Well mister, I want a yellow convertible,
Four-door DeVille,
With a Continental spare and wire-chrome wheels.
I want power steering,
And power brakes;
I want a powerful motor with a jet offtake…
I want shortwave radio,
I want TV and a phone,
You know I gotta talk to my baby
When I’m ridin along.
CHUCK BERRY
La ruina retorcida por el fuego del Camaro de Buddy Repperton fue hallada a última hora de la tarde por un guarda del parque. Una anciana que vivía con su marido en la pequeña ciudad Upper Squantic había llamado a la comisaría de los guardas situada a un lado del parque. La mujer sufría mucho de artritis y algunas noches no podía dormir. Durante la última noche creyó haber visto llamas que procedían de algún lugar cerca de la entrada sur del parque. ¿A qué hora? Supongo que sería un cuarto de hora después de las diez porque había estado viendo el programa «Cine Martes noche», en la CBS y todavía no había llegado ni a la mitad.
El jueves, en la página frontal del Keystone de Libertyville, apareció una fotografía del coche incendiado bajo unos titulares que decían: TRES MUERTOS EN UN ACCIDENTE DE COCHE EN LAS COLINAS SQUANTIC EN EL PARQUE ESTATAL. Se citaba a un policía diciendo que, «probablemente, el licor había sido un factor», manera oficialmente opaca de decir que, entre los restos retorcidos, se habían encontrados los cascos destrozados de más de media docena de botellas de una combinación de vino y jugo, que se vendía bajo el nombre comercial de Texas Driver.
Las noticias causaron un impacto especialmente duro en el Instituto de Libertyville, los jóvenes siempre han tenido una gran dificultad en aceptar el hecho de su propia mortalidad. Es posible que la temporada de vacaciones hiciera ese hecho mucho más difícil de aceptar.
Arnie Cunningham se sintió terriblemente deprimido por las noticias. Deprimido y asustado. Primero Moochie, ahora Buddy, Richie Trelawney y Bobby Stanton. Bobby Stanton, Bobby Stanton, uno de los cagones nuevos que Arnie nunca había oído mencionar, y, de todos modos, ¿qué estaba haciendo un chiquillo cagón como ese con tipos como Buddy Repperton y Richie Trelawney? ¿Es que no sabía que estaba metiéndose en una jaula de tigres sin otra protección que una pistola de agua? Arnie encontraba tremendamente difícil aceptar la versión corriente, que era sencillamente que Buddy y sus amigos estuvieron fumando droga durante el partido de baloncesto, y después pasearon en auto y bebieron hasta llegar a ese mal fin.
Arnie no podía liberarse de cierto presentimiento, como si de alguna manera estuviera involucrado en lo ocurrido.
Leigh no le había hablado más desde la discusión. Arnie no la llamó: en parte por orgullo y, en parte, por vergüenza, y también, en parte, porque deseaba que ella le llamase primero y las cosas volvieran a lo que habían sido… antes.
«¿Antes de qué? —le susurraba la mente—. Bueno, antes de que ella casi se ahogase y muriese en tu auto, por un bocado. Antes de que tú intentases aporrear al tipo que le salvó la vida.»
Pero ella quería que él vendiese a Christine. Y eso era sencillamente imposible…, ¿no es cierto? ¿Cómo podía hacer eso después de haber dedicado tanto tiempo y esfuerzo y sangre, y —sí, era verdad—, incluso lágrimas, en ese vehículo?
Era un viejo argumento, y él no quería ni tan siquiera pensar en ello. Sonó el último timbre de lo que parecía un interminable martes y Arnie salió, dirigiéndose al aparcamiento de los estudiantes —casi corrió hasta allí— y entró en Christine casi como en una zambullida.
Se sentó allí, tras el volante y aspiró temblorosa y largamente, contemplando los primeros copos de nieve de la tarde agitándose, bailoteando y girando por encima del reluciente capó. Buscó las llaves, las extrajo del bolsillo y puso en marcha a Christine. El motor ronroneó confiadamente y Arnie partió, con un crujido al rodar los neumáticos por encima de la apretada nieve. Algún día tendría que colocar neumáticos para la nieve, supuso, pero la verdad era que Christine no parecía necesitarlos. Poseía la mejor tracción de cualquier coche que Arnie hubiera conducido con anterioridad.
Buscó el botón de la radio y lo colocó en WDIL. Sheb Wooley estaba cantando The Purple People Eater. Eso le arrancó finalmente una sonrisa.
