4. Arnie se casa

I remember the day

When I chose her over all those other junkers,

Thought I could tell

Under the coat of rust she was gold,

No clunker…

THE BEACH BOYS

Podríamos haber hecho dos horas extraordinarias aquel viernes por la tarde, pero rehusamos. Recogimos nuestros cheques en la oficina, fuimos a la sucursal en Libertyville de la Caja de Ahorros de Pittsburgh y los cobramos. Yo ingresé la mayor parte en mi libreta, puse cincuenta dólares en mi cuenta corriente (el solo hecho de tenerla me hacía sentirme inquietantemente adulto, sensación que, supongo, se va esfumando) y retiré veinte en efectivo.

Arnie retiró la totalidad de su paga.

—Toma —dijo, tendiéndome un billete de diez dólares.

—No —respondí—. Quédatelo, hombre. Necesitarás hasta el último centavo antes de que acabes con ese cacharro.

—Cógelo —repitió—. Yo pago mis deudas, Dennis.

—Quédatelo. De veras.

—Cógelo —seguía tendiendo inexorablemente el billete.

Lo cogí. Pero le obligué a aceptar el dólar que sobraba. No quería hacerlo.

Mientras cruzábamos la ciudad en dirección a la casa de LeBay, Arnie fue poniéndose cada vez más nervioso. Subió demasiado el volumen de la radio y empezó a llevar el ritmo de la música primero sobre los muslos y luego sobre el salpicadero. Salió Foreigner cantando Dirty White Boy.

—La historia de mi vida, Arnie —dije, y soltó una carcajada demasiado fuerte y demasiado larga.

Se estaba comportando como un hombre que espera a que su mujer tenga un hijo. Finalmente, adiviné que le asustaba la posibilidad de que LeBay hubiera vendido el coche a otro.

—Tranquilo, Arnie —dije—. Estará allí.

—Estoy tranquilo, estoy tranquilo —repuso, y me ofreció una amplia, resplandeciente y forzada sonrisa.

Su piel presentaba ese día el peor aspecto que yo había visto jamás, y me pregunté (no por primera vez, ni por última) qué se sentiría siendo Arnie Cunningham, atrapado tras aquel sudoroso rostro segundo tras segundo, minuto tras minuto. Y…

—Bueno, deja de sudar. Parece como si te fueses a hacer limonada en los pantalones antes de que lleguemos allí.

—No te preocupes —explicó, y volvió a tabalear rápida y nerviosamente en el salpicadero para demostrarme lo nervioso que no estaba.

Dirty Boy, de Foreigner, dio paso a Jukebox Heroes de Foreigner. Era viernes por la tarde, y en FM-104 había empezado el programa de rock del fin de semana. Cuando recuerdo aquel año, el de mi curso de graduación, me parece que podría medirlo en piezas de rock… y en una cada vez más intensa sensación de terror.

—¿Qué es exactamente? —pregunté—. ¿Qué pasa con ese coche?

Permaneció un rato mirando a lo largo de la Libertyville Avenue sin decir nada y, luego, apagó la radio con gesto rápido, cortando en seco la voz de Foreigner.

—No lo sé muy bien —dijo—. Acaso sea porque, por primera vez desde los once años, cuando me empezaron a salir granos, he visto algo más feo que yo. ¿Es eso lo que quieres que diga? ¿Te permite eso situarlo en una categoría definida?

—Oh, vamos, Arnie —exclamé—. Soy Dennis, ¿recuerdas?

—Recuerdo —respondió—. Y seguimos siendo amigos, ¿verdad?

—Desde luego. Pero ¿qué tiene eso que ver con…?

—Y eso significa que no debemos mentirnos el uno al otro o, al menos, yo creo que eso es lo que tiene que significar. Así que tengo que decirte lo que siento. Sé lo que soy. Soy feo. No hago amigos con facilidad. Yo…, alejo de mí a la gente. No quiero hacerlo, pero es lo que me ocurre. ¿Te das cuenta?

Asentí de mala gana. Como él decía‚ éramos amigos, y eso significaba reducir al mínimo todo lo que resultase desagradable.

Movió también la cabeza.

