Just tell your hoodlum friends outside,
You ain’t got time to take a ride!
(Yakety-yak!)
Don’t talk back!
THE COASTERS
Llevé a Arnie a su casa y entré con él para tomar un trozo de pastel y un vaso de leche antes de ir a la mía. Fue una decisión de la que no tardé en arrepentirme.
Arnie vivía en Laurel Street, que está en un tranquilo barrio residencial en la parte oeste de Libertyville. En realidad, casi todo Libertyville es tranquilo y residencial. No es elegante, como el vecino suburbio de Fox Chapel (donde la mayoría de las casas son como las que veíamos todas las semanas en Colombo), pero tampoco es como Monroeville, con sus kilómetros de soportales, almacenes de neumáticos usados y mercadillos de libros. No tiene industria pesada, es ante todo una ciudad dormitorio para la cercana Universidad. No elegante, pero sí de un cierto aire intelectual.
Arnie se había mantenido silencioso y contemplativo durante todo el camino, yo traté de estirarle de la lengua, pero en vano. Le pregunté qué iba a hacer con el coche.
—Arreglarlo —explicó con aire ausente, y se sumió de nuevo en el silencio.
Bueno, tenía capacidad para hacerlo, yo no se lo discutía. Era hábil con las herramientas, sabía escuchar, sabía aislarse. Sus manos eran sensitivas y rápidas con la maquinaria, sólo cuando estaba con otras personas, en especial si eran chicas, se tornaba desmañado e inquieto, haciéndose crujir los nudillos o metiéndose las manos en los bolsillos o, lo peor de todo, llevándoselas a la cara y paseándolas por el calcinado paisaje de sus mejillas, su frente y su mentón, atrayendo así toda la atención hacia ella.
Podía arreglar el coche, pero el dinero que había ganado aquel verano estaba destinado a la Universidad. Nunca había tenido un coche, y yo no creía que tuviese la menor idea de la siniestra forma en que pueden tragar dinero los coches viejos. Lo sorben como se supone que chupa sangre un vampiro. En la mayoría de los casos podía ahorrarse la mano de obra haciendo él mismo el trabajo, pero sólo la adquisición de las piezas le dejaría sin un clavo antes de que llegara a darse cuenta.
Le dije algunas de estas cosas, pero parecieron resbalar sobre él.
Sus ojos continuaban distantes, soñadores. Me habría sido imposible decir qué pensaba.
Michael y Regina Cunningham se encontraban en casa. Ella estaba componiendo un ejemplar de una interminable serie de rompecabezas (el tema de este eran unas seis mil ruedas dentadas y engranajes diferentes sobre un fondo completamente blanco, a mí me habría vuelto loco en quince minutos), y él estaba oyendo el tocadiscos en su habitación.
No tardé mucho en empezar a desear haberme quedado sin el pastel y la leche. Arnie les dijo lo que había hecho, les enseñó el recibo, y, al instante, ellos se pusieron que se subían por las paredes.
Hay que comprender que Michael y Regina eran universitarios hasta la médula. Estaban entregados al bien y, para ellos, eso significaba participar en protestas. Habían protestado en favor de la integración a comienzos de los 60, habían seguido con el Vietnam y, cuando eso terminó, pasaron a Nixon, el equilibrio racial en las escuelas (podían recitar de pe a pa todo el caso Alan Bakke hasta que uno se quedaba dormido oyéndoles), brutalidad policíaca y brutalidad parental. Estaban luego las conferencias…, todas las conferencias. Se dedicaban a dar conferencias casi tanto como a protestar. Estaban dispuestos a participar durante toda una noche en una sesión sobre el programa espacial, o a dar un cursillo sobre el ERA, o un seminario sobre posibles alternativas a los combustibles fósiles, y ello sin la más mínima vacilación ni previa preparación.
