Can’t you hear it out in Needham
Route 128 down by the powerlines…
It’s so cold here in the dark,
It’s so exciting in the dark…
JONATHAN RICHMOND Y LOS MODERN LOVERS
El Rainbow Motel era bastante malo, desde luego. Tenía un solo piso, el suelo del aparcamiento estaba agrietado, faltaban dos de las letras del rótulo de neón. Era exactamente la clase de lugar en que uno esperarla encontrar a un maestro inglés de edad avanzada. Sé lo deprimente que eso suena, pero es verdad. Y mañana se iría al aeropuerto en su coche alquilado y cogería el avión para Paradise Falls, Ohio.
El Rainbow Motel parecía un hospital geriátrico. Había grupos de viejos sentados delante de sus habitaciones en las sillas de mimbre que la dirección proporcionaba con ese fin, cruzadas sus huesudas piernas y con sus calcetines blancos estirados sobre las velludas espinillas. Todos los hombres parecían alpinistas envejecidos, flacos y correosos. La mayoría de las mujeres florecían con la blanda grasa de los cincuenta y tantos años. He observado desde entonces que hay moteles que parecen llenarse sólo con personas mayores de cincuenta años: es como si se enterasen de la existencia de tales lugares a través de misteriosas líneas de comunicación. «Traigan su histerectomía y su próstata inflamada al Rainbow Motel. No hay televisión por cable, pero tenemos dedos mágicos.» No vi a ningún joven delante de las unidades, y a un lado permanecían vacías las instalaciones del campo de juego, proyectando los columpios largas e inmóviles sombras sobre el suelo. Arriba, un arco iris de neón coronaba el rótulo de la fachada. Zumbaba como un enjambre de moscas encerradas en una botella.
LeBay estaba sentado ante la Unidad 14 con un vaso en la mano. Me acerqué y le estreché la mano.
—¿Quieres tomar un refresco? —preguntó—. En el vestíbulo hay una máquina expendedora.
Cogí una de las sillas que había ante una unidad desocupada y me senté junto a él.
—Entonces, permíteme decirte lo que pueda —dijo, con su voz suave y cultivada—. Soy once años más joven que Rollie, y todavía estoy aprendiendo a ser viejo.
Me removí azoradamente en mi silla y no dije nada.
—Éramos cuatro hermanos —continuó—. Rollie era el mayor. Yo, el más pequeño. Nuestro hermano Drew murió en Francia en 1944. El y Rollie hicieron carrera en el Ejército. Crecimos aquí en Libertyville. Sólo que Libertyville era entonces mucho, mucho más pequeño, un pueblo. Lo bastante pequeño como para tener grandes diferencias sociales. Nosotros éramos pobres. Marginados. Como quieras llamarlo.
Rió suavemente en la desfalleciente luz del crepúsculo y echó más 7-Up en su vaso.
—En realidad, sólo recuerdo una constante de la infancia de Rollie: después de todo, él estaba en quinto grado cuando yo nací, pero eso lo recuerdo muy bien.
—¿Qué era?
—Su cólera —respondió LeBay—. Rollie siempre estaba encolerizado. Le encolerizaba tener que ir a la escuela con ropas muy usadas y remendadas, le encolerizaba que nuestro padre fuese un borracho que no podía conservar un empleo en ninguna de las aceras, le encolerizaba que nuestra madre no pudiera hacerle dejar de beber a nuestro padre. Le encolerizaba la existencia de sus tres hermanos pequeños, Drew, Marcia y yo, que hacían insuperable la pobreza.
Extendió el brazo y se subió la manga de la camisa para mostrarme los resecos y nudosos tendones que se marcaban bajo la superficie de su brillante y nudosa piel.
Una cicatriz descendía desde el codo hasta la muñeca, donde finalmente desaparecía.
—Esto fue un regalo de Rollie —dijo—. Me lo hizo cuando yo tenía tres años, y él catorce. Yo estaba jugando delante de la puerta principal con unos bloques de madera pintada que se suponía eran coches y camiones, cuando él salió para ir a la escuela. Yo estaba en su camino, supongo. Me dio un empujón, continuó andando hasta la acera y, luego, volvió y me lanzó por el aire. Al caer, mi brazo se clavó en uno de los pinchos de la cerca que rodeaba el manojo de hierbajos y girasoles que mi madre insistía en llamar «el jardín». Sangré tanto que todos se echaron a llorar, todos menos Rollie, que gritaba: «Apártate siempre de mi camino, maldito mocoso, apártate de mi camino, ¿me oyes?»
Miré la vieja cicatriz, fascinado, comprendiendo que si parecía un rasguño era porque aquel pequeño y rechoncho brazo de tres años se había ido convirtiendo a lo largo de los años en el flaco y brillante brazo de anciano que yo estaba mirando ahora. Una herida que, en 1921, había sido un horrible surco borboteando sangre se había ido alargando hasta convertirse en esta plateada progresión de marcas que semejaban los peldaños de una escalera de mano. La herida se había cerrado pero la cicatriz se había… extendido.