El hecho simple de encontrarse detrás del volante de Christine, a su mando, le hacía sentir que todo era mejor. Le hacía sentir que podía manejarlo todo. Saber de Repperton y Trelawney y ese pequeño comemierdas acabando de aquella manera había sido, naturalmente, un terrible golpe y, después de los resentimientos del pasado verano y de este otoño, probablemente era muy natural que se sintiera un poco culpable. Pero la pura verdad era que él había estado en Philly. No tenía nada que ver con el asunto, era imposible.
Simplemente es que había estado sintiéndose deprimido por todo en general. Dennis estaba en el hospital. Leigh se comportaba de forma estúpida, como si su auto, su Christine, hubiera poseído manos y hubiera embutido aquel pedazo de hamburguesa en su garganta, por el amor de Dios… Y hoy había abandonado el club de ajedrez.
Quizá lo peor de todo había sido la manera en que Mr. Slawson, el asesor de la Facultad, había aceptado su decisión sin tan sólo tratar de hacerle cambiar de opinión.
Arnie le había explicado ampliamente que estos días disponía de muy poco tiempo, y de que, sencillamente, se veía obligado a reducir algunas de sus actividades, y Mr. Slawson, con sencillez, había asentido diciendo: «De acuerdo, Arnie aquí me encontrarás en el aula 30 si cambias de opinión.» Mr. Slawson le había mirado con sus ojos azul descolorido, que sus gruesos lentes agrandaban a la medida de unos repulsivos huevos hervidos, y en ellos había algo: ¿Era reproche?
Quizá lo había sido. Pero el tipo ni tan siquiera había intentado persuadirle para que se quedase, esa era la cuestión. Por lo menos, hubiera debido intentarlo, porque Arnie era el mejor jugador que el club de ajedrez que LHS podía ofrecer y Slawson lo sabía. Si lo hubiera intentado, a lo mejor Arnie hubiera cambiado de parecer. La verdad era… Ahora disponía de un poco de tiempo, ahora que Christine estaba… estaba…
¿Qué?
… bueno, compuesta otra vez. Si Mr. Slawson hubiera dicho algo como «Eh, Arnie, no te precipites, consideremos la cuestión, nosotros te necesitamos realmente…», si Mr. Slawson hubiera dicho algo parecido a eso, bueno, él quizá lo hubiera reconsiderado. Pero no Slawson. Aquí me encontrarás en el aula treinta si cambias de opinión, y bla-bla y yak-yak, asqueroso jodedor, justo como todos. No era por culpa suya que la ESL hubiera perdido durante la vuelta semifinal, él había ganado antes cuatro partidas y hubiera ganado en los finales si hubiera tenido una oportunidad. Eran esos dos comemierdas de Barry Qualson y Mike Hicks que habían perdido para el club, los dos jugaban al ajedrez como si creyeran que Ruy López era una especie de refresco o algo parecido…
Rompió el envoltorio y el papel de estaño de una goma de mascar, plegó la barrita que se metió en la boca, hizo una bola con el envoltorio y la arrojó certeramente a la bolsa de desperdicios que colgaba del cenicero de Christine.
—Justo en el coño de esa putita —murmuró, e hizo una mueca.
Fue una mueca dura, maliciosa. Sus ojos se movían inquietos de un lado a otro, contemplando desconfiadamente un mundo repleto de conductores locos y peatones imbéciles y a la idiotez general.
Arnie rodó sin meta por Libertyville, dejando que sus pensamientos siguieran por esos caminos suavemente faraónicos y amargamente consoladores. La radio emitía una continua difusión de viejas canciones famosas, y hoy todas ellas parecían instrumentales: Rebel Rouser, Wild Weeken, Telstar, Teen Beat, de Sandy Nelson y Rumple de Lily Wray, el mejor de todos ellos. Le dolía un poco la espalda. Muy pronto, la ligera nevada se había convertido en un oscuro nubarrón de nieve. Encendió los faros y, casi al mismo tiempo, la nieve cesó y se apartaron las nubes, dejando pasar los rayos de un sol invernal crepuscular, remoto, fríamente hermoso.
Arnie seguía circulando.
Concentró sus pensamientos —que ahora se centraron en que Repperton quizás había obtenido un final perfectamente merecido después de todo y se asombró al darse cuenta de que casi eran las seis menos cuarto y ya era oscuro. Gino’s Pizza estaba cerca, a la izquierda, y los pequeños tréboles de neón verde brillaban temblorosos en la oscuridad. Arnie se acercó al bordillo y salió. Comenzaba a cruzar la calle, cuando recordó que había dejado sus llaves en el contacto de Christine.
Se agachó para cogerlas… y, de pronto, le llegó aquel olor al olfato, el olor sobre el que Leigh le había hablado, el olor que él había negado.
