje abandonado de Will Darnell, cortando un brillante arco en la negrura interior, Libertyville estaba totalmente silenciosa, con excepción de las ocasionales quitanieves.
En el silencioso garaje, el motor de Christine se disparó y se silenció.
Se disparó y se silenció.
En el asiento frontal vacío, la palanca de las velocidades señaló EN MARCHA.
Christine comenzó a moverse.
El dispositivo de ojo eléctrico enganchado al parasol del conductor zumbó un momento. Su sonido bajo se perdió en el aullido del viento. Pero la puerta lo oyó, y se alzó obedientemente. El viento sopló nieve hacia adentro, que se arremolinó impetuosamente.
Christine salió, como un espectro en la nieve. Giró hacia la derecha y avanzó por la calle, con sus neumáticos cortando limpia y firmemente la nieve, sin giros, patinazos o vacilaciones.
Al frente había un intermitente, un semáforo en ámbar, que parpadeaba en la nieve. Christine giró hacia la izquierda, hacia la Avenida JFK.
Don Vandenberg estaba sentado a su escritorio en la oficina de la estación de gasolina de su padre. Ambos, sus pies y su pajarito, estaban en lo alto. Leía uno de los libros porno de su padre, una obrita profundamente incisiva y estimulante de la imaginación, titulada «Enróscate en Pammie». Pammie ya había sido enroscada casi por todos menos por el lechero y el perro, y el lechero se acercaba por el camino y el perro yacía a los pies de la chica cuando sonó el timbre, anunciando un cliente.
Don alzó la cabeza impaciente. Había llamado a su padre a las seis, hacía cuatro horas, preguntándole si debía cerrar el negocio: aquella noche habría escaso movimiento y resultaría insuficiente para pagar ni la electricidad que gastarían en iluminar el letrero. Su padre, sentado en casa, calentito, confortable y sin tener que dar su mierdosa cara, había dicho que abriese hasta medianoche. «Si había existido alguna vez un Scrooge —había pensado rencorosamente Don cuando colgaba el teléfono—, ese era sin duda su padre.»
El hecho simple era que a él ya no le gustaba quedarse solo de noche. En otros tiempos, y no hacía tanto de ello, hubiera tenido compañía suficiente. Buddy hubiera estado aquí con él, y Buddy era un imán que atraía a los delirios con su alcohol, su gramo ocasional de cocaína, pero, principalmente, con la sencilla fuerza de su personalidad.
Pero ahora estaban muertos. Todos muertos.
Excepto que algunas veces le parecía a Don que no se habían marchado. Algunas veces, creía (cuando estaba solo, como ocurría esta noche) que alzaría la cabeza y les vería allí sentados: Richi Trelawney a un lado, Moochie Welch en el otro, y Buddy entre los dos con una botella de Texas Driver en la mano y un porro detrás de la oreja. Horriblemente pálidos, los tres, como vampiros, con los ojos tan vidriosos y como los ojos de un pez muerto. Y Buddy alzaría la botella y murmuraría: Anda, toma un trago, gilipollas: muy pronto estarás tan muerto como nosotros.
Estas fantasías eran a veces lo bastante reales como para dejarle con la boca seca y las manos temblorosas.
Y el motivo no era desconocido para Don. Nunca hubiesen debido destrozar el viejo auto de Caracoño aquella noche. Cada uno de los tipos que participaron en aquella pequeña broma habían muerto de una forma horrible. Todos ellos, es decir, exceptuándose a él y a Sandy Galton, y Sandy se había metido en aquel viejo y destartalado Mustang suyo y se había largado a alguna parte. Durante estas largas noches de servicio, Don pensaba con frecuencia que a él le gustaría hacer lo mismo.
Fuera, el cliente hizo sonar la bocina.
Don dejó el libro sobre el escritorio, malhumorado, junto a la máquina grasienta de tarjetas de crédito, y se puso en marcha, mirando afuera para distinguir el coche y preguntándose quién estaría lo bastante loco como para salir con una mierda de tempestad como aquélla. En el torbellino de nieve era imposible distinguir nada ni del coche ni del cliente, no podía divisarse forma alguna, excepto los faros y la forma del vehículo, que era demasiado largo para tratarse de un coche nuevo.
«Algún día —pensó, mientras se ponía los guantes y se despedía de mala gana de su erección—, su padre pondría bombas de autoservicio y se acabaría toda esta mierda. Si la gente era lo bastante loca para salir en una noche como esta, tendrían que servirse también su propia gasolina.»