Un terrible estremecimiento recorrió mi cuerpo. Pensé en Arnie golpeando con los puños el salpicadero de mi coche, Arnie gritando roncamente que se la iban a cargar, a cargar, a cargar.
George LeBay me estaba mirando. No sé qué vio en mi cara, pero volvió a bajarse lentamente la manga, y cuando la abrochó de nuevo sobre aquella cicatriz, era como si hubiese corrido la cortina sobre un pasado casi insoportable.
Tomó otro trago de 7-Up.
—Mi padre volvió a casa aquella noche, se había pasado el día dedicado a lo que él llamaba «pescar un trabajo» y cuando supo lo que Rollie había hecho empezó a darle la gran paliza. Pero Rollie no manifestaba ningún arrepentimiento. Lloraba, pero no se arrepentía —LeBay sonrió ligeramente—. Al final, mi madre se asustó y le gritó a mi padre que lo dejara antes de que lo matase. Las lágrimas corrían por el rostro de Rollie, pero seguía sin arrepentirse. «Estaba en mi camino —decía Rollie entre sollozos—. Y si vuelvo a encontrármelo en mi camino lo volveré a hacer, y tú no me lo podrás impedir, maldito borracho.» Entonces, mi padre le golpeó en la cara y le hizo sangrar por la nariz, y Rollie cayó al suelo, con la sangre escurriéndosele por entre los dedos. Mi madre gritaba, Marcia lloraba. Drew permanecía encogido en un rincón y yo me desgañitaba a chillidos, levantando mi vendado brazo en el aire. Y Rollie seguía diciendo: «Lo volveré a hacer, borracho, borracho, maldito y viejo borracho».
Sobre nosotros, habían empezado a salir las estrellas. Una vieja salió de una unidad, sacó de un Ford una destartalada maleta y la llevó a su unidad. En algún lugar sonaba una radio. No estaba sintonizada en los sonidos de rock de la FM-104.
—Su infinita furia es lo que mejor recuerdo —repitió suavemente LeBay—. En la escuela, se pegaba con cualquiera que se burlase de sus ropas o de la forma en que llevaba cortado el pelo: se pegaba incluso con cualquiera que sospechase que se burlaba de él. Fue suspendido una y otra vez. Finalmente, abandonó y se alistó en el Ejército.
»No era ninguna bicoca estar en el Ejército en los años veinte. No había dignidad, ni ascensos, ni estandartes y banderas al viento. No había nobleza. Fue rodando de base en base, primero en el Sur y luego en el Sudoeste. Recibíamos carta suya cada tres meses o así. Seguía encolerizado. Estaba encolerizado contra los que él llamaba «los cagones». Los cagones no le daban el ascenso que merecía, los cagones le habían cancelado un permiso, los cagones eran incapaces de encontrar el culo con las dos manos y un reflector. En dos ocasiones, por lo menos, los cagones le metieron en el calabozo.
»El Ejército lo conservaba consigo porque era un mecánico excelente, podía mantener en funcionamiento los viejos y decrépitos vehículos que eran todo lo que el Congreso permitía al Ejército.
Con cierto desasosiego, me encontré pensando de nuevo en Arnie, Arnie, que tan hábil era con sus manos.
LeBay se inclinó hacia delante.
—Pero esa destreza era sólo otro manantial que alimentaba su cólera. Y estuvo permanentemente encolerizado hasta que compró ese coche que ahora es de tu amigo.
—¿Qué quiere decir?
LeBay rió entre dientes.
—Arreglaba camiones de transporte militares, coches de Estado Mayor, vehículos militares de transporte de armas. Arreglaba excavadoras y mantenía en funcionamiento los coches de los oficiales con saliva y cuerda de embalar. Y, una vez en que un congresista fue a visitar Fort Arnold, en el oeste de Texas, y se le averió el coche, recibió de su oficial, que deseaba desesperadamente causar una buena impresión, una orden para que se arreglase el costoso Bentley del congresista. Oh, sí, nos llegó una carta de cuatro páginas sobre ese «cagón»…, una andanada en cuatro páginas de la cólera y el vitriolo de Rollie. Era sorprendente que las palabras no humeasen en el papel.
»Todos aquellos vehículos: pero Rollie nunca tuvo coche propio hasta después de la Segunda Guerra Mundial. Aun entonces, lo único que pudo comprar fue un viejo Chevrolet que funcionaba mal y estaba devorado por la herrumbre. En los años veinte y treinta nunca había dinero suficiente, y durante los de la guerra estaba demasiado ocupado intentando mantenerse vivo.
»Estuvo metido entre coches todos esos años, y arregló miles de vehículos para los cagones y nunca tuvo uno que fuera exclusivamente suyo. Era de nuevo Libertyville. Ni siquiera el viejo Chevrolet pudo mitigar eso, ni el viejo Hudson Hornet que se compró al año siguiente de casarse.
—¿Casarse?
