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Las crónicas de Abby Normal:
amante infortunada y trágica femme fatale
¡Oh, Dios mío! ¡Estamos condenados por nuestro amor prohibido! Somos como de distintas familias feudales, de barrios rivales, él es como del año del Conejo y yo soy Leo, así que tenemos hasta a las estrellas en contra, y es un hecho bien sabido que conejos y leones no hacen buenas migas. ¡Oh, Dios mío, qué horror! ¡Está tan bueno! Me mola mogollón. Si tuviéramos páramos, andaría abismándome por ellos, con los músculos de mi delicada mandíbula apretados y la mirada perdida entre la niebla, sintiendo un profundo anhelo por él. (No puedo creer que San Francisco no tenga un páramo. Allá donde vayas hay cuartos de baño automáticos y robotizados que funcionan con monedas, campos de disco-golf o algún armatoste artístico de acero inoxidable, epiléptico y cortante, así que lo menos que podrían hacer sería instalar un páramo decente, porque hay mucha más gente a la que le gusta abismarse que gente a la que le gusta jugar al disco-golf. Estoy segura de que los páramos pueden usarse también para otras cosas, como para cazar y esconder cadáveres, y para picnics familiares o qué sé yo). Así que me veo obligada a hacer mis cavilaciones en el café de Tully, en la calle Market.
Tardamos casi todo el día en llevar a la condesa y al vampiro Flood al cuarto de Jared. Primero tuvimos que envolverlos con bolsas de basura y cinta aislante para protegerlos del sol, luego bajarlos en la carretilla por la colina desde el puente de la Bahía, cosa que fue físicamente agotadora, y no como cuando te tomas un éxtasis y te tiras toda la noche bailando o jugando al Dance Dance Revolution, sino en plan trabajo. Y encima cuando estábamos cargándolos en el monovolumen aparecieron dos polis.
Y van y dicen: «¿Se puede saber qué hacéis con esos pirsins y ese pelo magenta y negro, y qué podemos hacer para reprimir vuestra creatividad?». Y venga a soltar tacos y blablablá.
Y Jared va y dice: «Nada», todo achantado y con cara de culpable. Estaba sujetando a la condesa por la parte de delante, y va y la deja caer de cabeza sobre el suelo del monovolumen.
Y yo voy y le suelto: «¡Subnormal! ¡La condesa te va a arrancar las pelotas cuando se despierte!». (Y podría haberlo hecho, aunque cuando la desenvolvimos parecía ilesa).
Y el poli va y dice «Quieta ahí, chica», con la mano en la pistola, como si yo fuera a liarme a tiros a lo Columbine o algo así. Así que comprendí que era hora de recurrir a la estrategia.
Me acerqué a él y me puse a susurrarle al oído como si no quisiera que me oyera Jared. Y voy y le digo: «Agente, me da vergüenza hasta que me vean así. Pertenezco a la hermandad femenina Kappa Kappa Delta y estamos haciendo una novatada. No dejaría ni muerta que me vieran con esta pinta, pero como es la hermandad más popular y poderosa del campus…».
Y el poli va y contesta: «¿Y el chaval? Porque él no pertenecerá a tu hermandad».
Y yo: «¡Chist! Por Dios, no querrá herir sus sentimientos. La han obligado a afeitarse la cabeza y bastante mal lo pasa ya entre eso y que es plana como una tabla. Francamente, no creo que consiga que la admitan. Todo el mundo sabe que las KKD son muy guapas. ¿No?». Batí mis pestañas y con los brazos junté mis tetas prácticamente invisibles, como he visto hacer a menudo en los vídeos musicales.
Y el poli va y dice: «¿Puedo ver tu carné de estudiante?».
Y yo voy y pienso «¡Joder!», porque no sabía en qué universidad era más probable que hubiera una hermandad femenina, así que me decidí por mi carné de estudiante de Berkeley, porque Berkeley es un conocido bastión de sabiduría y jipismo en el que una chica de hermandad femenina probablemente tendría que chupársela a cien jugadores de fútbol solo para mantener su nota media. Y a los polis les gusta el fútbol.
Así que el tío va y me dice: «Vale, pero aseguraos de que en esas bolsas hay agujeros suficientes para que vuestras amigas puedan respirar».
Y yo: «Claro. Hasta luego, poli».
