She took the keys to my Cadillac car,
Jumped in my kitty and drove her far.
BOB SEGER
La primera de las grandes tempestades invernales del nordeste llegó a Libertyville en la víspera de Navidad avanzando impetuosa por el tercio superior de los Estados Unidos, en un recorrido tempestuoso, amplio y fácilmente predecible. El día comenzó bajo un sol brillante de cero grados, pero los pronósticos de la mañana ya estaban anunciando, alegremente, el mal tiempo, aconsejando a los que no habían terminado sus compras de última hora que las hicieran antes de media tarde. Para aquellos que habían proyectado viajes a las casas familiares para una Navidad a la antigua, siguió el consejo de que reconsiderasen sus planes si el viaje no podía hacerse dentro de las cuatro o seis horas siguientes.
—Si no queréis pasar el día de Navidad en una área de aparcamiento de la I-76, en algún punto entre Bedford y Carlisle, yo me marcharía inmediatamente, o me quedaría en casa —dijo el tipo de la FM-104 a su público oyente (buena parte del cual estaba demasiado cargado para ni tan siquiera considerar la posibilidad de ir a parte alguna) y, después, reanudó el programa de Navidad con la versión de Springsteen de Santa Claus is Coming to Town.
Aproximadamente a las once de la mañana, cuando Dennis Guilder, finalmente, salió del Hospital de Libertyville (según las normas del hospital, no pudo utilizar sus muletas hasta que hubo salido del edificio, siendo empujado hasta ese momento en su silla de ruedas por Elaine), el cielo había comenzado a cubrirse y alrededor del sol se había formado un circulo espectral. Dennis cruzó cuidadosamente con sus muletas la zona de estacionamiento, flanqueado por su padre y su madre, muy nerviosos, a pesar del hecho de que el lugar había sido escrupulosamente barrido de cualquier resto de nieve y hielo. Dennis se detuvo junto al coche familiar, alzando ligeramente el rostro para recibir la fresca brisa. Hallarse fuera era como una resurrección. Sentía que hubiera podido seguir allí de pie durante muchas horas, sin saciarse.
Aproximadamente a la una de aquella tarde, la furgoneta de la familia Cunningham había llegado a las afueras de Ligonier, a 150 Km. al este de Libertyville. Por aquel entonces, el cielo estaba cargado, entoldado suavemente en un tono gris pizarra y la temperatura había descendido seis grados.
Había sido idea de Arnie el que no cancelaran la Navidad tradicional de visitar a tía Vicky y a tío Steve, la hermana de Regina y su marido. Las dos familias habían establecido un rito casual, libre, con los años, algunos de los cuales Vicky y Steve acudían a su casa, y otros eran los Cunningham los que iban a casa de los Ligonier. El viaje de este año se había concertado a principios de diciembre.
Había sido cancelado después de ocurrir lo que Regina calificaba, tozudamente, de «problema de Arnie», pero a inicios de la semana anterior, Arnie había comenzado a insistir incesantemente para que el viaje se llevase a cabo.
Finalmente, después de una larga conversación con su hermana, el miércoles, Regina cedió al deseo de Arnie: principalmente, porque Vicky parecía sosegada y comprensiva y, sobre todo, sin nada de curiosidad sobre lo que había sucedido. Esto era importante para Regina: más importante de lo que ella hubiera sido capaz de decir. Le parecía que, en los ocho días desde que Arnie había sido arrestado en Nueva York, había tenido que enfrentarse con una interminable corriente de curiosidad rancia disfrazada de comprensión. Al hablar con Vicky por teléfono, al fin se había derrumbado y se echó a llorar. Era la primera, y la única vez desde que Arnie había sido arrestado en Nueva York, que ella se había permitido ese amargo lujo. Arnie estaba dormido en su cama, Michael que bebía demasiado, excusándose en el «espíritu de la Navidad», había salido para tomar una o dos cervezas en O’Malley con Paul Strickland, otro marginado en el juego de la política de la facultad. Probablemente, acabaría bebiendo seis cervezas, u ocho, o diez. Y si ella subía después al estudio de Michael, le encontraría sentado muy erguido, ante su escritorio, la mirada fija hacia la oscuridad, los ojos secos pero inyectados en sangre. Si ella intentase hablar con él, él le respondería muy confusamente y demasiado centrado en el pasado. Ella suponía que su marido debía estar sufriendo un ligero trastorno mental. No se permitiría semejante lujo (ya que así lo calificaba en su propio estado personal de angustia y enfado) y, cada noche, giraba y bullía con planes y proyectos hasta las tres o las cuatro de la madrugada. Todos estos pensamientos y planes estaban dirigidos a un solo objetivo: «Que podamos salir de este atolladero» Las dos únicas vías por las que dejaba acercar su mente a lo ocurrido eran, deliberadamente, vagas. Pensaba en «el problema de Arnie» y en «que podamos salir de este atolladero.»