Aquí estaba ahora, como si hubiera salido cuando él abandonó el coche: un fuerte olor hediondo a carne podrida que le hizo humedecer los ojos y le obturó la garganta. Quitó las llaves y se echó hacia atrás, tembloroso, mirando a Christine de un modo parecido al horror.
«Arnie, había una peste. Una peste horrible, podrida… tú ya sabes de lo que estoy hablando.»
«No, no tengo ni la más ligera idea… Estas imaginando cosas.»
Pero si ella estaba imaginando cosas, también estaba haciéndolo él.
Arnie se volvió repentinamente y cruzó corriendo la calle hasta Gino’s como si le persiguiera el diablo.
Dentro del local, encargó una pizza que, realmente, no deseaba, cambió algunas monedas de veinticinco centavos, y se metió en la cabina de teléfono junto al tocadiscos. Estaba emitiendo una tonadilla corriente que Arnie no había escuchado con anterioridad.
Primero llamó a su casa. Le respondió su padre, con un tono de voz extrañamente neutra, y su inquietud se acrecentó. Arnie nunca había oído la voz de Michael con aquel tono. Su padre hablaba como anteriormente Mr. Slawson. Esta tarde y atardecer del martes estaban adquiriendo los tonos lúgubres de una pesadilla. Más allá de las paredes de cristal de la cabina, pasaban caras extrañas y confusas, como globos desligados sobre los que alguien había dibujado crudamente rostros humanos. Dios afanándose con un Rotulador Mágico.
«Mierdosos —pensó incoherentemente—. Todos ellos un puñado de mierdosos.»
—Hola, papá —dijo inseguro—. Oye, yo… eh… Creo que he perdido la noción del tiempo. Lo siento.
—No importa —dijo Michael. Su voz era casi un zumbido y Arnie sintió que su inquietud se convertía en algo parecido al espanto—. ¿Dónde estás, en el garaje?
—No…, en Gino’s Pizza. En Gino’s Pizza. Papá, ¿estás bien? Pareces algo raro.
—Estoy bien —replicó Michael—. Acabo de tirar tu cena al cubo de la basura, tu madre está arriba llorando otra vez y tú te estás comiendo una pizza. Yo estoy bien. ¿Estás disfrutando con tu coche, Arnie?
Arnie forzó su garganta, pero no salió ningún sonido.
—Papá —consiguió pronunciar al fin—. No creo que eso sea muy justo.
—Creo que ya he dejado de interesarme en lo que tú creas justo o injusto —siguió Michael—. Tenías alguna justificación por tu comportamiento, quizás, al principio. Pero durante el último mes, más o menos, te has convertido en alguien que no entiendo en absoluto, y está ocurriendo algo que entiendo aún menos. Tu madre tampoco lo comprende, pero lo presiente y está haciéndole mucho daño. Ya sé que tiene parte de culpa en el daño que siente, pero dudo que eso cambie la intensidad de su pena.
—Papá, ¡no me he dado cuenta del tiempo que pasaba! —gritó Arnie—. ¡No sigas dándole tanta importancia!
—¿Estabas conduciendo tu coche?
—Sí, pero…
—He notado que así suele suceder —comentó Michael—. ¿Vendrás a casa esta noche?
—Sí, muy pronto —dijo Arnie. Se mojó los labios—. Sólo quiero acercarme al garaje. Tengo que informar a Willy de algo que me pidió preguntase mientras estaba en…
—Tampoco eso me interesa mucho, perdóname —replicó Michael.
Su voz seguía siendo cortés, fríamente desconectada.
—Ah —respondió Arnie con un hilo de voz.
Ahora estaba muy asustado, casi temblando.
—¿Arnie?
—¿Qué?
Arnie casi hablaba susurrando.
—¿Qué está sucediendo?
—No entiendo lo que quieres decir.
—Por favor. Ese detective vino a verme a la oficina y también anduvo tras Regina. La alteró mucho. Yo no creo que él tuviera intención de hacerlo, pero…
—¿Y qué es lo que ocurrió esta vez? —preguntó Arnie ferozmente—. Ese jodedor, ¿para qué vino esta vez? Yo…
—¿Tú qué?
—Nada —tragó algo que se parecía a una bola de polvo—. ¿Para qué vino esta vez?
—Repperton —respondió su padre—. Repperton y esos dos muchachos. ¿Qué creías que podía ser? ¿La situación geopolítica del Brasil?
—Lo que le sucedió a Repperton fue un accidente —explicó Arnie—. ¿Por qué quería hablar contigo y con mamá sobre algo que fue un accidente, por el amor de Dios?
