16. Entra Leigh, sale Buddy

I’m not braggin, babe, so don’t put me down,

But I’ve got the fastest set of wheels in town,

When someone comes up to me he don’t even try

Cause if she had a set of wings, man,

I know she could fly,

She’s my little deuce coupe,

You don’t know what I got…

THE BEACH BOYS

Fue, estoy seguro, el martes siguiente a nuestra derrota ante los Dragones de Filadelfia cuando las cosas empezaron a moverse de nuevo. Sería el 26 de setiembre.

Arnie y yo teníamos tres clases juntos, y una de ellas era «Temas de Historia Americana», en la clase cuarta. Las nueve primeras semanas impartía las lecciones Mr. Thompson, el jefe del departamento. El tema de esas nueve primeras semanas era «Doscientos Años en Auge y Progreso». Arnie la llamaba una clase borboteante, porque era justo antes de la hora de comer, y los estómagos de todos parecían estar haciendo algo interesante.

Cuando terminó la clase ese día, se le acercó a Arnie una chica, que le preguntó si tenía las tareas de inglés. Las tenía. Las sacó cuidadosamente de su cuaderno y, mientras lo hacía, la chica le miraba con gravedad con sus ojos oscuros y azules, sin apartarlos de su cara. Tenía cabello rubio oscuro, del color de la miel fresca —no la refinada, sino la miel tal como sale del panal— y lo sujetaba con la cinta azul que hacía juego con sus ojos. Al mirarla, sentí una especie de estremecimiento en el estómago. Mientras ella copiaba la tarea, Arnie la miraba.

Naturalmente, no era esa la primera vez que yo veía a Leigh Cabot, se había trasladado a Libertyville desde una ciudad de Massachusetts hacía tres semanas, así que se la había visto por allí. Alguien me había dicho que su padre trabajaba para 3M, los que hacían cinta adhesiva transparente.

Ni siquiera era la primera vez que me fijaba en ella porque Leigh Cabot era, para decirlo sencillamente, una hermosa muchacha. He observado que, en las obras de ficción, los autores inventan siempre una imperfección aquí o allí en las mujeres que presentan. Quizá porque creen que la auténtica belleza es un estereotipo, o porque creen que algún que otro defecto da mayor realismo a la dama. Así, pues, ella será hermosa no obstante tener un labio inferior demasiado largo, o una nariz demasiado afilada, o quizá tenga el pecho liso. Siempre hay algo.

Pero Leigh Cabot era simplemente hermosa, sin atenuaciones. Su piel era clara y perfecta, de ordinario con un toque de color perfectamente natural. Tendría alrededor de 1,70 de estatura, bastante para una mujer, pero no demasiado, y su figura era preciosa: pechos altos y firmes una cintura tan pequeña que parecía casi como si pudiera uno rodearla con las manos (en cualquier caso, daban ganas de intentarlo), bellas caderas, piernas magnificas. Rostro hermoso, figura armoniosa e incitante: artísticamente desprovista de interés, supongo, sin un labio inferior demasiado alargado, o una nariz afilada, o un abultamiento prominencia en alguna parte (ni siquiera un atractivo diente torcido…, debía de tener también un gran ortodoncista), pero, ciertamente, no carecía de interés mirarla.

Varios chicos habían intentado salir con ella y habían sido cortésmente rechazados. Se suponía que, probablemente, guardaba la ausencia a algún tipo de Andover, o Braintree, o de dondequiera que fuese, y que se le pasaría con el tiempo. Dos de las clases que yo tenía con Arnie las compartía también con Leigh, y sólo había estado esperando mi oportunidad antes de tomar mi propia iniciativa.

Ahora, viéndoles mirarse mientras Arnie buscaba la tarea y ella la copiaba con atención, me pregunté si llegaría a tener oportunidad de alguna iniciativa. Luego me sonreí para mis adentros. Arnie Cunningham, el cara-pizza y Leigh Cabot. Era totalmente ridículo. Era…

Y, de pronto, la sonrisa interior se esfumó. Observé por tercera vez —la definitiva— que el cutis de Arnie estaba mejorando con casi sorprendente rapidez. Las manchas habían desaparecido. Algunas de ellas habían dejado diminutas cicatrices en sus mejillas, cierto, pero si un tipo tiene rostro enérgico, eso no parece importar mucho, en cierto modo, puede incluso dar personalidad.

