I’m a roadrunner, honey,
And you can’t catch me.
Yes, I’m a road runner, honey,
And you can’t keep up with me.
Come on over here and race,
Baby, baby, you’ll see.
Move over, honey! Stand back!
I’m gonna put some dirt in your eye!
BO DIDDLEY
Cuando llegué a casa, mi padre y mi hermana estaban en la cocina, comiendo emparedados de azúcar morena. Empecé inmediatamente a sentirme hambriento y me di cuenta de que no había cenado nada.
—¿Dónde has estado, jefe? —preguntó Elaine, sin levantar apenas la vista de su 16, o Creem o Tiger Beat, o lo que fuese.
Llevaba llamándome jefe desde que descubrí a Bruce Springsteen el año anterior y me convertí en fanático suyo. Todos suponían que lo tenía metido hasta los tuétanos.
A sus catorce años, Elaine estaba empezando a dejar atrás su infancia y convertirse en la completa belleza norteamericana que acabó siendo: alta, de cabellos oscuros y ojos azules. Pero a finales de aquel verano de 1978 era la adolescente gregaria total. Había empezado a los nueve años con Donny y Marie, luego se había extasiado con John Travolta a los once (yo cometí el error de llamarle John Revolta un día, y me arañó con tal violencia que casi tuvieron que darme puntos en la mejilla…, supongo que lo merecía). A los doce años se volvió loca por Shaun. Después fue Andy Gibb. Y, últimamente, había desarrollado gustos más ominosos: rockeros famosos como Deep Purple y un nuevo grupo, Styx.
—He estado ayudando a Arnie a guardar su coche —dije, tanto a mi padre como a Ellie. Más en realidad.
—Ese gilipollas —suspiró Ellie, y volvió la página de su revista.
Experimenté un súbito y sorprendente deseo de arrancarle la revista de las manos, romperla en dos y tirarle los pedazos a la cara. Eso me demostraba más que ninguna otra cosa lo lleno de tensiones que había estado el día. Elaine no cree realmente que Arnie sea un gilipollas, simplemente aprovecha todas las oportunidades que se le presentan para irritarme. Pero quizás había oído insultar a Arnie demasiadas veces en las últimas horas. Sus lágrimas se estaban secando todavía en la pechera de mi camisa, y quizá yo mismo me sentía un poco rastrero.
—¿Qué hace Kiss estos días, querida? —le pregunté dulcemente—. ¿Has escrito últimamente cartas de amor a Erik Estrada? «Oh, Erik, me moriría por ti, se me para el corazón cada vez que pienso en tus carnosos y gruesos labios apretándose contra los míos…»
—Eres un animal —dijo ella fríamente—. Sólo un animal, eso es lo que eres.
—Y no conozco nada mejor.
—Tienes razón.
Cogió su revista y su emparedado y se fue al cuarto de estar.
—No tires migas al suelo, Ellie —le advirtió papá, estropeando un poco su salida.
Fui al frigorífico y encontré un poco de bologna y un tomate que no parecía en muy buenas condiciones. Había también medio paquete de queso procesado, pero mi excesiva indulgencia con aquella cría había destruido al parecer mis ganas de comérmelo. Me decidí por un cuartillo de leche para acompañar mi emparedado y abrí una lata de carne en conserva Campbell.
—¿Lo ha comprado? —me preguntó papá.
Mi padre es asesor fiscal de H&R Block. También trabaja por su cuenta en asuntos tributarios. En los viejos tiempos era contable de la más importante empresa arquitectónica de Pittsburgh, pero sufrió un ataque al corazón y lo dejó. Es un buen hombre.
—Sí, lo ha comprado.
—¿Te sigue pareciendo tan malo como antes?
—Peor. ¿Dónde está mamá?
—En clase —respondió.
Sus ojos se encontraron con los míos, y casi nos echamos a reír. Apartamos al instante la vista, avergonzados de nosotros mismos, pero ni aun el sentirse sinceramente avergonzado pareció ayudar mucho. Mi madre tiene cuarenta y tres años y trabaja como higienista dental. Estuvo mucho tiempo sin ejercer su profesión, pero cuando papá tuvo su ataque cardíaco volvió a ella.