Pero, hablando con Vicky algunos días después del arresto de Arnie, el control férreo de Regina se había resquebrajado un poco. Lloró, a larga distancia, sobre el hombro de Vicky, y ésta la había consolado con cariño, haciendo que Regina se odiara por todas las pullas maliciosas que había dirigido a Vicky en los años pasados. Vicky cuya única hija había abandonado la Universidad para casarse y convertirse en una ama de casa, y cuyo único hijo se había sentido satisfecho con una escuela de formación profesional (¡Nada de eso para el hijo de ella!). Vicky, cuyo marido se ocupaba del ridículo trabajo de hacer seguros de vida. Y Vicky, la cosa cada vez era más divertida, vendía botes Tupperware. Pero fue con Vicky con quién pudo llorar, fue a Vicky a quien había podido, finalmente, el pesar parte de su torturado sentido de desilusión y de terror y de pena, sí, y la terrible vergüenza de todo ello, sabiendo que la gente hablaba, y que la gente que durante años había estado deseándole el mal, ahora estaba satisfecha. Fue Vicky, y quizá siempre había sido Vicky, y Regina decidió que si este miserable año llegaban a celebrar a Navidad, la celebrarían en la vulgar casa-rancho suburbana de Vicky y Steve, en el divertido suburbio de clase media de Ligonier, en donde la mayoría de las personas seguían utilizando coches norteamericanos y al referirse a una escapada a McDonald’s decían que «comían fuera».
Mike, naturalmente, sencillamente, se sometió a la decisión de Regina. Ella no esperaba más y no hubiera tolerado nada menos.
Para Regina Cunningham, los tres días siguientes a las noticias de que Arnie «tenía problemas» habían sido un ejercicio de puro control, una dura zambullida para sobrevivir. Su supervivencia, la de la familia, la supervivencia de Arnie: él quizá no lo creería, pero Regina descubrió que no tenía tiempo de preocuparse. El dolor de Mike nunca había entrado en las ecuaciones de ella, en su mente nunca cruzó el pensamiento especulativo de que podían consolarse el uno al otro. Sosegadamente, había puesto la cubierta a su máquina de coser después de que Mike bajase para darle la noticia. Hizo eso, y entonces había ido al teléfono y comenzado la tarea. Las lágrimas que más tarde derramaría mientras hablaba con su hermana, estaban a un millar de años de distancia. Había pasado rozando ante Michael como si él fuese una pieza del mobiliario, y él la había seguido vacilando como había hecho durante toda su vida matrimonial.
Llamó a Tomás Sprague, su abogado, enterándose de que su problema era penal, y recomendándole en seguida a un colega, Jim Warberg. Llamó a Warberg y le respondió el servicio de recados que no quiso darle el número particular de Warberg. Permaneció un momento sentada junto al teléfono, tamborileando ligeramente sus dedos en los labios y, después, llamó de nuevo por teléfono. El abogado Sprague no podía darle el número del domicilio de Warberg, pero, finalmente, cedió. Cuando Regina dejó de hablar con él, Sprague parecía confuso, casi en trance. Cuando se lanzaba de lleno, Regina solía causar a menudo reacciones semejantes.
Llamó a Warberg, quien le respondió que él no podía en absoluto hacerse cargo del caso. Regina había atacado nuevamente de firme. Warberg acabó no sólo aceptando el caso, sino que estuvo de acuerdo en ir inmediatamente a Albany, en donde Arnie estaba detenido, para ver qué se podía hacer. Warberg, hablando con la voz asombrada y débil de un hombre lleno de novocaína atropellado después por un tractor, protestó diciendo que él conocía a un hombre perfectamente capaz en Albany que se desenvolvería mejor en ese Estado. Regina fue implacable. Warberg partió en avión particular y pasaba su informe cuatro horas después.
Arnie, explicó había sido detenido bajo una acusación abierta. Al día siguiente le llevarían en extradición a Pensilvania. Pensilvania y Nueva York habían coordinado la detención junto con tres agencias federales: La Fuerza Federal para el Control de Drogas, el IRS y la Oficina Federal Alcohol, Tabaco y Armas de Fuego. El objetivo principal no era Arnie, un pez pequeño, sino Will Darnell, Darnell y aquel con quien Darnell estuviera haciendo negocio.
«Esos tipos —dijo Warberg—, con sus conexiones sospechosas con el crimen organizado y el contrabando desorganizado de drogas en el nuevo Sur, eran los peces gordos.»
—Retener a alguien en un caso de acusación abierta es ilegal —había replicado inmediatamente Regina, echando mano de un profundo almacenamiento de datos adquiridos viendo las múltiples películas de crímenes de la televisión.
Warberg, no precisamente entusiasmado en estar donde estaba cuando había planeado pasar una velada tranquila en casa leyendo un libro, respondió con prontitud:
—Yo ya me habría puesto de rodillas agradeciendo a Dios que sea eso todo lo que han realizado. Le atraparon con un portamaletas lleno de cigarrillos sin sello fiscal, y si les presiono un poco se sentirán más que satisfechos en acusarle, señora Cunningham. Yo les aconsejo a usted y a su marido que vengan a Albany. Rápidamente.
—Creí haber entendido que mañana decretarían su extradición…
—Ah, sí, todo eso ya ha quedado arreglado. Pero si vamos a jugar duro con estos tipos, deberíamos sentirnos satisfechos de que el juego tenga lugar en nuestro tribunal. En este caso, el problema no es la extradición.