Leigh y Arnie se observaron subrepticiamente, y yo observé de reojo a Arnie, preguntándome cuándo y cómo exactamente había tenido lugar este milagro. La luz del sol penetraba oblicuamente por las ventanas del aula de Thompson, delineando con toda claridad las facciones de mi amigo. Parecía… más viejo. Como si hubiera vencido a las manchas y al acné no sólo con un lavado regular y la aplicación de alguna crema especial, sino adelantando de alguna manera el reloj tres años. Su pelo había variado también: ahora lo llevaba más corto, y las patillas que se había dejado desde que le fue posible (unos dieciocho meses antes) habían desaparecido.

Rememoré aquella nublada tarde en que fuimos a ver la película de Kung-fu de Chuck Norris. Decidí que esa fue la primera vez que había advertido una mejora. Por la época en que se había comprado el coche. Quizás era eso. «Adolescentes del mundo, regocijaos. Resolved para siempre los problemas del acné. Comprad un coche viejo y…».

La sonrisa interior, que había estado emergiendo de nuevo, se esfumó de sopetón.

Comprar un coche viejo, ¿y qué conseguirá eso? ¿Te cambiará la cabeza, la forma de pensar, mudando así tu metabolismo? ¿Liberará tu verdadera personalidad? Me pareció oír a Stukey James, nuestro profesor de matemáticas de la escuela superior, susurrando en mi cabeza su repetido estribillo: «Si seguimos hasta el final esta línea de razonamiento, señoras y caballeros, ¿adónde nos lleva?». ¿Adónde realmente?

—Gracias, Arnie —dijo Leigh, con su voz clara y suave. Había guardado, doblada en su cuaderno, la tarea copiada.

—No hay de qué —respondió él.

Se encontraron sus ojos —hasta entonces sólo se habían dirigido furtivas miradas el uno al otro—, y hasta yo pude sentir saltar la chispa.

—Te veré en la sexta clase —explicó ella, y se alejó haciendo ondular suavemente las caderas bajo la verde falda de punto, mientras sus cabellos se balanceaban sobre su espalda.

—¿Qué tienes tú que ver con su sexta clase? —pregunté. Yo tenía estudio en esa clase, un estudio vigilado por formidable Miss Raypach, a quien los chicos llamaban Miss Rata Paca… pero nunca a la cara, como es natural.

—Cálculo —dijo, con una voz soñadora y almibarada tan impropia de él que me eché a reír. Me miró, frunciendo el ceño—. ¿De qué te ríes, Dennis?

—Caaalculo —repetí.

Hice rodar los ojos, agité las manos y reí con más fuerza.

Me amenazó con el puño.

—Ándate con ojo, Guilder —exclamó.

—Déjate de gaitas, cara de patata.

—Te meten en la Universidad, y mira lo que le pasa al jodido equipo de fútbol americano.

Mr. Hodder, que enseña a los chicos de primero las cuestiones más escogidas de gramática, acertó a pasar aquel momento y dirigió una severa mirada a Arnie.

—Cuida tu lenguaje en la escuela —dijo, y continuó su camino, con una cartera en una mano y una hamburguesa en la otra.

Arnie se había puesto rojo como la grana, siempre ocurre cuando un profesor le dirige la palabra (era una reacción tan automática que cuando estábamos en la escuela elemental acababa siendo castigado por cosas que no había hecho, sólo porque parecía culpable). Probablemente, esto dice algo respecto a la forma en que le habían educado Michael y Regina: yo soy bueno, tú eres bueno yo soy una persona, tú eres una persona, los dos nos respetamos totalmente, y siempre que alguien haga algo raro tú tendrás una especie de reacción alérgica de culpabilidad. Todo lo cual forma parte de crecer a lo liberal de Estados Unidos, supongo.

—Cuida tu lenguaje, Cunningham —dije—. O te meteré en un follón de carajo.

