5. Cómo llegamos a Darnell’s

I got a '34 wagon and we call it a woody,

You know she’s not very cherry,

She’s an oldy but a goody…

JAN AND DEAN

Bajé por Martin hasta Walnut y torcí a la derecha en dirección a Basin Drive. No tardé mucho en alcanzar a Arnie. Estaba parado junto a la cuneta, y la tapa del maletero de Christine se hallaba levantada. Un gato de coche tan viejo que casi parecía como si en otro tiempo hubiera podido ser utilizado para cambiar ruedas en coches Conestoga estaba apoyado sobre el torcido parachoques trasero. El neumático posterior derecho estaba deshinchado.

Paré detrás de él, y, no bien había bajado del coche cuando una mujer joven se acercó con paso vacilante hacia nosotros, desde la casa, sorteando una serie de figuras de plástico colocadas en su jardín (dos flamencos rosados, cuatro o cinco patos de piedra en fila india tras una gran pata madre, y un pozo de los deseos realmente bueno con flores de plástico en el cubo de plástico). Tenía evidente necesidad de ponerse a régimen.

—No puedes dejar aquí esa basura —dijo, con la boca llena de chicle—. No puedes dejar esa basura aparcada delante de nuestra casa. Espero que lo sepas.

—Señora —repuso Arnie—. Tengo una rueda pinchada eso es todo. Me iré de aquí tan pronto como…

—No puedes dejarlo aquí, y espero que lo sepas —repitió ella obsesivamente—, mi marido vendrá pronto a casa. Él no quiere tener chatarra delante de la casa.

—No es chatarra —replicó Arnie, y algo en su tono hizo retroceder un paso a la mujer.

—No me levantes así la voz, hijo —dijo altivamente la mujer—. Hace falta muy poco para enfurecer a mi marido.

—Escuche —empezó Arnie, con la misma inexpresiva y amenazadora voz que había empleado cuando Michael y Regina empezaron a meterse con él.

Le cogí con fuerza del hombro. No necesitábamos más líos.

—Gracias, señora —dije—. Nos lo llevamos en seguida. Nos lo vamos a llevar tan rápidamente que pensará usted que ha imaginado este coche.

—Más les vale —respondió ella, y luego apuntó con el pulgar hacia mi Duster—. Y tu coche está aparcado delante de mi paso.

Eché hacia atrás mi Duster. Ella se quedó mirando y, luego, regresó a casa, en cuya puerta se apiñaban un niño y una niña. Estaban bastante gordos también. Cada uno de ellos comía un bollo.

—¿Qué pasa, mami? —preguntó el niño—. ¿Qué pasa con el coche de ese hombre, mami? ¿Qué pasa?

—Cierra el pico —exclamó la mujer, e hizo entrar a los niños.

Siempre me gusta ver padres así de cultos, me da esperanza en el futuro.

Volví junto a Arnie.

—Bueno —dije, haciendo un esfuerzo por mostrarme jocoso—, sólo está pinchada por abajo, ¿verdad, Arnie?

Sonrió débilmente.

—Tengo un pequeño problema, Dennis —dijo.

Yo sabía cuál era su problema, no tenía rueda de repuesto. Arnie sacó de nuevo su cartera, me dolía verle hacerlo, y miró en su interior.

—Tengo que comprar un neumático nuevo —explicó.

—Sí, supongo que sí. Uno de segunda mano…

—Nada de eso. No quiero empezar así.

No dije nada, pero volví la vista hacia mi Duster. Le había puesto dos neumáticos de segunda mano, y me iba perfectamente.

—¿Cuánto crees que pueden costar un Goodyear o un Firestone nuevos, Dennis?

Me encogí de hombros y consulté al pequeño contable automovilístico, que supuso que Arnie podría conseguir uno sencillo por unos 35 dólares. Sacó dos billetes de veinte y me los entregó.

—Si es más, con los impuestos y todo eso, te lo pagaré.

Le miré con tristeza.

—Arnie, ¿cuánto te queda de tu paga de esta semana?

Entornó los ojos y apartó la vista.

—Suficiente —replicó.

Decidí intentarlo una vez más. Hay que recordar que sólo tenía diecisiete años y todavía estaba bajo la impresión de que se le podía demostrar a la gente dónde estaban sus mejores intereses.