—¿Qué es entonces?
—Esta gente quiere jugar a los soldaditos con las fichas de dominó. Quieren arrojar a su hijo encima de Will Darnell. Arnold no habla. Deseo que acudan aquí y le convenzan de que le conviene más hablar.
—¿Realmente? —preguntó ella dudosa.
—¡Demonios, claro que sí! —replicó la voz de Warberg—. Estos tipos no quieren meter a su hijo en la cárcel. Es un menor y proviene de una buena familia sin ningún antecedente penal, ni tan siquiera un mal informe escolar o problemas de disciplina. Podrá salir de esto sin tener ni que encararse con un juez. Pero debe hablar.
De modo que se habían ido a Albany, y Regina había descendido hasta un pasillo corto y estrecho, con baldosines blancos, iluminado con bombillas de alto voltaje empotradas en unos huecos del techo y cubiertas con tejido de alambre. El lugar olía vagamente a Lysol y a orina, y ella intentó convencerse, repetidamente, de que su hijo estaba detenido aquí, su hijo. Pero llegar a esa convicción resultó muy duro. No parecía posible que fuese verdad. Era mucho más probable que todo fuese una alucinación.
Al ver a Arnie, la posibilidad se desvaneció con rapidez. También se despojó en seguida de la chaqueta protectora del trauma, y ella experimentó un temor frío, destructor.
Fue en este momento cuando se agarró, en principio, a la idea de «que podamos salir de este atolladero», de la misma manera que una persona en trance de ahogarse se agarrara a un salvavidas. Era Arnie, era su hijo, no en una celda de cárcel (eso fue lo único que se le evitó a ella, pero ella se sintió agradecida incluso por los pequeños favores), sino en una pequeña habitación cuadrada cuyo único mobiliario consistía en dos sillas y una mesa con muchas quemaduras de cigarrillo.
Arnie la había mirado con fijeza, y su rostro parecía terriblemente enflaquecido, como una calavera. Hacía sólo una semana que había ido al barbero y le habían cortado el pelo sorprendentemente corto (después de muchos años de llevarlo largo, imitando a Dennis) y ahora la luz del techo brillaba con crueldad sobre lo que le quedaba de pelo, haciéndole parecer momentáneamente calvo, como si le hubieran afeitado la cabeza para hacerle hablar.
—Arnie —le dijo su madre, y fue hacia él, a medio camino solamente.
Arnie volvió la cabeza rehusando mirarla con los labios muy apretados. Ella se detuvo. Una mujer más débil se hubiera echado a llorar, pero Regina no era una mujer débil. Dejó que retornara la frialdad y se apoderase de ella.
La frialdad era todo lo que ahora la sostendría.
En vez de abrazarle —algo que, obviamente, Arnie no deseaba—, Regina se sentó y le dijo lo que había que hacer. Él rehusó. Le ordenó que hablase con la policía. Rehusó de nuevo. Razonó con él. Él se negó. Le sermoneó. Y rehusó. Le suplicó. Se negó. Finalmente, se quedó allí tristemente, con un dolor de cabeza apretándole en las sienes y le preguntó a Arnie el porqué. Él rehusó aclarárselo.
—¡Creía que tú eras listo! —gritó su madre al fin.
Estaba casi enloquecida por la frustración: la cosa que más odiaba era no salirse con la suya, cuando deseaba absolutamente hacerlo, necesitaba salirse con la suya esto de hecho, no había sucedido nunca desde que salió de su casa. Hasta ahora. Era enfurecedor encontrarse desbaratada, tan suave e implacablemente por este chico que había mamado en sus pechos.
—¡Yo creía que eras listo, pero eres un imbécil! ¡Eres…, eres un gilipollas! ¡Te llevarán a la cárcel! ¿Quieres ir a la cárcel por causa de ese Darnell? ¿Es eso lo que quieres? ¡Se reirá de ti! ¡Se reirá de ti!
Regina no podía imaginar nada peor, y la aparente falta de interés de su hijo, en cuanto a que se burlaran o no de él, la enfurecía aún más.
Se levantó de la silla y se apartó los cabellos de las cejas y los ojos, el ademán inconsciente de una persona que está dispuesta a pelear. Respiraba con rapidez, con el rostro enrojecido. A Arnie le pareció que su madre parecía mucho más joven, y mucho, mucho más vieja de lo que nunca la había visto.
—No lo hago por Darnell —replicó con suavidad— y no voy a ir a la cárcel.
—¿Y quién eres tú, Oliver Wendell Holmes? —le replicó ella ferozmente, pero su enojo estaba dominado de alguna manera por un sentimiento de alivio. Por lo menos podía decir algo—. ¡Te pillaron en tu coche con el portamaletas lleno de cigarrillos! ¡Cigarrillos ilegales!
Calmosamente, Arnie respondió:
—No estaban en el portamaletas. Y era el coche de Will, Will me dijo que me llevara su coche.
Ella le miró.
—¿Estás diciéndome que no sabías que estaban allí?