Se echó a reír él también. Continuamos andando por el ruidoso pasillo. Pasaban chicos en todas direcciones, otros permanecían apoyados en sus armarios, comiendo. Estaba prohibido comer en los pasillos, pero muchos lo hacían.

—¿Has traído tu almuerzo? —pregunté.

—Sí.

—Vamos a comer en las gradas.

—¿No estás harto ya de ese campo de fútbol americano? —preguntó Arnie—. Si el sábado pasado hubieras permanecido más tiempo tirado por los suelos, creo que alguno de los vigilantes habría acabado plantándote.

—No te preocupes. Esta semana jugamos fuera. Y quiero largarme de aquí.

—De acuerdo, nos veremos allí.

Se alejó y yo acudí a mi taquilla para coger mi almuerzo. Tenía cuatro bocadillos. Desde que Puffer había comenzado sus maratonianas sesiones de entrenamiento, parecía encontrarme siempre hambriento.

Recorrí el pasillo, pensando en Leigh Cabot y en lo pendiente de ellos que estaría todo el mundo si empezaran a salir juntos. La sociedad de la escuela superior es muy observadora. Las chicas van todas vestidas a la última y más extravagante moda, la mayoría de los chicos tienen pelo largo, y el que más y el que menos fuma algún porro que otro, pero eso es sólo la pátina exterior, la defensa que uno erige mientras trata de averiguar qué es exactamente lo que le está ocurriendo a su vida. Es como un espejo… que utiliza uno para reflejar la luz del sol sobre los ojos de padres y profesores, esperando confundirlos antes de que ellos puedan confundirle a uno más de lo que ya está. En el fondo, la mayoría de los chicos de escuela superior son tan lanzados e innovadores como un grupo de banqueros republicanos en una reunión social de iglesia. Hay chicas que pueden tener todos los álbumes editados por Black Sabbath, pero si Ozzy Osbourne fuese a su escuela y les pidiese una cita, la chica solicitada (y las sus amigas) soltarían el trapo al reírse ante semejante idea.

Desaparecidos su acné y sus granos, Arnie tenía buen aspecto…, más que bueno en realidad. Pero yo suponía que ninguna chica que hubiera ido con él a la escuela en las temporadas en que peor estaba su cara querría salir con él. En realidad, no le veían como era ahora; veían un recuerdo de él. Pero Leigh era diferente. Como venía de otra escuela, no tenía ni idea de lo horrible que había sido Arnie durante sus tres primeros años en la superior de Libertyville. La tendría, desde luego, si cogiese el Libertonian del año anterior y echara un vistazo a la fotografía del club de ajedrez, pero, curiosamente, esa misma tendencia republicana le induciría, casi con toda seguridad, a prescindir de ella. Lo que es ahora es para siempre: preguntadle a cualquier banquero republicano y os diré que así es como debería funcionar el mundo.

Los chicos de escuela superior y los banqueros republicanos: cuando uno es pequeño da por sentado que todo cambia constantemente. Cuando uno es adulto, da por sentado que las cosas van a cambiar por mucho que uno intente mantener el estatuto que (hasta los banqueros republicanos lo saben, quizá no les guste, pero lo saben). Sólo cuando es uno adolescente habla constantemente del cambio y cree en el fondo de su corazón que no llega a producirse nunca.

Salí con mi gigantesca bolsa del almuerzo en una mano y, cruzando el aparcamiento, me dirigí hacia el edificio de talleres. Es una estructura parecida a un granero, alargada con costados de chapa ondulada pintada de azul: no muy diferente por su diseño del garaje de Will Darnell, pero mucho más limpia. Allí están la carpintería, el taller automovilístico y el departamento de artes gráficas. Supuestamente, la zona reservada para fumar está al otro lado, pero los días de buen tiempo a la hora de comer, suele haber muchos alumnos de los talleres a lo largo del edificio, con sus botas de motorista o sus afilados zapatos cubanos apoyados contra la pared, fumando y hablando con sus amigas. O tocándolas.

Hoy no había absolutamente nadie a lo largo del lado derecho del edificio, y eso debería haberme indicado que algo pasaba, pero no reparé en ello. Estaba absorto en mis propios pensamientos acerca de Arnie y Leigh y de la psicología del moderno estudiante norteamericano de escuela superior.