—No te habló de eso, ¿verdad? —dijo LeBay—. Le habría encantado contar sus experiencias en el Ejército, sus experiencias de guerra y sus interminables confrontaciones con los cagones, siempre que tú y tu amigo le escucharais sin dormiros: y él con la mano en tu bolsillo todo el tiempo, buscando tu cartera. Pero no se habría molestado en hablarte de Verónica o de Rita.
—¿Quiénes eran?
—Verónica era su mujer —dijo LeBay—. Se casaron en mil novecientos cincuenta y uno, poco antes de que Rollie fuese a Corea. Podría haberse quedado en los Estados Unidos, ¿sabes? Estaba casado, su mujer se hallaba embarazada y él mismo se iba haciendo ya mayor. Pero eligió irse.
LeBay miró reflexivamente las abandonadas instalaciones del campo de juegos.
—Era un caso de bigamia. En mil novecientos cincuenta y uno tenía cuarenta y cuatro años y ya estaba casado. Estaba casado con el Ejército. Y con los cagones.
Calló de nuevo. Su silencio tenía una calidad morbosa.
—¿Se encuentra usted bien? —pregunté, finalmente.
—Sí —respondió—. Estoy sólo pensando. Pensando mal de los muertos —me miró serenamente…, pero sus ojos eran oscuros y acongojados—. Todo esto me resulta doloroso, joven…, ¿cómo dijiste que te llamabas? No quiero estar aquí, cantándole estas viejas y tristes canciones a alguien a quien no puedo llamar por su nombre de pila. ¿Era Donald?
—Dennis —dije—. Mire, señor LeBay…
—Me resulta más doloroso de lo que yo habría sospechado —continuó—. Pero, ahora que he empezado, acabemos, ¿no te parece? Estuve con Verónica sólo dos veces. Era de la parte oeste de Virginia. Cerca de Wheeling. Lo que entonces llamábamos sudista de alto copete, y no era demasiado inteligente. Rollie podía dominarla y manejarla a su antojo, que era lo que, al parecer, quería. Pero ella le amaba, creo…, al menos hasta el desdichado asunto de Rita. En cuanto a Rollie, no creo que se casara realmente con una mujer. Se casó con una especie de… muro de los lamentos.
»Las cartas que nos mandaba: bueno, debes recordar que abandonó muy pronto la escuela. Las cartas, incultas como eran representaban un tremendo esfuerzo para mi hermano. Eran su puente colgante, su novela, su sinfonía, su gran esfuerzo. No creo que las escribiese para librarse del veneno que albergaba su corazón. Yo creo que las escribía para diseminarlo.
»Una vez que tuvo a Verónica, cesaron las cartas. Tenía ya su par de oídos eternos, y no necesitaba molestarse más con nosotros. Supongo que le escribiría cartas durante los dos años que estuvo en Corea. En ese periodo, yo solo recibí una, y creo que Marcia dos. No hubo ninguna satisfacción por el nacimiento de su hija a principios del cincuenta y dos, sólo un agrio lamento por el hecho de tenía otra boca que alimentar y de que los cagones le sacaban un poco más.
—¿Nunca fue ascendido? —pregunté.
El año anterior, yo había visto parte de un largo serial de televisión, una de esas novelas televisadas que se titulaba Una vez, un águila. Al día siguiente, vi el libro en edición barata y lo compré, esperando encontrarme con un buen relato de guerra. Allí obtuve algunas nuevas ideas sobre los servicios armados. Una de ellas era que el proceso de ascensos funcionaba realmente en tiempo de guerra. Me costaba entender cómo LeBay podía haberse alistado a comienzos de los años 1920, pasado por dos guerras y seguir de chusquero cuando Ike fue elegido presidente.
LeBay se echó a reír.
—Era como Prewitt en De aquí a la eternidad. Ascendía y, luego, era degradado por algo…, insubordinación, o impertinencia, o embriaguez. ¿Te he dicho que estuvo varias veces en el calabozo? Una de ellas fue por mear en la ponchera del club de oficiales de Fort Dix antes de una fiesta. Sólo le echaron diez días por eso, porque escrutaron creo yo en el fondo de sus propios corazones y pensaron que se trataba de una simple broma de borracho, como las que, probablemente, algunos de los propios oficiales habían gastado de jóvenes: no tenían ni idea, no podían tenerla, del odio y el mortal aborrecimiento que yacía tras ese gesto. Pero imagino que Verónica podría haberles hablado ya de ello para entonces.
Miré mi reloj. Eran las nueve y cuarto. LeBay llevaba hablando casi una hora.
—Mi hermano volvió de Corea en el cincuenta y tres para conocer a su hija. Tengo entendido que se la quedó mirando uno o dos minutos y, luego, se la devolvió a su mujer y se fue a ocuparse de su viejo Chevrolet durante el resto del día… ¿Te aburres, Dennis?
—No —dije, sin mentir.
—Durante todos aquellos años, lo único que Rollie quería realmente era un coche nuevo. No un Cadillac o un Lincoln, no quería ingresar en la clase alta, los oficiales, los cagones. Quería un Plymouth nuevo, o quizás un Ford o un Dodge.