Arnie la miró con una expresión que ella, sencillamente, no podía aceptar, era tan ajena al carácter de su hijo: desprecio. «Bueno como el oro, mi hijo es bueno como el oro», pensó demencialmente.
—Yo lo sabía y Will lo sabía también. Pero ellos han de demostrar eso, ¿no es cierto?
Su madre sólo conseguía mirarle, pasmada.
—Si me hacen cargar con la culpa de alguna manera —prosiguió Arnie—, tendré una suspensión de sentencia.
—Arnie —le dijo—, no estás pensando sensatamente. Quizá tu padre…
—Sí —interrumpió el chico—. Pienso de forma correcta. No sé lo que estás haciendo, pero sí pienso bien las cosas.
Y la miró, con sus ojos grises terriblemente vacíos, tanto, que su madre no pudo resistirlo y tuvo que marcharse.
En el pequeño recibidor verde caminó a ciegas hacia su marido, que había permanecido sentado en un banco en Warberg.
—Ve ahora tú —le dijo Regina—. A ver si le haces entrar en razón.
Se alejó sin esperar su respuesta sin detenerse hasta que estuvo fuera y el aire frío de diciembre le acarició las rosas mejillas.
Michael entró pero no tuvo mejor suerte, salió sin nada más que una garganta seca y una cara que parecía diez años más vieja que al entrar.
En el motel, Regina le dijo a Warberg lo que Arnie había declarado y le preguntó si había alguna posibilidad de que el chico tuviera razón.
Warberg se quedó pensativo.
—Sí, esa es una defensa posible —manifestó—. Pero sería muchísimo más posible si Arnie fuese la primera ficha de dominó de la hilera. No lo es. Hay un vendedor de coches usados aquí, en Albany, llamado Henry Buck. Ese es el que lo escondió. También ha sido arrestado.
—¿Y qué ha dicho? —preguntó Michael.
—No tengo manera de saberlo. Pero cuando intenté hablar con su abogado, él no quiso hablar conmigo. Yo encuentro eso ofensivo. Si Buck habla, le echará la culpa a Arnie. Me apuesto con ustedes mi casa y todo lo demás que Buck declarará que su hijo conocía que ese doble compartimento estaba ahí, y eso es algo malo.
Warberg les miró con atención.
—Saben ustedes, lo que Arnie ha dicho a su madre es sólo astuto a medias, señora Cunningham. Hablaré con él mañana, antes de que le lleven de vuelta a Pensilvania. Así que confío poder hacerle ver es que hay una posibilidad de que todo el asunto caiga sobre su cabeza.
Del cielo encapotado comenzaron a revolotear los primeros copos de nieve, mientras entraban en la calle de Steve y Vicky. «¿Estará también nevando en Libertyville?, pensó Arnie, y tocó las llaves en su estuche de piel que llevaba en el bolsillo. Probablemente también.
Christine seguía en el garaje de Darnell, bajo custodia. Eso estaba bien. Por lo menos, estaba protegida de las inclemencias. Él la recogería otra vez. A su tiempo.
El pasado fin de semana había sido como una confusa pesadilla. Sus padres, sermoneándole en aquella pequeña habitación blanca, parecían exhibir las caras desconectadas de los forasteros; eran cabezas que hablaban un lenguaje incomprensible. El abogado que habían contratado, Warley o Warmly o lo que fuese, hablaba sin cesar de algo que él llamaba la teoría del dominó, y sobre la necesidad de salir del «condenado edificio antes de que todo se derrumbe sobre tu cabeza, muchacho: hay dos Estados y tres agencias federales metidas en ese embrollo.»
Pero Arnie estaba más preocupado por Christine.
Cada vez le parecía más evidente que Roland D. LeBay estaba con él, o acechando en algún lugar cerca de él: estaba, a lo mejor, incorporado dentro de él. Esta idea no asustaba a Arnie, le consolaba. Pero tenía que andarse con cuidado. No por Junkins, presentía que Junkins sólo tenía sospechas, y que todas iban en direcciones equivocadas irradiando desde Christine, en vez de concentrarse hacia ella. Pero Darnell… Con Will sí que podría haber problemas. Sí, problemas auténticos.
Aquella primera noche en Albany, después de que su madre y su padre regresasen a su motel, Arnie había sido llevado a una celda de detención en donde se había dormido con una velocidad y facilidad sorprendentes. Y había tenido un sueño: no precisamente una pesadilla, sino algo que parecía tremendamente inquietante. Se había despertado desvelado en medio de la noche, bañado en sudor.
Había soñado que Christine había quedado reducida de escala, convirtiéndose en un Plymouth de 1958 no mayor que la mano de un hombre. Estaba en una pista con ranura de coches miniatura, rodeado por un paisaje a escala sorprendentemente acertado: aquí había una calle de plástico que podía ser Basin Drive, aquí otra que podía ser JFK Drive, en donde habían matado a Moochie Welch. Una construcción de piezas Lego que se parecía, exactamente, a Libertyville High. Casas de plástico, árboles de papel, un voluminoso, gigantesco Will Darnell, que estaba a los lados y decidía lo aprisa o lo despacio que el diminuto Fury corría a través de todo aquello. Respiraba ruidosamente, aspirando y espirando, entrando el aire en sus maltrechos pulmones con un sonido tempestuoso.