La zona destinada a fumar —la «oficialmente» destinada a fumar— se encuentra en un pequeño callejón sin salida situado detrás del taller automovilístico. Y más allá de los talleres, cincuenta o sesenta metros más lejos, está el campo de fútbol americano, dominado por el gran marcador electrónico sobre el que figuraban las palabras ESTADIO TERRIERS.

Había un grupo de estudiantes poco más allá de la sala reservada a fumadero, unos veinte o treinta de ellos en apretado círculo. Eso significa de ordinario que está teniendo lugar una pelea o, la mayoría de las veces, la clásica pamema en que dos tipos que no están lo bastante furiosos como para pegarse andan dándose empujones y golpeándose en los hombros, tratando de proteger sus reputaciones de machos.

Eché un vistazo hacia allí, pero sin verdadero interés. No quería presenciar una pelea, quería almorzar y averiguar si había algo entre Arnie y Leigh Cabot. Si había algo, aunque fuese poco, quizás ello pudiera distraerle de su obsesión con Christine. Una cosa era segura: Leigh Cabot no tenía herrumbre en su carrocería.

Entonces, una chica lanzó un chillido, y alguien gritó:

«¡Eh, no! ¡Tira eso, hombre!» La cosa me dio mala espina. Cambié de dirección para ver qué estaba ocurriendo.

Me abrí paso entre el grupo y vi a Arnie en el centro del corro, con las manos ligeramente extendidas hacia delante a la altura del pecho. Parecía pálido y asustado, pero no aterrorizado. A poca distancia a su izquierda, estaba su bolsa del almuerzo, con una gran zapatilla deportiva dibujada en ella. Delante de él, con pantalones vaqueros y una camiseta blanca de Hanes en la que se marcaban todos los músculos de su pecho, se hallaba Buddy Repperton.

Empuñaba una navaja de muelles en la mano derecha y la movía lentamente a un lado y otro ante su rostro, como un mago haciendo pases místicos. Era alto y corpulento. Su pelo era largo y negro, y lo llevaba recogido en cola de caballo con una tira de cuero. Su rostro parecía estúpido y vil y sonreía ligeramente. Sentí una mezcla de desaliento y de miedo. No sólo parecía estúpido y vil, parecía enloquecido.

—Te dije que te iba a escarmentar —explicó con suavidad a Arnie.

Ladeó la navaja y la blandió en el aire en dirección a Arnie. Este retrocedió un poco. La navaja tenía cachas de marfil, con un botón cromado que accionaba el resorte. La hoja presentaba unos veinte centímetros de longitud, no la una navaja, sino una auténtica bayoneta.

—¡Eh, Buddy, endíñale! —gritó jubilosamente Don Vadenberg, y sentí que se me secaba la boca.

Miré al chico que estaba a mi lado, un novato que yo no conocía. Parecía absolutamente hipnotizado, todo ojos.

—Eh —exclamé, y, como no reaccionara, le di un codazo en el costado—. ¡Eh!

Dio un respingo y me miró, aterrorizado.

—Vete a buscar al señor Casey. Suele almorzar en la carpintería. Ve a llamarle en seguida.

Repperton me miró y, luego, miró a Arnie.

—Vamos, Cunningham —dijo—. ¿Vas a pelear o no?

—Tira esa navaja, y lo haré, cagón —replicó Arnie.

Su voz era completamente tranquila. Cagón: ¿Dónde había oído antes esa palabra? ¿No había sido a George LeBay? Claro. Era la palabra que había utilizado su hermano.

Al parecer, no era la palabra que le gustase a Repperton. Enrojeció y dio un paso más hacia Arnie. Arnie se desplazó lateralmente. Pensé que algo iba a suceder muy pronto: quizás una de esas cosas que requieren puntos de sutura y dejan cicatriz.

—Vete ya a llamar a Casey —dije al novato, y se fue.

Pero pensé que, probablemente, todo habría terminado antes de que llegase Mr. Casey: a menos, quizá, que yo pudiese retardar las cosas un poco.

Así, pues, dije:

—Tira la navaja, Repperton.

Volvió de nuevo la vista hacia mí.

—Vaya —exclamó—. Es el amigo de Caracoño. ¿Quieres obligarme a tirarla?