La puerta casi se le escapó de las manos. La cogió con fuerza para que no diera un portazo contra el costado de ladrillo de cenizas del edificio y rompiese a lo mejor los cristales, casi se cayó de espaldas con sus esfuerzos. En vez del continuo rugido del viento (que había estado tratando de no oír) había calculado muy mal la fuerza del temporal. La propia altura de la nieve —más de veinte centímetros— le ayudaba a mantenerse de pie. «Ese jodido coche debe llevar neumáticos para la nieve» —pensó con resentimiento—. «Si ese tipo me da una tarjeta de crédito le romperé el espinazo.»
Caminó con dificultad por la nieve, acercándose al primer conjunto de islas de seguridad. Ese jodido había aparcado junto a la instalación más alejada. Naturalmente, Don intentó alzar una vez la mirada pero el viento le arrojó la nieve a la cara en un impulso doloroso, y tuvo que bajar rápidamente la cabeza, dejando que la parte superior de su parka parase el golpe.
Cruzó delante del coche, bañado por un momento en la luz brillante pero sin calor, de sus dos faros. Avanzó hasta el lado del conductor. Los fluorescentes de las bombas de aquella parte daban al coche un vago color extravagante, un blanco sobre púrpura de vino de Borgoña. Ya sentía entumecidas las mejillas. «Si este tipo pide por valor de un dólar y me pide que le compruebe el aceite, le diré que se lo meta donde le quepa», pensó y alzó la cabeza a la punzada de la nieve mientras la ventanilla descendía.
—¿Puedo… —comenzó, y la palabra abortada se convirtió en un grito agudo, siseante y sin fuerza—: Aaaaaaaaaaaaay…
Inclinándose por la ventanilla, a menos de quince centímetros de su propio rostro, había un cadáver en estado de descomposición. Sus ojos eran unas cuencas vacías, grandes, sus momificados labios estaban encogidos alrededor de algunos dientes amarillentos, retorcidos. Una mano se apoyaba sobre el volante. La otra, con un horrible piqueteo, se alargaba para tocarle.
Don se echó hacia atrás, el corazón como una máquina ruidosa en su pecho, su terror una monstruosa piedra ardiente en la garganta. Aquella cosa muerta le hizo una señal para que se acercase, con una mueca maliciosa y, de pronto, el motor del coche cobró vida, aumentando sus revoluciones.
—Llénalo —le susurró el cadáver y, a pesar de su pasmo y de su horror, Don vio que llevaba los harapos rasgados y cubiertos de musgo de un uniforme del Ejército—. Llénalo comemierdas.
Los dientes de la calavera sonrieron a la luz del fluorescente. En las profundidades de aquella boca centelleó un pico de oro.
—Anda, tómate un trago, gilipollas —murmuró roncamente otra voz, y Buddy Repperton se inclinó hacia delante desde el asiento posterior, alargando una botella de Texas Driver hacia Don.
Los gusanos se retorcían y salían por entre su muñeca. Los escarabajos se arrastraban metiéndose en lo que le quedaba de pelo.
—Creo que necesitas un trago.
Don dio un chillido, un grito alto e intenso. Giró rápidamente, corriendo a través de la nieve, dando grandes bocanadas, como en los dibujos animados. Gritó de nuevo cuando el motor del coche chirrió con su fuerza y miró por encima del hombro y vio a Christine junto a las bombas. La Christine de Arnie, que ahora se movía, agitando la nieve detrás de sus neumáticos posteriores y las cosas que había visto habían desaparecido: eso era todavía peor, no sabía por qué. Las cosas habían desaparecido. El auto se movía por sí solo.
Don se había dirigido hacia la calle, y ahora trepó por el margen de nieve arrojado por los vehículos quitanieves bajó por el otro lado. Aquí el viento había dejado limpio el pavimento de todo menos de zonas ocasionales de hielo.
Don resbaló con una de ellas. Los pies se alzaron por debajo de él. Cayó de espaldas con un pesado golpe.
Poco después, la calle quedó inundada de luz blanca. Don dio la vuelta y alzó la mirada, con los ojos saliéndose de las órbitas, a tiempo para ver los grandes círculos blancos de los faros de Christine, cuando el vehículo chocó contra la nieve acumulada, la cruzó y cayó sobre él como una locomotora.
Como las Galias, las alturas de Libertyville estaban divididas en tres partes. El semicírculo más cercano de la ciudad en el grupo bajo de colinas, que había sido conocido como el Mirador de Libertyville hasta mediados del siglo XIX (una Placa Bicentenaria en la esquina de las calles Rogers y Tacklin así lo recordaba), era actualmente el único distrito realmente pobre de la ciudad. Aquello era un vivero miserable de apartamentos y edificios de madera.
