With Naugahyde bucket seats in front and back,
Everything’s chrome, man, even my jack,
Step on the gas, she goes Waaaaahhhh —
I’ll let you look,
But don’t touch my custom machine
THE BEACH BOYS
Rudolph Junkins y Rick Mercer, de la policía del Estado de Pensilvania, departamento de detectives, estaban sentados tomando café la tarde siguiente en una pequeña oficina deprimente, cuyas paredes estaban medio despintadas. Afuera, caía una triste mezcla de aguanieve y helada.
—Estoy seguro que éste va a ser el fin de semana —dijo Junkins—. Ese Chrysler ha estado rodando cada cuatro o cinco semanas durante los últimos ocho meses.
—Entiende que atrapar a Darnell no tiene nada que ver con esa obsesión tuya sobre el chico. Son dos casos diferentes.
—Para mí son la misma cosa —replicó Junkins—. El chico sabe algo. Si consigo que abra el pico, a lo mejor descubro lo que es.
—¿Opinas que tenía un cómplice? ¿Alguien que utilizó el coche y mató a esos chicos mientras él estaba en el torneo de ajedrez?
Junkins movió la cabeza en ademán negativo.
—No, maldita sea. El chico sólo tiene un buen amigo, está en el hospital. No sé qué pensar, excepto que el coche estaba implicado de alguna manera y el chico también.
Junkins dejó su vaso de plástico y alzó el dedo apuntando al hombre que estaba al otro lado de la mesa.
—Cuando consigamos cerrar ese lugar, quiero un equipo de seis personas del laboratorio, técnicos, que lo examinen milímetro a milímetro, por dentro y por fuera. Lo quiero en un elevador, quiero que busquen abolladuras, repintadas… y sangre. Eso es lo que realmente deseo. Sólo una gota de sangre.
—Ese chico no te es nada simpático, ¿verdad? —preguntó Rick.
Junkins soltó una risita turbada.
—Mira, la primera vez si me cayó bien. Simpaticé con él y hasta me dio pena. Tuve la impresión de que quizás estaba protegiendo a alguna otra persona que le tenía atraído de alguna manera. Pero esta vez, no me ha gustado.
Estuvo pensándolo.
—Y tampoco me gustó ese coche. La manera en que tocaba el auto cada vez que yo creía que ya le tenía cogido. Es algo siniestro.
Rick manifestó:
—Mientras no te olvides de que es Darnell el tipo que tenemos que atrapar… Nadie más en Harrisburg siente menor interés por ese chico tuyo.
—Lo recordaré —convino Junkins. Tomó de nuevo su café y miró a Rick con gravedad—. Porque ese chico es el camino hasta el final. Voy a crucificar a la persona que mató a esos chicos aunque sea la última cosa que haga.
—A lo mejor esta semana no saldrá —dijo Rick.
Pero salió.
Dos policías de la brigada criminal del Estado de Pensilvania estaban sentados en una furgoneta Datsun de cuatro años en la mañana del sábado, 16 de diciembre, vigilando al Chrysler negro de Darnell mientras salía por el portalón a la calle. Caía una suave llovizna no era lo bastante fría para ser aguanieve. Era uno de esos días nublados en que resulta imposible decir en dónde terminan las nubes bajas y en dónde comienza la niebla. El Chrysler, adecuadamente, tenía encendidas las luces de posición. Arnie Cunningham era un conductor eficiente.
Uno de los policías alzó un receptor-transmisor hasta sus labios y habló:
—El chico acaba de salir en el auto de Darnell. Estén atentos y preparados.
Siguieron al Chrysler hasta la 76. Cuando vieron que Arnie se metía en la rampa en dirección este, indicando el camino hacia Harrisburg, giraron por la rampa oeste hacia Ohio, e informaron. Abandonarían esa carretera hacia la 76 por una salida que había cerca, y volverían a su posición original cerca del garaje de Darnell.
—De acuerdo —llegó hasta ellos la voz de Junkins—. Vamos a hacer una tortilla.