—Ni siquiera podrás participar en una partida de póquer de a cinco centavos —dije—. Has metido casi toda la maldita pasta en ese coche. Sacar la cartera se está convirtiendo para ti en un gesto demasiado habitual, Arnie. Por favor, piénsalo, hombre.

Su mirada se endureció. Era una expresión que yo nunca había visto en su rostro y, aunque probablemente pensaréis que era el adolescente más ingenuo de América, no podía recordar haberla visto jamás en ningún rostro. Experimenté una sensación de sorpresa y desaliento a la vez, como si hubiese descubierto de pronto que estaba intentando sostener una conversación racional con alguien que estuviese loco. Pero después he vuelto a ver esa expresión, imagino que también vosotros. Cierre total. Es la expresión que se dibuja en el rostro de un hombre cuando le dicen que la mujer a quien ama se está prostituyendo.

—No sigas, Dennis —dijo.

Levantó las manos, exasperado.

—¡Está bien! ¡Está bien!

—Y tampoco tienes que ir a buscar el maldito neumático. Si no quieres —aquella expresión dura, terca y la verdad sea dicha, estúpidamente obstinada, continuaba en su rostro—. Ya me las arreglaré.

Empecé a responder, y podría haberle dicho algo bastante fuerte, cuando miré por casualidad a mi izquierda. Los dos gordos chiquillos estaban allí, al borde de su jardín. Montaban idénticos triciclos y tenían los dedos embadurnados de chocolate. Nos observaban con aire de solemnidad.

—No te preocupes, hombre —dije—. Traeré el neumático.

—Sólo si quieres, Dennis. Sé que se está haciendo tarde.

—Hace fresco —repliqué.

—¿Señor? —preguntó el niño, lamiéndose el chocolate de los dedos.

—¿Qué? —preguntó Arnie.

—Mi madre dice que ese coche es una caca.

—Es verdad —corroboró la niña—. Caca-Pis.

—Caca-Pis —convino Arnie—. Vaya, eso es muy perceptivo, ¿eh, chavales? ¿Vuestra madre es filósofa?

—No —respondió el niño—. Es Capricornio. Yo soy Libra. Mi hermana es…

—Vuelvo en seguida —dije turbado—. Estate tranquilo.

—No te preocupes. No me meteré con nadie.

Troté hacia mi coche. Cuando me sentaba al volante, oí a la niña preguntarle a Arnie:

—¿Por qué tiene la cara así, señor?

Recorrí un par de kilómetros hasta JFK Drive, que —según mi madre, que se crió en Libertyville— por la época en que Kennedy fue asesinado en Dallas estaba en el centro de uno de los barrios más deseables de la ciudad. Quizás el rebautizarla Barnswallow Drive en memoria del asesinado presidente le había traído mala suerte, porque, desde principios de los años 1960, el barrio que se extendía en torno a la calle había degenerado en zona suburbana Existía un cine al aire libre para automóviles, un McDonald’s, un Burger King, un Arby’s y los Big Twenty Lanes. Había también ocho o diez estaciones de servicio, ya que JFK Drive lleva a la autopista de Pensilvania.

Conseguir el neumático de Arnie tendría que haber sido cosa fácil, pero las dos primeras estaciones a que fui eran de esos establecimientos de autoservicio que ni siquiera venden aceite, sólo hay gasolina y una chica sentada en el interior de una cabina de cristal a prueba de balas ante una consola de computadora, leyendo un National Enquirer y mascando una bola de chicle lo bastante grande como para asfixiar a una mula de Missouri.

La tercera era una de Texaco que vendía también neumáticos. Pude comprarle a Arnie uno que le iría bien a su Plymouth (entonces no podía resolverme a llamarle Christine ni pensar en él con ese nombre) por sólo 28,50 más impuestos, pero sólo había trabajando un fulano, y tenía que poner el neumático nuevo en la llanta de la rueda de Arnie al tiempo que seguía sirviendo gasolina. La operación se prolongó durante más de 45 minutos. Me ofrecí a manejar el surtidor de gasolina en su lugar mientras tanto, pero dijo que el jefe le despediría si se enteraba.