Los tendederos de ropa abundaban en los desmoronados patios posteriores, que en las estaciones más benignas estaban llenos de chiquillos y de juguetes baratos: en demasiados casos, tanto los niños como los juguetes estaban muy maltrechos. Esta vecindad, en otro tiempo de la clase media, se había ido degenerando desde que los empleos de guerra se habían agotado en 1945. El declive avanzó con lentitud al principio y, después, ganó velocidad en los años sesenta y a principios de los setenta. Ahora ya había llegado lo peor, aunque nadie saldría directamente a la calle para decirlo, por lo menos no en público, en donde él o ella podían ser citados. Ahora los negros se iban instalando allí. En privado, se contaba en las mejores partes de la ciudad en las barbacoas y ante unas copas. Los negros, que Dios nos asista, los negros están descubriendo Libertyville. La zona había incluso ganado su propio nombre: no el Mirador de Liberty sino las Colinas Bajas. Era un nombre que muchos encontraban horriblemente de ghetto. El director del Keystone había recibido aviso discreto por parte de sus más importantes anunciantes de que utilizar aquella frase en impreso, y de este modo hacerla legítima, les causaría mucho disgusto. El director, cuya madre no había criado hijos tontos, nunca llegó a imprimirlo.
La Avenida de las Alturas partía de Basin Drive, en el propio Libertyville, y después comenzaba a subir. Pasaba cortando por el centro de las Colinas Bajas y después las dejaba atrás. La carretera subía luego y cruzaba una zona verde, entrando en un área residencial. Este distrito de la ciudad se conocía simplemente como las Alturas. Todo esto podría parecer confuso a cualquiera —Alturas esto y Alturas lo otro—, pero los residentes de Libertyville sabían de qué hablaban. Cuando uno mencionaba las Colinas Bajas (Alturas Bajas) se quería decir pobreza, de cualquier carácter.
Cuando se dejaba de mencionar «bajas» uno quería decir la dirección opuesta de la pobreza. Aquí estaban las casas elegantes, la mayor parte de ellas construidas con cemento alejadas de la carretera, algunas de las mejores detrás de espesos setos vivos. Aquí vivían aquellos que manejaban los hilos de Libertyville: el director del periódico, cuatro médicos, la nieta rica y excéntrica del hombre que había inventado el disparo rápido para las pistolas automáticas. La mayoría de los otros eran abogados.
Más allá de esta zona respetable de los ricos de una pequeña ciudad, la Avenida de las Alturas pasaba por una colina boscosa que era demasiado espesa para ser llamada Cinturón verde. Durante más de cinco kilómetros los bosques se alineaban a ambos lados de la carretera. En el canto más alto de las Alturas, Stanson Road se bifurcaba hacia la derecha, muriendo en el Embankment, de cara a la ciudad y al autocine de Libertyville.
Al otro lado de esta montaña baja (pero conocida también como las Alturas), existía un barrio bastante viejo de clase media, en donde las casas de cuarenta y cincuenta años se derrumbaban lentamente. A medida que esta zona comenzaba a convertirse en zona de campo, la Avenida de las Alturas llegaba a ser la Carretera del Condado número seis.
A las diez treinta de aquella Nochebuena, un Plymouth del 1958, bicolor, ascendía por la Avenida de las Alturas, cortando sus luces la rabiosa oscuridad sofocada por la nieve. Los antiguos habitantes de las Alturas hubieran dicho que nada —con la excepción quizá de un coche con transmisión en las cuatro ruedas— hubiera podido subir por la Avenida de las Alturas aquella noche, pero Christine avanzaba a cincuenta kilómetros por hora con seguridad, los faros inquisidores, los limpiaparabrisas moviéndose rítmicamente de un lado a otro y su interior totalmente vacío. Sus rodadas recién hechas eran únicas y, en algunos lugares casi tenían 30 cm. de profundidad. El incesante viento las llenaba con rapidez. De vez en cuando, su parachoques frontal y el capó hacían estallar la nieve arremolinada por una ráfaga y echaban con facilidad el polvo de nieve hacia un lado.
Christine pasó la curva de Stanson Road y el Embankment allí donde una vez se habían dado cita Arnie y Leigh.
Llegó a la cima de las Alturas de Liberty y bajó por el otro lado, al principio cruzando oscuros bosques sólo manchados por la cinta blanca que marcaba la carretera, y después pasó por las casas suburbanas con sus confortables salas de estar iluminadas, y, en algunos casos, la alegre guirnalda de luces navideñas. En una de estas moradas un hombre joven que acababa de representar el papel de Papá Noel y que se tomaba un trago con su esposa, miró por casualidad afuera y vio las luces de los faros del coche que pasaba. Se lo señaló a la mujer.