»Verónica escribía de vez en cuando, y decía que pasaba casi todos los domingos visitando los establecimientos de venta de coches de los lugares en que estaba destinado. Ella y la niña se quedaban en el viejo Hornet que Rollie tenía entonces, y Verónica le leía cuentos a Rita mientras Rollie estaba con vendedor tras vendedor, hablando de compresión y caballos de vapor, culatas de cilindro y cajas de cambio: a veces pienso en la niña creciendo sobre el sonido de fondo de aquellas banderolas de plástico restallando al cálido viento de media docena de recintos militares, y no sé si reír o llorar.
Mis pensamientos volvieron de nuevo a Arnie.
—¿Diría usted que estaba obsesionado?
—Sí. Yo diría que estaba obsesionado. Empezó a darle dinero a Verónica para que lo guardase. Además de su incapacidad para ser ascendido tenía un problema con la bebida. No era alcohólico, pero se entregaba a periódicas borracheras cada seis u ocho meses. Cuando la borrachera terminaba, se había quedado sin un centavo. Nunca supo con seguridad cuánto gastaba.
»Se suponía que Verónica tenía que poner fin a eso. Era una de las cosas por las que se había casado. Cuando empezaban estos accesos de bebida, Rollie acudía a ella para pedirle dinero. Una vez, la amenazó con un cuchillo, se lo puso en la garganta. Lo supe por su hermana, que a veces hablaba por teléfono con Verónica. Verónica se negó a darle el dinero, que entonces, en el cincuenta y cinco, ascendía a unos ochocientos dólares. «Recuerda el coche, cariño —le dijo, con la punta del cuchillo en la garganta—. Nunca tendrás ese nuevo coche si te gastas el dinero en emborracharte».
—Debía de amarle —comenté.
—Bueno, quizá. Pero, por favor, no formules la romántica suposición de que su amor cambió en nada a Rollie. El agua puede desgastar la piedra, pero sólo a lo largo de cientos de años. Las personas son mortales.
Pareció reflexionar sobre si decir algo más en ese sentido y decidir luego no hacerlo. La pausa me sorprendió.
—Pero tampoco debes culpar a ninguno de ellos —siguió—. Y recuerda que él estaba borracho cuando le puso el cuchillo en la garganta. Ahora hay un gran clamor contra las drogas en la escuela, y no me parece mal, porque creo que es obsceno pensar en niños de dieciséis y diecisiete años tambaleándose por ahí completamente drogados, pero también creo que el alcohol es la droga más vulgar y peligrosa jamás inventada…, y es legal.
»Cuando mi hermano salió, finalmente, del Ejército, en el cincuenta y uno Verónica tenía ahorrados poco más de mil doscientos dólares. A ello se añadía una sustancial pensión por su lesión de espalda…, luchó contra los cagones por conseguirla y ganó, decía.
»Así que por fin tenían dinero. Compraron la casa que visitasteis tú y tu amigo, pero, antes de que se pensara siquiera en la casa, llegó el coche, naturalmente. El coche era siempre lo primero. Las visitas a los vendedores de automóviles alcanzaron un grado febril. Y, al fin, se decidió por Christine. Recibí una larga carta sobre ella. Era un Fury del cincuenta y ocho, cupé, y en su carta me daba todos los datos y cifras. No las recuerdo, pero apuesto a que tu amigo podría citar de pe a pa sus estadísticas vitales.
—Sus medidas —dije.
LeBay sonrió sin alegría.
—Sus medidas, sí. Recuerdo que escribió que su precio estaba un poco por debajo de los tres mil dólares pero que él consiguió llevárselo por dos mil cien. Pagó el diez por ciento en el acto, y cuando se la entregaron, abonó el resto, en billetes de diez y veinte dólares.
»Al año siguiente, Rita, que tenía entonces seis, murió atragantada.
Di un salto en la silla que casi la tiro. Su suave voz de profesor resultaba arrulladora y yo estaba cansado, me había medio adormilado. Aquélla última frase había sido como un jarro de agua fría en la cara.
—Sí, en efecto —dijo, en respuesta a mi interrogadora y sorprendida mirada—. Se habían ido de «cochegira» para todo el día. Eso era lo que sustituía a las expediciones en busca de un coche. «Cochegira». Era su palabra para designarlo. La tomó de una de aquellas canciones de rock and roll que siempre estaba escuchando. Los domingos los tres se iban de «cochegira». Había bolsas para la basura delante y detrás. La niña tenía prohibido tirar nada al suelo. Tenía prohibido desordenar nada. Se sabía bien la lección. Ella…
Volvió a caer en aquel peculiar y reflexivo silencio, y luego, pasó a otro tema.
—Rollie mantenía limpios los ceniceros. Siempre. Él era un gran fumador, pero sacaba el cigarrillo por la ventanilla en vez de sacudirlo en el cenicero, y, cuando terminaba de fumar, lo tiraba a la carretera. Si alguien que iba con él usaba el cenicero lo vaciaba al terminar el viaje y lo limpiaba luego con una servilleta de papel. Lavaba el coche dos veces a la semana y lo desinfectaba dos veces al año. Lo atendía y reparaba él mismo, alquilando las instalaciones de un garaje local.