Veinte minutos después, mientras Arnie se dirigía a este, rodando a una prudente y legal velocidad de 80 kilómetros, tres policías con todos los papeles legales en regla llamaron a la puerta de William Upshaw, que vivía en el elegante suburbio de Sewickley. Upshaw abrió la puerta cubierto con un albornoz. Desde el interior, a su espalda llegaban los chillidos de una película de dibujos animados del programa televisivo del domingo por la mañana.
—¿Quién es, cariño? —gritó su esposa desde la cocina.
Upshaw miró los papeles, que eran órdenes del tribunal. Él sintió que iba a desmayarse. Uno de los documentos ordenaba que todos los registros de impuestos de Will Darnell (como persona física) y Will Darnell (como empresa) quedasen bajo custodia. Los documentos llevaban la firma del fiscal General de Pensilvania y del magistrado del Tribunal Supremo.
—¿Quién es, amor? —preguntó de nuevo su esposa, y uno de sus hijos salió para mira, todo ojos.
Upshaw intentó hablar pero sólo produjo un confuso sonido. Ya había llegado. Había estado soñando en eso y, finalmente, se había presentado. La casa en Sewickley no había podido protegerle de ello; la mujer que mantenía a una distancia prudencial en King of Prussia no le había protegido de ello; aquí estaba: lo leyó en los suaves rostros de estos policías con sus trajes de confección Anderson-Little. Y lo peor todavía, uno de ellos era Federal: Alcohol, Tabaco y Armas de fuego. Exhibió una segunda tarjeta de identidad declarándole agente de algo llamado Fuerza Policial Federal para el Control de la Droga.
—Tenemos información de que tiene una oficina en su casa —explicó el «poli» federal.
Tenía aspecto de…, ¿qué? ¿Veintiséis? ¿Treinta? ¿Habría tenido que preocuparse alguna vez de lo que iba a hacer cuando tenía tres hijos y una esposa a la que le gustaban quizá demasiado las cosas bonitas? Bill Upshaw no lo creía así. Cuando uno tenía que pensar en esas cosas, no tenía una cara tan serena. Uno sólo ponía la cara tan serena cuando podía permitirse el lujo de pensamientos grandiosos: ley y orden, bien y mal, buenos chicos y malos chicos.
Abrió la boca para responder a la pregunta del «poli» federal y sólo consiguió emitir otro confuso gruñido.
—¿Es correcta nuestra información? —preguntó el policía federal con paciencia.
—Sí —gruñó Bill Upshaw.
—¿Y otra oficina es el número 100 de Frankstown Road, al Monroeville?
—Sí.
—Cariño, ¿quién es? —preguntó Amber, y salió, vio a los tres hombres de pie en el umbral y se cerró el cuello de la bata. Los dibujos animados no dejaban de bramar.
Upshaw pensó de pronto, casi con alivio: «Es el final de todo.»
El chico que había salido a ver quién había venido de visita tan temprano una mañana de sábado, rompió de pronto en llanto y huyó en busca de seguridad en los Super Amigos del canal 4.
Cuando Rudy Junkins recibió la noticia de que Upshaw había sido requerido y de que todos los documentos pertenecientes a Darnell, tanto en la casa de Upshaw, en Sewickley, como en la oficina de Monroeville habían quedado bajo custodia, se puso a la cabeza de una docena de policías estatales en lo que él creía hubiera sido llamado una batida en otros tiempos. Incluso en la temporada de vacaciones, el garaje tenía bastante trabajo en sábado (aunque, de ninguna manera, era el lugar atareado en que se convertía durante los fines de semana veraniegos), y cuando Junkins alzó un megáfono accionado por baterías hasta los labios, y comenzó a utilizarlo, unas dos docenas de cabezas asomaron por todas partes. Tendrían suficiente tema de conversación para durarles hasta el año nuevo.
—¡Aquí la policía del Estado de Pensilvania! —gritó Junkins por el altavoz.
Sus palabras hallaron eco y resonaban. Junkins descubrió que, incluso en este momento, sus ojos se sentían atraídos hacia el Plymouth rojo y blanco, esperando, vacío, en la plaza número veinte. Durante su oficio había manejado más de media docena de armas criminales, algunas veces en la misma escena del crimen y, más frecuentemente, en el banquillo de los testigos, pero sólo mirar a ese coche le hacía sentir escalofríos.