—Si ese tipo ha subido esta noche por las Alturas —dijo el hombre a su esposa con un guiño—. Seguro que es el diablo el que lo conduce.
—Bueno, eso no importa —le respondió ella—. Ahora que los chicos ya han tenido su diversión, ¿qué voy a recibir yo, Papá Noel?
Él le hizo una mueca burlona.
—Ya pensaremos en algo.
Más adelante, en la carretera, casi en el punto en que las Alturas dejaban de ser Alturas, Will Darnell estaba sentado en la sala de estar de la sencilla casa de dos pisos de la que era propietario desde hacía treinta años. Llevaba un albornoz descolorido y pelado sobre los pantalones de su pijama, por encima de los cuales sobresalía su panza voluminosa cual una luna llena. Estaba contemplando la conversión final de Ebenezer Scrooge hacia el lado de la Bondad y la Generosidad, pero realmente no lo veía. De nuevo, su mente, estaba cambiando las piezas de un rompecabezas que cada vez le resultaba más fascinante: Arnie, Welch, Repperton, Christine. Will había envejecido una década durante la semana pasada desde la incursión. Le había dicho a aquel «poli», Mercer, que estaría de regreso cuidando de su negocio en el mismo lugar al cabo de dos semanas, pero, en su corazón, dudaba que fuese así. Le parecía que últimamente tenía siempre la garganta viscosa por el sabor de aquel maldito aspirador.
Arnie, Welch, Repperton… Christine.
—¡Chico!
Scrooge se había asomado a la ventana, una caricatura del Espíritu navideño con su camisón y el gorro.
—¿Está todavía en el escaparate del carnicero ese pavo esplendido?
—¿Cuál? —preguntó el muchacho—. ¿Ese tan grande como yo?
—Sí, sí —respondió Scrooge, con una risita salvaje. Era como si los tres espíritus, en vez de salvarle, le hubieran vuelto loco—. ¡Ese que es tan grandote como tú!
Arnie, Welch, Repperton… ¿LeBay?
Algunas veces, Will pensaba que no era la incursión lo que había agotado y le hacía sentir tan constantemente dolorido y temeroso. Que incluso no era el hecho de que lo habían arrestado a su contable preferido o de que la Agencia Federal de Impuestos estuvieron sobre el asunto y, obviamente, cargados para caer esta vez con toda su fuerza. Los impuestos no eran el motivo por el que él escudriñaba calle arriba y abajo antes de salir por las mañanas, la Oficina del Fiscal General del Estado no tenía nada que ver con las miraditas repentinas que había comenzado a lanzar hacia atrás, cuando volvía a casa en su coche por las noches procedente del garaje.
Había repasado en su mente lo que había visto aquella noche —o lo que creía haber visto— una y otra vez, intentó convencerse a sí mismo de que no era real en absoluto… o de que lo era de todas todas. Por primera vez en muchos años, se encontró dudando de sus propios sentidos.
A medida que el acontecimiento se iba sepultando en el pasado, se le hacía más fácil creer que se había quedado dormido y, sencillamente, había soñado todo aquello.
No había visto a Arnie desde su arresto, ni intentado llamarle por teléfono. Al principio, pensó que podía utilizar su conocimiento sobre Christine como una palanca para mantener cerrada la boca de Arnie si el chico se acobardaba y le venía la idea de hablar… Dios sabía que el chico podía ayudar mucho a que él terminase en la cárcel si colaboraba con los «polis». Hasta que la policía había aterrizado por todas partes, Will no se dio cuenta de cuánto sabía Arnie; experimentó algunos momentos de pánico al evaluarlo (otra cosa que era inquietante porque era tan extraña a su naturaleza). ¿Habían sabido todos ellos tanto como Arnie? ¿Repperton y todos los oscuros clones Repperton a lo largo de los pasados años? ¿Podía haber sido tan estúpido realmente?
No, decidió. Sólo había sido Cunningham. Porque Cunningham era diferente. Parecía entender las cosas casi de forma intuitiva. Él no era sólo fanfarronería, bebida y bravatas. De un modo extraño, Will casi se sentía paterno hacia el muchacho: y no es que hubiera dudado en cortarle las alas al chico si hubiera parecido que Arnie iba a hacer naufragar la barca. No hubiera dudado en hacerlo —se dijo convencido.
En la televisión, un escuálido Scrooge en blanco y negro estaba con los Cratchets. La película casi había terminado. Todos ellos parecían lunáticos, y eso era verdad, pero Scrooge, sin duda alguna, era el peor de todos. La expresión de alegría demencial de sus ojos no era tan diferente de la expresión en los ojos de un hombre que Will había conocido hacía veinte años, un tipo llamado Everett Dingle que una noche se había ido a casa tras salir del garaje y había matado a toda la familia.