Me pregunté si habría sido el de Darnell.
—Aquel domingo, a la vuelta, pararon en un puesto de hamburguesas junto a la carretera: en aquellos tiempos no existía la cadena McDonald’s, sólo puestos de carretera. Y lo que sucedió fue bastante sencillo, supongo.
De nuevo aquel silencio, como si se preguntase cuánto debía contarme, o cómo separar lo que sabía de sus especulaciones.
—Se atragantó con un trozo de carne —replicó al fin—. Cuando empezó a tener náuseas y a llevarse las manos a la garganta, Rollie la cogió, la sacó del coche y le palmeó la espalda, tratando de hacer que lo expulsara. Ahora, desde luego, hay un método, la maniobra Heimlich, que da bastante buen resultado en situaciones así. El año pasado, una chica, una estudiante de magisterio, salvó a un niño que se estaba atragantando en la cafetería de mi escuela por medio de la maniobra Heimlich. Pero en aquellos tiempos…
»Mi sobrina murió al borde de la carretera. Imagino que fue una forma terrible de morir.
Su voz había recuperado su soñolienta cadencia profesoral, pero yo ya no me sentía soñoliento. En absoluto.
—Intentó salvarla. Lo creo. Y trato de creer que fue sólo mala suerte el que muriese. Había permanecido mucho tiempo en una actitud cruel, y no creo que amase muy profundamente a su hija. Pero a veces, en asuntos mortales, la falta de amor puede ser una gracia salvadora. A veces, lo que se necesita es crueldad.
—Pero no esta vez —dije.
—Al final, la volvió boca abajo y la sostuvo por los tobillos. La golpeó en el vientre, esperando hacerla vomitar. Yo creo que habría intentado practicarle una traqueotomía con su navaja si hubiera tenido la más mínima idea de cómo hacerlo. Pero, naturalmente, no la tenía. La niña murió.
»Marcia y su marido y la familia fueron al funeral. Yo fui también. Constituyó nuestra última reunión familiar.
Recuerdo que pensé: «Habrá vendido el coche, naturalmente». En cierta extraña manera, me sentía un poco decepcionado. Había ocupado tan destacado lugar en las cartas de Verónica y en las pocas escritas por Rollie que me parecía era casi un miembro de su familia. Pero no lo había vendido. Acudieron en él a la iglesia metodista de Libertyville, y estaba impecable y reluciente… y odioso. Era odioso —se volvió para mirarme—. ¿Lo crees, Dennis?
Tuve que tragar saliva antes de contestar.
—Sí —dije—. Lo creo.
LeBay movió sombríamente la cabeza.
—Verónica iba sentada en el asiento de la derecha como una muñeca de cera. Cualquier cosa que ella hubiera sido, Cualquier cosa que hubiera tenido dentro, se había esfumado. Rollie había tenido el coche, ella había tenido la hija y no se quejaba. Ella había muerto.
Permanecía allí sentado y traté de imaginarlo, traté de imaginar qué habría hecho yo en su lugar. Mi hija empieza a atragantarse y asfixiarse en el asiento trasero de mi coche y luego muere al borde de la carretera. ¿Me desharía del coche? ¿Por qué? No era el coche lo que la había matado; era el trozo de hamburguesa que le había obstruido la tráquea. Entonces, ¿por qué vender el coche? Aparte del pequeño detalle de que no podría mirarlo, no podría ni siquiera pensar en él, sin horror y tristeza. ¿Lo vendería?
—¿Le preguntó usted sobre eso?
—Claro que le pregunté. Marcia estaba conmigo. Era después de la ceremonia. El hermano de Verónica había venido desde Glory, Virginia, él la llevó a casa después del entierro…, caminaba como una sonámbula.
»Le abordamos solos Marcia y yo. Esa fue la verdadera reunión Yo le pregunté si tenía intención de vender el coche, estaba aparcado directamente detrás del furgón fúnebre que había llevado a su hija al cementerio, el mismo cementerio en que hoy ha sido enterrado el propio Rollie. Era rojo y blanco…, Chrysler nunca ofreció el Plymouth Fury del 58 en esos colores, Rollie lo había hecho pintar expresamente Estábamos a unos quince metros de él, y tuve la más extraña de las sensaciones…, el más extraño de los impulsos…, alejarme más como si pudiera oírnos.
—¿Qué dijo usted?
—Le pregunté si iba a vender el coche. Apareció en su rostro aquella expresión dura y obstinada, aquella expresión que recuerdo tan bien de mi primera infancia. Era la expresión que había estado en su rostro cuando me tiró contra la cerca. La expresión que estaba en su rostro cuando seguía llamando borracho a mi padre, aun después de que mi padre le hizo sangrar por la nariz. Él dijo: «Sería idiota venderla, George, sólo tiene un año, y sólo ha recorrido quince mil kilómetros. Tú sabes que nunca se recupera el dinero hasta que un coche tiene tres años.»