Y cuando llegamos con los amos a casa de Jared, su madrastra va y dice: «Vaya, veo que has traído a tu amiguita».
Y Jared tuvo que mantener el tipo, así que dijo que sí, que teníamos que hacer un trabajo de clase. Y el monstruo de su madrastra se puso tan protorgásmica porque Jared estuviera con una chica que no dijo nada cuando cruzamos el salón con los cuerpos a rastras. Y Jared va y le dice: «Es para sociales. Vamos a hacer réplicas de momias».
A pesar de la vergüenza que siento como mujer, me alegro de que cuando los padres eligen a sus mujeres florero no pidan curriculum ni nota de selectividad, porque con una mujer de inteligencia normal aquello no hubiera colado. Pero la madrastra de Jared solo dijo: «Uy, qué estupendo. ¿Queréis un zumo?». Por suerte todavía no estaba en sexto curso, cuando Jared y yo hicimos de verdad nuestro proyecto momia. Nos metimos en un lío por cargar los trescientos dólares de la venda elástica en la Visa de mi madre, y mi hermana Ronnie no ha recuperado del todo la sensibilidad en los pies y le dan ataques de ansiedad cuando está en un espacio cerrado. Pero no tuvo gangrena ni hubo que amputar, como amenazaban los médicos, y a Jared y a mí nos pusieron un notable, así que no sé a qué vino tanto jaleo y tanta consulta con el psicólogo.
El caso es que cuando desenvolvimos a la condesa me di cuenta de que tenía que volver a dar de comer a Chet, como le prometí al guarro de su dueño, y como habíamos compartido un momento de intimidad, me sentía obligada a ello. Así que metimos al vampiro Flood debajo de la cama de Jared, porque Jared quería sentarse en la cama y jugar a la Xbox y en la cama solo cabe uno. Bueno, pues el caso es que cogí el autobús en la calle Veinticuatro y volví a Market con el tiempo justo para dar de comer a Chet antes de que el viejo vampiro desnudo despertara del sueño de los no muertos. Y me llevé el cuchillo de Jared en la bolsa de mensajero porque se me ocurrió cargarme a Elijah por decapitación para anotarme un tanto ante la condesa.
Y vosotros a callar. No es que fuera a bajar al sótano en camisón porque hubieran saltado los plomos después de que la radio hubiera avisado claramente de que había un psicópata asesino suelto, psicópata que seguramente estaba en mi sótano. No soy idiota. Me puse las botas de motocrós de Jared, su chupa de cuero y el collar de perro con pinchos y me recogí el pelo hacia atrás, así que iba totalmente preparada para la Cúpula del Trueno. De todos modos, ¿hasta qué punto podía ser difícil dar de comer a un gato y cortar la cabeza a un vejestorio catatónico? Además, no es como si se despertaran. Porque a Flood le dimos como ocho veces con la cabeza contra los escalones cuando lo llevamos al cuarto de Jared y ni se quejó.
Así que iba enfilada a convertirme en princesa de la Oscuridad o por lo menos en subdirectora de Sombras, pero, cuando estaba subiendo las escaleras, oí abrirse la secadora. Así que me dije, oh, oh. ¿Desde cuándo anochece a las cinco de la tarde? El sol no debía ponerse hasta eso de las ocho o las nueve, ¿no? ¿No?
Así que me dije, OSTRAS. Y me quedé parada. Y estuve allí como media hora sin mover ni un pelo, porque no me había abrochado las hebillas de arriba de las botas de Jared (para que se notara que era una tía con muy mala hostia pero informal), y era como si llevara unos putos cascabeles. (Lo sé, soy retrasada). Así que no podía moverme.
Entonces, cuando había pasado como un año, oigo parar un coche fuera y se abre el portal y pienso, hola, Diversión, mi vieja amiga. Y salgo pitando por la puerta de seguridad y me choco con una fulana alta y rubia. Iba toda trajeada como si fuera la semana de la moda en la parroquia o algo así, pero la acompañaban tres de los tíos de la limusina y estaba más blanca que la lefa de un mono albino. Y no lo digo en el buen sentido. Lo digo más bien en el sentido de «Eh, tú, pánfila, suelta el pene de tu padrastro y ven a poner el canal de las carreras de coches». ¡Porque no llevaba ni rímel ni nada!
Y va y me coge por los brazos y me duele un montón, y empiezo a patalear y a retorcerme y tal, y ella echa la cabeza hacia atrás y saca los colmillos.
