39. Junkins de nuevo

The fenders were clickin the guard-rail posts,

The guys beside me were just as white as ghosts.

One says, “Slow down, I see spots,

The lines in the road just look like dots.”

CHARLIE RYAN

Arnie entraba en el garaje de Darnell, aproximadamente, una hora después. Su pasajero —si es que realmente había habido un pasajero— hacía rato que se había desvanecido. También había desaparecido el hedor, seguro que todo ha sido sólo una ilusión. «Si uno estaba el tiempo suficiente con los mierdosos —se dijo Arnie—, todo comenzaba a oler a mierda. Y eso, naturalmente, les hacía muy felices.»

Will estaba sentado a su escritorio dentro de su oficina con mamparas de cristal, comiéndose un gran emparedado o una mano chorreante, pero no salió de allí. Arnie hizo sonar la bocina y aparcó.

Todo había sido una especie de sueño. Sencillamente. Una especie demencial de sueño. Llamar a casa, llamar a Leigh, el intento de llamar a Dennis para que esa enfermera le dijese que Dennis estaba en Fisioterapia: era como haber sido negado tres veces antes de que el gallo cante o algo así. Se había alterado un poco. Cualquiera se hubiera alterado, después de la temporada de mierda por la que estaba pasando desde agosto. Todo era una cuestión de perspectiva, después de todo, ¿no es cierto? Durante toda su vida, él había sido algo determinado para la gente, ahora él estaba saliendo de su concha, convirtiéndose en una persona corriente y normal, con preocupaciones corrientes y normales. No era nada sorprendente que la gente se resintiera por ello, porque cuando alguien cambiaba

(«para mejor o peor, en la riqueza y en la pobreza»)

es natural que la gente se comportase algo raramente al respecto. Les jodía la perspectiva.

Leigh había hablado como si creyese que él estaba loco y eso no era nada sino mierda de la peor clase. Él había estado bajo una tensión, naturalmente que había sido así, pero la tensión era una parte natural de la vida. Si Miss Leigh Cabot pensaba de otra manera, esa señorita era candidata para una jodida abismal a las manos de un violador campeón de todos los tiempos: La Vida. Probablemente, lo haría tomando estimulantes para conseguir ponerse en marcha por las mañanas, y soporíferos para descansar por la noche.

Ah, pero él la deseaba incluso ahora, pensando en ella, Arnie sintió que un deseo inconmensurable, enorme, innombrable le invadía todo el ser como un viento frío, haciéndole apretar ferozmente el volante de Christine entre las manos. Era un ardiente deseo demasiado grande, demasiado elemental para tener nombre. Era su propia fuerza.

Pero ahora estaba bien. Sentía que había… cruzado un último puente, o algo parecido.

Se había recuperado sentado en medio de una estrecha entrada a la carretera, más allá de los últimos aparcamientos del Monroeville Mall, lo que significaba que se hallaba más o menos, a medio camino de California. Al salir del coche y mirar detrás, había visto un agujero abierto en un banco de nieve y en el capó de Christine se derretía la nieve esparcida. Por lo visto, había perdido el control y había patinado a través del sitio (que, estando en su apogeo temporada de compras de Navidad, estaba afortunadamente vacía a esta distancia), y había chocado con el banco. Había sido muy afortunado al evitar un accidente. Malditamente afortunado.

Permaneció allí sentado un rato, escuchando la radio mirando a través del parabrisas a la media luna que flotaba arriba. Bobby Helms cantaba Jingle Belt Rock, un Sonido de la Temporada, como solían decir los discjockeys.

Arnie sonrió un poco, sintiéndose mejor. No podía recordar qué era lo que había visto exactamente (o creía haber visto) y, realmente, no quería saberlo. Fuese lo que fuese era la primera y la última vez. Estaba muy seguro de ello.

La gente había conseguido que él imaginase cosas. Probablemente, estarían encantados de saberlo…, pero él no iba proporcionarles esa satisfacción.

Las cosas iban a andar mejor en todos los aspectos. Él arreglaría las cosas en casa, de hecho, aquella misma noche empezaría viendo un poco de televisión con sus padres justo como en los viejos tiempos. Y se ganaría de nuevo a Leigh. Si a ella no le gustaba el coche, a pesar de lo extrañas que resultaran sus razones, a lo mejor se compraría otro coche muy pronto y le diría que había cambiado a Christine. Podía conservar aquí a Christine, alquilar un espacio. Lo que Leigh no supiera no le haría daño. Y esta iba a ser la última vez que hiciera recados para Will, este próximo fin de semana. Ese fanfarrón ya había ido lo bastante lejos, Arnie lo sentía dentro de él. Que Will creyese que Arnie era un cobarde si eso es lo que quería creer. Un arresto por transporte interestatal de alcohol y cigarrillos, sin permiso, no serían muy agradable en su solicitud para la universidad, ¿no es así? Un arresto o infracción federal. No. No sería bonito.