Habían trabajado en sólo Dios sabía cuántas «Líneas Calientes», casos de violación, de drogas, aquellos otros en que chicos que se habían escapado de casa podían hablar a un amigo y el clásico teléfono de la esperanza al que gentes que pensaban en suicidarse podían llamar y escuchar una voz comprensiva que les decía: «No lo hagas, amigo, tienes un compromiso social con la nave espacial Tierra».
Veinte o treinta años de enseñanza universitaria, y está uno preparado para mover la lengua, lo mismo que los perros de peleas estaban preparados para segregar saliva cuando sonaba la campana. Supongo que incluso puede llegar a gustarle a uno.
Regina (insistían en que yo les llamara por sus nombres de pila) tenía cuarenta y cinco años y poseía una elegancia fría y semiaristocrática, es decir, se las arreglaba para parecer aristocrática aunque llevase pantalones vaqueros, que era casi siempre. Su campo era el inglés, pero, naturalmente, cuando se enseña a nivel universitario eso nunca es suficiente, es como decir «Estados Unidos» cuando le preguntan a uno de dónde es. Ella lo había refinado y calibrado como un destello en una pantalla de radar. Se había especializado en los poetas ingleses primitivos y había hecho su tesis sobre Robert Herrick.
Michael se dedicaba a la Historia. Parecía tan triste y melancólico como la música que ponía en su tocadiscos, aunque la tristeza y la melancolía no formaban normalmente parte de su carácter. A veces, me hacía pensar en la respuesta que se decía había dado Ringo Starr, en la primera visita de los Beatles a América cuando un periodista le preguntó, en una conferencia de prensa, si realmente era tan triste como parecía. «No —contestó Ringo—, es sólo mi cara». Michael era así. Además, su delgado rostro y las gruesas gafas que llevaba se combinaban para darle aire de profesor de chiste. Tenía profundas entradas en el pelo y llevaba una pequeña perilla.
—¡Hola, Arnie! —dijo Regina cuando entramos—. ¡Hola, Dennis!
Fue casi la última cosa agradable que nos dijo a ambos aquella tarde.
Saludamos y cogimos nuestro pastel y nuestro vaso de leche. Nos sentamos en el rincón del desayuno. Se estaba preparando la cena en el horno, y, lamento decirlo, pero el aroma que exhalaba era bastante nauseabundo. Regina y Michael llevaban algún tiempo flirteando con el vegetarianismo, y esta noche olía como si Regina estuviera haciendo asado de algas o cosa parecida. Esperé que no me invitasen a quedarme.
Cesó la música del tocadiscos y entró Michael en la cocina. Llevaba vaqueros y parecía como si acabara de morírsele su mejor amigo.
—Llegáis tarde, muchachos —saludó—. ¿Alguna dificultad?
Abrió el frigorífico y empezó a rebuscar en su interior. Quizá tampoco a él le parecía tan maravilloso el olor del asado de algas.
—He comprado un coche —explicó Arnie, cortándose otro trozo de pastel.
—¿Has hecho qué? —exclamó al instante su madre desde la otra habitación.
Se levantó con rapidez, y se oyó un golpe al chocar sus muslos con el borde de la mesita en que ensamblaba sus rompecabezas. El golpe fue seguido por el rápido tambaleo de piezas cayendo al suelo.
Fue entonces cuando empecé a desear haberme ido a mi casa.
Michael Cunningham se había dado la vuelta desde el frigorífico para mirar a su hijo, con una manzana en una mano y un bote de yogur natural en la otra.
—¿Estás bromeando? —dijo y, por alguna absurda razón, me fijé por primera vez en que su perilla, que venía llevando desde 1970 o cosa así, estaba entreverada de hebras grises—. Arnie, estás bromeando, ¿verdad? Di que estás bromeando.
Entró Regina, alta, semiaristocrática y enfurecida. Miró fijamente a Arnie a la cara y comprendió que no estaba bromeando.
—Tú no puedes comprar un coche —se sulfuró—. ¿De qué diablos estás hablando? Sólo tienes diecisiete años.