Hace cuatro años, decidió que era una escritora ignorada. Empezó componiendo poemas sobre flores y relatos sobre bondadosos ancianos en el otoño de su vida. De vez en cuando, se tornaba valerosamente realista y escribía un relato sobre una muchacha que se sentía tentada a «correr una aventura» y decidía luego que sería muchísimo mejor si la reservaba para el lecho nupcial. Este verano se había inscripto en un curso dirigido de redacción en Horlicks —donde enseñaban Michael y Regina Cunningham, como recordaréis— y estaba llevando todos sus temas y relatos a un libro que llamaba Apuntes de Amor y Belleza.
Quizá penséis que no hay nada gracioso en una mujer que se las ha arreglado para desempeñar un trabajo y también criar a su familia decidiendo probar algo nuevo ampliar un poco sus horizontes. Y, naturalmente, tendréis razón. También quizá penséis que mi padre y yo teníamos motivos sobrados para avergonzarnos de nosotros mismos que no éramos más que un par de cerdos machistas retozando en la cocina, y también tendríais toda la razón. No discutiré ninguna de las dos cosas, pero sí diré que si se hubieran visto sometidos, como papá y yo —y también Elaine— a frecuentes lecturas de sus Apuntes de Amor y Belleza, podríais comprender un poco mejor la causa de nuestras risas.
Bueno, era, y es, una madre estupenda, y supongo que también es una esposa estupenda para mi padre —por lo menos nunca le he oído quejarse, y nunca se ha pasado la noche fuera de casa, bebiendo—, y todo lo que puedo decir en nuestra defensa es que ninguno de los dos nos reímos jamás de ella en la cara. Ya sé que es algo bastante pobre, pero es mejor que nada. Ninguno de los dos la habríamos herido así por nada del mundo.
Me tapé la boca con la mano y traté de sofocar la risa. Papa parecía estar atragantándose con su pan. No sé en que estaba pensando, pero lo que yo tenía en la cabeza era un ensayo bastante reciente titulado «¿Tenía Jesús un perro?»
Después de todos los sucesos del día, era casi demasiado.
Me dirigí a los armarios suspendidos sobre el fregadero y cogí un vaso para mi leche, y, cuando volví la vista mi padre había logrado ya dominarse. Eso me ayudó a conseguirlo yo también.
—Parecías un poco sombrío al entrar —dijo—. ¿Va todo bien con Arnie, Dennis?
—Sí —repuse, echando la sopa en una cacerola y poniéndola en el fogón—. Sólo que se ha comprado un coche, y es un follón, pero Arnie está perfectamente.
Claro que Arnie no estaba perfectamente, pero hay cosas que no puede uno resolverse a decírselas a su padre, por muy bien que esté desempeñando su gran oficio norteamericano de paternidad.
—A veces, las personas no pueden comprender las cosas hasta que las ven por sí mismas —explicó.
—Bueno —dije—, espero que lo vea pronto. Tiene el coche en Darnell’s por veinte a la semana, porque sus padres no quieren que lo guarde en casa.
—¿Veinte a la semana? ¿Sólo un hueco? ¿O un hueco y herramientas?
—Sólo el lote.
—Eso es un atraco a mano armada.
—Sí —repuse, observando que mi padre no agregaba a ese juicio el ofrecimiento de que Arnie podía guardarlo en nuestro garaje.
—¿Echamos una partida de cartas?
—Anímate, Dennis. No puedes cometer por ellos los errores de los demás.
—Sí, es verdad.
Jugamos tres o cuatro partidas, y él me las ganó todas, casi siempre me gana, a no ser que esté muy cansado o se haya tomado un par de copas. Pero a mí no me importa.
Las veces que yo le gano significan más. Al cabo de un rato entró mi madre, encendido el rostro y brillantes los ojos, sujetando contra el pecho su libro de apuntes y relatos.
Besó a mi padre, no superficialmente, como de costumbre, sino con un beso auténtico que me hizo experimentar de pronto la sensación de que yo debería estar en algún otro lugar.