Rió un poco. Se sentía mejor. Purgado. En su camino de regreso al garaje se comió la pizza aunque estaba fría. Estaba hambriento. Le pareció un poco raro que faltase un pedazo, de hecho, le inquietó un poco, pero lo olvidó.

Probablemente, lo habría comido durante ese extraño momento en blanco, o quizá lo había arrojado por la ventana. Eso había sido fantasmal, No más de esa mierda. Y se rió de nuevo, esta vez ya menos tembloroso.

Salió entonces del vehículo, cerró de un portazo y se encaminó hacia la oficina de Will para saber qué es lo que haría esta noche para él. De pronto, se le ocurrió que el día siguiente era el último día de clase antes de las vacaciones y navidad, y eso puso mayor elasticidad en su paso.

Coincidió en el momento en que la puerta lateral, aquella junto a la gran puerta para vehículos, se abría y entraba un hombre. Era Junkins. Otra vez.

Vio que Arnie le miraba y alzó una mano.

—Hola, Arnie.

Arnie echó una ojeada a Will. A través del cristal, Will se encogió de hombros y continuó comiéndose su gran emparedado.

—Hola —replicó Arnie—. ¿En qué puedo servirle?

—Bueno, no sé… —respondió Junkins. Sonrió y después sus ojos se clavaron más allá de Arnie hasta Christine, evaluando, buscando algún daño—. ¿Quieres hacer algo por mí?

—Malditas las ganas que tengo de hacerlo —replicó Arnie.

Sentía que la cabeza le palpitaba nuevamente invadida de rabia.

Rudy Junkins sonrió, al parecer sin sentirse ofendido.

—Sencillamente, he entrado al pasar. ¿Cómo estás?

Alargó la mano. Arnie se limitó a mirársela. Sin sentirse avergonzado en lo más mínimo, Junkins dejó caer la mano y anduvo alrededor de Christine, comenzando a examinarla de nuevo. Arnie le vigilaba, con los labios tan apretados que parecían blancos. Sentía una nueva oleada de ira cada vez que Junkins dejaba caer una de sus manos sobre Christine.

—Oiga, creo que debería usted comprar un billete para la temporada o algo parecido —explicó Arnie—. Por ejemplo para los partidos de los Steelers.

Junkins se volvió y le miró de forma interrogante.

—No importa —dijo Arnie malhumorado.

Junkins continuó observando el coche.

—Sabes —le dijo—, es algo diabólico lo que le sucedió a Buddy Repperton y a esos chicos, ¿no crees?

«Jódete —pensó Arnie—. No voy a seguirle el juego a este comemierda»

—Yo estaba en Filadelfia. Torneo de ajedrez.

—Lo sé —respondió Junkins.

—¡Jesús! Realmente está usted vigilándome.

Junkins regresó de nuevo junto a Arnie. Ahora no hubo ninguna sonrisa en su cara.

—Sí, eso es cierto —explicó—. Estoy vigilándote. Es uno de los muchachos involucrados, creo yo, en los destrozos de tu coche, tres están ahora muertos, junto con un cuarto chico que, aparentemente, sólo había salido a pasear con ellos el martes por la noche. Esa es una coincidencia demasiado extraña. Algo muy exagerado para mí. Ya puedes apostar que estoy vigilándote.

Arnie le miró con fijeza, tan sorprendido que olvido el enfado, inseguro de sí mismo.

—Creía que había sido un accidente…, que estaban borrachos y a toda velocidad y…

—En todo eso hay otro coche de por medio —explicó Junkins.

—¿Cómo lo sabe usted?

—Había huellas en la nieve, por una parte. Desgraciadamente, el viento las había borrado demasiado para que pudiéramos conseguir una foto decente. Pero una de las barreras de la entrada al Parque Squantic estaba rota, encontramos restos de pintura roja pegada. El Camaro de Buddy no era rojo. Era azul.

Midió a Arnie con la mirada.

—También encontramos huellas de pintura roja incrustada en la piel de Moochie Welch, Arnie. ¿Comprendes eso? ¿Sabes tú lo fuertemente que un auto ha de golpear a un individuo para incrustar pintura en su piel?