—Otras personas… —siguió, y luego añadió con cuidado— tú, por ejemplo, Dennis, no siempre comprendes lo que eso significa. Miras al mundo de una manera distinta cuando eres feo y la gente se ríe de ti. Resulta difícil conservar el sentido del humor. Te produce una sensación de bloqueo y, a veces, le cuesta a uno mantenerse cuerdo.

—Bueno, puedo entenderlo. Pero…

—No —replicó él, sosegadamente—. No lo puedes entender. Tal vez creas que sí, pero no lo entiendes. No realmente. Pero me agradas, Dennis…

—Te tengo cariño, hombre —dije—. Ya lo sabes.

—Quizá —respondió—. Y lo aprecio. Y tiene que ser porque sabes que hay algo más: algo por debajo de los granos y de mi estúpida cara…

—Tu cara no es estúpida, Arnie. Un poco rara acaso, pero no estúpida.

—Vete al carajo —exclamó, sonriendo, y continuó—. De todos modos, ese coche es así. Tiene algo por debajo. Algo distinto. Algo mejor. Lo veo, simplemente.

—¿Sí?

—Sí, Dennis. Lo veo.

Torcí por la calle Mayor. Estábamos acercándonos ya a la casa de LeBay. Y, de pronto, me asaltó una idea horrible. ¿Y si el padre de Arnie hubiera enviado a casa de LeBay a uno de sus amigos o sus alumnos para comprar aquel coche y quitárselo así a su hijo? Un toque maquiavélico, podríamos decir, pero la mente de Michael Cunningham era más que un poco tortuosa. Su especialidad era la historia militar.

—Vi ese coche…, y sentí tanta atracción hacia él… Ni yo mismo puedo explicármelo muy bien, pero…

Dejó la frase en el aire, perdida en el vacío la mirada de sus grises ojos.

—Pero comprendí que podía convertirlo en algo mejor —concluyó.

—¿Arreglarlo, quieres decir?

—Sí…, bueno, no. Eso es demasiado impersonal. Se arreglan mesas, sillas, cosas así. La cortadora de césped cuando no funciona. Y coches corrientes.

Quizá me vio enarcar las cejas. El caso es que se echó a reír: una risita defensiva.

—Sí, ya sé cómo suena —dijo—. No me gusta decirlo, porque sé cómo suena. Pero tú eres un amigo, Dennis. Y eso significa un mínimo de confianza. Creo que no es un coche corriente. No sé por qué lo creo…, pero lo creo.

Abrí la boca para decir algo que quizás hubiera lamentado más tarde, algo sobre procurar mantener las cosas en perspectiva o quizás incluso sobre evitar un comportamiento obsesivo, pero justo en ese momento doblamos la esquina y enfilamos la calle de LeBay.

Arnie hizo una profunda y ronca inspiración.

En el césped de LeBay había un rectángulo de hierba que era más amarilla, más rala y más fea que el resto.

Junto a un extremo del rectángulo se veía una mancha de aceite que había ido empapando el suelo, matando todo lo que antes creciera allí. Aquel trozo rectangular de terreno destacaba con tal intensidad que casi creo que se quedaría uno ciego si lo miraba durante demasiado tiempo.

Era allí donde el día anterior estaba el Plymouth 1958. El terreno seguía allí, pero el Plymouth había desaparecido.

—Arnie —dije, mientras arrimaba el coche a la cuneta—. Tómatelo con calma. No pierdas los estribos.

No me prestó atención. Dudo que me hubiera oído siquiera. Había palidecido. Las manchas que cubrían su rostro destacaban con purpúreo relieve. Abrió la portezuela de mi Duster y estaba saltando del coche antes incluso de que se hubiera parado por completo.

—Arnie…

—Es mi padre —dijo, enfurecido y consternado—. Huelo la mano de ese bastardo en todo esto.

Y echó a correr por el césped en dirección a la puerta de LeBay.

Salí del coche y corrí tras él, pensando que aquella locura no iba a terminar nunca. Apenas si podía creer que acababa de oír a Arnie Cunningham llamar bastardo a Michael.

Arnie estaba levantando el puño para aporrear la puerta, cuando ésta se abrió. En el umbral se hallaba el propio Roland D. LeBay. Esta vez llevaba una camisa sobre su faja ortopédica. Miró el furioso rostro de Arnie con una sonrisa afablemente codiciosa.

—Hola, hijo —dijo.