Will encendió un cigarro habano. Cualquier cosa para eliminar el sabor del aspirador de su boca, ese gusto hediondo. Después le resultó más duro que nunca incluso mantener la respiración. Los malditos cigarros no ayudaban, pero él ya era demasiado viejo para cambiar.
El chico no había hablado: por lo menos, hasta el momento no había hablado. Habían soltado a Henry Buck eso le había dicho a Will el abogado, Henry, que tenía sesenta y tres años y era abuelo, hubiera negado tres veces a Cristo si, a cambio, le hubieran prometido la libertad o incluso una suspensión de sentencia. El viejo Henry Buck estaba vomitando todo lo que sabía que, afortunadamente, no era mucho. Conocía lo de los fuegos de artificio y los cigarrillos, pero eso eran sólo dos pistas de lo que había sido, en cierto momento, un circo de seis o siete pistas, incluyendo alcohol, coches robados, armas de fuego (hasta algunas ametralladoras vendidas a maniáticos de las armas y cazadores homicidas, que querían comprobar si uno «podía realmente cortar un venado como he oído decir» y antigüedades robadas de Nueva Inglaterra. Y, en los dos últimos años, cocaína. Eso había sido un error, ahora lo sabía. Esos colombianos allá abajo en Miami, estaban tan locos como ratas de cloaca. Es decir pensándolo bien, eran ratas de cloaca. Gracias a Dios que no habían atrapado al chico con una libra de cocaína.
Bueno, esta vez iban a perjudicarlo: cuánto dependía, en gran parte, de aquel chico raro de diecisiete años, y también de su extraño vehículo. Las cosas estaban delicadamente equilibradas como un castillo de naipes.
Will dudaba en hacer o decir algo, temiendo que pudiera cambiar las cosas empeorándolas. Y siempre quedaba la posibilidad de que Cunningham se echara a reír en la cara y le llamase loco.
Will se levantó, con el cigarro pegado a los labios y el aparato de televisión. Se iría a la cama, pero…, pero quizá se tomase un coñac. Ahora, siempre se sentía cansado, pero el sueño tardaba en venir.
Volvió hacia la cocina… Y entonces fue cuando la cosa comenzó a sonar afuera. El sonido le llegó por encima del aullido del viento en llamadas cortas, autoritarias.
Will se detuvo de súbito en el umbral de la cocina y desenvolvió mejor el albornoz alrededor de su gran barriga. Su rostro estaba atento vivo y extasiado; de repente vio el rostro de un hombre mucho más joven. Se quedó allí un poco.
Tres bocinazos más cortos, bruscos.
Se dio la vuelta, quitándose el habano de la boca, y volvió con lentitud la sala de estar. Un sentido de déjà vu le invadió como un baño de agua caliente. Mezclado con él había un sentimiento de fatalismo. Él sabía que allí afuera estaba Christine, aun antes de echar la cortina a un lado y mirar afuera. Ella había venido a buscarle, como se suponía que haría.
El coche estaba al final de su avenida como para doblar, algo más que un fantasma entre las membranas de la tempestuosa nieve. Sus piezas brillantes relucían en amplios conos que, finalmente, se desvanecían en la tempestad. Durante un momento, a Will le pareció que había alguien detrás del volante, pero parpadeó de nuevo y vio que el coche estaba vacío. Tan vacío como cuando regresó aquella noche al garaje.
Honc. Honc. Honc-honc.
Casi como si estuviera hablando.
El corazón de Will le golpeaba pesadamente en el pecho. Se volvió bruscamente hacia el teléfono. Había llegado el momento de llamar a Cunningham después de todo. Llamarle y decirle que pusiera coto a ese demonio favorito suyo.
Estaba a medio camino del teléfono cuando oyó el chillido del motor del coche. El sonido fue como el grito de una mujer que sospecha la traición. Un momento después se oyó un pesado crujido. Will volvió a la ventana y llegó a tiempo de ver al coche retrocediendo por delante del alto margen de nieve que estaba al final de la avenida.
El capó de Christine, salpicado con coágulos de nieve, se había combado un poco. El motor cogió arranque de nuevo. Las ruedas posteriores giraron en la nieve polvorienta y después se agarraron. El coche saltó por el camino nevado y chocó de nuevo con el banco de nieve.
Estalló más nieve hacia arriba que se alejó revoloteando en el viento como el humo de un cigarro soplado delante de un ventilador.
«No lo conseguirás —pensó Will—. Y aunque consiguieras meterte en el camino ¿Qué? ¿Crees acaso que yo voy a salir ahí fuera para jugar?