«No te conviene abrir la boca, muchachito» —había dicho Will. Dominaba este modelo de mundo a escala como el Asombroso Hombre Coloso—. «No querrás jugar conmigo porque yo estoy al control; puedo hacer esto…»
Y, lentamente, Will comenzó a hacer girar el botón del control.
Rápido.
—¡No! —trató de gritar Arnie—. ¡No, no hagas eso, por favor! ¡Yo la quiero! ¡Por favor, vas a matarla!
En la pista, la pequeña Christine corría hacia la pequeña Libertyville cada vez más de prisa, y su parte posterior se desviaba en las curvas con movimiento tembloroso, al borde más extremo de la fuerza centrífuga, ese misterio en forma de plato. Ahora el vehículo era simplemente una confusión de blanco sobre rojo, y su motor emitía una especie de chirrido agudo, irritado.
—¡Por favor! —gritó Arnie—. ¡Por favoooooooooor!
Finalmente, Will había comenzado a girar el control, con aspecto maliciosamente complacido. El pequeño coche empezó a reducir la velocidad.
«Si comienzas a tener ideas, sólo has de recordar dónde tienes tu coche, muchachito. Conserva cerrada la boca y ambos viviremos para seguir luchando. Yo ya he estado en aprietos mucho peores que este…»
Arnie había alargado la mano para coger el diminuto bulto, para rescatarlo de la pista. El Will de su sueño le había golpeado en la mano.
—¿De quién es el saco, muchachito?
—Will, por favor…
—Vamos, que yo lo oiga.
—El saco es mío.
—Y no lo olvides, muchachito.
Y Arnie se había despertado con esas palabras en los oídos. Aquella noche ya no pudo dormir más.
¿Era tan improbable que Will supiera…, bueno, que supiera algo sobre Christine…? No. Will veía muchas cosas desde detrás de esa ventana, pero sabía cómo mantener cerrada la boca: por lo menos hasta que llegara el momento adecuado de abrirla. Quizá Will sabía lo que Junkins ignoraba, que la regeneración de Christine, en noviembre, no era sólo extraña, sino totalmente imposible. Will sabría que un montón de reparaciones nunca se habían realizado, por lo menos no por Arnie.
¿Qué más sabría Will?
Con un frío que subió hormigueante por las piernas hasta las raíces de sus entrañas, Arnie se dio cuenta, finalmente, de que Will pudo estar en el garaje la noche en que Repperton y los otros habían muerto. De hecho, era más que posible. Era probable. Jimmy Sykes era un simplón, Will no confiaba en dejarle solo.
«No te conviene abrir la boca. No querrás jugar conmigo porque yo puedo hacer esto…»
Pero incluso suponiendo que Will lo supiera, ¿quién le creería? Ya era demasiado tarde para creer en un autoengaño y Arnie no podía alejar de si el impensable pensamiento…, y tampoco lo deseaba. ¿Quién creería a Will, si Will se decidía a contar a alguien que Christine, algunas veces, corría por sí sola? ¿Que ella había salido autoconduciéndose la noche en que mataron a Moochie Welch también la noche en que aquellos otros gamberros fueron muertos? ¿Creería eso la policía? Se morirían de risa. ¿Junkins? Acalorándose, pero Arnie no creía que Junkins pudiera aceptar tal cosa aunque lo estuviera deseando. Arnie había visto sus ojos. Así que, aunque Will lo supiera, ¿qué provecho podía sacar de su conocimiento?
Entonces, con un creciente horror, Arnie se dio cuenta de que eso no importaba. Will saldría al día siguiente bajo fianza, o al otro día, y entonces Christine sería un recuerdo. Podría quemarla —había incendiado muchos coches en su vida, y Arnie lo sabía por haber estado sentado en la oficina escuchándole contarlo— y después que la hubo quemado con la antorcha, un bulto achicharrado, inútil en el patio de atrás, esperaba la trituradora. Ahí va el incinerado de Christine en la cinta transportadora, por donde sale un cubo comprimido de metal.
Los «polis» habían sellado el garaje.
Pero eso tampoco importaba mucho. Will Darnell era un viejo, y se mantenía preparado para cualquier consecuencia. Si Will quería entrar y quemar con una antorcha a Christine, lo haría… Aunque era mucho más probable —pensó Arnie— que contratase a un especialista en ello para que hiciera el trabajo: algún tipo que arroje pequeños puñados de bolas de prender fuego dentro del auto después le echaría una cerilla encendida. En su imaginación, Arnie podía ver las crecientes llamas podía oler la tapicería al quemarse. Estaba tendido en el camastro de la celda, con la boca y el corazón latiéndole alocadamente en el pecho.
«No te conviene abrir la boca. No querrás jugar conmigo»
Naturalmente, si Will intentaba hacer algo y se descuidaba —si su concentración se relajaba aunque sólo fuese un momento—, Christine le destruiría. Pero, de alguna manera Arnie no creía que Will pudiera.