»Le dije: «Si esto es cuestión de dinero para ti, Rollie, alguien robó lo que quedaba de tu corazón y lo sustituyó por una piedra. ¿Quieres que tu mujer lo esté mirando todos los días? ¿Viajando en él? ¡Santo Dios, hombre!»
»Aquella expresión no cambió. No hasta que miró al coche, estacionado allí bajo el sol, detrás del furgón fúnebre. Fue el único momento en que se suavizó su rostro. Recuerdo que me pregunté si alguna vez habría mirado así a Rita. No creo que lo hiciera jamás.
Guardó silencio unos instantes y, luego, continuó:
—Macia le dijo lo mismo. Ella siempre le tuvo miedo a Rollie, pero ese día estaba más enfurecida que asustada: había recibido cartas de Verónica, recuerda, y sabía lo mucho que amaba a su hijita. Le dijo que cuando alguien muere se quema el colchón en que durmió, se entregan sus ropas al Ejército de Salvación u otro organismo parecido se pone fin a la vida en la manera que uno pueda para que los vivos puedan seguir con sus asuntos. Le dije que su mujer nunca podría seguir con sus asuntos mientras el coche en que murió su hija permaneciese en el garaje.
»Rollie le preguntó con aquel maligno y sarcástico tono de voz si quería que rociase su coche con gasolina y le aplicase una cerilla sólo porque su hija había muerto atragantada. Mi hermana se echó a llorar y dijo que le parecía una idea excelente. Finalmente, la cogí del brazo y me la llevé de allí. De nada servía reprender a Rollie, ni entonces ni nunca. El coche era suyo, y él podía seguir hablando y hablando de conservar un coche durante tres años antes de venderlo, podía hablar de kilómetros hasta que se le secase la boca, pero el hecho puro y simple era que lo iba a conservar porque quería conservarlo.
»Marcia y su familia regresaron a Denver en autobús, y, que yo sepa, ella no volvió a ver más a Rollie ni le escribió ninguna carta. No fue al funeral de Verónica.
Su mujer. Primero, la niña, luego, la mujer. Comprendí de alguna manera que había sido simplemente así. Bang-bang. Una especie de entumecimiento me ascendió por las piernas hasta la boca del estómago.
—Ella murió seis meses después. En enero del 59.
—Pero no tuvo nada que ver con el coche —dije—. Nada que ver con el coche, ¿verdad?
—Lo tuvo todo que ver con el coche —respondió, con suavidad.
«No quiero oírlo», pensé. Pero, naturalmente lo oiría. Porque mi amigo tenía ahora ese coche y porque éste se había convertido en algo totalmente desproporcionado a lo que debería haber sido en su vida.
—Después de morir Rita, Verónica sufrió una depresión de la que nunca salió. Había hecho algunos amigos en Libertyville, y ellos intentaron ayudarla…, ayudarla a encontrar de nuevo su camino, podríamos decir. Pero no pudo encontrar su camino. En absoluto.
»Por lo demás, las cosas iban de maravilla. Por primera vez en la vida de mi hermano, había dinero en abundancia. Tenía su pensión del Ejército, su pensión de invalidez, y había conseguido un puesto de vigilante nocturno en la fábrica de neumáticos de la parte oeste de la ciudad. He ido allí después del funeral, pero ya no existe.
—Quebró hace doce años —dije—. Yo era pequeño. Ahora hay allí un restaurante chino de comidas rápidas.
—Estaban pagando la hipoteca a razón de dos plazos mensuales. Y, naturalmente, ya no tenían que ocuparse de ninguna niña. Pero no existía para Verónica ninguna luz ni ningún impulso hacia la recuperación.
»Por lo que he podido averiguar, planeó su suicidio con absoluta sangre fría. Si hubiera libros de texto para aspirantes a suicidas, el suyo podría incluirse como ejemplo a emular. Se fue a la tienda de Western Auto, aquí, en la ciudad, la misma en que yo adquirí mi primera bicicleta hace muchos, muchos años, y compró siete metros de tubo de goma. Acopló un extremo al tubo de escape de Christine e introdujo el otro por una de las ventanillas posteriores. No tenía permiso de conducir pero sabía cómo poner en marcha el motor de un coche. En realidad, era todo lo que necesitaba saber.
Fruncí los labios, me los humedecí con la lengua y oí mi voz, apenas más que un ronco graznido.
—Creo que tomaré ahora ese refresco.
—¿Te importa traer otro para mí? —dijo—. Me impedirá dormir, siempre lo hace, pero sospecho que, de todos modos, me pasaría despierto casi toda la noche.
Yo sospechaba que a mí también me pasaría lo mismo. Fui al vestíbulo del motel para coger los refrescos, y, a la vuelta, me detuve a mitad del camino. LeBay era sólo una sombra más intensa delante de su unidad, y sus calcetines blancos relucían como pequeños fantasmas. Pensé: «Quizás el coche está maldito. Quizá se trata de eso. Parece un cuento de fantasmas, sí. Hay un cartel al frente, próxima parada, ¡La Zona del Crepúsculo!»
Pero eso era ridículo, ¿verdad?