Gitney, el tipo de los Impuestos que había venido especialmente para esta incursión, estaba frunciendo el entrecejo indicándole que continuase. «Ninguno de vosotros sabe de qué va el asunto. Ninguno de vosotros.» Pero alzó de nuevo el megáfono hasta sus labios.
—¡Este local queda cerrado! Repito, ¡este negocio queda cerrado! Podéis llevaros vuestros vehículos si están en condiciones de rodar… Si no, por favor, salid rápida y silenciosamente… ¡Este lugar queda clausurado!
El megáfono hizo un clic amplificado cuando lo desconectó.
Miró hacia la oficina y vio que Will Darnell hablaba por teléfono, sosteniendo entre los labios un puro sin encender. Jimmy Sykes estaba junto a la máquina de la Coca-Cola, con expresión de confuso desmayo en su rostro simplón: no parecía muy distinto del hijo de Bill Upshaw en el momento en que se echó a llorar.
—¿Ha entendido usted sus derechos tal como le han sido leídos?
El policía al mando era Rick Mercer. Detrás de él, el garaje estaba vacío con excepción de los policías uniformados, que rellenaban impresos sobre los coches que habían quedado bajo custodia cuando se cerró el garaje.
—Sí —dijo Will.
Tenía el rostro dominado, la única señal de su preocupación era su profunda respiración, el movimiento ansioso del gran torso bajo su camisa blanca desabrochada, y la manera en que sostenía continuamente un aspirador en una mano.
—¿Tiene usted algo que decirnos en este momento? —le preguntó Mercer.
—No, hasta que llegue mi abogado.
—Su abogado puede reunirse con nosotros en Harrisburg —explicó Junkins.
Will dirigió una mirada de desprecio a Junkins y no respondió. Fuera más policías uniformados habían terminado de fijar sellos en todas las puertas y ventanas del garaje excepto en la puertecilla lateral. Hasta que cesara la custodia estatal, todo el tránsito se realizaría a través de aquella pequeña puerta.
—Es la cosa más demencial de la que jamás he oído hablar —dijo Darnell al fin.
—Pues lo será más todavía —explicó Mercer, sonriendo con sinceridad—. Estarás alejado de aquí una larga temporada, Will. Quizás algún día te permitirás encargarte de las apuestas sobre motores de la prisión…
—Yo le conozco a usted —dijo Will, mirándole de hito en hito—. Usted se llama Mercer. Conocí a su padre. Era el policía más corrompido que yo conocí en King’s Country.
Rick Mercer se puso pálido y alzó una mano.
—Cuidado, Rick —le advirtió Junkins.
—Claro —replicó Will—. Divertíos ahora, tíos. Bromead sobre apuestas, motores y la prisión. Pero yo estaré aquí de vuelta dentro de dos o tres semanas. Y si no sabéis eso, es que sois todavía más estúpidos de lo que parecéis.
Pasó una mirada por todos ellos, sus ojos inteligentes sarcásticos y atrapados. Bruscamente alzó el aspirador, hasta su boca, y aspiró profundamente.
—Llevaos este saco de mierda —dijo Mercer.
Seguía lívido.
—¿Estás bien? —le preguntó Junkins.
Media hora después estaban sentados en un Ford de lujo sin marcas. El sol se había decidido a salir y brillaba cegador sobre la nieve que se derretía, con las calles húmedas. El garaje Darnell estaba silencioso. Los libros de Darnell y el Plymouth de Cunningham estaban dentro a buen recaudo.
—Esa chulada que dijo sobre mi padre —dijo Mercer pesadamente—. Mi padre se mató de un disparo, Rudy, se hizo estallar la cabeza. Y yo siempre creía…, en la Universidad leí… —se encogió de hombros—. Muchos policías acaban de un disparo. Melvin Purvis lo hizo, sabes… Era el tipo que atrapó a Dellinger. Pero uno no deja de pensar…
Mercer encendió un cigarrillo y aspiró el humo con fuerza, larga y estremecedoramente.
—Ese no sabía nada —explicó Junkins.
—El jodido no lo sabía —explicó Mercer.
Bajó la ventanilla y arrojó fuera el cigarrillo. Cogió el micro de debajo del panel.