Y yo:
—No me fastidies. En este aquelarre dejan entrar a cualquiera.
Y ella:
—Tú no vas a entrar. A no ser que sepas dónde está mi dinero.
Y yo voy y le suelto:
—Apártate, zorra.
Y va a morderme y justo en ese momento alguien tira de ella hacia atrás y yo salgo volando.
Y un momento después estoy mirando al vampiro viejo del chándal amarillo, que sujeta a la puta rubia por el pelo, y los tres tíos pálidos de la limusina van a lanzarse sobre él. Y el del chándal va y dice:
—Te estás saltando las normas, corazón. No puedes ir por ahí convirtiendo a todo el que pillas. Eso es llamar la atención de quien no debes.
Y ¡zas!, va y le estrella la cara contra el capó del Mercedes, y deja la marca de la cara en la pintura, lo juro sobre la tumba de jipi costrosa de mi madre.
Y yo voy y digo:
—¡Toma! ¡Eso por zorra! ¡Te lo tenías merecido, guarra! —Y me puse a hacer una pequeña danza triunfal meneando mucho las caderas, lo cual, visto en retrospectiva, quizá fuera un poco prematuro. (Creo que el lenguaje del hip-hop es el más apropiado para burlarse de alguien, por lo menos hasta que aprenda francés).
Así que todos se volvieron hacia mí. Y yo toda cortada.
Así que empecé a cruzar la calle de espaldas. Y el vampiro carroza estampa la cara de lefa de mono contra el capó del Mercedes un par de veces más, luego la suelta y se viene a por mí. Los de la limusina estaban junto al coche como si esperaran instrucciones o algo así. Luego uno de ellos va y dice:
—Hey. —Y también se viene a por mí.
Y yo, que ya había llegado a la pared del otro lado de la calle, me doy cuenta de que no puedo huir, así que meto la mano en el bolso y saco el cuchillo de Jared. Y el del chándal se empieza a reír como un auténtico colgado, señalando mi conjunto.
Y yo:
—Cállate, caraculo, que este cuchillo y las botas van perfectamente con las medias de rejilla. —Ahora me doy cuenta de que, menos la condesa, todos los vampiros pierden por completo el sentido de la estética cuando se mueren.
Pero entonces oigo un ruido muy fuerte (como cuando estás en la discoteca, que sientes la música en el esternón) y un Honda amarillo tuneado total aparece a toda pastilla por el callejón. Quién iba a imaginar que por aquel callejón cabía un coche.
Así que el vampiro viejo salta hacia atrás para que el del Honda no lo atropelle y los de la limusina pegan un brinco, y yo me tapo la cabeza con los brazos y entonces oigo que alguien dice:
—Monta. —Y era ese tío asiático tan guay, con el pelo estilo manga, que he visto otras veces frente al loft.
Y yo:
—¿Qué? —Porque la música estaba a todo meter.
Y él:
—Monta.
Y yo:
—¿Qué?
Pero el vampiro viejo ya había saltado al capó del Honda y estaba a punto de agarrarme cuando de pronto vi un resplandor. Bueno, en realidad fue más que un resplandor, porque no se apagaba. El caso es que vi una luz cegadora. Y la música bajó y oí:
—Monta.
Así que miré hacia la luz y dije:
—¿Eres tú, abuelita?
Vale, no dije eso. Era coña. Miré hacia la luz y vi al tío del pelo manga con las gafas de sol puestas, haciéndome señas para que me subiera al coche. Y entonces veo que el vampiro viejo está chamuscado como el Coyote de los dibujos animados después de probarse unos zapatos a reacción y pifiarla. Y lo mismo los tíos de la limusina, que echaban humo y se alejaban dando tumbos del Honda, que brillaba como una estrella o qué sé yo.
Y el Manga:
—¡Vamos!
Y yo:
—Cállate, que tú no mandas en mí. —Pero me monté en el Honda y doblamos la esquina a toda pastilla, y cuando estábamos a una manzana o dos Steve (así se llama: Steve) apagó los gigantescos focos del asiento de atrás y yo volví a verlo.
Y va y dice:
—Ultravioleta de alta intensidad.
Y yo:
—Tú también.
Y él:
—¿De qué estás hablando?
Y yo:
—Creía que era un piropo.