Respirando con más dificultad que nunca, volvió al teléfono, buscó el número de la casa de Cunningham y comenzó a marcarlo. Los dedos le temblaban, se equivoco, lanzó un juramento, apretó la horquilla, y comenzó otra vez.
Fuera, el motor de Christine se puso en marcha. Un momento después se oyó el crujido al chocar contra el banco por tercera vez. El viento gimió y la nieve golpeó la gran ventana como un cuadro como si fuese arena seca. Will se pasó la lengua por los labios e intentó respirar con lentitud. Pero la garganta se le cerraba, podía sentirlo.
El teléfono comenzó a sonar al otro extremo. Tres veces. Cuatro.
El motor de Christine aulló. Se oyó entonces el pesado golpe al chocar contra el banco de nieve que las quitanieves habían acumulado a ambos lados de la avenida semicircular de Will.
Seis timbrazos. Siete. Nadie en casa.
—Mierda para ellos —susurró Will, y dejó el auricular de un golpe violento.
Tenía la cara pálida, las venas de la nariz ampliadas como las aletas de la nariz de un animal que olisquea algún incendio contra el viento. Se le había apagado el puro. Lo arrojó a la alfombra y buscó a tientas en el bolsillo de su albornoz mientras volvía apresuradamente a la ventana. Su mano encontró la forma consoladora de su aspirador, y los dedos se curvaron sobre su culata de pistola.
La luz de los faros brilló momentáneamente en su cara, casi le cegó. Will levantó su mano libre para protegerse los ojos. Christine había chocado otra vez con el banco de nieve. Poco a poco, iba abriéndose camino hacia la avenida. Will la contempló mientras ella retrocedía cruzando la carretera y deseó, salvajemente, que en aquel momento llegase un vehículo quitanieves que golpeara a la maldita cosa por el costado.
No llegó ninguna quitanieves. Fue Christine quien lo hizo, con el motor rugiendo, las luces cegadoras y relucientes, por un momento, Will creyó que Christine iba a precipitarse directamente pasando por encima de lo que quedaba del banco helado y endurecido. Entonces, las ruedas posteriores perdieron tracción y rodaron frenéticamente.
Christine retrocedió.
La garganta de Will parecía haberse encogido hasta la abertura de una cabeza de alfiler. Los pulmones se esforzaban por alcanzar aire. Sacó el aspirador y lo utilizó.
La policía. Tendría que llamar a la policía. Ellos vendrían. El 1958 de Cunningham no podría atraparle. Estaba seguro dentro de su casa. Él estaba…
Christine se acercó de nuevo acelerando al cruzar la carretera y esta vez chocó contra el banco y lo pasó por encima con facilidad, su parte frontal al principio inclinada hacia arriba bañando la parte delantera de su casa con luz, y después cayendo sobre el suelo firme. Ya estaba en la avenida. Bien, sí, pero no podría avanzar más, él creía…, eso…
Christine no redujo la velocidad. Todavía acelerando, cruzó la avenida en semicírculo haciendo una tangente, surcó la nieve menos profunda, más suelta, del patio lateral, y rugió directamente hacia la ventana en donde Will Darnell estaba de pie mirando afuera.
Will retrocedió vacilante, jadeando fuerte y tropezó con su propio sillón.
Christine chocó contra la casa. La ventana estalló, dejando entrar el viento aullador. Los cristales volaron formando mortíferas saetas, cada una de ellas reflejando los faros de Christine. La nieve voló adentro y danzó sobre la alfombra en erráticos tirabuzones. Los faros iluminaron momentáneamente el cuarto con el resplandor no natural de un estudio de televisión, y después se retiró con el parachoques colgando, el capó alzado, y su rejilla rompió la ventada, convertida en una mueca de colgajos de cromo llena de colmillos.
Will estaba a cuatro patas, ahogándose, intentando respirar, con el pecho agitado. Se daba cuenta vagamente de que si no hubiera tropezado por encima de un sillón probablemente hubiera quedado cortado a tiras por los cristales disparados. Se le había deshecho la bata que ondeaba detrás de él cuando se puso de pie. El viento que entraba a raudales por la ventana levantó la Guía de Televisión que estaba en la mesilla junto a su sillón, y la revista cruzó volando la habitación hasta el pie de la escalera, pasando vertiginosas sus páginas. Will cogió el teléfono con ambas manos y marcó el 0.
Christine retrocedió sobre sus propias huellas en la nieve. Recorrió todo el camino hasta el banco aplastado a la entrada de la avenida. Entonces avanzó acelerando con rapidez y, mientras se acercaba, el capó comenzó, inmediatamente, a alisarse, la rejilla a regenerarse por sí sola.