Al día siguiente, Arnie fue llevado de vuelta a Pensilvania acusado, y después liberado bajo fianza por una suma de dinero. Habría un juicio preliminar en enero, y se hablaba del gran jurado. El arresto fue asunto de primera plana en todo el Estado, aunque Arnie fuese sólo identificado como «un joven cuyo nombre se mantenía en secreto por el Estado y las autoridades federales a causa de su condición de menor». Sin embargo, el nombre de Arnie era suficientemente conocido en Libertyville. A pesar de sus nuevos autocines modernos, sus emporios de comidas preparadas y boleras, siendo una ciudad universitaria en donde las vidas de muchos eran del dominio público. Estas personas, en su parte asociadas con la Universidad Horlicks, sabían que había estado conduciendo para Will Darnell, y quién había sido arrestado en la línea fronteriza con el Estado de Nueva York con un maletero lleno de cigarrillos de contrabando. Era la pesadilla de Regina.
Arnie regresó a casa y quedó bajo la custodia de sus padres —por una fianza de mil dólares—, después de una estancia en la cárcel. Todo ello no era, realmente, una grande y jodida partida de Monopoly. Sus padres se habían presentado con la tarjeta de «Sal Libre de La Cárcel». Como era de suponer.
—¿De qué sonríes, Arnie? —le preguntó Regina.
Michael estaba conduciendo la «rubia» cautelosamente mirando por entre los remolinos de nieve camino de la casa-rancho de Steve y de Vicky.
—¿Estaba sonriendo?
—Sí —replicó ella, y le tocó el cabello.
—No me acuerdo muy bien —respondió Michael valientemente, y su mujer apartó la mano.
Habían llegado a casa en domingo y sus padres le habían dejado solo, ya fuese porque no sabían cómo conversar con él o porque estaban muy disgustados, o quizá una combinación de ambas cosas. A él no le importó un pimiento lo que pudiera ser, y eso era la pura verdad.
Se sentía agotado, exhausto, una sombra de sí mismo. Su madre se había ido a la cama y durmió toda aquella tarde después de dejar descolgado el teléfono. Su padre trababa distraídamente en su taller, conectando su planeador eléctrico y desconectándolo después.
Arnie se quedó sentado en la sala de estar contemplando un partido de fútbol americano, no sabiendo quiénes eran los que jugaban, y no importándole, satisfecho de estar mirando a los jugadores que corrían de un lado para otro, primero bajo el sol tibio y brillante de California, y después bajo una mezcla de lluvia y aguanieve, que convirtió el terreno de juego en un campo de barro revuelto que borraba todas las líneas.
Alrededor de las seis de la tarde se quedó dormido.
Y soñó.
Aquella noche soñó de nuevo y, a la siguiente, en la cama en donde había dormido desde su más temprana edad, con el olmo que arrojaba su sombra familiar (ese esqueleto que, milagrosamente, ganaba carne nueva todos los meses de mayo). Estos sueños no fueron como el sueño de Will el gigante, inclinándose poderoso sobre la pila de coches miniatura. Al cabo de unos momentos de haber despertado, ya no podía recordar estos sueños. Y quizás era mejor. Una figura junto a la carretera, un dedo descarnado que daba golpecitos en una palma de la mano podrida en una parodia lunática de instrucción: una sensación inquietante de libertad y… ¿Escape? Sí, escape. Nada más, si escapaba de estos sueños y volvía a la realidad una imagen repetida: se hallaba detrás del volante de Christine, conduciendo con lentitud a través de una fuerte ventisca, tan espesa con la nieve que, literalmente, Arnie no podía ver más allá del capó de su auto. El viento silbaba, más bien era un ruido de bajo, un sonido más y más siniestro. Entonces, la imagen había cambiado. La nieve dejaba de ser nieve: era cinta adhesiva. El rugido del viento era el rugido de una gran multitud alineada a ambos lados de la Quinta Avenida. Le aclamaban. Aclamaban a Christine. Les vitoreaban porque él y Christine habían…, habían…
Escapado.
Cada vez que este sueño confuso se desvanecía, Arnie pensaba: Cuando esto termine me marcharé. Seguro que me iré. Me iré en coche a México. Y México, mientras él lo imaginaba con su sol ardiente y su quietud irreal, parecía irreal en los sueños.
Poco después de haber despertado del último de estos sueños, la idea de pasar la Navidad con la tía Vicky y tío Steve, como en los viejos tiempos, se le había presentado. Despertó con ella, y resonaba en su cabeza con una insistencia singular. La idea parecía terriblemente buena, una idea muy importante. Salir de Libertyville antes de…
Bueno antes de Navidad. ¿Qué otra cosa?
De modo que comenzó a hablar de ello con su padre y su madre insistiendo especialmente con Regina. El miércoles ella sé decidió bruscamente y estuvo de acuerdo. Arnie sabía que su madre había hablado con Vicky, y Vicky no se había mostrado inclinada a culparla de lo sucedido, de todo que todo iba bien.
Ahora en la víspera de Navidad, Arnie sabía que todo estaría perfectamente bien muy pronto.
—Es ahí, Mike —dijo Regina—, y ahora pasarás de largo, justo como haces cada vez que venimos aquí.