Me preguntó lo mismo acerca de Arnie y su coche, cosa que se estaba convirtiendo en el tema de conversación más importante de la casa desde que el hermano de mi madre, Sid, se declaró en quiebra y pidió un préstamo a mi padre. Volví a repetir la historia y, luego, subí a acostarme. Me daba la impresión de que mis padres tenían asuntos propios que atender, aunque ese tema nunca entró muy profundamente en mi mente, como estoy seguro que comprenderéis.
Elaine estaba echada en su cama, escuchando la última serie de éxitos discográficos de K-Tel. Le pedí que apagase el tocadiscos porque iba a acostarme. Ella me sacó la lengua. No estaba dispuesto a permitir tal cosa. Me fui hacia ella y empecé a hacerle cosquillas, hasta que dijo que iba a vomitar. Le dije adelante, vomita, es tu cama, y seguí haciéndole cosquillas. Luego, adoptó su expresión de «por favor no me engañes, Dennis, porque esto es algo terriblemente importante», se puso solemne y me preguntó si realmente era cierto que se podía hacer que ardieran los pedos. Una de sus amigas, Carolyn Shambliss, decía que sí, pero Carolyn mentía en casi todo.
Le dije que se lo preguntase a Milton Dodd, su amigo. Entonces, Elaine se enfureció de veras e intentó pegarme y me preguntó que por qué tenía que ser siempre tan horrible. Así que le dije que sí, que era verdad que se podía hacer que los pedos ardiesen, y le aconsejé que no lo intentara, y luego le di un abrazo (cosa que raramente hacía ya: me hacía sentirme incómodo, ya que se ponía tierna al igual que con las cosquillas, a decir verdad) y me fui a la cama.
Y, mientras me desnudaba, pensé: «El día no ha terminado tan mal después de todo. Aquí hay personas que piensan que soy un ser humano, y que también lo es Arnie. Le invitaré a venir a casa mañana o el domingo, y estaremos haraganeando, viendo a los Phillies en la televisión, quizás, o echando una partida de algún juego de mesa, Profesiones, o Vida, o quizás el clásico Pista, para librarnos de la sensación de misterio. Para volver a sentirnos decentes».
Así, pues, me metí en la cama con todo resuelto en mi mente, y hubiera debido quedarme dormido en seguida, pero no sucedió tal cosa. Porque no estaba resuelto, y yo lo sabía. Las cosas se ponen en marcha, y a veces no sabe uno que infiernos son.
Motores. Esa es otra cosa de ser un adolescente. Hay todos esos motores, y acaba uno aplicando la llave de contacto a alguno de ellos, y los pone en marcha, pero no sabe uno que carajo son ni que tienen que hacer. Hay pistas, pero eso es todo. Lo de la droga es algo parecido, y lo de la bebida, y lo del sexo, y a veces otras cosas también: un trabajo de verano que genera un nuevo interés, un viaje un curso en la escuela. Motores. Te dan las llaves y unas cuantas pistas y te dicen: Ponlo en marcha, a ver que hace, y a veces lo que hace es introducirte en una vida que es realmente buena y satisfactoria, y a veces lo que hace es llevarte por la carretera hasta el infierno y dejarte destrozado y ensangrentado en la cuneta.
Motores.
Grandes. Como los «382» que ponían en aquellos viejos coches. Como Christine.
Permanecía tendido en la oscuridad, agitándome y dando vueltas, hasta que la sábana quedó salida y arrugada y apelotonada, y pensaba en LeBay diciendo: Se llama Christine. Y Arnie se lo había aprendido. Cuando éramos pequeños, teníamos patinetes, y luego bicis, y yo les ponía nombres, pero Arnie nunca lo hacía con los suyos, decía que los nombres eran para ponérselos a los perros y los gatos. Pero eso era entonces, y esto era ahora. Ahora llamaba Christine a aquel Plymouth, y, lo peor, era que lo aludía siempre en femenino.
No me gustaba, y no sabía por qué.
E incluso mi padre había hablado de él como si, en vez de comprar un viejo cacharro, Arnie se hubiera casado. Pero no era así. No lo era en absoluto. ¿O sí?