Para cuando metí el neumático montado en mi maletero y le hube pagado al tipo dos pavos por el trabajo, había empezado ya a caer el crepúsculo. A la rojiza luz del sol poniente, cada matorral proyectaba una sombra larga y aterciopelada y, mientras subía lentamente por la calle, vi que la última luz del día se tendía casi horizontalmente a través del espacio que se extendía entre el Arby’s y la bolera. Aquella luz, con sus reflejos dorados, era casi terrible en su extraña e inesperada belleza.

Quedé sorprendido por un sofocante pánico que me ascendió por la garganta como un chorro de fuego. Era la primera vez que experimentaba una sensación así aquel año —aquel largo y extraño año— pero no sería la última. Sin embargo, me resulta difícil explicarla, o aun definirla. Tenía algo que ver con el hecho de comprender que era el 11 de agosto de 1978, que el mes siguiente iba a iniciar el ultimo curso de la escuela superior y que, cuando las clases se reanudaran, ello significaría el final de una larga y tranquila fase de mi vida. Estaba preparándome para ser adulto y lo vi por primera vez en medio de aquella luz dorada que se derramaba por la calleja, entre una bolera y un restaurante. Y creo que entonces comprendí que lo que realmente asusta a la gente ante el hecho de ser mayor, es que deja uno de llevar una máscara para pasar a ponerse otra distinta. Si ser niño es aprender a vivir, el ser adulto es aprender a morir.

La sensación pasó, pero me dejó turbado y melancólico. Ninguna de las dos cosas era habitual en mi.

Cuando volví a Basin Drive me estaba sintiendo súbitamente alejado de los problemas de Arnie y tratando de enfrentarme a los míos propios. Pensar en mi paso al estado adulto había suscitado de modo natural ideas gigantescas (al menos, a mí me lo parecían) y un tanto desagradables, como la Universidad y el vivir fuera de casa y tratar de integrarme en el equipo de fútbol americano mientras otros sesenta chicos perfectamente capacitados competían por mi puesto, en vez de ser sólo diez o doce. Así que quizás estéis diciendo: «Estupendo, Dennis, tengo noticias para ti: a mil millones de chinos les importa un bledo que entres en el equipo en tu primer año de Universidad». Bien, cierto. Sólo estoy tratando de decir que esas cosas me parecían entonces reales por primera vez, y verdaderamente aterradoras. A veces, la mente le lleva a uno a viajes de estos: y si uno no quiere ir, le lleva de todos modos.

Ver que el marido de la opulenta dama había llegado a casa y que él y Arnie estaban casi nariz con nariz, aparentemente dispuestos a pegarse en cualquier momento, no hizo nada por aliviar mi estado de ánimo.

Los dos niños continuaban solemnemente sentados en sus triciclos, volviendo, alternativamente, los ojos de Arnie a Papá y de nuevo a Arnie, como espectadores de algún apocalíptico partido de tenis en que el árbitro fusilaría alegremente al perdedor, parecían estar esperando el momento de combustión en que Papá derribaría a mi flaco amigo y patearía su maltrecho cuerpo.

Detuve rápidamente el coche y me dirigí casi corriendo hacia ellos.

—¡No lo voy a repetir! —rugió Papá—. Te he dicho que te lo lleves, y quiero que te lo lleves ahora mismo.

Tenía una nariz grande y aplastada, llena de hinchadas venas. Sus mejillas estaban congestionadas, con color de ladrillo y nudosas venas se le marcaban en el cuello, por encima de su camisa de trabajo.

—No pienso hacerlo rodar sobre la llanta —respondió Arnie—. Ya se lo he dicho. Usted no lo haría si fuese suyo.

—Yo te voy a hacer rodar a ti sobre la llanta, cara de pizza —replicó Papá, deseoso, al parecer, de mostrar a sus hijos cómo resuelven sus problemas los mayores en el mundo real—. No vas a aparcar esa basura delante de mi casa. No me irrites, muchacho, o resultarás lastimado.

—Nadie va a resultar lastimado —dije yo—. Vamos, señor. Denos un poco de tiempo.

Los ojos de Arnie se volvieron agradecidamente hacia mí, y vi lo asustado que había estado: lo asustado que todavía estaba. Siempre al margen, sabía que había en él algo —Dios sabía qué— que daba a cierta clase de tipos ganas de machacarlo. Debía de haber estado convencido de que eso iba a suceder de nuevo…, pero esta vez no se amilanaba.

Los ojos del hombre se posaron en mí.