—¿Dónde está? —rugió Arnie—. ¡Hicimos un trato! ¡Maldita sea, hicimos un trato! ¡Tengo un recibo!

—Cálmate —repuso LeBay. Volvió la vista hacia mí, que permanecía en el escalón inferior, con las manos metidas en los bolsillos—. ¿Qué le pasa a tu amigo, hijo?

—El coche ha desaparecido —respondí—. Eso es lo que pasa.

—¿Quién lo ha comprado? —gritó Arnie.

Nunca le había visto tan enfurecido. Creo que, si hubiese tenido una pistola en aquellos momentos, se la habría apoyado en la sien a LeBay. Contra mi voluntad, me sentí fascinado. Era como si un conejo se hubiera vuelto carnívoro de pronto. Que Dios me perdone, pero llegué a pensar por un momento si no tendría un tumor cerebral.

—¿Quién lo ha comprado? —repitió suavemente LeBay—. Pues nadie todavía, hijo. Pero te lo tengo reservado, y por eso lo he metido en el garaje. He colocado los repuestos y cambiado el aceite —se atusó el pelo y, luego, nos ofreció una sonrisa absurdamente magnánima.

—Es usted un tío estupendo —dije.

Arnie le miró con aire de duda y, luego, volvió la cabeza hacia la cerrada puerta del modesto garaje de una sola plaza que estaba unido a la casa por una pista de ceniza.

La pista, como todo lo demás en la casa de LeBay, había conocido días mejores.

—Además, no quería dejarlo afuera, ya que habías depositado una señal a cuenta de él —dijo—. He solido tener problemas con uno o dos de los tipos de esta calle. Una noche, un chaval tiró una piedra contra mi coche. Oh, sí, tengo algunos vecinos alistados en la B.I.

—¿Qué es eso? —pregunté.

—La Brigada de los Idiotas, hijo.

Paseó por la calle una sombría mirada de francotirador, posándola en los coches que regresaban ahora del trabajo, en los niños que jugaban en las aceras, en las personas sentadas en sus porches y tomando bebidas al fresco del atardecer.

—Me gustaría saber quién tiró aquella piedra —comentó con suavidad—. Sí, señor, me gustaría saberlo.

Arnie carraspeó.

—Siento haberme portado así.

—No te preocupes —dijo alegremente LeBay—. Me gusta ver que alguien defiende lo que es suyo… o casi suyo. ¿Traes el dinero, muchacho?

—Sí.

—Bueno, vamos a la casa. Tu amigo también. Te firmaré la transferencia y tomaremos un vaso de cerveza para celebrarlo.

—No, gracias —dije—. Yo me quedo aquí, si no le importa.

—Como quieras, hijo —dijo LeBay… y guiñó un ojo.

Hoy es el día en que todavía no sé qué quería decir con ese guiño. Entraron, y la puerta se cerró de golpe tras ellos.

El pez había caído en la red y estaba a punto de limpiarlo.

Sintiéndome deprimido, me dirigí por la pista de ceniza hasta el garaje y empujé la puerta. Ésta se elevó con facilidad y exhaló los mismos olores que había percibido cuando abrí el día anterior la portezuela del Plymouth: aceite, tapicería vieja, el calor acumulado de un largo verano.

A lo largo de una pared se alineaban rastrillos y unas cuantas viejas herramientas de jardinería. En la otra se veía una manguera muy vieja, una bomba de bicicleta y un saco de golf lleno de mohosas mazas. En el centro, con el morro hacia fuera, estaba el coche de Arnie, Christine, con su aire desmesuradamente alargado en una época en que hasta los Cadillac parecían comprimirse. La telaraña de grietas del parabrisas brillaba con reflejos de mercurio al recibir la luz. Algún chaval con una piedra, como había dicho LeBay…, o quizás un pequeño accidente al volver a casa después de pasar la noche en el club de veteranos de guerra, bebiendo y contando historias sobre la batalla de la Bolsa o de la colina de Pork Chop. Los buenos viejos tiempos en que un hombre podía contemplar Europa, el Pacífico y el misterioso Oriente por el punto de mira de un bazuka. ¿Quién sabía… y qué importaba? En cualquier caso, no iba a ser fácil encontrar sustituto para un parabrisas tan grande como aquél.

Ni barato.