Golpeó nuevamente contra el costado de la casa, por debajo de la ventana. Volaron más cristales, la madera se astilló, gruñó y crujió. El marco inferior de la gran ventana se partió en dos y, durante un momento, el parabrisas de Christine, ahora resquebrajado y lechoso, pareció respirar dentro como un gigantesco ojo extraño.
—Policía —le dijo Will al operador.
Casi no tenía voz, todo era estertor y silbido. Su albornoz se agitaba con el frío viento tempestuoso que entraba por la destrozada ventana. Vio que la pared debajo de la ventana estaba casi toda en ruinas. Sobresalían pedazos rotos de listones, como huesos fracturados. No podría entrar aquí dentro. ¿Podría? ¿Podría eso entrar?
—Lo siento, señor, tendría que hablar más alto —le dijo el operador—. Al parecer, tenemos una mala conexión.
—Policía —dijo Will, pero esta vez ni tan siquiera fue un murmullo, únicamente un siseo de aire. Dios mío, estaba debatiéndose, su pecho era la caja fuerte fortificada de un Banco. ¿Dónde estaba su aspirador?
—¿Oiga? —preguntó con voz dudosa el operador.
Allí estaba, en el suelo. Will dejó caer el teléfono para cogerlo.
Christine se acercó de nuevo, rugiendo a través del césped y golpeando el costado de la casa. Esta vez, todo el muro cedió en un estallido de metralla de cristales y listones e, increíblemente, como en una pesadilla, el capó aplastado y abollado de Christine estaba en su sala de estar, estaba dentro, y Will podía oler el motor caliente y los humos de escape.
La parte inferior de Christine se enganchó en algo, y retrocedió de nuevo por el agujero desigual con un enorme ruido de tablones arrancados, su parte frontal era una ruina destrozada cubierta de yeso y nieve. Pero, al cabo de unos segundos, insistió de nuevo, y esta vez quizá podría…, sencillamente podría…
Will agarró su aspirador y corrió a ciegas hacia la escalera.
Se hallaba sólo a medio camino arriba, cuando el gemido de la marcha del coche se reanudó de nuevo y él se volvió para mirar, inclinándose por encima de la barandilla más que agarrándose a ella.
La altura del hueco de la escalera daba cierta perspectiva de pesadilla. Will contempló cómo Christine cruzaba el césped nevado, vio que su capó volaba tan alto que parecía la boca de un enorme cocodrilo rojo y blanco. Entonces se cerró de golpe otra vez, al golpear la casa, esta vez a más de setenta. Arrancó lo que quedaba del marco de la ventana y esparció más tablones astillados a través de su sala de estar. Sus faros se inclinaron hacia arriba, furiosamente resplandecientes, y entonces ella estaba dentro, estaba dentro de su casa, dejando detrás un enorme agujero desgarrado en la pared con un cable eléctrico colgando por encima de la alfombra como una arteria gravemente cercenada. Pequeñas nubes del aislamiento de fibra de vidrio danzaban empujadas por el fino viento, como las esporas de una criptógama.
Will chilló y no pudo oírse por encima del rugido ensordecedor del motor de Christine. El silenciador Sears, que Arnie le había puesto —una de las pocas cosas que él había puesto realmente, pensó Will como loco—, había quedado colgado en el umbral de la casa, junto con la mayor parte del tubo de cola.
El Fury rugió, cruzó la sala de estar, derribando el sillón La-Z-Boy de Will de lado, en donde se quedó como un pony muerto. El piso debajo de Christine crujía inquieto y una parte de la mente de Will le gritaba: ¡Si! ¡Rómpete! ¡Ábrete! ¡Envía esa maldita cosa al sótano!
¡Vamos a ver cómo se las arregla para salir de allí! Pero esta imagen fue remplazada por la de un tigre en un pozo cavado y disimulado por astutos nativos.
Pero el piso resistió, al menos en aquel momento, se mantuvo firme.
Christine rugió y cruzó la sala de estar en dirección hacia él. Detrás, dejaba un dibujo en zigzag de huellas de neumático con nieve en la alfombra. Se lanzó hacia la escalera. Will fue arrojado contra la pared. El aspirador le cayó de las manos y se precipitó, escalón tras escalón, hasta abajo.
Christine retrocedió en la sala, haciendo crujir los tablones debajo de ella. Su parte posterior chocó contra la televisión Sony, y el aparato explotó. Christine se lanzó de nuevo rugiendo y golpeó otra vez el costado de la escalera, astillando listones y arrancando yeso. Will podía sentir cómo la estructura entera se debilitaba debajo de él. Tenía una terrible sensación de inclinación. Por un momento, Christine estaba directamente debajo de él, podía ver las grasientas entrañas del compartimiento de su motor, podía sentir el calor de sus cilindros en V. El coche retrocedió de nuevo, y Will subió a empujones los escalones, jadeando, agarrándose a la salchicha gruesa de su garganta, con los ojos desorbitados.