—Tú tienes una navaja, y él no. Eso es de cobardes.

Enrojeció con mayor intensidad. Se había roto su concentración. Volvió la vista hacia Arnie y luego otra vez hacia mí. Arnie me dirigió una mirada de agradecimiento… y se acercó un poco más a Repperton. No me gustaba eso.

—Tírala —le gritó alguien a Repperton.

Otro más repitió su grito, y, luego, todos empezaron a corear:

—¡Tírala, tírala, tírala!

A Repperton no le gustaba esto. No le importaba ser el centro de la atención, pero no era ésta la atención que quería. Su mirada volvió a oscilar nerviosamente, primero a Arnie, luego hacia mí, a continuación a los otros. Un mechón de pelo le cayó sobre la frente y se lo echó hacia atrás.

Cuando volvió a mirar hacia mí, yo hice un ademán como si fuese a atacarle. La navaja giró hacia donde yo estaba y Arnie se movió: se movió con más rapidez de la que yo hubiera creído posible. Con el canto de su mano derecha, asestó un defectuoso pero eficaz golpe de kárate. Le dio a Repperton en la muñeca e hizo caer la navaja de la mano. El arma chocó metálicamente contra el suelo. Repperton se agachó para cogerla. Arnie calculó sus movimientos con fulminante precisión y, cuando la mano de Repperton se alargó sobre el asfalto, Arnie la pisó. Con fuerza. Repperton lanzó un grito.

Don Vandenberg intervino entonces con rapidez, empujo a Arnie y le tiró al suelo. Sin saber muy bien lo que iba hacer, me adelanté y, con toda la fuerza que pude reunir, di a Vandenberg una patada en el culo, le asesté con puntera, como si golpease una pelota de fútbol americano.

Vandenberg, un tipo alto y delgado que tendría entonces diecinueve o veinte años, empezó a gritar y saltar, agarrándose el trasero. Olvidó su intención de ayudar a Buddy y dejó de ser un factor a tener en cuenta. Me sorprende que no le dejara paralizado. Nunca le he dado a nadie ni a nada un puntapié tan fuerte, y, amigos míos, el resultado fue estupendo.

Justo entonces, un brazo se cerró en torno a mi tráquea una mano se introdujo entre mis piernas. Comprendí lo me iba a suceder una fracción de segundo demasiado tarde para impedirlo. Recibí en los huevos un poderoso estrujón que envió oleadas de dolor desde mi ingle al estómago y por las piernas, dejándomelas tan flojas que, cuando el brazo me soltó la garganta, me desplomé, simplemente, el suelo.

—¿Qué te ha parecido eso, carapicha? —me preguntó un tipo corpulento y de dentadura cariada.

Llevaba unas gafas pequeñas y delicadas de montura metálica que resultaban absurdas en su cara ancha y estúpida. Era Moochie Welch, otro de los amigos de Buddy.

De pronto, el círculo de espectadores empezó a disgregarse y oí una voz de hombre que gritaba:

—¡Fuera! ¡Fuera de aquí inmediatamente! ¡Marchaos! ¡Fuera, maldita sea!

Era Mr. Casey. Por fin, Mr. Casey.

Buddy Repperton cogió rápidamente su navaja. Plegó la hoja y se la guardó en el bolsillo posterior del pantalón. Tenía la mano ensangrentada y parecía como si fuera a hinchársele. El miserable hijo de puta… Esperaba que se le hinchase hasta que pareciese uno de esos guantes que el Pato Donald lleva en las historietas.

Moochie Welch se apartó de mí, miró hacia donde sonaba la voz de Mr. Casey y se acarició la comisura de los labios con el pulgar.

—Más tarde, carapicha —explicó.

Don Vandenberg se movía con mayor lentitud ahora pero seguía frotándose la parte afectada. Lágrimas de dolor le corrían por la cara.

Arnie se acercó a mí y me ayudó a levantarme. Tenía la camisa manchada a consecuencia de la caída, y algunas colillas aplastadas en las rodillas de sus pantalones.

—¿Estás bien, Dennis? ¿Qué te ha hecho?

—Me ha apretado los huevos. No es nada.