—Otro —dijo, como si se maravillase de que hubiera tantos soplaculos en el mundo—. ¿Queréis que os mate a los dos? ¿Es eso lo que queréis? Puedo hacerlo, créanme.

Sí, conocía el tipo. Diez años más joven, y habría sido uno de los compañeros de escuela que consideraban terriblemente divertido tirarle a Arnie los libros al suelo cuando iba a clase o meterle vestido en la ducha después de la clase de educación física. Nunca cambian esos fulanos. Sólo se hacen más viejos y desarrollan un cáncer de pulmón por fumar demasiados Luckies o mueren de una embolia cerebral a los cincuenta y tres años o cosas así.

—No queremos pegarnos con usted —dije—. Por amor de Dios, mi amigo tiene una rueda pinchada. ¿A usted no se le ha pinchado nunca una rueda?

—¡Ralph, quiero que se vayan!

La gorda esposa estaba en el porche. Su voz era aguda y excitada. Esto era mejor que el Phil Donahue Show. Otros vecinos habían salido a observar los acontecimientos, y pensé de nuevo que si alguien no había llamado ya a los polis, no tardaría en hacerlo alguien.

—Nunca se me ha pinchado una rueda ni he dejado un montón de chatarra delante de la casa de alguien durante tres horas —replicó Ralph.

Tenía contraídos los labios, y pude ver la saliva que brillaba en sus dientes a la luz del sol poniente.

—Ha sido una hora —dije con calma—. Si llega.

—No te hagas el gracioso —exclamó Ralph—. No me gustáis ninguno de los dos. Yo trabajo para ganarme la vida. Vuelvo cansado a casa y no tengo tiempo para discutir. Quiero que os lo llevéis de aquí, y que os lo llevéis ahora.

—Tengo un neumático de repuesto en el maletero —dije—. Si pudiéramos ponerlo…

—Y si tuviera usted un poco de decencia… —empezó acaloradamente Arnie.

Eso fue casi decisivo. Si había una cosa que nuestro amigo Ralph no estaba dispuesto a tolerar que fuese puesta en tela de juicio delante de sus hijos era su decencia. Se lanzó sobre Arnie. No sé cómo habría acabado la cosa —con Arnie en la cárcel quizás, y su precioso coche confiscado—, pero logré extender la mano y agarrar la muñeca de Ralph. Ambas produjeron un leve chasquido.

La niña empezó a gimotear.

El niño miraba con fijeza la escena, con la mandíbula inferior colgándole casi sobre el pecho.

Arnie, que siempre se había escabullido como una pieza de caza por la sección de fumadores de la escuela, no se inmutó. En realidad, parecía desear que sucediese. Ralph se volvió hacia mí, con los ojos desencajados.

—Está bien —dijo—. Tú primero.

Yo seguía sosteniéndole con fuerza la mano.

—Vamos, hombre —dije en voz baja—. Tengo el neumático en el maletero. Denos cinco minutos para cambiarlo y nos largamos. Por favor.

Poco a poco fue disminuyendo la presión necesaria para sujetar su mano. Miró a sus hijos, la niña lloriqueaba, el niño con los ojos desencajados, y eso pareció decidirle.

—Cinco minutos —admitió. Miró a Arnie—. Tienes suerte de que no haya llamado a la policía. Ese cacharro no ha sido revisado y tampoco tiene la licencia.

Esperé por un momento que Arnie volviera a decir algo inflamatorio, pero quizá no había olvidado todo lo que sabía sobre discreción.

—Gracias —dijo—. Lamento haberme acalorado.

Ralph soltó un gruñido y se metió los faldones de la camisa por la cintura con violentos ademanes. Volvió a mirar a sus hijos.

—¡Entrad en la casa! —rugió—. ¿Queréis que os dé un tantarantán?

«Oh, Dios, qué familia tan onomatopéyica —pensé—. Por los clavos de Cristo, no les des un tantarantán o podrían hacerse caca-pis en los pantalones.»

Los niños huyeron junto a su madre, abandonando sus triciclos.

—Cinco minutos —repitió, mirándonos amenazadoramente.

Y más tarde cuando estuviera tomándose esa noche unas copas con los amigos, podría decirles cómo había sabido mantenerse firme frente a la generación de las drogas y el sexo. —¡Sí, señor!, les dije que quitaran de delante de mi casa aquel maldito cacharro antes de que les diera una somanta. Y echaron a correr como si tuvieran fuego en los pies y se les estuviera quemando el culo…— Y luego encendería un Lucky o un Camel.