—No lo sé —Michael Cunningham hizo una pausa—. ¿Lo sabes tú?
—¿Cómo podría saberlo? —gritó Arnie—. Yo estaba en Filadelfia. ¿Cómo podría saber nada del asunto? Yo estaba jugando al ajedrez, y nada… nada, nada más —acabó mansamente.
—Una vez más —dijo Michael Cunningham—. ¿Está sucediendo algo, Arnie?
Arnie se acordó del hedor, aquel fuerte hedor a podrido. Pensó en Leigh ahogándose, cogiéndose la garganta poniéndose morada. Él había intentado darle golpes en la espalda porque eso es lo que uno hacía cuando alguien se atragantaba, no existía nada semejante a la Maniobra de Heimlich porque eso no se había inventado todavía. Y, además, así era como se suponía que debía acabar, sólo que, no en el auto…, junto a la carretera… en sus brazos…
Cerró los ojos y le pareció que todo el mundo se inclinaba y giraba vertiginosamente.
—¿Arnie?
—No está sucediendo nada —exclamó con los dientes apretados y sin abrir los ojos—. No ocurre nada sino que hay un montón de gente que se ocupan de mí porque, al final, obtuve algo que es mío y lo hice del todo solito.
—Muy bien —convino su padre. Su voz sin lustre le recordó terriblemente una vez más la voz de Mr. Slawson—. Si quieres hablar de ello, aquí estoy. Siempre he estado aquí, aunque nunca lo he demostrado como debía. No dejes de dar un beso a tu madre cuando llegues, Arnie.
—Sí, lo haré. Oye, Mi…
Clic.
Se quedó de pie en la cabina, escuchando estúpidamente el sonido de absolutamente nada. Su padre se había marchado. Ni tan siquiera quedaba el ruido de la línea porque estaba en una cabina telefónica… estúpida…, jodida.
Hurgó en su bolsillo y esparció el cambio en el pequeño estante metálico en donde podía verlo. Cogió una monedita, casi la dejó caer y, finalmente, la introdujo por la ranura. Se sentía mareado y calenturiento. Se sentía como si le hubieran repudiado con mucha eficiencia.
Marcó de memoria el número de Leigh.
Mrs. Cabot cogió el teléfono y reconoció inmediatamente su voz usual por teléfono, agradable e invitante, aunque adquirió dureza. Arnie había tenido su última oportunidad con ella, le dijo esa voz, y él la había estropeado.
—No quiere hablar contigo y tampoco quiere verte —respondió la mujer.
—Señora Cabot, por favor, si pudiera nada más…
—Creo que ya has hecho bastante —replicó fríamente Mrs. Cabot—. La otra noche llegó a casa llorando, y sigue llorando de vez en cuando. Tuvo alguna especie de… experiencia contigo la última vez que tú y ella salisteis, y rezo sólo para que no sea lo que yo creí que había sido. Yo…
Arnie sintió que una risa histérica se le iba hinchando dentro de él. Leigh casi había muerto ahogada por una hamburguesa y su madre temía que él hubiera intentado violarla.
—Señora Cabot, tengo que hablar con ella.
—Creo que no lo conseguirás.
Arnie intentó pensar en alguna otra cosa que pudiera decir, alguna manera de conseguir cruzar por esa puerta guardada por el dragón. Se sintió un poco como un vendedor de aspiradoras intentando ver a la dueña de la casa. La lengua se le había paralizado. Ahora iba a producirse ese duro clic y, después, seguiría nuevamente el suave silencio.
Entonces oyó que el teléfono cambiaba de manos Mrs. Cabot dijo algo protestando, y Leigh le replicó, resultaba demasiado sofocado para que pudiera entenderlo. Entonces llegó la voz de Leigh:
—¿Arnie?
—Hola —replicó él—. Leigh, sólo quería llamarte para decirte cuánto lamento lo que…
—Sí —convino Leigh—. Ya sé que lo lamentas, y acepto tus excusas, Arnie. Pero yo no…, no voy a salir contigo nunca más. A menos que las cosas cambien.
—Pídeme algo que sea fácil —murmuró el muchacho.
—Eso es todo lo que yo… —se le endureció la voz, alejada ligeramente del teléfono—. ¡Mamá, deja de estar ahí encima de mí! —su madre dijo algo que parecía un gruñido, hubo una pausa, y de nuevo se oyó la voz de Leigh en tono bajo—. Eso es todo lo que puedo decir, Arnie. Ya sé que parece demencial, pero sigo pensando que tu coche intentó matarme la otra noche. No sé cómo es posible que ocurra algo así, pero no importa cómo lo enfoque en mi mente, siempre resulta que la cosa ocurrió de esa manera. Yo sé que es así como fue. Te posee, ¿no es verdad?