Para el coche, Dennis. Vuelve… Quiero verla otra vez.
Así de sencillo.
Ni la más mínima reflexión, y eso no era propio de Arnie que tan detenidamente solía pensarse las cosas: su vida le había hecho dolorosamente consciente de lo que les pasaba a tipos como él cuando se liaban la manta a la cabeza y hacían algo impulsivamente. Pero esta vez había sido como un hombre que conoce a una corista, se lanza a cortejarla y termina con resaca y casado el lunes por la mañana.
—Había sido… bueno… como un flechazo.
No importa, pensé. Mañana empezaremos de nuevo. Y veremos esto con perspectiva.
Finalmente, me dormí. Y soñé.
El gemebundo girar de un estárter en la oscuridad.
Silencio.
El estárter, gimiendo otra vez. El motor se encendió, falló, prendió de nuevo.
Un motor ronroneando en la oscuridad. Luego se encendieron los faros, potentes haces gemelos de luz atravesándome como a un chinche en un cristal.
Yo estaba de pie en el umbral de la puerta del garaje de LeBay, y Christine estaba dentro, una nueva Christine, sin una abolladura ni una mota de herrumbre encima. El impoluto parabrisas se oscurecía en la parte superior con una franja azul polarizada. De la radio brotaban los fuertes y rítmicos sonidos de Dale Hawkins cantando «Susie», una voz de una era muerta, llena de aterradora vitalidad.
El motor que murmuraba palabras de poder a través de silenciadores dobles. Y, de alguna manera yo sabía que allí dentro había un desviador Hurts, y cabezales Feully, el aceite Quaker State acababa de ser cambiado: era de un límpido color ambarino, sangre vital del automóvil.
Los limpiaparabrisas empiezan de pronto a funcionar y es extraño, porque no hay nadie al volante, el coche está vacío.
—Vamos a dar una vuelta, muchacho.
Meneo la cabeza. No quiero entrar ahí. Me asusta entrar ahí. No quiero dar una vuelta. Y, de pronto, el motor empieza a funcionar y a pararse, funcionar y pararse, es un sonido ávido, aterrador, y, cada vez que el motor ronronea, Christine parece moverse un poco hacia delante, como un perro al extremo de una correa débil… y yo quiero apartarme… pero mis pies parecen clavados al agrietado pavimento de la calzada.
—La última oportunidad, muchacho.
Y, antes de que pueda responder —ni pensar siquiera en una respuesta—, suena un terrible rechinar de goma que rueda sobre el asfalto y Christine se lanza contra mí semejante su rejilla a una boca abierta llena de cromados dientes, fulgurando sus faros…
Desperté con un grito en la absoluta oscuridad de las dos de la mañana. El sonido de mi propia voz me espantó y el apresurado golpeteo de pies descalzos que corrían por el pasillo me espantó más aún. Mis dos manos agarraban sendos puñados de sábana. La estiré estaba toda apelotonada en el centro de la cama. Tenía el cuerpo empapado de sudor.
Sonó en el pasillo la voz aterrorizada de Ellie:
—¿Qué ha pasado?
Se encendió la luz de mi cuarto, y allí estaba mi madre, con un corto camisón que mostraba más de lo que ella habría permitido, excepto en la más terrible de las emergencias, y detrás de ella mi padre, anudándose el cinturón de su bata, cerrada sobre nada en absoluto.
—¿Qué ocurre, cariño? —me preguntó mi madre.
Tenía una mirada asustada en sus desencajados ojos. No podía recordar la última vez que me había llamado «cariño» de esa manera… ¿A los catorce años? ¿A los doce? ¿A los diez, quizá? No lo sé.
—¿Dennis? —preguntó mi padre.
Apareció Elaine tras ellos y entre ellos, temblorosa.
—Volved a la cama —dije—. He tenido una pesadilla. Nada más.
—Caray —comentó Elaine, con tono respetuoso por la hora y la ocasión—. Debe de haber sido una auténtica película de miedo. ¿Qué ha sido, Dennis?
—Soñaba que te casabas con Milton Dodd y que luego veníais a vivir conmigo —respondí.