—Central, aquí Móvil Dos.
—Diez-Cuatro, Móvil Dos.
—¿Qué sucede con nuestra paloma mensajera?
—Está en la Interestatal Ochenta y cuatro, llegando a Port Jervis.
Port Jervis era el punto de cruce entre Pensilvania y Nueva York.
—¿Estáis preparados en Nueva York?
—Afirmativo.
—Advertidles otra vez que quiero que haya llegado al lado este de Middletown antes de que le agarren y se le coja el ticket de peaje como prueba.
—Diez-Cuatro.
Mercer devolvió el micro a su lugar y sonrió débilmente.
—Cuando pase a Nueva York, el asunto será ya sin duda federal… Pero todavía hemos conseguido los primeros la carnada. ¿No es una maravilla?
Junkins no respondió. En todo ello no había ninguna cosa maravillosa… Desde Darnell con su aspirador al padre de Mercer metiéndose la pistola en la boca, no había nada maravilloso en todo ello. Junkins experimentaba un sentimiento vago de inevitabilidad, el presentimiento de que las cosas feas no sólo no estaban terminándose, sino que únicamente acababan de comenzar. Se sentía a medio camino de una historia tenebrosa que acabaría terriblemente. Excepto que él tenía que acabarla ahora, ¿no era cierto? Sí.
El terrible sentimiento, la terrible imagen persistió: la primera vez que había hablado con Arnie Cunningham había estado dirigiéndose a un hombre que se ahogaba. Pero la segunda vez, ese muchacho ya se había ahogado… y hablaba sólo con un cadáver.
La cobertura de nubes sobre el oeste de Nueva York estaba rompiéndose, y los ánimos de Arnie comenzaron a elevarse. Siempre era bueno alejarse de Libertyville, lejos de… de todo. Ni tan siquiera el saber que llevaba contrabando en el maletero podía ahogar aquel sentimiento de exaltación. Y, por lo menos, esta vez no era droga. Muy en lo profundo de su mente —casi ni reconocido, pero allí igualmente—, era la vaga especulación de que ahora las cosas cambiarían y su vida cambiaria también si dejaba el asunto de los cigarrillos y continuaba adelante. Si dejaba detrás de él todo ese deprimente enredo.
Pero, naturalmente, no podía hacerlo. Abandonar a Christine después de haber puesto tanto en ella, naturalmente era imposible.
Conectó la radio y canturreó siguiendo alguna tonadilla corriente. El sol, debilitado por el mes de diciembre, pero intentando todavía sostenerse, rompió del todo los nubarrones y Arnie sonrió contento.
Seguía aún con su sonrisa, cuando un coche de la policía estatal de Nueva York se acercó junto al suyo en el otro carril y se acomodó a su velocidad. El altavoz del techo comenzó a gritar:
—¡Mensaje para el Chrysler! ¡Párese, Chrysler, échese a un lado!
Arnie les miró, y la sonrisa se desvaneció de sus labios. Contemplaba un par de gafas de sol de color negro. Gafas de policía. El terror que le invadió era más intenso de lo que él creía podía llegar a ser cualquier emoción: y no por él mismo. La boca se le secó del todo. La mente se le desbocó. Se vio apretando el pedal del gas, haciendo una carrera. A lo mejor lo habría hecho si hubiera estado conduciendo a Christine…, pero no era así. Veía a Will Darnell diciéndole que si le atrapaban con un saco, ese saco era de Arnie. Y, principalmente, veía a Junkins, Junkins con sus agudos ojos castaños, y sabía que esto era obra de Junkins.
Deseó que Rudolph Junkins estuviera muerto.
—¡Échate a un lado, Chrysler! ¡No estoy hablando por el gusto de oír mi propia voz! ¡Detente inmediatamente!
«No puedo decir nada», pensó Arnie incoherentemente mientras se dirigía a una zona de estacionamiento lateral. Sentía hormigueo en las pelotas y el estómago alocadamente revuelto. Podía contemplar sus propios ojos en el visor, cubiertos por un muro de temor detrás de las gafas: y no por él. Christine. Sentía miedo por Christine. Por lo que pudieran hacerle a Christine.