—Debería usted salir por ahí y comenzar a contar coches rojos —replicó Arnie fríamente—. Antes de llegar a Blue Drive habrá llegado a la veintena, se lo garantizo.

—Puedes apostar por ello —siguió Junkins—. Pero enviamos muestras al laboratorio del FBI, en Washington, donde tienen muestras de todas las ramas de rojo que han utilizado en Detroit. Hoy hemos recibido los resultados. ¿Tienes alguna idea de lo que eran? ¿Quieres hacer una suposición?

El corazón de Arnie le latía con fuerza en el pecho, y tenía sus correspondientes palpitaciones en las sienes.

—Ya que está usted aquí, supondría que era «Rojo de Otoño». El color de Christine.

—Ese chico se ha ganado una muñequita —bromeó Junkins.

Encendió un cigarrillo y miró a Arnie a través del humo. Había abandonado cualquier fingimiento de buen humor, su mirada resultaba pétrea.

Arnie se llevó las manos a la cabeza en un gesto exagerado de exasperación.

—«Rojo de Otoño», fantástico. Christine se pintó por encargo, pero desde el cincuenta y nueve al sesenta y tres había Fords pintados «Rojo de Otoño», y también Thunderbirds y la casa Chevrolet ofreció ese tono desde el sesenta y dos al sesenta y cuatro y, durante una temporada, en la mitad de los cincuenta, cualquiera hubiera podido comprar un Rambler pintado de color «Rojo de Otoño». He estado trabajando en mi cincuenta y ocho ya hace más de medio año, pues compro los folletos de los autos, uno no puede trabajar en un coche viejo si no tiene folletos, o se está condenado al fracaso antes de comenzar. Yo lo sé —miró fijamente a Junkins—, y usted lo sabe también. ¿No es cierto?

Junkins no respondió, sólo continuó mirando a Arnie con esa mirada fija, implacable, inquietante. Arnie nunca había recibido una mirada semejante de nadie, pero la reconoció. Suponía que cualquiera la reconocería. Era una mirada de poderosa y firme sospecha. Le asustó. Algunos meses antes —incluso algunas semanas antes— eso es lo que probablemente le hubiera hecho. Pero ahora además de eso se puso furioso.

—Realmente, usted va de pesca. Dígame, de todos modos, ¿qué es lo que demonios tiene contra mí, señor Junkins? ¿Por qué encima de mí?

Junkins se echó a reír y caminó en un gran semicírculo.

El lugar estaba totalmente vacío con excepción de ellos dos ahí fuera y Will dentro de su oficina, acabándose de comer su emparedado y lamiendo el aceite de oliva de sus manos, al mismo tiempo que le observaba, atentamente.

—¿Qué es lo que tengo contra ti? —preguntó Junkins—. ¿Cómo te suena asesinato en primer grado, Arnie? ¿Te produce eso alguna impresión?

Arnie quedó muy silencioso.

—No te preocupes —prosiguió Junkins caminando todavía—. No habrá ninguna impresionante escena con un policía. Nada de amenazas tremendas sobre llevarte conmigo a comisaría…, excepto que, en este caso, la comisaría sería Harrisburg. Nada de tarjetas Miranda. Todo sigue bien por ahora para nuestro héroe, Arnie Cunningham.

—No entiendo nada de lo que usted…

—Tú… lo entiendes… ¡PERFECTAMENTE! —rugió Junkins.

Se había detenido junto al gigantesco bulto de un camión: otra de las carracas en marcha de Johnny Pomberton. Junkins clavó sus ojos en Arnie.

—Tres de los chicos que le atizaron a tu auto están muertos. En ambos escenarios del crimen se tomaron muestras de pintura «Rojo de Otoño», lo que nos induce a creer que el vehículo que el atacante utilizó en ambos casos era, por lo menos en parte, del color «Rojo de Otoño» ¡Y misterio sobre misterio! Resulta que el coche que esos chicos destrozaron está pintado, en su mayor parte, con color «Rojo de Otoño». Y tú estás ahí pasmado, subiéndote las gafas en la nariz y diciéndome que no sabes de que te hablo.

—Yo estaba en Filadelfia cuando sucedió todo eso —repuso Arnie en voz baja—. ¿Es que usted no lo comprende? ¿Es que no puede comprenderlo?

—Chico —dijo Junkins arrojando a lo lejos su cigarrillo—. Esa es la parte peor del asunto. Esa es la parte que realmente, apesta.