—Leigh, si puedes excusar mi lenguaje vulgar eso es una solemne y jodida estupidez. ¡Es un coche! ¿Sabes deletrearlo? No hay nada más…
—Sí —replicó Leigh, y ahora la voz le temblaba próxima a las lágrimas—. Se ha apoderado de ti, ella se ha apoderado de ti y supongo que nadie puede librarte excepto tú mismo.
De pronto, la espalda se le despertó y comenzó a palpitarle, enviándole dolores en una enfermiza radiación, que parecía encontrar eco y amplificación en su cabeza.
—¿No es esa la verdad, Arnie?
Arnie no respondió, no podía responder.
—Líbrate de ese coche —prosiguió Leigh—. Por favor. En el periódico de esta mañana he leído lo ocurrido con ese chico, Repperton, y…
—¿Qué tiene eso que ver con mi auto? —cloqueó Arnie. Y por segunda vez—: Eso fue un accidente.
—Yo no sé lo que pudo ser. Quizá no quiero saberlo. Pero ya no me preocupo ahora por nosotros. Es por ti, Arnie. Estoy asustada por ti. Tú deberías… No, tú debes liberarte de eso.
Arnie murmuró:
—Dime sólo que no me abandonarás, Leigh. ¿De acuerdo?
Ahora Leigh estaba mucho más cerca todavía del llanto, quizá ya estaba llorando.
—Prométemelo, Arnie. Tienes que prometérmelo y después debes hacerlo. Entonces nosotros…, ya veremos. Prométeme que te desharás de ese auto. Es todo lo que quiero de ti, nada más.
Arnie cerró los ojos y vio a Leigh caminando de su casa al instituto. Y una manzana más abajo, esperando junto al bordillo, estaba Christine. Esperando a Leigh.
Abrió en seguida los ojos, como si hubiera visto una fiera en un cuarto oscuro.
—No puedo hacerlo —manifestó.
—Entonces no tenemos más que hablar, ¿no es cierto?
—¡Si!, Si tenemos que hablar. Nosotros…
—No. Adiós, Arnie. Te veré en el instituto.
—¡Leigh, espera!
Clic. Y un suave silencio mortal.
Por un momento se sintió lleno de una rabia total. Notó un súbito impulso de hacer rodar el auricular del teléfono por encima de su cabeza, dando vueltas y más vueltas como las boleadoras argentinas, destrozando el cristal de esa cámara de torturas que era la cabina telefónica. Le habían abandonado, todos le habían abandonado. Las ratas que abandonan un buque que se hunde.
«Has de estar dispuesto a ayudarte antes de que nadie más pueda hacerlo.»
«¡A la mierda esa gilipollez! Todos eran ratas que abandonan un buque que se hunde. Ninguno de ellos, desde ese comemierdas de Slawson, con sus lentes gruesos de concha Y sus ojos extraños como huevos escalfados, hasta ese hediondo viejo cascado tan jodidamente aferrado al coño de su mujer, que hubiera debido darle a una navaja para que se lo cortara, hasta esa bruja barata en su casa de fantasía, con sus piernas cruzadas, probablemente, porque tenía el período y por eso se ahogaba con la maldita hamburguesa, y esos mierdosos con sus malditos coches de fantasía, con los maleteros llenos de palos de golf, y esos malditos policías que me gustaría doblegar sobre este estante mismo y jugar al golf con ellos, si pudiera encontrar el agujero adecuado, para meter esas pequeñas pelotas blancas, apuesto a que tu culo estaría muy bien, pero cuando yo salga de aquí nadie va a decirme lo que tengo que hacer, voy a hacer lo que me dé la gana, a mi manera, mi manera, mi manera, mi manera, mi manera, MI MANERA…»
Arnie volvió de pronto en sí, asustado y con los ojos muy abiertos, jadeante. ¿Qué le había sucedido? Le había parecido como si fuese otra persona por un momento, alguien demencialmente dolido contra la Humanidad en general…
No otra persona cualquiera. Era LeBay.
¡No! ¡Eso no podía ser cierto!
La voz de Leigh:
«¿Tú crees que eso no es cierto, Arnie?»
De pronto en su mente confusa y cansada, se produjo algo como una visión. Estaba oyendo la voz de un sacerdote:
—«Arnold, aceptas a esta mujer para que sea tu amante…»
Pero no era una iglesia, estaba en un sitio de coches de segunda mano, en donde ondeaban banderolas de plástico brillantes y multicolor al soplo de una fuerte brisa. Se habían instalado tumbonas. Era el sitio de Will Darnell y Will se hallaba de pie a su lado como padrino del novio. Junto a él no había ninguna chica. Christine era quien se encontraba estacionada a su lado, reluciente al sol primaveral, e incluso sus paredes blancas parecían brillar.