Pusimos el gato de Arnie bajo el parachoques. No había accionado Arnie la palanca más de tres veces, cuando el gato se partió en dos con seco chasquido. Arnie me miró con ojos humildes y consternados.

—No importa —dije—. Utilizaremos el mío.

Estaba empezando ya a oscurecer. El corazón me latía aún demasiado de prisa y tenía la boca seca a consecuencia de mi confrontación ante el 19 de Basin Drive.

—Lo siento, Dennis —dijo en voz baja—. No volveré a meterte en nada de esto.

—Olvídalo. Vamos a poner el neumático.

Empleamos mi gato para levantar el Plymouth (por unos horribles instantes pensé que el parachoques trasero se iba a rasgar con un metálico chirrido) y quitamos el neumático. Pusimos el nuevo, apretamos un poco las tuercas y lo bajamos. Fue un gran alivio ver de nuevo el coche apoyado en el pavimento, la forma en que aquel podrido parachoques se doblaba sobre el gato me había aterrado.

—Ya está —dijo Arnie, colocando el viejo y dentado tapacubos sobre las tuercas.

Me quedé mirando al Plymouth, y volví a experimentar súbitamente la sensación que ya había tenido en el garaje de LeBay. Ello fue debido a estar mirando al nuevo Firestone. Llevaba pegada aún una de las etiquetas de fábrica y se apreciaban las amarillas marcas de tiza trazadas apresuradamente por el encargado de la estación de servicio.

Me estremecí ligeramente…, pero sería imposible expresar con exactitud lo que sentía. Era como si hubiera visto una serpiente casi dispuesta a despojarse de su vieja piel que parte de esa vieja piel se hubiera ya desprendido revelando la reluciente tersura del interior.

Ralph estaba de pie en su porche, mirándonos. Tenía en una mano un rezumante emparedado de hamburguesa. En la otra sujetaba una lata de Iron City.

—Elegante, ¿eh? —murmuré a Arnie, mientras echaba su gato en el maletero del Plymouth.

—Todo un Robert Redford —respondió Arnie también en un murmullo, y eso nos hizo prorrumpir en contenidas risitas, como suele ocurrir al final de una situación larga y tensa.

Arnie tiró el neumático pinchado en el maletero, encima del gato y empezó a resoplar, tapándose la boca con las manos. Parecía un chiquillo que acabara de ser sorprendido entrando a saco en el tarro de mermelada. El pensarlo me hizo soltar el trapo.

—¿De qué se están riendo, pareja de vagos? —rugió Ralph. Bajó los escalones de su porche—. ¿Eh? ¿Queréis que os vuelva la risa del revés? ¡Puedo hacerlo, podéis estar seguros!

—Vámonos rápido de aquí —dije a Arnie, y salté a mi Duster.

Nada podía impedir ya nuestras risas, que brotaban ahora a carcajadas. Me dejé caer en el asiento delantero y puse en marcha el motor, retorciéndome de risa. Delante de mí, el Plymouth arrancó con un rugido y una apestosa nube de humo azul despedida por el tubo de escape. Aun por encima del estruendo pude oír su indominable risa un sonido próximo a la histeria.

Ralph avanzaba corriendo por el césped, sosteniendo todavía su emparedado y su cerveza.

—¿De que os estáis riendo pareja de vagos? ¿Eh?

—¡Mamón! —gritó triunfalmente Arnie, y arrancó, con una tableteante ráfaga de estampidos de su tubo de escape.

Yo apreté el pedal de mi coche y tuve que describir un rápido giro para sortear a Ralph, que parecía dispuesto a asesinarnos. Yo seguía riendo, pero no era ya una risa sana, si es que antes lo había sido, sino un agudo y jadeante sonido, que más parecía un chillido.

—¡Te voy a matar, vago asqueroso! —rugió Ralph.

Pisé de nuevo el acelerador y esta vez casi le pego a Arnie en la trasera.

Le hice «Fuck you» a Ralph.

—¡Jódete! —grité.

Echó a correr detrás de nosotros. Trataba de alcanzarnos, continuó corriendo unos momentos a lo largo de la acera y, luego, se detuvo, jadeando y bufando.