Su mente invadida por el miedo le mostró un caleidoscopio de imágenes mezcladas. Las solicitudes de ingreso en la Universidad con las palabras RECHAZADO — CONDENADO CRIMINALMENTE estampadas al través. Rejas de prisión, acero azulado. Un juez que se inclinaba hacia él desde su alto asiento, el rostro pálido y acusador. Mariquitas fanfarrones dentro de la prisión, en busca de carne fresca. Christine en el elevador, llevada al compresor de vehículos en el patio de detrás del garaje.
Y entonces, mientras detenía el Chrysler y lo situaba en el aparcamiento, y el auto de la policía estatal se colocaba detrás de él, y otro (aparecido como por encantamiento se situaba delante de él), surgió de alguna parte un pensamiento que le llenó de un frío consuelo: Christine puede cuidar de sí misma.
Otro pensamiento surgió también de alguna parte, mientras los policías salían de su vehículo y se acercaban a él, de ellos sosteniendo una orden de registro en la mano. Las palabras resonaron con la voz de un hombre viejo, la voz de Roland D. LeBay:
«Y ella cuidara de ti muchacho. Todo lo que debes hacer es seguir creyendo en ella y ella cuidará de ti.»
Arnie abrió la puerta del coche y salió un momento después de que uno de los policías pudiera abrirla.
—¿Arnold Richard Cunningham? —preguntó uno de los dos.
—Sí, yo soy —respondió Arnie con tranquilidad—. ¿Iba a demasiada velocidad?
—No, hijo —le dijo uno de los otros—. Pero, a pesar de ello estás en un valle de lágrimas.
El primer policía avanzó un paso tan formalmente como oficial del Ejército.
—Tengo aquí un documento debidamente legalizado que permite el registro de este Chrysler Imperial 1966 en nombre del Pueblo del Estado de Nueva York y de la comunidad de Pensilvania y de los Estados Unidos de América. Además…
—Bueno, con eso se cubre todo el jodido terreno, ¿verdad? —replicó Arnie.
Le dolía fuertemente la espalda, y se llevó a ella las manos.
Los ojos del policía se agrandaron un poco al oír la voz de ese muchacho, pero continuó:
—Además, me permite decomisar cualquier contrabando encontrado durante el curso de este registro, en nombre del Pueblo del Estado de Nueva York y de la comunidad de Pensilvania y de los Estados Unidos de América…
—Espléndido —replicó Arnie.
Nada de todo aquello parecía real. Había confusión de coches azules. La gente que pasaba dentro de sus coches se volvían para mirarle, pero Arnie descubrió que no tenía ningún deseo de esconderse, de ocultar su rostro y eso le hacía sentirse aliviado.
—Dame las llaves, chico —le pidió uno de los policías.
—¿Y por qué no las buscas, comemierdas? —le dijo Arnie.
—No te estás haciendo ningún favor, muchacho —prosiguió el policía, pero parecía algo sorprendido y temeroso al mismo tiempo.
Por un momento la voz del chico se había hecho más profunda y áspera, y parecía que tuviera cuarenta años más, y fuese un tipo endurecido…, nada parecido al muchachito endeble que veía delante de él.
Se inclinó, cogió las llaves, y tres de los policías, inmediatamente, se dirigieron al portaequipajes. «Lo saben», pensó Arnie, resignado. Por lo menos, esto no tenía nada que ver con la obsesión de Junkins con Buddy Repperton y Moochie Welch y los otros, por lo menos no directamente rectificó cautelosamente esto parecía más bien una operación bien planeada y coordinada contra las operaciones de contrabando de Will de Libertyville a Nueva York y Nueva Inglaterra.
—Chico —prosiguió uno de los policías—, ¿quieres responder a algunas preguntas o realizar una declaración? Si crees que te gustaría, inmediatamente te leeré los derechos Miranda.
—No —replicó Arnie con tranquilidad—. No tengo nada que decir.
—Las cosas podrían ser algo más fáciles para ti.
—Eso es coerción —siguió Arnie, sonriendo un poco—. Vigilad o haréis un gran agujero en vuestro propio caso.
El policía enrojeció.
—Si quieres portarte como un imbécil, eso es asunto tuyo.