La voz de su padre:
«¿Qué está sucediendo?»
La voz del sacerdote:
«¿Quién entrega esta mujer a este hombre?»
Roland D. LeBay se levantó de una de las tumbonas como la proa de un esquelético buque fantasma de los Hades. Sonreía burlonamente. Por primera vez, Arnie vio quién estaba sentado a su alrededor: Buddy Repperton, Richie Trelawney, Moochie Welch. Richie Trelawney estaba oscurecido y chamuscado, y se le había quemado la mayor parte del cabello. Por la barbilla de Buddy Repperton había brotado la sangre acartonada en su camisa como un asqueroso vómito. Pero Moochie Welch era el peor, Moochie Welch había quedado rasgado como una bolsa de ropa sucia. Todos sonreían. Todos estaban sonriendo.
«Yo entrego», había croado Roland D. LeBay. Hizo una mueca y del hediondo agujero que era su boca se deslizó una lengua resbaladiza con el moho de la tumba. «Yo la entrego, y él tiene su recibo para demostrarlo. Ella es toda de él. La bruja es el as de picas… y es toda de él.»
Arnie se dio cuenta de que estaba gimiendo dentro de la cabina telefónica, agarrando fuertemente el auricular apretado contra su pecho. Con un tremendo esfuerzo consiguió salir lentamente de la niebla —visión, lo que aquello fuese— y trató de dominarse.
Esta vez, cuando recogió el cambio del estante, esparció la mitad de las monedas por el suelo. Introdujo una monedita en la ranura y buscó en el listín telefónico hasta que encontró el número del hospital. Dennis. Dennis estaría allí, Dennis siempre había estado allí. Dennis no le abandonaría. Dennis le ayudaría.
—Habitación dos cuarenta, por favor.
Se hizo la conexión. Comenzó a sonar el teléfono. Sonó… y sonó… y sonó. Cuando ya estaba a punto de renunciar, una jovial voz femenina le dijo:
—Segundo piso, Ala C. ¿Con quién quiere usted hablar?
—Guilder —dijo Arnie—. Dennis Guilder.
—El señor Guilder está en Terapia Física en este momento —le informó la voz femenina—. Podrá usted hablar con él a las ocho.
Arnie pensó contarle que era importante —muy importante— pero, repentinamente, se sintió abrumado por una necesidad de salir de la cabina telefónica. La claustrofobia era como una mano gigante hundiéndose en su pecho. Podía oler su propio sudor. Era un olor amargo, ácido.
—¿Oiga?
—Sí, de acuerdo, ya volveré a llamar —replicó Arnie.
Cortó la conexión y salió casi de estampida de la cabina dejando su cambio esparcido por el estante y el suelo. Algunas personas se volvieron para mirarle, ligeramente interesados y, después, siguieron dedicándose a su comida.
—La pizza está lista —le informó el camarero del bar.
Arnie echó una ojeada al reloj y vio que había permanecido en la cabina casi unos veinte minutos. Tenía todo el rostro cubierto de sudor. Sentía los sobacos como una selva. Le temblaban las piernas: los músculos de sus caderas parecía que estaban a punto de estallar y esparcirse por el suelo.
Pagó la pizza, casi dejando caer la cartera al meter en ella los tres dólares de cambio.
—¿Está usted bien? —le preguntó el camarero—. Parece algo pálido.
—Estoy bien —repuso Arnie.
Ahora se sentía como si fuera a vomitar. Agarró la pizza dentro de su caja blanca con la palabra «GINO’S» marcada en la parte superior y huyó a la fría claridad aguda de la noche. Había desaparecido la última de las nubes, y las estrellas centelleaban como diamantes tallados. Se quedó un momento en la acera mirando primeramente a las estrellas y después a Christine, estacionada al otro lado de la calle, esperándole fielmente.
«Ella nunca discutiría ni se quejaría —pensó Arnie—. Ella nunca exigiría. Podías entrar en ella en cualquier momento y descansar en su aterciopelada tapicería, descansar en su tibieza. Nunca se negaría. Ella… ella…»
«Ella le amaba.»
Sí, él presentía que eso era verdad. De la misma manera que algunas veces sentía que LeBay no la hubiera vendido a nadie más, ni por doscientos cincuenta, ni por dos mil. Ella había estado allí esperando al comprador adecuado. Alguien que pudiera…
«Alguien que la amara por ella misma» —le susurró aquella voz interior.