Arnie pasó lentamente la vista desde su padre, junto al frigorífico, hasta su madre, en el umbral de la puerta que conducía al cuarto de estar. Había en su rostro una expresión firme y obstinada que yo no recordaba haberle visto nunca. Si la tuviera más a menudo en la escuela —pensé— los demás chicos no mostrarían tanta inclinación a meterse con él.
—En realidad, estás equivocada —dijo—. Puedo comprarlo sin ninguna dificultad. No podría financiarlo pero pagándolo al contado no hay problema. Naturalmente, matricular un coche a los diecisiete años es otra cosa. Para eso necesito vuestro permiso.
Le estaban mirando con sorpresa, turbación y —como advertí con una sensación de vacío en el estómago— creciente ira. Pese a su forma liberal de pensar y a su dedicación a los obreros agrícolas, esposas maltratadas, madres solteras y todo lo demás manejaban demasiado a Arnie. Y Arnie se dejaba manejar.
—Creo que no tienes derecho a hablar así a tu madre —dijo Michael.
Volvió a guardar el yogur y, con la manzana en la mano, cerró lentamente la puerta del frigorífico.
—Eres demasiado joven para tener un coche.
—Dennis tiene uno —se apresuró a responder Arnie.
—¡Anda, qué tarde es! —exclamé—. Debería estar ya en casa. Debería…
—Lo que los padres de Dennis quieran hacer y lo que quieran hacer los tuyos son dos cosas distintas —siguió Regina Cunningham. Nunca le había oído hablar con voz tan gélida. Nunca—. Y tú no tenías derecho a hacer semejante cosa sin consultarnos a tu padre y a mí…
—¡Consultaros! —rugió de pronto Arnie.
Derramó su leche. Gruesas venas se le marcaron en el cuello.
Regina retrocedió un paso, boquiabierta. Apostaría a que su hijo no le había gritado en toda su vida. Michael parecía igual de estupefacto. Estaban empezando a captar lo que yo ya había percibido: por inexplicables razones, Arnie había topado con algo que realmente deseaba.
Y que Dios protegiese a quien tratara de interponerse en su camino.
—¡Consultaros! ¡Os he consultado sobre cada maldita cosa que he hecho jamás! Todo era como una reunión de comité, y si se trataba de algo que yo quería hacer, la votación siempre me era desfavorable por dos a uno. Pero esto no es una reunión de comité. He comprado un coche, y eso es todo.
—Ni mucho menos —dijo Regina.
Tenía apretados los labios, y, curiosamente (o quizá no) había dejado de parecer sólo semiaristocrática, ahora parecía la reina de Inglaterra o de alguna parte, con vaqueros y todo. Michael quedaba al margen por el momento. Parecía tan aturdido y desventurado como yo me sentía y, por un momento, experimenté una aguda piedad hacia el hombre.
Él ni siquiera podía irse a su casa para zafarse del asunto; estaba ya en ella. Se estaba desarrollando una descarnada lucha de poder entre la vieja guardia y la joven guardia, y acabaría siendo decidida como casi siempre se deciden estas cosas, con un monstruoso desbordamiento de amargura y acritud. Regina parecía estar dispuesta para ello, aunque Michael no lo estuviese. Pero yo no quería participar. Me levanté y me dirigí hacia la puerta.
—¿Y tú le dejaste hacerlo? —preguntó Regina. Me miró altivamente, como si nunca hubiéramos reído juntos, preparado pasteles juntos ni hecho acampadas familiares juntos—. Me sorprende, Dennis.
Eso me irritó. Siempre había apreciado bastante a la madre de Arnie, pero nunca había confiado completamente en ella, al menos desde algo que había sucedido cuando yo tenía unos ocho años.