«Oh, Arnie —pensé—, te estás metiendo hasta el cuello».

El neumático que LeBay había quitado reposaba contra la pared. Me agaché, apoyándome en las manos y las rodillas, y miré debajo del coche. Estaba empezando a formarse una nueva mancha de aceite, de un negro intenso sobre el oscuro fantasma de otra mancha mayor y más antigua que se había ido hundiendo en el cemento a lo largo de los años. El hecho no hizo nada por aliviar mi depresión. Seguro que el bloque estaba agrietado.

Di la vuelta hasta el lado del conductor y, mientras me disponía a abrir la portezuela, vi un cubo de basura en el otro extremo del garaje. Una gran botella de plástico emergía de él. Las letras SAPPH quedaban visibles sobre el borde.

Gemí. Oh, había cambiado el aceite. Muy generoso. Había quitado el viejo, lo que quedaba, y había echado unos cuantos litros de aceite Sapphire, ésta es la clase que se puede comprar por 3,50 dólares la lata de veinte litros de aceite reciclado en Mammoth. Roland D. LeBay era un autentico príncipe. Roland D. LeBay era todo corazón.

Abrí la portezuela y me senté al volante. El olor del garaje no parecía ahora tan intenso ni tan cargado de sentimientos de desuso y derrota. El volante del coche era grande y rolo, un volante confiado y seguro de sí mismo. Miré de nuevo aquel sorprendente velocímetro, aquel velocímetro calibrado no para 70 u 80, sino nada menos que hasta 120 millas por hora. No había debajo unos pequeños números rojos con la equivalencia en kilómetros. Cuando este cacharro salió de la cadena de montaje, aún no se le había ocurrido a nadie en Washington la idea de pasar al sistema métrico. Tampoco había ningún gran 55 rojo en el velocímetro. Por entonces, la gasolina salía a 29,9 centavos los cinco litros, quizá menos si estaba en vigor un precio de guerra. Faltaban aún quince años para los embargos árabes del petróleo y los límites de velocidad.

«Los buenos viejos tiempos», pensé, y no pude por menos de sonreír un poco. Busqué en el lado izquierdo del asiento y encontré la palanca que movía el asiento adelante y atrás, arriba y abajo (es decir, si todavía funcionaba). Había aire acondicionado (eso, ciertamente, no funcionaba), y control de marcha, y un gran receptor de radio con abundantes cromados: sólo AM, como es natural. En 1958, la FM era prácticamente un desierto.

Puse las manos sobre el volante y, entonces, sucedió algo.

Aun ahora, después de mucho pensar sobre ello, no estoy seguro de qué fue exactamente. Una visión quizá, pero, si lo fue, no se trató de nada extraordinario. Fue sólo que, por un momento, pareció desvanecerse la rasgada tapicería. Las fundas de los asientos estaban enteras y olían agradablemente a vinilo…, o quizás aquel olor era de cuero auténtico. Las partes desgastadas habían desaparecido del volante, los cromados brillaban alegremente a la luz del atardecer estival que penetraba por la puerta del garaje.

Vamos a dar una vuelta, muchacho —pareció cuchichear Christine en el caluroso silencio del garaje de LeBay—. Vamos.

Y, por un instante, pareció que todo cambiaba. La maraña de grietas del parabrisas desapareció…, o esa fue al menos la impresión. El pequeño trozo del césped de LeBay que yo podía ver no estaba amarillento, con abundantes calvas y ásperas hierbas, sino que presentaba un jugoso color verde de tierna hierba recién cortada. La acera que se extendía más allá estaba perfectamente pavimentada, sin una sola grieta. Vi (o creí ver, o soñé que veía) pasar por delante un Cadillac del 57. Aquel GM era de un color verde oscuro, sin una sola mota de herrumbre encima, gruesos neumáticos y tapacubos que reflejaban la luz como espejos. Un Cadillac tan grande como un barco. ¿Y por qué no? La gasolina era casi tan barata como el agua del grifo.

Vamos a dar una vuelta, muchacho…, vamos.