Sí. Eso era: era exactamente eso.
Arnie seguía allí de pie, con la pizza olvidada en sus manos, mientras un vaporcillo blanco perezoso se alzaba de la caja manchada de grasa. Miró a Christine, y sintió dentro de él un remolino de emociones tan confuso que hubiera podido contener un ciclón dentro de su cuerpo recomponiendo todo lo que simplemente no destruía. Oh sí, él la amaba y la detestaba, la odiaba y la adoraba, la necesitaba y necesitaba huir de ella, ella era de él y él era de ella y…
(«Yo os declaro ahora marido y mujer, unidos y sellados partir de este día para siempre en el futuro, hasta que la muerte os separe.»)
Pero lo peor de todo era el horror, el terrible horror paralizante al darse cuenta de que…, de que…
«¿Cómo te hiciste daño en la espalda aquella noche, Arnie? ¿Después que Repperton —el difunto Clarence «Buddy» Repperton— y sus compañeros la destrozaran? ¿Cómo te hiciste ese daño en la espalda, que ahora te ves obligado llevar esa hedionda faja todo el tiempo? ¿Cómo te hiciste daño en la espalda?»
Surgió la respuesta… Y Arnie comenzó a correr, intentando dominar la realización, intentando llegar a Christine antes de que se diera cuenta de todo el asunto y se volviera loco.
Corrió hacia Christine, desafiando en su carrera a sus emociones confusas y a esa aurora de realización; corrió hacia ella de la misma manera que un alcohólico corre hacia un consuelo cuando los temblores y los estremecimientos llegan a tal punto que ya no puede pensar en nada más que en su alivio; corrió de la manera que los condenados corren hacia su destino fatal; corrió como un recién casado se apresura hacia el lugar en donde le espera su novia.
Corrió porque, una vez dentro de Christine, ninguna de estas cosas importaba: ni su madre, ni su padre, ni Leigh, ni Dennis, ni lo que se había hecho aquella noche en la espalda cuando todos se habían marchado, aquella noche en que había tomado su Plymouth casi totalmente destrozado del aeropuerto y lo llevó al local de Darnell y, una vez el lugar estuvo solitario, había puesto en punto neutro la transmisión de Christine y la empujó, la empujó hasta que comenzó a rodar sobre sus neumáticos deshinchados, la empujó hasta que hubo salido por la puerta y él podía oír el viento de noviembre, que aullaba agudamente envolviendo las ruinas y los bultos abandonados con sus cristales estrellados, y sus depósitos de combustible reventados, la había empujado hasta que el sudor le cayó copiosamente y el corazón le palpitó en el pecho como un caballo desbocado y la espalda le suplicaba compasión a gritos, la había empujado, con el cuerpo palpitante como en una consumación infernal, la había empujado, y dentro retrocedía, lentamente, el odómetro y, a unos quince metros más allá de la puerta, la espalda comenzó a palpitar de verdad, y siguió empujando, y entonces su espalda gritó en señal de protesta, y siguió empujando, esforzando sus músculos sobre los neumáticos planos, rasgados y las manos se le durmieron, su espalda gritaba, gritaba, gritaba.
Y entonces…
Había llegado junto a Christine y se arrojó dentro, tembloroso y jadeante. La pizza se le cayó al suelo. La recogió y la dejó en el asiento, y sintió que la calma se iba apoderando, lentamente, de él como un bálsamo suavizante.
Tocó el volante, dejó que sus manos se deslizaran a su alrededor, recorriendo su deliciosa curvatura. Se quitó un guante y buscó las llaves en su bolsillo. Las llaves de LeBay.
Todavía podía recordar lo que había sucedido aquella noche, pero ahora ya no le parecía horrible, ahora, sentado detrás del volante de Christine, casi le parecía maravilloso. Había sido un milagro.
Recordó cómo, repentinamente, había sido más fácil empujar el coche porque los neumáticos estaban curándose mágicamente por sí solos recomponiéndose sin una cicatriz e inflándose después. El cristal roto había comenzado a reunirse de la nada, tejiéndose en ascenso con pequeños ruidos rasgantes y cristalinos. Las abolladuras comenzaron a salir hacia fuera.
Simplemente, estuvo empujándola hasta que se halló lo suficientemente bien para poder rodar, y después había montado en ella, cruzando por entre las hileras hasta que el odómetro retrocedió más allá en el tiempo, de cuando Repperton y sus amigos la habían dañado. Y entonces Christine estaba bien.
¿Qué podía haber de horrible en todo eso?
—Nada —le dijo una voz.