Abrieron el portaequipajes del Chrysler. Tuvieron que sacar el neumático de recambio, el gato y varias cajas pequeñas de recambio: muelles, tuercas, tornillos y cosas parecidas. Uno de los policías estaba casi del todo metido en el portaequipajes; únicamente le sobresalían las piernas cubiertas de gris azulado. Por un momento, Arnie confió, vagamente, en que no encontrarían el doble compartimiento, después rechazó el pensamiento: esa era la parte infantil en él, la parte que ahora deseaba rechazar, porque esa parte, últimamente, estaba quedando del todo dañada. Lo encontrarían. Y cuanto antes lo encontrasen, más pronto terminaría esta desagradable escena al lado de la carretera.
Como si algún dios hubiera escuchado su deseo y hubiera decidido complacerle apresuradamente, el policía dentro del portaequipajes gritó triunfalmente:
—¡Cigarrillos!
—Muy bien —convino el policía que le había leído la orden de registro—. Cierra eso —se dirigió hacia Arnie. Le hizo la advertencia Miranda—. ¿Entiendes tus derechos tal como te los he enunciado?
—Sí —dijo Arnie.
—¿Quieres hacer una declaración?
—No.
—Entra en el auto, hijo. Quedas arrestado.
«Estoy arrestado», pensó Arnie, y casi soltó una carcajada pues ese pensamiento era tan disparatado… Todo eso era un sueño y pronto despertaría. Arrestado. Preso en un vagón de la policía estatal. La gente que le miraba…
Desesperado, unas lágrimas infantiles, fuertemente sanas, le hicieron un nudo en la garganta. Le oprimía el pecho: una, dos veces.
El policía que le había leído sus derechos, le tocó en el hombro con un ademán desesperado. Presentía que si conseguía meterse dentro de si mismo con la rapidez suficiente, todo iría bien… Sin embargo, la compasión podía volverle loco.
—¡No me toques!
—Hazlo a tu manera, hijo —le respondió el policía, sacando la mano.
Abrió la puerta trasera del furgón para que Arnie entrase.
«¿Se llora en los sueños?» Naturalmente que podía llorarse en sueños… ¿No había leído en alguna parte sobre gente que se despertaban de sus pesadillas con lágrimas en los ojos? Pero, sueño o no sueño, él no iba a llorar.
En vez de llorar pensaría en Christine. No en su madre, ni en su padre, no en Leigh ni en Will Darnell ni en Slawson…, en todos esos miserables mierdosos que le habían traicionado.
Pensaría en Christine.
Arnie cerró los ojos e inclinó su cara pálida, desencajada, hacia sus manos e hizo aquello mismo. Y como siempre al pensar en Christine las cosas mejoraron. Después de un rato pudo enderezarse y mirar fuera al paisaje y reaccionar sobre su situación.
Michael Cunningham depositó lentamente el auricular del teléfono en su soporte —con infinito cuidado—, como si hacer menos que eso pudiera causar una explosión y expandir por su estudio cortantes pedazos de metralla. Se sentó nuevamente en la butaca giratoria del escritorio, encima del cual tenía su máquina de escribir Selectric Corrector IBM II, un cenicero con las palabras en azul y dorado HORLICS UNIVERSITY casi ilegibles en el fondo sucio, y el manuscrito de su tercer libro, un estudio de los blindados Monitor y Merrimac. Estaba en mitad de una página cuando había sonado el teléfono. Ahora aflojó el sujetador de papel a la derecha de la máquina y sacó la página de debajo del rollo, observando minuciosamente curva. La puso boca abajo encima del manuscrito, que ahora era poco más que un enredo de correcciones a lápiz.
Fuera un viento frío gemía alrededor de la casa. La tibieza de las nubes de la mañana había dado lugar a una velada fría y clara de diciembre. La derretida nieve se había helado y su hijo estaba detenido en Albany acusado esto que parecía ser contrabando: «No, Mr. Cunningham, no es marihuana; son cigarrillos, doscientos cartones de cigarrillos Winston sin los precintos fiscales.»