—Me gustaría que se marchase usted de aquí o que me arrestara, o lo que sea. Porque se supone que debo trabajar un poco.

—Por ahora —dijo Junkins—, todo lo que hemos conseguido son palabras. La primera vez, cuando mataron a Welch, se supone que estabas en tu casa, en la cama.

—No muy sólido, lo sé —repuso Arnie—. Créame, si hubiera sabido que toda esta mierda me iba a caer encima hubiera contratado a algún amigo enfermo para que me hiciera compañía.

—Oh, no, eso ha sido bueno —convino Junkins—. Tu madre y tu padre no tienen ninguna razón para dudar de tu historia. Eso puedo asegurarlo después de hablar con ellos. Todas las coartadas, las buenas coartadas, normalmente, tienen más agujeros que un traje del Ejército de Salvación. Es cuando comienzan a parecerse a trajes tipo armadura cuando me pongo nervioso.

—¡Por el sagrado nombre de Jesús! —casi gritó Arnie—. ¡Fue una jodida partida de ajedrez! ¡Hace ya cuatro años que estoy en el club de ajedrez!

—Hasta hoy —repuso Junkins, y Arnie se quedó de nuevo silencioso. Junkins asintió—. Oh, sí, hablé con el asesor del club, Herbert Slawson. Dice que, durante los tres primeros años, nunca dejaste de asistir ni a un encuentro, incluso te presentaste en un par de ellos teniendo un poco de gripe. Tú eras su jugador estrella. Pero, este año, desde el principio, te has saltado algunos partidos…

—Tenía que trabajar en mi coche…, y salía con una chica…

—El señor Slawson me dijo que habías estado ausente de los tres primeros torneos, y se sorprendió mucho cuando tu nombre apareció en la hoja de viajes del encuentro en los Estados del Norte. Él creía que ya habías perdido todo el interés en el club.

—Ya le he dicho a usted…

—Sí, me lo has dicho… Demasiado ocupado. Coches y chicas, todo lo que hace que los chicos anden atareados. Pero recuperaste el interés suficiente para ir a Filadelfia y, después, dejaste el club. Eso me parece muy raro.

—Yo no veo nada extraño en ello —replicó Arnie, pero su voz parecía distante, casi perdida en el rugido de la afluencia de sangre en sus oídos.

—Bobadas. Parece como si supieras lo que iba a ocurrir y te preparaste para tener una coartada a toda prueba.

El rugido dentro de su cabeza se había convertido en unos golpes constantes y ondeantes, como un oleaje, cada palpitación acompañada de una embestida sorda de dolor. Empezaba a sentir dolor de cabeza: ¿Por qué este hombre monstruoso con sus inquisitivos ojos oscuros no se marchaba de una vez? Nada de aquello era verdad, nada en absoluto. Él no había preparado nada de antemano, ni una coartada, ni nada en absoluto. Se había quedado tan sorprendido como cualquier otro al leer en el periódico lo que había sucedido. Naturalmente que era así. No estaba ocurriendo nada raro, a menos que fuese la paranoia de este lunático y

(«¿Cómo te hiciste daño en la espalda, Arnie? Y a propósito, ¿ves algo verde? ves algo»)

cerró los ojos y, por un momento, el mundo parecía que se salía de su órbita y vio aquel rostro que se pudría, verdoso, burlón, delante de él, diciendo: «Ponla en marcha. Pon la calefacción y vayamos a dar un paseo. Y mientras estamos en ello carguémonos a los mierdosos que destrozaron nuestro coche. Vamos a engrasar a esos pequeños gilipollas, ¿qué te parece? Vamos a darles tan jodidamente fuerte que ese cortacadáveres del hospital de la ciudad tendrá que sacarles con pinzas los pedacitos de pintura incrustados en la piel. ¿Qué te parece? Oigamos alguna música alegre en la radio y rodemos. Vamos a…»

Tanteó detrás de él, tocó a Christine… Su superficie dura, fría, tranquilizadora… Las cosas volvieron a ponerse en su sitio. Abrió los ojos.

—Queda solamente una cosa, en verdad —siguió Junkins—, y es muy subjetiva. Nada que pudiera escribirse en un informe. Esta vez tú eres diferente, Arnie. Más duro, de alguna manera. Es casi como si hubieras envejecido veinte años.

Arnie se echó a reír, y sintió alivio al escuchar que sonaba muy natural.

—Mr. Junkins, al parecer tiene un tornillo flojo.