Claro que lo era. Eché a andar de nuevo. Los coches no contenían maldiciones, como tampoco las personas, eso eran historias de películas de miedo, buenas para divertirse un sábado por la noche en el cine para automovilistas, pero muy alejadas de los hechos cotidianos que componen la realidad.
Le di su lata de gaseosa y oí el resto de su relato, que podría resumirse en una sola línea: A partir de entonces fue siempre desgraciado. Roland D. LeBay había conservado su casita y había conservado su Plymouth 1958. En 1965 había colgado su gorra de vigilante nocturno y su reloj de control. Y hacia la misma época había abandonado sus penosos esfuerzos por mantener a Christine funcionando y con aspecto de nueva…, la había dejado consumirse como se deja que a un reloj se le acabe la cuerda.
—¿Quiere decir que ha permanecido allí fuera? —pregunté—. ¿Desde el sesenta y cinco? ¿Durante trece años?
—No, lo metió en el garaje, naturalmente —respondió LeBay—. Los vecinos nunca habrían permitido que un coche permaneciera pudriéndose en el césped. En el campo, quizá, pero no en Suburbia, Estados Unidos.
—Pero estaba allí cuando nosotros…
—Sí, lo sé. Lo puso en el césped con un letrero de «SE VENDE» en la ventanilla. Hice preguntas acerca de eso. Tenía curiosidad así que pregunté. En la Legión. La mayoría habían perdido el contacto con Rollie, pero uno de ellos me dijo que creía haber visto el coche allí afuera por primera vez en mayo.
Empecé a decir algo y, luego, guardé silencio. Se me había ocurrido una idea terrible, y la idea era, simplemente ésta: Era demasiado oportuno. Sumamente oportuno. Christine había permanecido en aquel oscuro garaje durante años…, cuatro, ocho, una docena, más. Luego, pocos meses antes de que Arnie y yo pasáramos por allí y Arnie lo viera, Roland LeBay lo había sacado de pronto y le había puesto el cartel de «SE VENDE».
Más tarde —mucho más tarde—, revisé numerosos ejemplares de los periódicos de Pittsburgh y del diario de Libertyville, el Keystone. Nunca había anunciado el Fury al menos no en los periódicos, que es lo que se suele hacer cuando se quiere vender un coche. Se limitó a sacarlo a su calle suburbana —ni siquiera una vía muy transitada— y a esperar que apareciese un comprador.
No comprendí plenamente entonces el resto del pensamiento —al menos, no de una forma lógica, intelectual—, pero noté que retornaba aquella fría sensación de terror. Era como si supiera que se presentaría un comprador. Si no en mayo, en junio. O en julio. O en agosto. A no tardar mucho.
No, no concebí lógica ni racionalmente esta idea. Lo que, en su lugar, acudió a mi mente fue una imagen completamente visceral: un atrapamoscas venus a la orilla de un pantano, con sus verdes mandíbulas abiertas, esperando que se introdujese en ellas un insecto.
El insecto adecuado.
—Recuerdo haber pensado que, si renunció al coche, fue porque no quería correr el riesgo de suspender en el examen para renovación del permiso —dije finalmente—. Cuando llega uno a esas edades, le someten a examen cada uno o dos años. Las renovaciones se interrumpen automáticamente.
George LeBay movió la cabeza.
—Eso parece muy propio de Rollie —dijo—. Pero…
—Pero ¿qué?
—Recuerdo que leí en alguna parte, y no puedo recordar quién lo dijo o lo escribió, que hay «épocas» en la existencia humana. Que cuando llegó la «época de la máquina de vapor», una docena de hombres inventaron máquinas. Quizá sólo un hombre obtuvo la patente, o la fama en los libros de Historia, pero todos estaban allí a la vez, trabajando sobre esa única idea. ¿Cómo se explica? Simplemente, porque es la época de la máquina de vapor.
LeBay bebió un sorbo de gaseosa y miró hacia el cielo.
—Viene la Guerra Civil, e inmediatamente es la «época del acorazado». Luego es la «época de la ametralladora». Lo siguiente que se conoce es la «época de la electricidad», «la época del telégrafo» y, finalmente, es la «época de la bomba atómica». Como si todas esas ideas no procediesen de individuos, sino de alguna gran ola de inteligencia que se mantiene siempre flotando…, alguna ola de inteligencia situada fuera de la Humanidad.
Me miró.
—Esa idea me asusta si pienso mucho en ella, Dennis. Parece haber en ella algo…, bueno, decididamente pagano.
—¿Y para su hermano era la «época de vender a Christine»?
—Quizá. Dice el Eclesiastés que todo tiene su tiempo, que hay tiempo de plantar y tiempo de cosechar, tiempo de herir y tiempo de curar, tiempo de esparcir las piedras y tiempo de amontonarlas. Un negativo para cada positivo. Así que si en la vida de Rollie hubo una «época de Christine» también pudo haberle llegado una época para deshacerse de ella. De ser así, él lo habría sabido. Era un animal, y los animales escuchan muy bien sus instintos. O quizás es que se cansó finalmente de ella —terminó LeBay.