Desde abajo llegaba el zumbido de la máquina de coser de Regina. Ahora tendría que levantarse, ir hacia la puerta y abrirla, cruzar el vestíbulo hasta la escalera, bajar por ella, entrar en el comedor y después en el cuarto con plantas alrededor que, en otros tiempos, había sido el lavadero, pero que ahora era el cuarto de costura quedarse allí de pie mientras Regina alzaba la mirada hacia él (ella llevaría sus medias gafas para el trabajo cerca) y decir:
—Regina, Arnie ha sido arrestado por la policía del Estado de Nueva York.
Michael intentó comenzar este proceso levantándose de su butaca giratoria, pero esta parecía presentir que el hombre estaba temporalmente distraído. Giró y rodó hacia atrás sobre sus ruedecillas en un mismo instante, y Michael tuvo que agarrarse al borde de su escritorio para no caer. Se retrepó pesadamente en la butaca otra vez, y el corazón le latió con una rapidez dolorosa dentro del pecho.
De pronto, le invadió una oleada compleja de desesperación y pena, gimió en voz alta y se cogió la frente, apretando en las sienes. Los antiguos pensamientos bulleron dentro de su cabeza de nuevo, tan seguros como los mosquitos en verano, e igualmente enloquecedores. Seis meses antes, las cosas habían ido muy bien. Ahora su hijo estaba encerrado en una cárcel, en algún sitio. ¿En qué momento habían cambiado las cosas? ¿Cómo había podido él, Michael, cambiarlas? ¿Cuál era exactamente la historia de lo ocurrido? ¿Cuándo había comenzado a infiltrarse la dolencia?
—Jesús…
Apretó con mayor fuerza, escuchando el gemido invernal fuera de las ventanas. Él y Arnie habían colocado las protecciones exactamente el mes pasado. Aquél había sido un buen día, ¿no es cierto? Primero, Arnie que sostenía la escalera y mirando hacia arriba, y él abajo y Arnie allá arriba, y él gritándole a Arnie que tuviera cuidado, y el viento que le agitaba el pelo y las hojas muertas color castaño revoloteaban por encima de sus zapatos, perdido su color. Seguro que aquel día había sido un buen día. Incluso después de haberse introducido entre ellos aquel coche bestial, aquel auto que parecía arrojar una sombra sobre toda la vida de su hijo, como una enfermedad fatal, incluso después hubo algunos días buenos. ¿No es cierto?
—Jesús —dijo de nuevo con una voz débil, lacrimosa, la voz que él despreciaba.
Se alzaron ante sus ojos imágenes no deseadas. Colegas que le miraban de reojo, que quizá murmurasen en el club de la facultad. Discusiones en cócteles, en donde su nombre surgía y se bandeaba como un cuerpo anegado en agua. Arnie no cumpliría los dieciocho hasta dentro de casi dos meses, y esto suponía que su nombre no saldría en los periódicos, pero, no obstante, todo el mundo lo sabría. El rumor se esparcía con rapidez.
De pronto, demencialmente, vio a Arnie a los cuatro años, a carcajadas en un triciclo rojo que él y Regina habían adquirido en una venta de rebajas (Arnie, a los cuatro años, las llamaba «las ventas de rebajas de mamá») la pintura roja del triciclo tenía unas escamillas de moho, los neumáticos estaban desgastados, pero Arnie se entusiasmó con el triciclo se lo hubiera llevado con él a la cama de haber podido. Michael cerró los ojos y vio a Arnie de un lado a otro en la acera, con su mono azul de carga, el cabello que caía sobre los ojos, y entonces, en frente, el ojo debió parpadear o hizo algo y el triciclo esta ocasión enmohecido era Christine, su pintura roja cubierta de herrumbre, y sus ventanillas de un blanco lechoso por la edad.
Apretó con fuerza los dientes. Si alguien le hubiera estado mirando, hubiera creído que sonreía como loco. Esperó hasta tener un poco de dominio de si mismo, y entonces se levantó y bajó la escalera para decirle a Regina lo que había sucedido. Se lo diría y ella pensaría en lo que debían hacer, tal como siempre había sido, ella le robaría el movimiento siguiente asumiendo el bálsamo triste que pudiera proporcionar el hacerse cargo de las cosas y le dejaría a él, únicamente, con la pena enfermiza y el conocimiento de que ahora su hijo era otra persona.