—Menudo día —exclamé, un poco asustado por el temblor de mi propia voz. Volvía a sentir la boca seca—. Menudo día más loco.

El garaje de Darnell en Hampton Street era un edificio alargado, con paredes de oxidada chapa ondulada y tejado también de chapa ondulada totalmente herrumbrosa. En la fachada, un mugriento letrero decía: ¡AHORRE DINERO! ¡SU HABILIDAD CON NUESTRAS HERRAMIENTAS!

Debajo, otro cartel, de caracteres más pequeños, decía: «Se alquilan plazas de garaje por semanas, meses o años».

El depósito de piezas de automóvil estaba detrás del garaje. Era un alargado espacio encerrado en tiras de dos metros de altura de la misma chapa ondulada, el apático asentimiento de Will Darnell a la Comisión de urbanismo. Y no es que existiera forma de que la comisión fuera a llamar al orden a Will Darnell, y no sólo porque dos de los tres miembros del mismo eran amigos suyos. En Libertyville, Will Darnell conocía a casi todo el mundo que significaba algo en la ciudad. Era uno de esos tipos que se encuentra uno en casi cualquier ciudad, grande o pequeña, moviéndose en silencio entre todos los bastidores.

Yo había oído que se hallaba mezclado en el activo tráfico de drogas que se desarrollaba en la escuela superior y media de Libertyville, y también había oído que mantenía buenas relaciones con las figuras del hampa, Pittsburg y Philly. Yo no creía eso —al menos, creo que no lo creía—, pero sabía que, si querías cohetes, petardos o tracas para el Cuatro de Julio, Will Darnell te los vendería. También le había oído a mi padre decir que Will había sido procesado doce años antes, cuando yo tenía cinco, como uno de los implicados en una red de coches robados que se extendía desde nuestra parte del mundo hasta Nueva York y, más allá, hasta Bangor, Maine. Finalmente, la acusación fue retirada. Pero mi padre decía que estaba seguro de que Will Darnell se hallaba metido hasta el cuello en otros chanchullos, desde asaltos a camiones hasta falsificación de antigüedades.

Un buen lugar del que mantenerte alejado, Dennis, había dicho mi padre. Eso había sido hacía un año, poco después de que yo comprase mi primer coche e invirtiera veinte dólares en alquilar una de las plazas de garaje del autoservicio de Darnell para intentar cambiar el carburador, experimento que había finalizado en lastimoso fracaso.

Un buen lugar del que mantenerse alejado, y aquí estaba ahora, cruzando la verja detrás de mi amigo Arnie al anochecer, cuando ya no quedaba del día más que un débil resplandor rojizo en el horizonte. Mis faros iluminaron suficientes piezas sueltas de automóvil y chatarra en general como para hacer que me sintiera más deprimido y fatigado que nunca. Me di cuenta de que no había llamado a casa y de que, probablemente, mis padres estarían preguntándose por dónde diablos andaba yo.

Arnie avanzó hasta una gran puerta de garaje con un cartel al lado que decía: «TOQUE EL CLAXON PARA ENTRAR».

Una débil luz se derramaba por una mugrienta ventana junto, la puerta —había alguien dentro—, y a duras penas contuve el impulso de asomarme a la ventanilla y decirle a Arnie que llevara su coche a mi casa por esa noche. Ya nos veía a Arnie y a mí encontrándonos con Will Darnell y sus compinches mientras inventariaban televisores en color robados o pintaban Cadillac sustraídos en plena calle. Los Bravos Muchachos llegan a Libertyville.

Arnie permanecía quieto, sin tocar el claxon, sin hacer nada, y, me disponía a bajar para preguntarle que pasaba cuando vino él adonde yo estaba aparcado. Aun a la desfalleciente luz, parecía profundamente turbado.

—¿Te importa tocar tú el claxon, Dennis? —dijo con humildad—. El de Christine parece que no funciona.

—Desde luego.

—Gracias.

Toqué dos veces el claxon, y, tras una pausa, la puerta del garaje se elevó ruidosamente, y apareció el propio Will Darnell, con el vientre prominente sobre el cinturón. Con un ademán de impaciencia, indicó a Arnie que entrase.

Yo hice girar mi coche, lo dejé aparcado delante y entré también.

