9. Buddy Repperton

And I know, no matter what the cost,

Oooooh, that dual exhaust

Makes my motor cry,

My baby’s got the Cadillac Walk.

MOON MARTIN

Nuestra última semana completa antes de que empezara el curso era la semana anterior al día del Trabajo.

Cuando aparqué ante la casa de Arnie aquella mañana para recogerle, apareció con un ojo a la funerala y un feo arañazo en la cara.

—¿Qué te ha pasado?

—No quiero hablar de ello —respondió, hoscamente—. He tenido que hablarles de ello a mis padres hasta que creí que me iba a quedar ronco.

Echó su fiambrera en el asiento trasero y se sumió en un sombrío silencio que mantuvo durante todo el trayecto hasta el trabajo. Algunos de los otros compañeros le gastaron bromas a cuenta de su ojo morado, pero Arnie no les hizo caso.

Durante el regreso a casa, no expliqué nada sobre el asunto. Me limité a poner la radio y permanecí en silencio. Y podría no haberme enterado de la historia de no haberme tentado aquel gordo irlandés llamado Gino poco antes de que torciéramos por la calle Mayor.

Por entonces, Gino me estaba siempre tentando: podía hacerlo a través de la cerrada ventanilla de un coche. El establecimiento de pizzas italianas de Gino está en la esquina de Mayor y Basin Drive, y cada vez que veía el letrero con la pizza elevándose en el aire y las íes punteadas con tréboles (se encendía y apagaba durante la noche) me acosaba de nuevo la tentación. Y esta noche mi madre estaría en clase, lo que significaba una improvisada cena fría en casa. La perspectiva no me llenaba precisamente de júbilo. Y tampoco mi padre era un gran cocinero y Ellie quemaría hasta el agua.

—Vamos a comer una pizza —dije, entrando en el aparcamiento de Gino—. ¿Qué te parece? Una bien grande que huela a sobaco.

—¡Cristo, Dennis, eso resulta grosero!

—Sobaco limpio —rectifiqué—. Vamos.

—No, yo ando bastante mal de pasta —repuso Arnie, con desasosiego.

—Pago yo. Puedes incluso tomar esas horribles anchoas. ¿Qué me dices?

—Dennis, realmente no…

—Y una Pepsi —añadí.

—La Pepsi me hace daño en la piel. Ya lo sabes.

—Sí, lo sé. Una Pepsi grande, Arnie.

Sus grises ojos brillaron por primera vez ese día.

—Una Pepsi grande —repitió—. Piensa en eso. Eres mezquino, Dennis. De verdad.

—Dos, si quieres —dije.

Tenía razón, era como ofrecer barras Hershey a la mujer cañón del circo.

—Dos —dijo, agarrándome del hombro—. ¡Dos Pepsis, Dennis!

Empezó a revolverse en el asiento, clavándose los dedos en la garganta y gritando:

—¡Dos! ¡Rápido! ¡Dos! ¡Rápido!

Yo me estaba riendo con tantas ganas que casi estrello el coche contra la pared, y, mientras bajábamos, pensé: «¿Por qué no se va a tomar un par de sodas? Seguro que se ha estado privando de ellas últimamente». La leve mejoría de su piel que yo había advertido aquel nublado domingo de hacía dos semanas era evidente ahora. Todavía tenía abundantes promontorios y cráteres, pero eran menos los que —disculpadme, pero debo decirlo—, le supuraban.

También en otros aspectos parecía haber mejorado. Un verano de trabajar al aire libre le había bronceado intensamente, y en toda su vida no había presentado un aspecto más saludable. Así, pues, pensé que se merecía su Pepsi. El botín es para el vencedor.

Gino’s está dirigido por un italiano estupendo llamado Pat Donahue. Tiene en su caja registradora una pegatina que dice MAFIA IRLANDESA, sirve cerveza verde el día de San Patricio (el 17 de marzo no puede uno acercarse siquiera a Gino’s, y uno de los discos de la gramola automática es Cuando los ojos irlandeses sonríen, cantada por Rosemary Clooney) y usa un sombrero hongo negro que suele llevar echado hacia la nuca.

La gramola es un viejo aparato Wurlitzer de finales de los años 1940, y todos los discos —no sólo Rosemary Clooney— tienen rango prehistórico. Quizá sea la última gramola de Estados Unidos en que se pueden poner tres discos por una moneda de veinticinco centavos. Las raras veces en que fumo un poco de marihuana, Gino’s es el tema de mis fantasías: entro allí y pido tres pizzas cargadas, un litro de Pepsi y seis o siete de los dulces de chocolate de fabricación casera de Pat Donahue. Luego, imagino que me siento y lo engullo todo, mientras brota de la gramola un continuo torrente de éxitos de los Beach Boys y los Rolling Stones.