Hice un gesto de asentimiento, indicando que podría ser principalmente porque deseaba dejar aquello cancelado, no porque lo explicara a mi completa satisfacción. George LeBay no había visto el coche el día en que Arnie me había gritado que volviese. Pero yo si lo había visto. No tenía el aspecto de un coche que hubiera estado descansando pacíficamente en un garaje. Estaba sucio y abollado, con el parabrisas resquebrajado y un parachoques casi totalmente arrancado. Parecía un cadáver que hubiera sido desenterrado para dejarlo descomponerse al sol.
Pensé en Verónica LeBay y me estremecí.
Como si leyera mis pensamientos —parte de ellos, al menos—, LeBay dijo:
—Sé muy poco de cómo vivió mi hermano durante los últimos años de su vida, ni de lo que sintió, pero de una cosa estoy completamente seguro, Dennis. Cuando en el 65, o cuando fuese, sintió que había llegado el momento de dejar el coche, lo dejó. Y cuando sintió que era el momento de ponerlo en venta, lo puso en venta.
Hizo una pausa.
—Y creo que no tengo nada más que decir: salvo que creo, realmente, que tu amigo sería más feliz si se deshiciera de ese coche. He observado con atención a tu amigo. No parecía un joven particularmente feliz. ¿Me equivoco?
Reflexioné un poco. No, la felicidad no era con exactitud atributo de Arnie, y nunca lo había sido. Pero, hasta que empezó el asunto del Plymouth había parecido al menos contento…, como si hubiera llegado a un modusvivendi con la vida. No completamente feliz, pero al menos llevadero.
—No —dije—. No se equivoca.
—No creo que el coche de mi hermano pueda hacerle feliz. En todo caso, justamente lo contrario.
Y, como si hubiera leído mis pensamientos de hacía unos minutos, continuó:
—Yo no creo en maldiciones. Ni en fantasmas ni nada sobrenatural. Pero si creo que las emociones y los acontecimientos tienen una cierta… resonancia subsistente. Quizá sea que las emociones pueden incluso comunicarse en ciertas circunstancias, si las circunstancias son suficientemente peculiares…, al modo como una caja de leche puede adquirir el sabor de ciertos alimentos sazonado en especias fuertes si se la deja abierta en el frigorífico. O quizá se trata sólo de una ridícula imaginación de mi parte. Posiblemente, es sólo que me sentiría mejor sabiendo que el coche en que se asfixió mi sobrina y se suicidó mi cuñada había sido prensado hasta quedar comprimido en un cubo de metal. Quizá lo único que siento es una sensación de propiedad violada.
—Señor LeBay, usted dijo que había contratado a una persona para que cuide la casa de su hermano hasta que sea vendida. ¿Es cierto?
Se revolvió un poco en su silla.
—No. Mentí impulsivamente. No me agradaba la idea de ese coche de nuevo en ese garaje…, como si hubiera conseguido regresar a casa. Si hay emociones y sentimientos que siguen viviendo, estarían allí y también en ella… En el coche —se corrigió rápidamente.
Poco después, me despedí y volví a casa siguiendo el camino que trazaban mis faros y pensando en todo lo que me había dicho LeBay. Me pregunté si supondría alguna referencia para Arnie el que yo le contase que una persona había sufrido un accidente mortal en su coche y otra había muerto realmente en él. Sabía perfectamente que no, a su manera, Arnie sabía ser tan obstinado como el propio LeBay. La escena que había tenido con sus padres a cuenta del coche lo demostraba de modo concluyente. También lo demostraba el hecho de que siguiera tomando clases de mecánica automovilística en la versión de la DMZ en la escuela superior de Libertyville.
Pensé en LeBay al decir: No me agradaba la idea de ese coche de nuevo en el garaje… como si hubiera conseguido regresar a casa.
También había dicho que su hermano llevó el coche a algún lugar para trabajar en él. Y el único garaje de autoservicio que había en Libertyville era el de Will Darnell. Naturalmente, puede que hubiera otro en los años 1950, pero yo no lo creía. En el fondo de mi corazón, estaba convencido de que Arnie había estado trabajando sobre Christine en un lugar en que ella había estado antes.
Había estado. Esa era la frase clave. A causa de la pelea con Buddy Repperton, Arnie temía dejarla allí por más tiempo. Así que quizás ese camino de regreso al pasado de Christine estuviese también bloqueado.
Y, naturalmente, no había maldiciones. Incluso la idea de LeBay sobre la subsistencia de las emociones era bastante disparatada. Yo dudada de que realmente la creyera él mismo. Me había enseñado una vieja cicatriz, y había utilizado la palabra venganza. Y eso estaba probablemente mucho más cerca de la verdad que cualquier pavada sobrenatural.
No, yo tenía diecisiete años, dentro de un año ingresaría en la Universidad, y no creía en cosas tales como maldiciones y emociones que subsisten y se tornan rancias, la leche derramada de los sueños. Yo no había admitido que el pasado pudiera extender horribles manos muertas hacia los vivos.
Pero ahora soy un poco más viejo.