Junkins no se le unió en la risa.

—Ya, ya. Lo sé. Todo este asunto es una locura…, mucho más demencial que cualquier otra cosa que haya investigado durante los diez años que llevo de detective. La última vez me pareció que podía atraparte, Arnie. Presentí que tu eras…, no sabría decirlo. Perdido, infeliz, que tanteabas a tu alrededor, que intentabas salir… Ahora ya no lo siento en absoluto. Ahora me siento como si estuviera hablando con otra persona. Y no con una persona muy agradable.

—He terminado de hablar con usted —dijo Arnie bruscamente, y comenzó a caminar en dirección de la oficina.

—Quiero saber lo que sucedió —le gritó Junkins—, voy a descubrirlo. Créeme.

—Hágame un favor y no venga por aquí —le respondió Arnie—. Está usted loco.

Entró en la oficina, cerró la puerta detrás de él y observó que sus manos no temblaban en absoluto. La habitación estaba cargada con los olores de aceite puro de oliva y de ajo. Cruzó por delante de Will sin pronunciar palabra, cogió su tarjeta del estante, y la taladró. Entonces miró a través de la ventana y vio a Junkins de pie fuera, mirando a Christine. Will no dijo nada. Arnie podía oír el ruidoso motor de la respiración del hombretón. Un par de minutos más tarde, Junkins se marchó.

—Un «poli» —dijo Will, y soltó un fuerte eructo.

Sonó como una sierra de cadena.

—Sí.

—Repperton.

—Sí. Cree que yo tuve algo que ver con ello.

—¿Aunque estuvieras en Filadelfia?

Arnie sacudió la cabeza.

—Al parecer, eso no le importa mucho.

«Entonces, ese es un poli listo —pensó Will—. Ese sabe que los hechos están falseados, y su intuición le dice que todavía hay algo más falseado que los hechos, de modo que ha ido más lejos en el asunto de lo que muchos policías habrían llegado, pero ese podría emplear un millón de años en buscar, y no llegaría hasta el final de la verdad.»

Se acordó del coche vacío autoconduciéndose a su lugar en el garaje como un extraño juguete de cuerda. La ranura de ignición vacía dando la vuelta hasta START. El motor girando una vez, como en un gruñido de advertencia y, después, apagándose.

Y pensando en estas cosas, Will no confiaba en si mismo para mirar a Arnie directamente a la cara, aunque su propia experiencia rutinaria para el engaño tenía casi toda una vida.

—No quiero enviarte a Albany si los «polis» te están vigilando.

—No me importa que me envíes o no a Albany, pero no tienes que preocuparte por nada más. Ese es el único «poli» que he visto, y está loco. No se interesa en otra cosa sino en dos casos de atropello y fuga.

Los ojos de Will ahora se toparon con los de Arnie: los de Arnie grises y distantes, los de Will de una vaga ausencia de color, en la córnea de un pálido amarillo, eran los ojos de un viejo gato callejero que había visto las entrañas abiertas de un millar de ratones.

—Está interesado por ti —explicó a Arnie—. Es mejor que envíe a Jimmy.

—Te gusta cómo conduce Jimmy, ¿verdad? —Will miró un momento a Arnie, y después suspiró.

—De acuerdo hijo. Pero si ves a ese «poli» retrocede. Y si te pillan con el saco, Cunningham, el saco es tuyo. ¿Lo entiendes bien?

—Sí —dijo Arnie—. ¿Quieres que esta noche haga algún trabajillo, o qué?

—Hay un Buick del setenta y siete en el cuarenta y nueve. Saca el motor de arranque. Comprueba el solenoide. Si te parece bien, sácalo también.

Arnie asintió y salió. Los ojos pensativos de Will se desviaron de su espalda hasta Christine. Esta semana no era conveniente enviarle a Albany, y él lo sabía. Y el chico lo sabía también, pero seguiría adelante de todos modos. Había dicho que iría, y ahora lo haría pese a todo. Y si algo sucedía, el chico aguantaría. Will estaba seguro de ello. Hubo un tiempo en que, seguramente, no lo habría hecho, pero esos días ya habían quedado muy lejos.

Lo había escuchado todo por el intercomunicador.

Junkins tenía razón. El chico era mucho más duro ahora.

Will comenzó a mirar otra vez el modelo de 1958. Arnie llevaría el Chrysler de Will a Nueva York. Mientras estuviese fuera, Will vigilaría a Christine. Vigilaría a Christine y vería lo que sucedía.