Entramos, hice el pedido y nos quedamos observando cómo los tres cocineros echaban al aire la pasta de las pizzas y la volvían a coger. Intercambiaban agudezas italianas tan mordaces como: «Anoche te vi en el baile, Tovie, ¿quién era aquella fulana que estaba con tu hermano?», «Oh, ¿esa? Era tu hermana.»

Quiero decir que: ¿Cuánto Viejo Mundo puede uno soportar?

Entraba y salía gente, entre la que abundaban chicos de la escuela. Antes de que pasara mucho tiempo, volvería a verlos de nuevo en los pasillos, y sentí de nuevo aquella intensa nostalgia anticipada y aquella sensación de terror. Me parecía oír mentalmente el sonido de la campana, pero su prolongado repique semejaba una alarma: «Aquí estamos de nuevo, Dennis, la última vez, después de este año tienes que aprender a ser adulto». Podía oír las puertas de los armarios cerrándose de golpe, podía oír el constante ka-honk, ka-honk, ka-honk de dos jugadores de fútbol americano embistiendo a los maniquíes de entrenamiento, podía oír a Marty Bellerman gritando exuberantemente: «¡Mi culo y tu cara, Pedersen! ¡Recuérdalo! ¡Mi culo y tu cara! ¡Es más fácil distinguir a los gemelos Bobbsey!». El seco olor a polvo de tiza en las aulas de la sección de Matemáticas. El sonido de las máquinas de escribir de las grandes aulas de Secretariado existentes en el segundo piso. Mr. Meecham, el director, leyendo los avisos al final del día con su voz seca y nerviosa. Comidas al aire libre en las gradas del campo de fútbol americano los días de buen tiempo. Una nueva hornada de alumnos de primero, con su aire confuso y desorientado. Y, al término de todo, avanzas por el pasillo central ataviado con el albornoz púrpura, y ya está. La escuela superior ha finalizado. Y quedas lanzado a un mundo confiado.

—Dennis, ¿conoces a Buddy Repperton? —preguntó Arnie, sacándome de mis ensoñaciones.

Había llegado nuestra pizza.

—Buddy, ¿qué?

—Repperton.

El nombre me era familiar. Ataqué mi parte de la pizza y traté de recordar. Al cabo de un rato, lo conseguí. Había tenido un encuentro con él cuando yo era uno de los infelices novatos. Ocurrió durante un baile. La banda se estaba tomando un descanso, y yo me hallaba en la cola para tomar una gaseosa. Repperton me dio un empujón y me dijo que los novatos teníamos que esperar hasta que todos los veteranos hubieran cogido su bebida. Él estaba entonces en segundo y era robusto y corpulento. Tenía cara alargada, espesos y grasientos cabellos negros y ojos pequeños y demasiado juntos. Pero esos ojos no eran del todo estúpidos, una desagradable inteligencia se escondía en ellos. Era uno de esos tipos que se pasan toda la escuela superior pavoneándose por la sección de fumadores.

Yo había expuesto la herética opinión de que la antigüedad en la escuela no significaba nada en la cola de las bebidas. Repperton me invitó a salir afuera con él.

Para entonces, la cola se había disgregado para reordenarse en uno de esos cautos pero ávidos círculos que tan a menudo presagiaban una pelea. Uno de los vigilantes se acercó y lo disolvió. Repperton prometió zurrarme, pero nunca lo hizo. Y ése había sido mi único contacto con él, excepto ver su nombre de vez en cuanto en la lista de castigados que circulaba al final del día. Me parecía que había sido expulsado de la escuela un par de veces, y cuando eso sucedía era un indicio bastante fiable de que el tipo no pertenecía a la Liga de Jóvenes Cristianos.

Conté a Arnie mi única experiencia con Repperton, y asintió cansadamente. Se tocó la moradura del ojo, que estaba adquiriendo ahora un horrible color limón.

—Fue él.

—¿Repperton te hizo polvo la cara?

—Sí.

Arnie me explicó que conocía a Repperton de los cursos de mecánica del automóvil. Una de las ironías de la acosada y, ciertamente, infeliz vida escolar de Arnie era, que sus aficiones y capacidades le hacían entrar en contacto directo con la clase de personas que se consideran en la obligación de hacerles la vida imposible a los Arnie Cunningham de este mundo.