El interior era enorme, abovedado y terriblemente silencioso al final del día. Había hasta cinco docenas de plazas de apartamento, cada una con su caja de herramientas sujeta al suelo con un candado para los que necesitaban reparar sus coches y no tenían herramientas. El techo era alto y se hallaba cruzado por vigas desnudas semejantes a brazos de grúa.

Había letreros por todas partes: «TODAS LAS HERRAMIENTAS DEBEN SER INSPECCIONADAS ANTES DE LA SALIDA DEL CLIENTE, Y RESERVE HORA CON ANTELACIÓN PARA EL USO DEL ELEVADOR, Y MANUALES SOBRE MOTORES A DISPOSICIÓN DE LOS CLIENTES, Y PROHIBIDO JURAR Y BLASFEMAR». Había docenas más, adondequiera que uno se volviese, un letrero parecía saltarle encima. Will Darnell era un gran «hombre-letrero».

—¡El compartimiento veinte! ¡El compartimiento veinte! —gritó Darnell a Arnie con voz jadeante e irritada—. ¡Vete allí y apaga el motor antes de que nos asfixiemos todos!

«Todos» parecían ser un grupo de hombres sentados a una amplia mesa de juego situada en un rincón. Fichas de póquer, naipes y botellas de cerveza se hallaban esparcidas sobre la mesa. Los hombres miraban la nueva adquisición de Arnie con variada expresión de repugnancia y regocijo.

Arnie condujo el coche hasta el espacio número veinte, lo aparcó y apagó el motor. Una humareda azul notaba en el enorme y cavernoso espacio.

Darnell se volvió hacia mi. Llevaba camisa blanca y pantalones de color caqui. Grandes rollos de grasa le abultaban en el cuello y le colgaban en papadas bajo la barbilla.

—Muchacho —dijo, con aquella misma voz acezante—, si le has vendido esa basura, deberías avergonzarte de ti mismo.

—Yo no se la he vendido —por alguna absurda razón, sentía que debía justificarme ante aquel gordinflón de una forma que no habría hecho ante mi propio padre—. Intenté disuadirle.

—Deberías haberlo intentado con más fuerza.

Se dirigió hacia donde Arnie estaba bajando de su coche. Cerró de golpe la portezuela, y una nubecilla de herrumbroso polvo rojizo se desprendió de ese lado de la carrocería.

A pesar de su asma, Darnell caminaba con los movimientos graciosos y casi femeninos de un hombre que lleva mucho tiempo siendo gordo y contempla ante si un prolongado futuro de obesidad. Y, antes incluso de que Arnie se volviese, le estaba gritando ya con fuertes voces. Supongo que podría decirse que era hombre que no se dejaba dominar por sus dolencias.

Como los chicos del fumadero de la escuela, como Ralph en Basin Drive, como Buddy Repperton (me temo que no tardaremos en hablar de él), había cobrado una instantánea aversión a Arnie: un caso de odio a primera vista.

—¡Es la última vez que metes aquí esa chatarra sin el tubo de escape en condiciones! —gritó—. Como te coja haciéndolo, te echo en el acto, ¿entiendes?

—Sí —Arnie parecía pequeño, cansado y vapuleado. Sus energías le habían abandonado. Me partía el corazón verle con aquel aspecto—. Yo…

Darnell no le dejó seguir.

—Tú quieres un empalme de tubo de escape —son dos cincuenta a la hora si lo reservas con antelación. Y voy a decirte otra cosa, mi joven amigo, que quiero que te metas bien en la cabeza. No admito gaitas de vosotros. No lo necesito. Este establecimiento es para tipos que trabajan y que tienen que mantener sus coches funcionando para poder llevar pan a su casa, no para señoritos que quieren ir a ver lo que pescan en el Orange Belt. No permito fumar aquí. Si quieres hacerlo, te vas afuera.

—Yo no fu…

—No me interrumpas, hijo. No me interrumpas ni te las des de listo —dijo Darnell.

Estaba ahora delante de Arnie. Como era más alto y más ancho, tapaba por completo a mi amigo.

Empecé a enfurecerme de nuevo. De hecho, podía sentir cómo mi cuerpo vibraba de protesta al extremo del tenso cable en que habían estado mis emociones desde que paramos ante la casa de LeBay y vimos que el maldito coche no estaba ya allí.