Claro, ¿por qué no? Podía arrancar y enfilar hacia el centro de la ciudad, hacia la vieja escuela superior que todavía se mantenía en pie —no ardería hasta seis años después, hasta 1963, y podía poner la radio y sintonizar a Chuck Berry cantando Maybelline, o a los Everlys entonando Wake Up Little Susie o quizás a Robin Luke gimiendo Susie Darling. Y entonces…

Y entonces salí del coche tan aprisa como pude. La puerta se abrió con un herrumbroso e infernal chirrido, y me di un golpe en el codo contra una de las paredes del garaje. Cerré la portezuela de un empujón (la verdad es que no me atrevía realmente a tocarla siquiera) y me quedé allí, mirando al Plymouth que, salvo que interviniese un milagro, no tardaría en ser de mi amigo Arnie. Me froté el magullado codo. El corazón me latía aceleradamente.

Nada. Ni cromados nuevos, ni nueva tapicería. Por el contrario, abundancia de abolladuras y de herrumbre, faltaba un faro (no me había fijado en ello el día anterior), la antena estaba torcida. Y aquel polvoriento y sucio olor a viejo…

En aquel momento, decidí que no me gustaba el coche de mi amigo Arnie.

Salí del garaje, mirando constantemente hacia atrás por encima del hombro: no sé por qué, pero no me gustaba tenerlo a mi espalda. Sé que parecerá estúpido, pero eso es lo que sentí. Y allí estaba, con su abollada y herrumbrosa carrocería, en absoluto siniestro ni extraño, sólo un Plymouth muy viejo, con una pegatina de revisión que había perdido validez el uno de junio de 1976…, hacía mucho tiempo.

Arnie y LeBay estaban saliendo de la casa. Arnie llevaba en la mano una hoja de papel: su contrato de venta supuse. Las manos de LeBay se hallaban vacías, ya había hecho desaparecer el dinero.

—Espero que lo disfrutes —estaba diciendo LeBay y por alguna razón, pensé en un viejo alcahuete animando un chico muy joven.

Sentí un acceso de repugnancia hacia él… con su soriasis en el cráneo y su sudorosa faja ortopédica.

—Y creo que disfrutarás. Con el tiempo.

Sus ojos, ligeramente lagrimosos, se posaron en los míos, permanecieron en ellos unos instantes y, luego, volvieron a Arnie.

—Con el tiempo —repitió.

—Sí, señor. Estoy seguro de ello —repuso Arnie, con aire ausente.

Se dirigió hacia el garaje como un sonámbulo y se detuvo, mirando a su coche.

—Tiene las llaves puestas —dijo LeBay—. Tendrás que llevártelo. Lo comprendes, ¿verdad?

—¿Arrancará?

—Me ha arrancado a mí esta mañana —respondió LeBay, pero desvió la vista hacia el horizonte. Y, luego, con el tono de quien se ha lavado las manos de todo el asunto—. Supongo que tu amigo tendrá un juego de cables en su maletero.

Bien, la verdad es que yo tenía un juego de cables en mi maletero, pero no me agradaba que LeBay lo supusiera.

No me agradaba que LeBay lo supusiera porque… Suspiré levemente. Porque no quería verme implicado en la futura relación de Arnie con el viejo cacharro que había comprado, pero me daba cuenta de que estaba siendo arrastrado a ella paso a paso.

Arnie había renunciado por completo a la conversación.

Entró en el garaje y subió al coche. El sol del atardecer caía ahora oblicuamente sobre él y vi la nubecilla de polvo que se levantó al sentarse Arnie. Automáticamente, me sacudí la trasera de los pantalones. Durante unos momentos, permaneció sentado ante el volante, agarrándolo flojamente con las manos, y me sentí de nuevo desasosegado. En cierto modo, era como si el coche lo hubiese devorado. Me dije a mí mismo que debía serenarme, que no había ninguna razón para que me comportase como una estúpida colegiala.

Entonces, Arnie se inclinó ligeramente hacia delante. El motor empezó a girar. Me volví y lancé a LeBay una mirada furiosa y acusadora, pero él estaba observando de nuevo el cielo, como si temiera que lloviese.

No iba a arrancar, no podía arrancar. Mi Duster estaba en bastante buenas condiciones, pero los dos que había tenido antes eran también unos cacharros, aunque no de la misma clase que Christine, y me había familiarizado con aquel sonido en las frías mañanas de invierno, aquel lento y fatigado ronquido que significaba que la batería estaba arañando el fondo del cilindro.