Cuando Arnie estaba en segundo y seguía un curso llamado Principios Fundamentales del Motor (que era el simple Mecánica del Automóvil I antes de que la escuela recibiera una importante subvención del Gobierno Federal destinada a enseñanza profesional), un chico llamado Roger Gilman le arreó una paliza que lo dejó molido. La paliza fue tan seria que Arnie se tuvo que pasar un par de días sin ir a la escuela, y Gilman fue obsequiado con una semana de vacaciones por cortesía de la dirección.

Gilman estaba ahora en prisión, acusado de robo. Buddy Repperton había formado parte del círculo de amigos de Roger Gilman y había heredado, más o menos, la jefatura del grupo de Gilman.

Para Arnie, ir a clase en la zona de mecánica era como visitar una zona desmilitarizada. Luego, si volvía vivo, se iba hasta el otro extremo de la escuela, con su tablero y sus piezas de ajedrez bajo el brazo, para jugar una partida o reunirse con los otros miembros del club de ajedrez.

Recuerdo que un día del año anterior fui a un torneo ajedrecístico en Squirrel Hill y vi algo que, para mí, simbolizaba la esquizofrénica vida escolar de mi amigo. Allí estaba, gravemente encorvado sobre su tablero, en el espeso silencio que es lo más que puede oírse en tales ocasiones. Tras una pausa larga y pensativa, movía una torre con una mano en la que la grasa y el aceite de motores se habían incrustado tan profundamente que ni siquiera el Boraxo podía eliminarlos.

Naturalmente, no todos los concurrentes a los talleres estaban contra él, había numerosos buenos muchachos, pero muchos de ellos permanecían encerrados en sus propios círculos de amigos. Estos solían proceder de los barrios más pobres de Libertyville (y no dejes que nadie te diga que los estudiantes de escuela superior no son clasificados según la parte de la ciudad de que proceden, sí lo son) y eran tan serios y tan callados que podría cometerse el error de considerarlos estúpidos. La mayoría de ellos parecían residuos de 1968, con sus largos cabellos recogidos atrás en colas de caballo, sus pantalones vaqueros y sus camisetas, pero en 1978 ninguno de estos tipos quería derrocar al Gobierno, querían llegar a ser Mr. Goodvrench.

Y los talleres son el punto final de llegada de tipos inadaptados que están, no tanto asistiendo a la escuela, como permaneciendo encarcelados en ella. Y, ahora que Arnie citaba el nombre de Repperton, yo recordé a varios tipos que giraban en torno a él como un sistema planetario. La mayoría de ellos tenían veinte años y todavía estaban forcejeando por salir de la escuela. Don Vandenberg, Sandy Galton, Moochie Welch. El verdadero nombre de Moochie era Peter, pero todos los muchachos le llamaban Moochie porque siempre se le veía vagando por las afueras de los conciertos de rock en Pittsburgh.

Buddy Repperton había adquirido un Camaro azul de dos años que había volcado un par de veces en la carretera 46 cerca del Parque Estatal de Squantic Hills.

Se lo había comprado a uno de los compañeros de póquer de Darnell —explicó Arnie—. El motor estaba perfectamente, pero la carrocería había quedado bastante malparada. Repperton lo llevó a Darnell’s aproximadamente una semana después de que Arnie llevara a Christine, aunque Buddy había estado rodando por allí antes aún de eso.

Durante los primeros días, Repperton no parecía haber reparado en Arnie, y Arnie, naturalmente, estaba encantado de que no se fijasen en él. Pero Repperton estaba en muy buenas relaciones con Darnell. Parecía no tener ninguna dificultad en obtener herramientas muy solicitadas que, de ordinario, sólo se podían conseguir reservándolas con antelación.

Luego, Repperton había empezado a dedicarse a Arnie. Pasaba junto a él a la vuelta de la máquina de Coca-Cola o del lavabo y le tiraba al suelo una caja de pequeñas herramientas que Arnie estaba utilizando. O, si Arnie tenía un café en el estante, Repperton se las arreglaba para golpearlo con el codo y derramarlo. Luego, tronaba:

«¡Vaya, per-dooooo… NA!» como Steve Martin, con una hipócrita sonrisa en la cara. Darnell le gritaba a Arnie que recogiese las herramientas antes de que alguna se escurriera por las grietas del suelo.

Después, Repperton daba un rodeo para asestarle a Arnie una burlona palmada en la espalda, al tiempo que rugía: «¿Cómo te va, Caracoño?»

Arnie soportaba estas andadas iniciales con el estoicismo de quien ha visto todo eso antes, de quien ha pasado ya por todo ello. Probablemente, esperaba una de dos cosas, o que el hostigamiento alcanzara un nivel constante y se detuviera allí, o que Buddy Repperton encontrase otra victima y le dejase a él en paz. Había también una tercera posibilidad, que era casi demasiado buena para esperarla. Siempre cabía que Buddy fuese justicieramente detenido por algo y desapareciera de la escena, como su viejo amigo Roger Gilman.