—No te metas con tu hermana —dijo mamá—. ¿Qué ha sido Dennis?
—No me acuerdo —dije.
Me di cuenta, de pronto, de que la sábana estaba completamente desordenada y de que emergía de ella un mechón de vello pubiano. Ordené precipitadamente las cosas, con culpables pensamientos de masturbación, sueños húmedos. Dios sabe cuántas cosas cruzaron por mi cabeza.
Dislocación total. Durante aquellos primeros vertiginosos momentos ni siquiera estaba seguro de si yo era grande o pequeño: todo lo dominaba aquella terrible e impresionante imagen del coche que avanzaba un poco cada vez que el motor ronroneaba, retrocediendo, lanzándose de nuevo hacia delante, vibrando el capó sobre el bloque del motor, la rejilla como dientes de acero.
La última oportunidad, muchacho.
Luego, la mano de mi madre, fría y seca, estaba sobre mi frente para ver si tenía fiebre.
—Estoy bien, mamá —dije—. No ha sido nada. Sólo una pesadilla.
—Pero ¿no recuerdas…?
—No. Ya ha pasado.
—Estaba asustada —dijo, y soltó una temblorosa risita—. Supongo que no sabe una lo que es estar asustada hasta que uno de sus hijos grita en la oscuridad.
—Uf, no hables de eso —pidió Elaine.
—Vuelve a la cama, pequeña —comentó papá, dándole una palmadita en las nalgas.
Ella se fue, no de muy buena gana. Una vez pasado su terror inicial, quizás esperaba que me derrumbase en un ataque de histeria. Eso le habría dado una auténtica ventaja sobre mí por la mañana.
—¿De verdad estás bien, Dennis? —preguntó mi madre—. ¿Cariño?
Otra vez aquella palabra, que me traía recuerdos de rodillas arañadas al caer de mi coche rojo, su rostro inclinado sobre mi cama como en aquellas ocasiones en que no yacía, presa de fiebre, en todas aquellas enfermedades infantiles: paperas, sarampión, un acceso de escarlatina. Haciéndome sentir unos absurdos deseos de llorar. Yo tenía veinte centímetros más de estatura y pesaba treinta kilos más que ella.
—Claro —dije.
—Bueno. Deja la luz encendida —me pidió—. A veces ayuda.
Y, con una final y dubitativa mirada a mi padre, se marchó. Yo tenía algo de lo que asombrarme: la idea de que mi madre nunca había tenido una pesadilla. Supongo que es una de esas cosas que nunca se le ocurren a uno. Fuera lo que fuesen las pesadillas, ninguna de ellas había entrado jamás en Apuntes de Amor y Belleza.
Mi padre se sentó en el borde de la cama.
—¿De veras no recuerdas lo que era?
Meneé la cabeza.
—Debe de haber sido terrible para hacerte gritar de esa manera, Dennis.
Sus ojos estaban fijos en los míos, preguntando gravemente si había algo que él debiera saber.
Estuve a punto de decírselo: el coche, era el maldito coche de Arnie, Christine, la reina de la herrumbre, de veinte años y horrible. Estuve a punto. Pero las palabras se atascaron en mi garganta, casi como si hablar hubiera sido traicionar a mi amigo. El bueno de Arnie, con quien hubiera decidido ensañarse un Dios bromista.
—Está bien —dijo, y me besó en la mejilla. Sentí su barba, aquellas pequeñas y rígidas púas que sólo salían por la noche, olí su sudor y percibí su amor. Lo abracé con fuerza, y él me devolvió el abrazo.
Cuando todos se hubieron ido, permanecí con la lámpara de la mesilla encendida, con miedo de volver a dormirme. Cogí un libro y me eché de nuevo, sabiendo que mis padres yacían despiertos abajo, en su habitación, preguntándose si yo me habría metido en algún lío, o si habría metido en algún lío a alguien, quizás a la madrina del equipo de fantástico cuerpo.
Decidí que era imposible dormir. Me quedaría leyendo hasta el amanecer y echaría una siesta por la tarde. Y, pensando en eso, me quedé dormido y desperté por la mañana, con el libro, cerrado, caído en el suelo junto a la cama.