Los jóvenes son una clase oprimida, al cabo de unos años, aprende uno su propia versión de una rutina tipo Tío Tom con gentes como Will Darnell. Sí, señor, no, señor, de acuerdo, desde luego. Pero, Cristo, él se estaba pasando.

Lo agarré de pronto a Darnell por el brazo.

—¿Señor?

Se volvió hacia mí. Encuentro que cuanto más me desagradan los adultos más me acostumbro a llamarles señor.

—¿Qué?

—Esos hombres de ahí están fumando. Será mejor que les obligue a que no lo hagan.

Señalé a los tipos sentados a la mesa de póquer. Habían empezado una nueva mano. Una neblina de humo azulado flotaba sobre la mesa.

Darnell les miró y, luego, me miró a mí. Su rostro tenía una expresión muy solemne.

—¿Estás tratando de echarle una mano a tu amigo?

—No —dije—, señor.

—Entonces, cierra el pico.

Se volvió de nuevo hacia Arnie y se apoyó las gordezuelas manos en sus voluminosas caderas.

—Conozco a un cabrón en cuanto lo veo —dijo—, y creo que estoy mirando a uno en estos momentos. Estás a prueba, muchacho. Hazme una sola faena, y, por mucho que me hayas pagado por adelantado, te echo de aquí a patadas.

Una sorda ira ascendió en mi interior desde el estómago hasta la cabeza, haciéndome palpitar las sienes. Rogué mentalmente a Arnie que le mandara a hacer puñetas a aquel gordinflón y echara acorrer a toda velocidad hacia su coche. Claro que entonces intervendrían los compañeros de juego de Darnell y, probablemente, acabaríamos los dos en la sala de urgencias del Hospital Municipal de Libertyville, donde nos pondrían varios puntos en la cabeza… pero casi valdría la pena.

Arnie —rogué mentalmente—, mándalo a hacer puñetas y vámonos de aquí. Hazle frente, Arnie. No te dejes dominar. No seas un perdedor, Arnie. Si puedes enfrentarte a tu madre, puedes enfrentarte a este mamón. Sólo por esta vez, no seas un perdedor.

Arnie permaneció en silencio largo rato, con la cabeza baja, y luego dijo:

—Sí, señor.

Su voz era tan baja que resultaba casi inaudible. Parecía como si se le atragantasen las palabras.

—¿Qué has dicho?

Arnie levantó la vista. Estaba mortalmente pálido. Tenía los ojos bañados en lágrimas. Yo no podía mirar aquello. Me hacía demasiado daño. Aparté la vista. Los jugadores de póquer habían interrumpido su partida para observar lo que ocurría ante la plaza número veinte.

—He dicho «sí, señor» —respondió Arnie, con voz temblorosa.

Era como si acabara de firmar una terrible confesión. Miré de nuevo al coche, el Plymouth del 58, allí plantado, cuando hubiera debido estar en la cacharrería con el resto de las piezas sueltas de Darnell, y lo odié otra vez por lo que le estaba haciendo a Arnie.

—Muy bien —dijo Darnell—. Pues largo de aquí. Está cerrado.

Arnie echó a andar tambaleándose, ciegamente. Habría tropezado con un montón de neumáticos viejos si yo no le hubiera cogido del brazo para guiarle. Darnell se volvió en la otra dirección hacia la mesa de póquer. Cuando llegó allí dijo algo a los otros con su voz acezante. Soltaron todos una estrepitosa carcajada.

—Estoy perfectamente, Dennis —explicó Arnie, como si yo se lo hubiera preguntado. Tenía los dientes apretados, su pecho se agitaba en inspiraciones rápidas y superficiales—. Estoy perfectamente, suéltame, estoy bien.

Le solté el brazo. Fuimos hasta la puerta y Darnell nos gritó:

—¡Y no traigáis por aquí a los gamberros de vuestros amigos si no queréis que os ponga de patitas en la calle!

Uno de los otros añadió:

—¡Y a ver si os dejáis la basura en casa!

Arnie se encogió servilmente. Era mi amigo, pero yo lo odiaba cuando adoptaba esa actitud.

Escapamos a la fría oscuridad. La puerta descendió con estrépito a nuestra espalda. Y así es como llevamos a Christine al garaje de Darnell. Un gran momento, ¿verdad?