La cosa había pasado a mayores el anterior sábado por la tarde. Arnie estaba engrasando varias piezas, principalmente porque aún no había acumulado fondos suficientes para hacer ninguna de las cien otras cosas que el coche requería. Repperton se acercó, silbando alegremente, con una Coca-Cola y una bolsa de cacahuetes en una mano y un mango de gato en la otra. Y, al pasar ante el lote veinte, volteó el mango de gato y rompió uno de los faros de Christine.

—Lo hizo añicos —me dijo Arnie.

—¡Oh, Cristo, mira lo que he hecho! —había exclamado Buddy Repperton, con una exagerada expresión de tragedia en la cara—. Vaya, per-dooooon…

No pudo seguir. El ataque a Christine consiguió lo que los ataques al propio Arnie no habían podido lograr. Le instigó a la represalia. Dio la vuelta por el lado del Plymouth, con los puños apretados y golpeó ciegamente. En una novela o en una película le habría dado a Repperton justamente en el centro nervioso del K.O. y lo habría derribado por la cuenta de diez.

Las cosas raramente salen así en la vida real. Arnie no llegó a la barbilla de Repperton. En lugar de ello, golpeó la mano de Repperton, tiró la bolsa de cacahuetes al suelo y derramó la Coca-Cola por la cara y la camisa de Repperton.

—¡Vaya con el jodido mequetrefe! —exclamó Repperton. Parecía casi cómicamente sorprendido—. ¡Vas a ver lo que es bueno!

Y se lanzó hacia Arnie blandiendo la barra del gato.

Varios de los otros hombres corrieron hacia ellos, y uno dijo a Repperton que tirase la barra y luchara con limpieza. Repperton la tiró y se abalanzó contra Arnie.

—¿Darnell no intentó parar la cosa? —pregunté a Arnie.

—No estaba allí, Dennis. Desapareció quince minutos o media hora antes de que empezase. Es como si supiera lo que iba a pasar.

Arnie dijo que Repperton le causó la mayoría de las lesiones ya desde el principio. El ojo morado fue el primero, el arañazo en la cara (producido por en anillo que Repperton había comprado durante uno de los muchos años que estuvo en segundo curso) llegó inmediatamente después.

—Y varias otras magulladuras —dijo.

—¿Qué magulladuras?

Estábamos sentados en uno de los compartimientos traseros. Arnie volvió la vista en derredor para cerciorarse de que no miraba nadie y, luego, se levantó la camisa. Contuve el aliento ante lo que vi. Un terrorífico mapa de cardenales —amarillos, rojos, purpúreos, negros— cubría el pecho y el estómago de Arnie. Estaban empezando a palidecer. No podía comprender cómo había sido capaz de ir a trabajar después de recibir semejante paliza.

—¿Estás seguro de que no te rompió ninguna costilla? —pregunté.

Estaba realmente horrorizado. El moratón del ojo y el arañazo parecían insignificantes al lado de aquella carnicería. Yo había visto peleas de escuela superior, naturalmente, incluso había participado en algunas, pero ahora estaba viendo por primera vez en mi vida los resultados de una auténtica paliza.

—Bastante seguro —dijo—. He tenido suerte.

—Ya lo creo.

Arnie no comentó mucho más, pero allí había estado también un chico que yo conocía, llamado Randy Turner, y cuando se reanudaron las clases me contó con más detalle lo que había sucedido. Dijo que Arnie podría haber salido mucho peor parado, pero que reaccionó con mucha más violencia de la que Buddy había esperado.

De hecho, explicó Randy, Arnie se lanzó contra Buddy Repperton como si el diablo le hubiera metido una guindilla en el culo. Sus brazos giraban como aspas de molino, sus puños estaban en todas partes. Gritaba, maldecía, babeaba. Traté de imaginármelo y no pude. La imagen que, en lugar de ello, acudía a mi mente era la de Arnie golpeando con los puños el salpicadero con fuerza suficiente como para abollarlo y gritando que se los cargaría.

Hizo retroceder a Repperton hasta el centro del garaje, le hizo sangrar por la nariz (más por suerte que por puntería) y le asestó en la garganta un puñetazo que le hizo toser y retorcerse de náuseas y perder interés en ajustarle las cuentas a Arnie Cunningham.