Michael gruñó y dobló por la avenida.
—Ya la había visto —explicó con el tono perpetuamente defensivo que siempre parecía usar cuando estaba con su mujer.
«Es un asno —pensó Arnie—. Ella le habla como a un asno, ella le conduce como a un asno, y él rebuzna como un asno.»
—Estás sonriendo otra vez —comentó Regina.
—Estaba pensando en cuánto los quiero a los dos —replicó Arnie.
Su padre le miró, sorprendido y conmovido y, en los ojos de su madre, había un suave brillo que bien podía ser a causa de las lágrimas.
Realmente, le creyeron.
Mierdosos.
Hacia las tres en punto de la víspera de Navidad, la nieve todavía era únicamente ráfagas aisladas, aunque comenzaban a fundirse unas con otras. La demora en la llegada de la tempestad no eran buenas noticias, pronosticaban los meteorólogos. Se había acumulado y vuelto todavía más viciosa. Las predicciones de posibles acumulaciones de nieve habían pasado de los 30 cm. a unos probablemente 20 cm., con graves complicaciones de fuertes vientos.
Leigh Cabot estaba sentada en la sala de su casa, frente al pequeño árbol natural de Navidad, que ya comenzaba a perder las agujas (en su casa, ella era la voz del tradicionalismo y, durante cuatro años, había conseguido evitar el deseo de su padre de instalar un árbol sintético, y el deseo de su madre de celebrar la fiesta con un ganso o un capón en vez del tradicional pavo del Día de Acción de Gracias). Estaba sola en casa. Su madre y su padre habían ido al hogar de los Stewart para las bebidas tradicionales de Navidad. Mr. Stewart era el nuevo jefe de su padre, simpatizaban mutuamente. Mrs. Cabot estaba ansiosa por consolidar aquella amistad. Durante los últimos diez años habían cambiado de casa seis veces, de un lugar a otro de la costa Este y, de todos los lugares en que habían permanecido, el que más gustaba a su madre era Libertyville.
Deseaba quedarse aquí, y la amistad de su marido con Mr. Stewart podía ser un largo camino para asegurar su deseo.
«Solita y todavía virgen» —pensó Leigh. Era una cosa extraordinariamente estúpida de pensar, pero, a pesar de ello de pronto se levantó como si hubiera recibido un pinchazo. Fue a la cocina, sobradamente consciente de aquellos pequeños sonidos de servicio de una tierra de maravillas de fórmica: reloj eléctrico, el horno en donde se estaba cocinando un jamón (desconectarlo si no han regresado a las cinco, se recordó), un helado frío del frigorífico cuando el dispositivo de hacer cubitos soltó uno de ellos.
Leigh abrió el frigorífico, vio un paquete con seis Coca-Colas junto a la cerveza de su padre y pensó: «Vade retro, Satán». De todos modos, cogió una lata. Al diablo lo que hiciera con su cutis. Ahora no salía con nadie. Si le pasaba algo, bueno, ¿y qué?
La casa vacía le causaba inquietud. Nunca le había ocurrido con anterioridad, siempre se había sentido complacida y absurdamente competente cuando sus padres la dejaban sola: una reminiscencia de sus días de infancia, sin duda alguna. La casa siempre le había parecido acogedora. Pero ahora los sonidos de la cocina, del creciente viento de fuera, incluso el arrastre de sus zapatillas por el linóleo, todos aquellos ruidos parecían siniestros, incluso amenazadores. Si las cosas hubieran ido por otro camino, Arnie podría haber estado ahora con ella. Sus padres, especialmente su madre, simpatizaban con él. Al principio. Ahora, naturalmente, después de lo que había sucedido, su madre, probablemente le lavaría la boca con jabón si supiera que Leigh estaba pensando en él. Pero ella sí pensaba en Arnie. La mayor parte del tiempo, demasiado. Preguntándose porque había cambiado. Preguntándose cómo afrontaba su ruptura. Preguntándose si se encontraría bien.
El viento creció y se convirtió en un chillido y, después, se redujo un poco, haciéndole recordar sin motivo alguno, claro estar en un motor de coche que giraba y se paraba después.
«No regresaremos de la Curva del Hombre Muerto» —susurraba extrañamente su mente—. Y sin ninguna razón (naturalmente) se acercó al fregadero y vertió su Coca-Cola por el desagüe, preguntándose si iba a llorar, o vomitar, o qué.
Comenzó a darse cuenta, sorprendida, de que se hallaba en un estado de profundo terror.
Sin ninguna razón.
Naturalmente.