Rurr-rurr-rurr rurr… rurr… rurr… rurr…

—No te molestes, Arnie —dije—. No se va a encender.

Ni siquiera levantó la cabeza. Accionó la llave en un sentido y luego en el contrario. El motor roncó con penosa lentitud.

Me acerqué a LeBay.

—¿Ni siquiera podía dejarlo funcionando el tiempo suficiente para cargar la batería? —pregunté.

LeBay miró con sus pálidos y llorosos ojos y, sin decir palabra, volvió a escrutar el cielo.

—O quizás es que nunca arrancó en absoluto. Quizás usted se limitó a hacer que un par de amigos le ayudasen a empujarlo hasta el garaje. Si es que una basura como usted tiene amigos.

Me miró.

—Tú no lo sabes todo —explicó—. Ni siquiera has salido aún del cascarón. Cuando hayas pasado, como yo, por un par de guerras…

—Váyase a la mierda con su par de guerras —dije pausadamente y me dirigí hacia el garaje en que Arnie continuaba intentando poner en marcha su coche.

Lo mismo podría intentar sorber con una paja toda el agua del Atlántico o irse a Marte en globo de aire caliente, pensé.

Rurr ………, rurr …………… rurr.

Muy pronto, el último ohmio y el último ergio abandonarían aquella vieja y corroída batería Sears, y entonces sólo se oiría el más fúnebre de todos los sonidos automovilísticos, generalmente escuchado en carreteras secundarias bajo la lluvia y en desiertas autopistas: el sordo y estéril clic del solenoide, seguido de un horrible sonido semejante a un estertor.

Abrí la portezuela del lado del conductor.

—Voy a traer mis cables —dije.

Levantó la vista.

—Creo que me arrancará —explicó.

Sentí que mis labios se estiraban en una amplia y poco convincente sonrisa.

—Bueno, los traeré por si acaso.

—Como quieras —dijo, con aire ausente, y, luego, con voz casi inaudible—. Vamos, Christine. ¿Qué dices?

En el mismo instante, aquella voz despertó en mi cabeza y habló de nuevo —vamos a dar una vuelta, muchacho…, vamos—, y me estremecí.

Hizo girar de nuevo la llave. Y, en lugar del sordo clic del solenoide y del estertor, oí el lento ronquido del motor acelerando de pronto. Al cabo de unos momentos, se paro.

Arnie volvió a girar la llave. El motor roncó con mayor rapidez. El tubo de escape soltó un estampido que sonó como una bomba de mano en el reducido espacio del garaje. Di un salto. Arnie, no. Él estaba perdido en su propio mundo.

En este momento, yo lo habría maldecido un par de veces, sólo para ayudarle a arrancar: Venga, cabrón, siempre es bueno, vamos ya, jodido, tiene sus méritos, y a veces basta con un simple y rotundo ¡arranca, mierda! La mayoría de los tipos que conozco harían lo mismo, yo creo que es una de las cosas que uno aprende de su padre.

Lo que tu madre te deja son principalmente prudentes consejos prácticos —si te cortas las unas de los pies dos veces al mes no tendrás tantos agujeros en los calcetines, tira eso, no sabes dónde ha estado antes, cómete tus zanahorias son buenas para ti— pero es de tu padre de quien recibes la magia, los talismanes, las palabras de poder.

Si el coche no arranca, maldícelo. Si te remontas siete generaciones hacia atrás, probablemente encontrar s a uno de tus antepasados maldiciendo a un maldito burro que se paró en medio del puente de peaje de algún lugar de Sussex o Praga.

Pero Arnie no lo insultaba. Murmuraba por lo bajo:

—«Vamos, muñeca, ¿qué dices?»

Giró la llave. El motor respingó dos veces, petardeó de nuevo y, luego, arrancó. Sonaba horrible, como si quizá, cuatro de los ocho pistones se hubieran tomado vacaciones, pero Arnie lo tenía en funcionamiento. Apenas si podía creerlo, pero no quería quedarme a hablar con él. El garaje se estaba llenando rápidamente de gases y humo azul.

—Ha resultado muy bien, después de todo, ¿verdad? —dijo LeBay—. Y no tendrás que arriesgar tu propia y preciosa batería —escupió.

No se me ocurrió nada que decir. A decir verdad, me sentía un poco desconcertado.