Un sábado por la tarde, Arnie y yo nos habíamos ido en bici al centro de la ciudad para ver una película. A la vuelta, Arnie se había caído de la bici al tratar de sortear a un perro y se había hecho una herida bastante grande en la pierna. Lo llevé a casa en la parrilla de mi bici y Regina fue con él a la casa de socorro, donde un médico le dio media docena de puntos. Y entonces, por alguna razón, cuando todo había terminado y estaba claro que Arnie quedaría perfectamente, Regina se volvió hacia mí y la emprendió a improperios conmigo. Cuando terminó, yo temblaba de pies a cabeza y estaba casi llorando… Qué diablos, sólo tenía ocho años, y había habido mucha sangre. No puedo recordar todo lo que me soltó, pero la sensación general que me produjo fue en extremo turbadora. Por lo que recuerdo, empezó acusándome de no vigilarle lo bastante estrechamente —como si Arnie fuese mucho más pequeño que yo, en vez de tener casi exactamente la misma edad— y acabó diciendo (o pareciendo decir) que debería haberme ocurrido a mí.
La cosa parecía repetirse ahora —Dennis, no le estabas vigilando lo bastante de cerca—, y me encolericé. Mi recelo hacia Regina era probablemente sólo una parte del asunto, y, para ser sinceros, probablemente sólo la parte más pequeña. Cuando se es niño (y, después de todo, ¿qué son los diecisiete años sino el limite extremo de la niñez?) tiende uno a ponerse del lado de otros niños. Se sabe con fuerte e infalible instinto que si uno derriba unas cuantas vallas y tira abajo alguna que otra puerta, sus padres —con la mejor de las intenciones— estarían encantados de mantenerlo a uno siempre en el corralito.
Me encolericé, pero me contuve lo mejor que pude.
—Yo no le he dejado hacer nada —expliqué—. Él lo quería, y lo ha comprado.
Antes, quizá les hubiese dicho que no había hecho más que entregar una seña, pero no pensaba hacer tal cosa ahora. Estaba irritado.
—En realidad, traté de disuadirle —manifesté.
—Dudo que lo intentaras con mucho entusiasmo —replicó Regina.
Lo mismo podría haberme dicho No me vengas con chorradas, Dennis, sé que has tenido parte en esto. Tenía los pómulos congestionados, y sus ojos despedían chispas. Estaba intentando hacer que me sintiera como si tuviese de nuevo ocho años, y no lo hacía mal. Pero me resistí.
—Mira, si conocieses todos los detalles verías que no hay motivos para subirse por las paredes. Lo ha comprado por doscientos cincuenta, y…
—¡Doscientos cincuenta dólares! —exclamó Michael—. ¿Qué clase de coche se puede comprar por ese dinero?
Su anterior incómodo distanciamiento —si es que se había tratado de eso y no sólo de la sorpresa ante el sonido de la voz de su sosegado hijo levantada en tono de protesta— había desaparecido. Era el precio del coche lo que le había llegado al alma. Y miró a su hijo con un abierto desprecio que me desagradó. Me gustaría tener hijos míos algún día y, si llego a tenerlos, espero dejar esa expresión particular fuera de mi repertorio.
Me decía a mí mismo que procurase mantener la calma, que todo aquello no era asunto mío, que no tenía motivos para acalorarme: pero el pastel que había comido reposaba en el centro de mi estómago, convertido en una bola grande y pegajosa y empezaba a arderme la piel. Los Cunningham habían sido mi segunda familia desde que yo era pequeño, y podía sentir en mi interior los penosos síntomas de una disputa familiar.
—Se puede aprender mucho de coches arreglando uno viejo —dije, sintiéndome como una imitación de LeBay—. Y hará falta mucho trabajo antes de que pueda circular por las calles —«Si alguna vez puede hacerlo», pensé—. Se lo podría considerar como un… un hobby.
—Yo lo considero una locura —dijo Regina.
Sentí de pronto unos fuertes deseos de marcharme. Supongo que si las vibraciones emocionales que llenaban la habitación no hubieran sido tan intensas, podría haberlo encontrado divertido. Había llegado a adoptar la postura de defender el coche de Arnie, cuando pensaba que todo el asunto era absurdo.
—Digáis lo que digáis —murmuré—, dejadme a mí al margen. Me voy a casa.
—Excelente —convino Regina.
—Se acabó —estalló Arnie, inexpresivamente. Se puso en pie—. Me voy a hacer puñetas de aquí.