Llegó al descansillo un instante antes de que Christine chocara de nuevo contra la pared, convirtiendo el centro de la escalera en una mezcla de escombros. Una larga astilla de madera se metió en su motor. El ventilador la trituró y la escupió convertida en aserrín grueso y pequeñas astillas. Toda la casa olía a gasolina y humo de escape. Los oídos de Will resonaban con el atronador ruido de aquel motor implacable.
El coche retrocedió otra vez. Ahora sus neumáticos habían marcado ásperas rodadas en la alfombra. «Por el pasillo —pensó Will—. Por el ático. El ático será seguro. Sí, el át… oh Dios mío… oh Dios mío… oh Dios mío…»
El dolor final le sobrevino con una rapidez aguda, punzante. Era como si le hubieran pinchado en el corazón con un carámbano. El brazo izquierdo se le encogió con dolor. Sin embargo, no había respiración, su pecho se agitaba inútilmente. Retrocedió tambaleándose. Un pie salió danzando al aire y entonces cayó dando dos grandes tumbos por la escalera, con las piernas volando por encima de la cabeza, los brazos agitados y su albornoz azul entreabriéndose y agitándose.
Cayó como un guiñapo al pie de la escalera y Christine se abalanzó hacia él: le golpeó, retrocedió y le golpeó nuevamente, partiendo el mellado pilar al pie de la escalera, como si fuese una ramita, retrocedió y se lanzó de nuevo hacia él.
De debajo del piso llegaba el creciente murmullo de la curvatura y astillado de los soportes. Christine se detuvo en medio de la habitación un momento, como si escuchara. Dos de sus neumáticos estaban reventados, un tercero casi se había salido de la rueda. El costado izquierdo del coche estaba aplastado hacia dentro, pelado de pintura en grandes porciones rascadas.
De pronto, la palanca se colocó en marcha atrás. Chilló el motor, y Christine retrocedió con rapidez, cruzando la habitación y saliendo por el agujero abierto en el lateral de la casa de Will Darnell, cayendo su parte trasera varios centímetros y hundiéndose en la nieve. Los neumáticos giraron, encontraron algún apoyo, y la arrancaron de allí.
Volvió cojeando hacia la carretera, con el motor maltrecho y hendido, empañando con un humo azul el aire a su alrededor goteando y salpicando con el aceite.
Ya en la carretera, se dirigió hacia Libertyville. La palanca de cambio se situó en conducción, pero, al principio, la transmisión estropeada no encajó, cuando lo hizo, Christine rodó con lentitud alejándose de la casa. Detrás de ella, desde la casa de Will, una amplia barra de luz brilló hacia fuera, por encima de la nieve revuelta en una forma que no se parecía en nada al rectángulo concreto de luz arrojado por una ventana. La forma de luz sobre la nieve era insensata y extraña.
Christine avanzaba con lentitud, vacilante de un lado a otro sobre sus neumáticos reventados, como un borracho muy viejo avanzando por un callejón. La nieve caía espesa, formando líneas oblicuas por causa del viento.
Uno de sus faros, destrozado en su última carga aplastante, parpadeó y se encendió. Uno de los neumáticos comenzó a hincharse y, después el otro.
La nota quebrada del motor se suavizó.
Reapareció el capó que faltaba, desde el extremo, el parabrisas hacia abajo, con el aspecto raro de un chal o un jersey que estuvieran tejiendo agujas invisibles, el frontal se compuso por sí solo, relució en su gris acero después, se oscureció hasta el rojo como si se llenara de sangre. Las grietas en el parabrisas comenzaron a correr a la inversa, dejando detrás una suavidad sin mácula.
Las otras luces surgieron, una detrás de otra, Christine se movía ahora con rápida seguridad a través de la noche tormentosa, tras el limpio haz de sus brillantes faros.
Su odómetro giraba suavemente hacia atrás.
Cuarenta y cinco minutos después, Christine reposaba en la oscuridad del garaje de «Hágalo-Usted-Mismo» del difunto Will Darnell, plaza número veinte. El viento aullaba y gemía en los montones de ruinas en el patio posterior, enmoheciendo bultos que quizá contenían sus propios fantasmas y recuerdos dolientes, mientras la nieve los espolvoreaba y revoloteaba por encima de los destrozados asientos y sus desgastadas alfombrillas.
Su motor palpitaba lentamente, enfriándose.