El coche salió lentamente del garaje, pareciendo tan absurdamente largo que le daba a uno ganas de reír o llorar o hacer algo. No podía dar crédito a lo largo que parecía. Era como una ilusión óptica. Y Arnie parecía muy pequeño tras el volante.

Bajó el cristal de la ventanilla y me llamó con un gesto.

Teníamos que levantar la voz para hacernos oír con claridad: ésa era otra cosa de la Christine de Arnie, tenía una voz extremadamente recia y rugiente. Iba a ser necesario colocar un silenciador en lo que quedara del tubo de escape. Desde que Arnie se había sentado al volante, el pequeño contable de la sección automovilística de mi cerebro había totalizado gastos por valor de unos seiscientos dólares…, sin incluir el parabrisas rajado. Dios sabía cuánto podría costar remplazar éste.

—¡Voy a llevarlo a Darnell! —gritó Arnie—. ¡Su anuncio en el periódico dice que puedo aparcarlo en uno de los huecos traseros por veinte dólares a la semana!

—¡Arnie, veinte dólares a la semana por uno de esos huecos es demasiado! —aullé.

Este era otro caso de expolio a los jóvenes inocentes. El garaje Darnell se hallaba junto a un solar de dos hectáreas que llevaba el nombre falsamente jovial de «Piezas de Automóviles Usados de Darnell». Yo había estado allí varias veces, una para comprar un estéreo para mi Duster, otra para agenciarme un carburador para el Mercury que había sido mi primer coche. Will Darnell era un tipo gordo y de aire porcino que bebía mucho y fumaba largos y malolientes cigarros, aunque se decía que padecía asma. Declaraba abiertamente su odio a casi todos los adolescentes propietarios de coches de Libertyville…, pero eso no le impedía abastecerles y explotarles.

—Ya lo sé —gritó Arnie por encima del rugido del motor—. Pero es sólo por una o dos semanas hasta que encuentre un sitio más barato. No puedo llevarlo a casa así Dennis. No te quiero decir cómo se pondrían mis padres.

Eso era cierto. Abrí la boca para decir algo más, quizá para rogarle que pusiese fin a aquella locura antes de que escapase por completo a todo control. Luego, volví a cerrarla. El trato estaba hecho. Además, no quería seguir compitiendo con aquel rugiente silenciador, ni continuar llenándome los pulmones de anhídrido carbónico.

—Está bien —dije—. Te seguiré.

—De acuerdo —dijo, sonriendo—. Iré por Walnut Street y Basin Drive. Quiero mantenerme apartado de las calles principales.

—Vale.

—Gracias, Dennis.

Volvió a conectar la transmisión hidráulica, y el Plymouth avanzó medio metro y, luego, se detuvo casi. Arnie pisó un poco el acelerador, y Christine petardeó. El Plymouth se arrastró por el sendero de LeBay hasta la calle. Cuando accionó el freno, sólo se encendió uno de los pilotos. Mi contable automovilístico mental anotó implacablemente otros cinco dólares.

Giró el volante hacia la izquierda y salió a la calle. Los restos del silenciador del tubo de escape rascaron el pavimento. Arnie dio más gas, y el coche rugió como un refugiado huido del derby de Philly Plains. Al otro lado de la calle, la gente se inclinaba sobre sus porches o salía a la puerta para ver qué ocurría.

Bufando y rugiendo, Christine avanzó calle arriba a unos quince kilómetros por hora, despidiendo grandes y apestosas nubes de humo azulado que quedaban suspendidas en el aire y se iban diluyendo luego en el cálido atardecer de agosto.

Cuarenta metros más allá, se detuvo ante la señal de stop. Pasó ante él un chico en su Raleigh, y llegó hasta mí su grito descarado e insolente:

—¡Mételo en una trituradora de basuras!

El puño cerrado de Arnie asomó por la ventanilla. Levantó el dedo medio, haciéndole «Fuck You». Otra primicia. Nunca había visto a Arnie hacerle «Fuck You» a nadie.

El motor carraspeó, tosió y se puso en marcha. Esta vez, hubo toda una serie de tableteantes estampidos del tubo de escape. Era como si alguien hubiera abierto fuego con una ametralladora sobre Laurel Drive, Libertyville, Estados Unidos. Gemí.