Por lo menos sus padres habían dejado el coche en el garaje (autos, ella tenía autos en el cerebro). No le gustaba imaginar a su padre intentando acudir en coche a casa desde el domicilio de los Stewart, medio aturdido por tres o cuatro martinis (excepto que él siempre los llamaba martunis con ese empeño infantil de los adultos). Sólo se hallaban a tres manzanas, y los dos habían salido de casa abrigados y riendo divertidos. Parecían un par de chiquillos crecidos dispuestos a formar un muñeco de nieve. El paseo hasta casa les serenaría. Sería bueno para ellos. Sería bueno para ellos si…
El viento se alzó de nuevo arremolinándose en las alturas y después por la calle, a través de nubes de agitadas, nieve, apoyándose el uno contra el otro para no caerse sobre sus adorables e inseguros traseros, y riéndose. Papá, seguramente, sobaría maliciosamente a mamá a través de sus pantalones de nieve. Del mismo modo que lo hacía, cuando le inspiraba el deseo, era algo que siempre había irritado a Leigh porque le parecía que era una cosa demasiado juvenil para un hombre adulto. Pero, naturalmente les amaba a ambos. Su cariño formaba parte de aquel enojo, y su exasperación ocasional con ellos era buena parte de su amor.
Caminaban juntos a través de una nieve tan espesa como humo pesado y entonces, en el blanco detrás de ellos, se abrieron dos enormes ojos verdes, que parecían flotar… ojos que se parecían terriblemente a los círculos de los instrumentos del panel que ella había visto mientras se ahogaba…, y dirigiéndose hacia sus padres, inocentes, vacilantes y sonrientes.
Leigh aspiró hondo y volvió a la salita de estar. Se acercó al teléfono, casi lo tocó y, entonces, retrocedió y se acercó de nuevo a la ventana, mirando afuera, a la blancura, apoyando los codos en las palmas de las manos.
¿Qué había estado a punto de hacer? ¿Llamarles? ¿Decirles que estaba sola en la casa y que había empezado a pensar en el escurridizo y viejo coche de Arnie, su amiga del alma de acero Christine, y que ella quería que regresaran a casa porque temía por ellos y por ella misma? ¿Qué iba a hacer?
Agudo, Leigh. Agudo.
La calzada hollada y sucia de la calle estaba desapareciendo bajo la nieve recién caída, pero lentamente, sólo ahora había empezado a nevar de veras con fuerza, y el viento, esporádicamente, intentaba aclarar la calle con fuertes ráfagas que hacía revolotear membranas de polvillo que se alzaban para confundirse con el cielo blancogrís de la tarde tempestuosa, como fantasmas de humo que se retorcieran lentamente…
Oh, pero el terror estaba ahí era real, y algo iba a suceder. Ella lo sabía. Leigh se había quedado asombrada al saber que Arnie había sido arrestado por contrabando, pero esa reacción no había sido tan fuerte como el temor enfermizo que había sentido al abrir el periódico el día anterior, al ver lo que había sucedido a Buddy Repperton y a esos otros dos muchachos, aquel día cuando su primer pensamiento, en cierto modo seguro, demencial, y terrible, había sido: Christine.
Y ahora la agobiaba, terriblemente, el presentimiento de algún nuevo plan siniestro, y no podía liberarse, y era una locura. Arnie había estado en Filadelfia, asistiendo a un torneo de ajedrez, ella lo había preguntado aquel mismo día y no debería pensar más en este asunto. Encendería todas las radios y la televisión para llenar la casa de ruidos, para no pensar en aquel coche que olía como una tumba, aquel auto que había intentado matarla, asesinarla.
—Oh, maldita sea —murmuró—. ¿No puedes dejarme?
Y sus brazos se esculpieron, rígidamente, en carne de gallina.
Bruscamente, se dirigió de nuevo al teléfono, encontró el listín y, tal como Arnie había hecho dos semanas antes, llamó al hospital de Libertyville. Una recepcionista de agradable voz le dijo que Mr. Guilder había salido aquella mañana. Leigh le dio las gracias y colgó.
Se quedó pensativa en la sala de estar vacía, mirando el pequeño árbol los regalos, el belén en el rincón. Buscó entonces el número de los Guilder en el listín telefónico y lo marcó.
—Leigh —exclamó Dennis, felizmente complacido.
Ella sentía la frialdad del teléfono en su mano.
—Dennis, ¿podría acercarme hasta tu casa y hablar contigo?
—¿Hoy? —preguntó él, sorprendido.
Por la mente de Leigh rodaban pensamientos confusos. El jamón en el horno. Tenía que apagar el horno a las cinco. Sus padres estarían en casa. Era la víspera de Navidad. La nieve. Y… ella no creía que fuese sensato salir esta noche. Ahí fuera, caminando por las aceras, cuando cualquier cosa podría estar acechando desde la nieve.
Cualquier cosa.
No esta noche, esto era lo peor. Ella no creía que fuese seguro salir esta noche.
—¿Leigh?
—No esta noche —replicó—. Estoy cuidando de la casa. Mis padres han acudido a un cóctel.
—Sí, también los míos —comentó Dennis, divertido—. Mi hermana y yo estamos jugando al parchís. Ella hace trampas.
Débilmente:
—¡No es verdad!
En cualquier otro momento hubiera sido divertido. Pero no ahora.
—Después de Navidad. El martes quizás. El veintiséis. ¿Te parece bien?
—Claro —repuso él—. Leigh, ¿se trata de Arnie?
—No —dijo ella, apretando tanto el teléfono que su mano quedó adormecida. Tuvo que esforzarse con su voz—. No… no de Arnie. Quiero hablarte de Christine.