Miró a un lado, Roland D. LeBay estaba sentado en el lado del pasajero dentro del coche, luciendo un traje cruzado negro, camisa blanca, corbata azul. En una de las solapas de su traje exhibía una hilera de medallas: era el traje con el que se le había enterrado. Arnie lo supo aunque nunca lo había visto en la realidad. Sólo que LeBay parecía más joven y más rudo. Un hombre con el que no te atreverías a jugar.
—Ponla en marcha —dijo LeBay—. Pon la calefacción en marcha y vayamos a pasear.
—Claro —respondió Arnie, y dio vuelta a la llave.
Christine partió y los neumáticos crujieron en la apretada nieve. Había estado empujándola aquella noche hasta que todo el daño quedó reparado. No, no reparado: negado. Negado era la palabra exacta para lo que había sucedido.
Entonces la había colocado en el compartimiento número veinte dejando el resto de la reparación para él.
—Oigamos un poco de música —dijo la voz a su lado.
Arnie conectó la radio. Dion cantaba Donna the Prima Donna.
—¿Te comerás esa pizza, o qué?
La voz parecía algo cambiada.
—Seguro —respondió Arnie—. ¿Quiere usted un pedazo?
—Yo nunca digo que no a ninguna clase de pizza.
Arnie abrió la caja de la pizza con una mano y tiró de un pedazo.
—Aquí tiene ust…
Se le agrandaron los ojos. El pedazo de pizza comenzó estremecerse, los hilillos largos del queso se balancearon como los hilos de una telaraña rota por el viento.
Allí ya no estaba sentado LeBay.
Era él mismo el que se hallaba allí.
Era Arnie Cunningham de unos cincuenta años de edad, no tan viejo como LeBay había sido cuando él y Dennis le encontraron por primera vez en aquel día de agosto, no tan viejo como LeBay pero llegando, amigos y vecinos, llegando hasta allí. Su otro yo envejecido llevaba una camiseta claramente amarillenta y sucia, y pantalones vaqueros azules manchados de grasa. Sus gafas tenían armazón de concha, envueltas con cinta en una patilla. Llevaba el pelo corto y con entradas. Los ojos grises eran vagos y con venillas rojas. Su boca había adquirido todos los signos de la amarga soledad. Porque esta cosa, aparición, lo que fuese, estaba sola. Arnie lo presintió.
Sola, excepto con Christine.
Esta versión de él mismo y Roland LeBay podía haber sido la de padre e hijo: tan grande era el parecido entre ambos.
—¿Vas a conducir? ¿O te quedarás contemplándome? —le preguntó esa cosa.
Y, de pronto, comenzó a envejecer ante los ojos asombrados de Arnie. El cabello color de herrumbre se hizo blanco, la camiseta ondeó y se afinó, el cuerpo que contenía se retorcía por la edad. Las arrugas correteaban por su rostro y quedaban hundidas como líneas de acidez. Los ojos estaban hundidos en sus cuencas y las córneas amarilleaban. Ahora, sólo la nariz sobresalía hacia delante, eran los rasgos de un viejo carroñero, pero seguían siendo todavía sus propios rasgos, oh, sí, todavía sus rasgos.
—¿Has visto algo verde? —dijo este sept…, no octogenario Arnie Cunningham, y su cuerpo se torcía y retorcía y se degeneraba en el asiento rojo de Christine— ¿Has visto algo verde? ¿Has visto algo verde? ¿Has visto?
La voz se quebró y se elevó y gimió en un trémulo grito senil, y ahora la piel se rasgó en llagas y tumores exteriores y, detrás de las gafas, cataratas lechosas cubrieron ambos ojos como persianas que se hubieran bajado. Estaba pudriéndose delante de sus propios ojos y el hedor que despedía era el mismo hedor que él había olido antes en Christine, el que Leigh había olido, sólo que ahora era peor, era el olor fuerte, sofocante, asfixiante de la putrefacción, el hedor de su propia muerte, y Arnie comenzó a gemir mientras Little Richard surgía por la radio cantando Tutti Frutti, y el cabello de la cosa comenzó a caer revoloteando como plumones blancos y los huesos de su cuello surgían a través de la piel tirante y reluciente por encima del desfalleciente cuello redondo de la camiseta, sobre ella a través como grotescos lápices blancos. Sus labios encogían separándose de los últimos dientes supervivientes que se inclinaban a uno y otro lado como lápidas mortuorias, eso era él, eso estaba muerto. Y sin embargo vivía como Christine: eso vivía.
—¿Ves algo verde? —farfulló aquello—. ¿Ves algo verde?
Arnie comenzó a chillar.