Eso esperaba, al menos. Si eres un hombre y te han pegado alguna vez en los huevos (y a quién no), ya sabes lo que es. Si eres una mujer, no lo sabes, no puedes saberlo. El dolor inicial es sólo el principio, se va desvaneciendo para ser sustituido por una sorda y palpitante sensación de presión que se enrosca en la boca del estómago. Y lo que esa sensación dice es: ¡Eh, se está bien aquí atada en la boca de tu estómago, haciéndote pensar que vas a vomitar y, al mismo tiempo, cagarte en los pantalones! Creo que me quedaré un ratito, ¿eh? ¿Qué te parece una media hora o así? ¡Estupendo! Que le estrujen a uno huevos no es una de las grandes emociones de la vida.

Mr. Casey se abrió paso por entre el grupo de espectadores, que ya se iba disolviendo y se hizo cargo de la situación. Era de estatura y edad medias y estaba empezando a quedarse calvo. Llevaba grandes gafas de montura de concha. Tenía predilección por las camisas blancas corrientes —sin corbata—, y llevaba una ahora. No era corpulento, pero Mr. Casey imponía respeto. Nadie se andaba con bromas con él, porque no tenía a los chicos en el lado que les tienen tantos otros profesores. Los chicos lo sabían. Buddy, Don y Moochie lo sabían también, bajaron los ojos y arrastraron nerviosamente los pies.

—Largo —exclamó vivamente Mr. Casey a los pocos espectadores que quedaban y que empezaron a alejarse. Moochie Welch trató de escabullirse con ellos—. Tú, no. Peter —dijo Mr. Casey.

—Eh, yo no he hecho nada, Mr. Casey —replicó Moochie.

—Yo tampoco —terció Don—. ¿Por qué se mete siempre con nosotros?

Mr. Casey se acercó a mí, que continuaba apoyándome en Arnie.

—¿Estás bien, Dennis?

Estaba empezando finalmente a recuperarme…, no me habría sido posible si uno de mis muslos no hubiera obstaculizado parcialmente la mano de Welch. Asentí.

Mr. Casey volvió adonde Buddy Repperton, Moochie Welch y Don Vandenberg permanecían silenciosos y azorados. Don no había estado bromeando, había hablado por los tres. Se sentían realmente atacados.

—Muy bonito, ¿eh? —dijo finalmente Mr. Casey—. Tres contra dos. ¿Así es como te gusta hacer las cosas, Buddy? La ventaja no parece suficiente para ti.

Buddy levantó la vista, miró torvamente a Casey y volvió a bajarla.

—Ellos empezaron.

—No es verdad… —musitó Arnie.

—Cierra el pico, Caracoño —exclamó Buddy.

Iba a añadir algo, pero, antes de que pudiese hacerlo, Mr. Casey le agarró y le empujó contra la pared trasera del taller. Había allí un letrero de hojalata que decía PERMISO DE FUMAR SOLO AQUÍ. Mr. Casey empezó a golpear contra él a Buddy Repperton, y cada vez que lo hacía el letrero resonaba en dramática puntuación. Manejaba a Repperton como cualquiera de nosotros habría podido manejar a una muñeca de trapo. Supongo que tenía músculos en alguna parte.

—Tú tienes que cerrar la boca —dijo, y volvió a golpear a Buddy contra el letrero—. Debes cerrar la boca o limpiarla. Porque no quiero oírte esa clase de cosas, Buddy.

Soltó la camisa de Repperton. Se la había sacado de los pantalones dejando al descubierto su blanco vientre. Volvió la vista hacia Arnie.

—¿Qué decías?

—Yo pasaba por delante del fumadero para ir a almorzar al campo de fútbol americano —explicó Arnie—. Repperton estaba fumando allí con sus amigos. Se me acercó, tiró al suelo mi bolsa de comida y la pisoteó —pareció que iba a decir algo más, titubeó y sólo añadió—. Eso empezó la pelea.

Pero yo no pensaba dejar así las cosas. En circunstancias normales, no soy ningún chivato, pero Repperton había decidido, al parecer, que hacía falta algo más que una buena paliza para vengarse de haber sido expulsado de Darnell’s… Podría haber rajado a Arnie, quizás incluso haberle matado.