Buddy se volvió, agarrándose la garganta e intentando vomitar, y Arnie aplicó con fuerza sus recias botas de trabajo contra los forrados fondillos de los vaqueros de Repperton, haciéndole caer sobre el vientre y los antebrazos.

Repperton estaba todavía retorciéndose a impulsos de las náuseas y agarrándose con una mano la garganta, la nariz le sangraba abundantemente, y (según Randy Turner) Arnie se disponía a rematar a patadas a Buddy cuando reapareció mágicamente Will Darnell, gritando con su tartamudeante voz que se pusiera fin a todo aquello.

—Arnie pensaba que la pelea estaba preparada —dije a Randy—. Pensaba que estaban todos conchabados.

Randy se encogió de hombros.

—Quizá. Podría ser. Desde luego fue curiosa la forma en que apareció Darnell cuando Repperton empezó realmente a perder.

Unos siete individuos agarraron a Arnie y lo apartaron. Al principio, se les resistió como un loco, gritando que le dejasen, gritando que si Repperton no le pagaba el faro roto lo mataba. Luego, se calmó, aturdido y sin poder casi explicarse cómo era que Repperton yacía en el suelo y él estaba en pie todavía.

Repperton se levantó al final, con la camisa llena de grasa y suciedad y la nariz todavía borboteando sangre. Se lanzó hacia Arnie. Randy dijo que más parecía un movimiento destinado a guardar las apariencias. Varios de los otros tipos lo sujetaron y se lo llevaron. Darnell se dirigió a Arnie y le dijo que le entregara la llave de su caja de herramientas y se largase.

—¡Cristo, Arnie! ¿Por qué no me llamaste el sábado por la tarde?

Suspiró.

—Estaba demasiado deprimido.

Terminamos nuestra pizza, e invité a Arnie a una tercera Pepsi. Ese mejunje es mortal para la piel, pero estupendo para la depresión.

—No sé si quería decir que me largase sólo por el sábado o para siempre —me dijo Arnie durante el camino de regreso—. ¿Qué te parece, Dennis? ¿Crees que me echó de forma definitiva?

—Has dicho que te pidió la llave de tu caja de herramientas.

—Sí. Sí, lo hizo. Nunca me habían echado de ninguna parte —parecía a punto de romper a llorar.

—De todos modos, ese lugar es un antro, y Will Darnell un soplaculos.

—Supongo que sería estúpido intentar seguir guardándolo allí —dijo—. Aunque Darnell me dejase volver, Repperton sigue en aquel sitio. Pelearía otra vez con él…

Empecé a tararear el tema de Rocky.

Arnie sonrió levemente.

—De veras que pelearía con él. Pero Repperton podría emprenderla de nuevo con el coche cuando yo no estuviese. No creo que Darnell fuera a impedírselo.

No respondí, y quizás Arnie pensó que eso significaba que estaba de acuerdo con él, pero no era así. Yo no creía que su destartalado Plymouth Fury fuese el objetivo principal. Y, si Repperton consideraba que no podía conseguir por si solo la demolición del objetivo principal, lo haría, simplemente, con la ayuda de sus amigos: Don Vandenberg, Moochie Welch y otros.

Se me ocurrió que podrían matarle. No sólo matarle, real y auténticamente matarle, sin sentidos figurados. Tipos como esos lo hacían a veces. Simplemente, las cosas iban un poco demasiado lejos, y alguno resultaba muerto. En el periódico se leen a veces casos así.

—… guardarla?

—¿Eh? —no le había escuchado.

Al frente se veía ya la casa de Arnie.

—Te preguntaba si tenías alguna idea de dónde podré guardarla.

El coche, el coche, el coche, no sabía hablar de otra cosa. Estaba empezando a parecer un disco rayado. Y lo peor de todo, siempre lo aludía en femenino. Era lo bastante inteligente como para percibir su creciente obsesión con ella —con él, maldita sea, con él—, como para entenderlo, pero no entendía nada en absoluto.

—Arnie —contesté—. Tienes cosas más importantes en que preocuparte que en dónde guardar el coche. Yo quiero saber dónde vas a guardarte tú.

—¿Eh? ¿De qué estás hablando?

—Te estoy preguntando qué harás si Buddy y sus compinches deciden darte una lección.

Su rostro adquirió súbitamente una expresión de lúcida perspicacia, tan súbitamente que asustaba mirarlo. Era lúcido, desvalido y lleno de resignación. Era un rostro que yo había visto en los noticiarios de la televisión cuando sólo tenía ocho o nueve años, el rostro de todos aquellos soldados uniformados con negros pijamas que habían dado la gran paliza al ejército mejor equipado y sostenido del mundo.

—Haré lo que pueda, Dennis —dijo.