Regina contuvo una exclamación, y Michael parpadeó como si le hubieran dado una bofetada.
—¿Qué has dicho? —logró preguntar Regina—. ¿Qué has…?
—No entiendo por qué os alborotáis tanto —les respondió Arnie, con voz grave y controlada—, pero no pienso quedarme a oíros decir idioteces a ninguno de los dos. Queríais que fuese a los cursos superiores, y allí estoy —miró a su madre—. Querías que ingresase en el club de ajedrez, en lugar de en la banda de la escuela, muy bien, ahí estoy también. He logrado vivir diecisiete años sin crearos una situación embarazosa en el club de bridge ni acabar en la cárcel.
Le estaban mirando con ojos desorbitados, como si a una de las paredes de la cocina le hubiesen salido labios y hubiera empezado a hablar.
Arnie les miró con ojos extraños, fríos y peligrosos.
—Os lo digo. Voy a tener esto. Esta única cosa.
—Arnie, el seguro… —empezó Michael.
—¡Calla! —gritó Regina.
No quería hablar acerca de los problemas concretos porque ese era el primer paso para una posible aceptación, simplemente, quería aplastar la rebelión bajo su calcañal, rápida y completamente. Hay momentos en que los adultos resultan a uno aborrecibles en formas que ellos nunca comprenderían. Yo tuve entonces uno de esos momentos, y ello sólo consiguió hacer que me sintiera peor. Cuando Regina le gritó a su marido, la vi como una persona vulgar y asustada, y, como la amaba, nunca había querido verla así.
Sin embargo, permanecí en la puerta, deseando marcharme, pero morbosamente fascinado por lo que estaba sucediendo: la primera discusión seria en la familia Cunningham que yo había visto jamás, quizá la primera que jamás se había producido. Y su intensidad era enorme, por lo menos del grado diez en la escala de Richter.
—Dennis, va a ser mejor que te vayas mientras resolvemos esto —pidió sombríamente Regina.
—Sí —repuse—. Pero ¿no comprendéis?, estáis haciendo una montaña de un grano de arena. Esta noche… Regina, Michael…, si pudierais verlo: probablemente va de cero a treinta en veinte minutos, si es que llega a moverse…
—¡Dennis! ¡Vete!
Mientras montaba en mi Duster, Arnie salió por la puerta trasera, aparentemente con la intención de cumplir su amenaza de marcharse. Sus padres salieron tras él, con aire preocupado, además de humillado. Yo podía comprender un poco cómo se sentían. Todo había sido tan súbito como un ciclón que descendiera de un cielo despejado.
Encendí el motor y retrocedí por la tranquila calle. Habían sucedido muchas cosas desde que ambos habíamos llegado a las cuatro, hacía dos horas. Entonces, yo tenía tanta hambre que habría comido cualquier cosa (excepto asado de algas). Ahora, sentía en el estómago una opresión tal que me parecía que devolvería cualquier cosa que tragase.
Cuando me marché, los tres permanecían ante su garaje de dos plazas (el Porsche de Michael y la furgoneta Volvo de Regina se acurrucaban dentro: ellos tienen sus coches —recuerdo que pensé, un poco innoblemente—, a ellos qué les importa), todavía discutiendo.
«¡Se acabó! —pensé, sintiéndome ahora un poco triste, además de turbado—. Le dominarán, y LeBay tendrá sus veinticinco dólares, y ese Plymouth del 58 continuará allí durante otros mil años más o menos.» Ya le habían hecho cosas similares otras veces. Porque era un perdedor. Hasta sus padres lo sabían. Era inteligente y, si se atravesaba la capa exterior de timidez y cautela, era jocoso y considerado y… delicado, supongo que es la palabra que estoy buscando.
Delicado, pero perdedor.
Sus padres le conocían tan bien como los matones que le gritaban por los pasillos y le tiraban las gafas. Sabían que era un perdedor y que le dominarían.
Eso es lo que yo pensaba. Pero estaba equivocado.