—Mr. Casey —dije.

Me miró. Detrás de él, los verdes ojos de Buddy Repperton fulguraron venenosamente en mi dirección: una advertencia. Mantén cerrada la boca, esto es entre nosotros. Un año antes, un torcido sentimiento de orgullo podría haberme forzado a callar y seguir el juego, pero ahora no.

—¿Qué hay, Dennis?

—Se la tiene jurada a Arnie desde el verano. Lleva una navaja y parecía dispuesto a clavársela.

Arnie me estaba mirando, con ojos opacos e indescifrables. Pensé en él llamándole cagón a Repperton —la palabra de LeBay—, y sentí carne de gallina en la espalda.

—¡Maldito mentiroso! —exclamó dramáticamente Repperton—. ¡Yo no tengo ninguna navaja!

Mr. Casey le miró sin decir nada. Vandenberg y Welch parecían ahora sumamente inquietos… asustados. Su posible castigo por esta pelea había progresado más allá de la retención después de clase, a lo que estaban acostumbrados, y de la suspensión, que ya habían experimentado, hasta los límites máximos de la expulsión.

Tenía que añadir algo. Reflexioné y estuve a punto de no hacerlo. Pero se había tratado de Arnie, y Arnie era mi amigo, y, en el fondo, no creía sólo que hubiera tenido intención de clavarle a Arnie aquella navaja, lo sabía. Continué.

—Es una navaja de muelles.

Ahora, los ojos de Repperton no sólo fulguraron, ardieron, fulminando en silencio toda clase de amenazas.

—Eso es falso, Mr. Casey —dijo roncamente—. Está mintiendo. Se lo juro.

Mr. Casey no abrió la boca. Miró con lentitud a Arnie.

—Cunningham —dijo—. ¿Ha esgrimido Repperton una navaja contra ti?

Arnie no respondió en seguida. Luego, con voz que era apenas más que un suspiro, dijo:

—Sí.

La llameante mirada de Repperton se dirigió ahora a los dos.

Casey se volvió hacia Moochie Welch y Don Vandenberg. Me di cuenta al instante de que había cambiado su forma de manejar el asunto, había empezado actuando lenta y cuidadosamente, como si tanteara el terreno antes de avanzar. Mr. Casey había captado ya las consecuencias.

—¿Había una navaja por medio? —les preguntó.

Moochie y Vandenberg se miraron los pies y no respondieron. Era suficiente.

—Vuélvete del revés los bolsillos, Buddy —pidió Mr. Casey.

—¡Y un carajo! —exclamó Buddy. Su voz era estridente—. ¡No puede obligarme!

—Si quieres decir que no tengo autoridad para ello, te equivocas —dijo Casey—. Si quieres decir que yo no puedo volverte por mí mismo los bolsillos si decido hacerlo, también te equivocas. Pero…

—¡Inténtelo, inténtelo! —gritó Buddy—. ¡Y lo estrello contra esa pared, jodido calvo!

Se me estaba revolviendo el estómago. Yo detestaba estas escenas de confrontación, y esta era la peor en que jamás me había visto envuelto.

Pero Mr. Casey tenía las cosas bajo control y nunca se desviaba del rumbo que se había trazado.

—Pero no voy a hacerlo —terminó—. Vas a volverte los bolsillos tú mismo.

—Por los cojones —replicó Buddy.

Estaba de espaldas a la pared posterior del taller para que no se le notase el bulto del bolsillo trasero. El faldón de la camisa le colgaba en dos arrugados picos sobre la bragueta de los pantalones. Sus ojos se volvían a un lado y otro como los de un animal acosado.

Mr. Casey miró a Moochie y Don Vandenberg.

—Vosotros dos, subid al despacho y quedaos allí hasta que yo vaya —explicó—. No vayáis a ningún otro sitio, ya tenemos bastantes problemas sin necesidad de ello.

Se alejaron lentamente, muy juntos, como si buscaran protección el uno en el otro. Moochie volvió la vista hacia atrás. En el edificio principal sonó la campana. Los alumnos empezaron a entrar con lentitud, algunos de ellos lanzándonos miradas de curiosidad. Nos habíamos quedado sin almuerzo, pero no importaba. Yo ya no tenía hambre.