No tardaría alguien en llamar a los polis, denunciando una alteración del orden público, y detendrían a Arnie por conducir un vehículo desprovisto de licencia… y, probablemente, también por alteración del orden. Eso no aliviaría precisamente la situación en casa.

Sonó un estampido final —que reverberó por la calle como la explosión de una granada de mortero—, y luego, el Plymouth torció a la izquierda por Martin Street, que desembocaba en Walnut un par de kilómetros más allá. El sol poniente doró por unos instantes su maltratado cuerpo rojo mientras se perdía de vista. Vi que Arnie tenía el codo apoyado en la ventanilla.

Me volví hacia LeBay, de nuevo enfurecido y dispuesto a arremeter contra él. La irritación me dominaba. Pero lo que vi me detuvo en seco.

Roland D. LeBay estaba llorando.

Era horrible, era grotesco y, sobre todo, suscitaba compasión. Cuando yo tenía nueve años, había en casa un gato llamado capitán Beefheart, y fue atropellado por un camión. Le llevamos al veterinario —mi madre tenía que conducir despacio, porque estaba llorando y se le empañaban los ojos—, y yo iba en el asiento trasero con capitán Beefheart. Lo llevaba en una caja y le repetía que el veterinario le salvaría, que se pondría bien, pero incluso un chiquillo de nueve años como yo podía darse cuenta de que capitán Beefheart nunca volvería a ponerse bien, porque tenía parte de los intestinos fuera, y le salía sangre por el culo, y había mierda en la caja y en su piel, y se estaba muriendo. Traté de acariciarle, y él me mordió en la mano, justo en la sensible zona que se extiende entre el pulgar y el índice. El dolor fue malo, pero el terrible sentimiento de compasión era peor. No había vuelto a sentir nada parecido desde entonces. No es que me quejase, entiéndase, no creo que la gente deba tener sentimientos así con frecuencia. Porque, cuando eso ocurre, supongo que le llevan a uno a hacer cestos de mimbre.

LeBay estaba en pie sobre su raído césped, no lejos del lugar en que aquel gran charco de aceite había defoliado todo, y tenía la cabeza baja, y el pañuelo en la mano, y se estaba enjugando los ojos con él. Las lágrimas relucían con destellos grasientos en sus mejillas, más parecidas a gotas de sudor que a verdaderas lágrimas. La nuez le subía y bajaba a lo largo de la garganta.

Volví la cabeza para no verle llorar y quedé mirando a su garaje. Antes, había parecido lleno…, las cosas a lo largo de las paredes, desde luego, pero, sobre todo aquel enorme y vetusto coche con sus dobles faros y su amplio parabrisas y su extenso capó. Ahora, las cosas apiladas junto a las paredes sólo servían para acentuar el vacío esencial del garaje. Semejaba una boca abierta y desdentada.

Eso era casi tan malo como LeBay. Pero cuando volví a mirarle, el viejo bastardo había recuperado el dominio de sí mismo: bueno, casi. Sus ojos habían dejado de rezumar, y se había guardado el pañuelo en el bolsillo posterior de sus pantalones de pana de anciano. Pero su rostro seguía triste. Muy triste.

—Bueno, se acabó —dijo roncamente—. Ya me la he quitado de encima, hijo.

—Ojalá pudiera decir lo mismo mi amigo, señor LeBay —respondí—. Si supiera el follón en que se ha metido con sus padres por culpa de ese cacharro…

—Largo de aquí —exclamó—. Hablas como una maldita oveja. Sólo be, be, be, eso es todo lo que oigo salir de tu boca. Creo que tu amigo sabe más que tú. Ve a ver si necesita que le eches una mano.

Eché a andar por el césped en dirección a mi coche. No quería seguir junto a LeBay ni un momento más.

—¡Nada más que be, be, be! —gritó irritadamente a mi espalda, haciéndome pensar en aquella vieja canción de los Youngbloods… I am a one-note man, I play it all I can—. ¡Tú no sabes ni la mitad de lo que crees saber!

Monté en mi coche y me alejé. Al torcer por Martin Street, miré hacia atrás y le vi allí, sobre su césped, reluciendo al sol su calva cabeza.

Tal como resultaron las cosas, tenía razón.

Yo no sabía ni la mitad de lo que creía saber.