Mr. Casey volvió de nuevo su atención hacia Buddy.

—Estás en terrenos de la escuela en estos momentos —dijo—. Deberías dar gracias a Dios por ello, porque tienes una navaja, y si la has esgrimido, eso es agresión con un arma homicida. Le mandan a uno a la cárcel por eso.

—¡Demuéstrelo, demuéstrelo! —gritó Buddy.

Le llameaban las mejillas, y respiraba nerviosa y entrecortadamente.

—Si no te vuelves del revés los bolsillos ahora mismo firmaré tu hoja de expulsión. Luego, llamaré a la policía y, en cuanto pongas los pies fuera de la verja, serás detenido. Comprendes la situación, ¿verdad?

Miró ceñudamente a Buddy.

—Nosotros gobernamos aquí nuestra propia casa —explicó—. Pero, si tengo que firmar tu expulsión, Buddy, entonces pasas a depender de ellos. Naturalmente, si no tienes una navaja, no tienes nada que temer. Pero, si la tienes, y te la encuentran…

Hubo un momento de silencio. Estábamos inmóviles los cuatro. Yo no pensaba que fuese a hacerlo, cogería su hoja de expulsión y trataría de esconder la navaja en alguna parte. Luego, debió de comprender que los polis la buscarían y, probablemente, la encontrarían, porque sacó la navaja de su bolsillo posterior y la tiró sobre el asfalto. Al caer, golpeó con el botón que accionaba el resorte. Emergió la hoja, que brilló malignamente bajo el sol de la tarde, veinte centímetros de acero cromado.

Arnie la miró y se frotó los labios con el dorso de la mano.

—Sube al despacho, Buddy —dijo reposadamente Mr. Casey—. Espera allí hasta que yo vaya.

—¡Mierda para el despacho! —exclamó Buddy.

Su voz era aguda e histérica. Le había vuelto a caer un mechón de pelo sobre la frente y se lo echó hacia atrás.

—Me largo de esta jodida pocilga.

—Sí, muy bien, de acuerdo —replicó el señor Casey, con el mismo tono de voz que si Buddy le hubiera ofrecido una taza de café.

Comprendí entonces que Buddy estaba totalmente acabado en la escuela superior de Libertyville. Ni retención, ni vacación de tres días, sus padres recibirían por correo la hoja de expulsión, en la que se explicaría por qué era expulsado su hijo y se les haría saber sus derechos y opciones legales en la materia.

Buddy nos miró a Arnie y a mí… y sonrió.

—Os arreglaré las cuentas —dijo—. Me vengaré. Desearéis no haber nacido.

Dio una patada a la navaja, que salió despedida, girando sobre sí misma y reluciendo al sol.

Luego, Buddy se alejó, haciendo sonar las chapas de sus botas de motorista.

Mr. Casey nos miró, tenía una expresión triste y fatigada.

—Lo siento —dijo.

—No es nada —respondió Arnie.

—¿Queréis hojas de salida? Os las puedo firmar si queréis iros a casa durante el resto del día.

Miré a Arnie, que se estaba sacudiendo la camisa. Meneó la cabeza.

—No, no hace falta —repliqué.

—Muy bien. Entonces, unas hojas de autorización para llegar tarde.

Fuimos a la habitación de Mr. Casey y nos entregó las hojas para nuestra próxima clase, que casualmente compartíamos: Física Superior. Al entrar en el laboratorio de física, muchos compañeros nos miraron con curiosidad y se oyeron murmullos.

Al final de la clase sexta circuló la hoja de ausencias producidas por la tarde. La examiné y vi los nombres de Repperton, Vandenberg y Welch, seguidos cada uno de ellos por una (R). Pensaba que Arnie y yo seríamos llamados al despacho al terminar las clases para contar lo que había sucedido a Mr. Lothrop, el encargado de la disciplina escolar. Pero no fue así.

Busqué a Arnie después de las clases, pensando que iríamos juntos a casa y hablaríamos un poco de lo ocurrido, pero también en eso me equivocaba. Se había ido al garaje de Darnell para trabajar en Christine.