Entonces sonríe con una sonrisa monísima, aunque seguía conduciendo muy deprisa y de puta madre, y va y dice:
—No, digo que esa luz de ahí atrás, que es ultravioleta de alta intensidad. Los quema.
Y yo:
—Ya lo sabía.
Y él:
—También sabes que esos tres tíos eran vampiros, ¿no?
Y yo:
—Claro. —Pero no lo sabía. Así que voy y le digo—: ¿Cómo lo sabías tú?
Entonces se quita las gafas de sol y se pone unas gafas de robot tipo prismáticos como las que llevan en el Siphon Assassin Six de la Xbox (aunque yo estoy en contra de ese juego, porque glorifica la violencia en las mentes de los chicos adolescentes y porque es totalmente imposible disparar decentemente a la cabeza cuando tus compañeros de escuadrón no dejan de chocarse contigo, y eso tendrán que arreglarlo en la próxima versión si es que alguna vez quiero hacer la «rociada gris» en la torre de cristal del centinela).
Así que Steve me dice:
—Sí, son infrarrojos. Ves el calor con ellos, y ahí atrás nadie emitía calor, excepto tú.
Y yo:
—¿Quién coño eres tú?
Y él:
—Me llamo Steve. Estoy trabajando en mi máster de bioquímica en la Universidad Estatal de San Francisco.
—Basta —dije yo—. Por favor, no te me encapulles más. Tienes un pelo genial y tu coche mola mazo, y acabas de salvarme con tu habilidad de conductor ninja, así que no mancilles tu imagen heroica de tío bueno recitándome tu curriculum de pardillo. No me digas qué estás estudiando, Steve, dime qué hay en tu alma. ¿Qué es lo que te atormenta?
Y él:
—Tía, tienes que cortarte un poco con la cafeína.
Lo cual es justo, y sé que solo lo decía porque se preocupa por mi salud y todo eso, porque creo que ya entonces sabía que estábamos destinados a estar juntos, que somos almas gemelas.
Así que mientras conducía me contó que estaba haciendo experimentos con unos cadáveres para ese rollo del máster y que había descubierto que las células de las víctimas se regeneraban cuando se les ponía sangre, y que cree que puede volver a transformarlos en seres humanos normales usando no sé qué terapia génica o algo así. Y que había hablado con la condesa y con lord Flood para reconvertirlos, pero que la condesa le había dicho: «Ni hablar, aunque seas un científico con ese pelo de manga y estés tan bueno».
Y yo:
—¿Por qué iban a querer renunciar a su inmortalidad y a sus superpoderes y todo eso?
Y él:
—No lo sé.
Y yo:
—Deberíamos discutirlo tomando un café.
Y él:
—Me encantaría, pero ya llego tarde al trabajo.
Y yo:
—Creía que eras un científico loco.
Y él:
—Trabajo en el Stereo City.
Y yo:
—Tío, deberías buscarte trabajo en el Metreon vendiendo pantallas de plasma, porque tienen los mejores sofás para probarlas.
Y él:
—Vale. —Así, sin más—: Vale.
Él quería acercarme a casa para que no me pasara nada, lo cual es una monada, pero yo necesitaba un mocachino con soja doble para calmar los nervios, así que aquí estoy, en el Tully, abismada total.
Pero antes de salir del coche le dije:
—Steve, ¿tienes novia?
Y él:
—No, dedico mucho tiempo a mis estudios, y no sé, siempre ha sido así.
Y yo:
—Entonces, ¿te interesaría una princesa gaijin?[12]
Y él:
—Eso es japonés. Yo soy chino.
Y yo:
—No cambies de tema, Kung Pao, lo que quiero saber es si estás dispuesto a pasar un rato íntimo y personal con noventa libras de mujer de armas tomar. Perdona, no sé cuánto es eso en kilos.
No sé qué me entró. Imagino que estaba que echaba chispas de adrenalina, de pasión y de qué sé yo. Normalmente no entro así a los tíos, pero él era tan misterioso y tan listo y estaba tan bueno…
Así que me enseña su gran sonrisa y me dice:
—Mis padres se asustarían si te vieran.
Y yo:
—¿Vives con ellos?
Y él:
—Bueno, eh, sí, eh, más o menos, esto…
Así que le saqué el bolígrafo que llevaba en el bolsillo y le escribí mi número de móvil en el brazo mientras él tartamudeaba; luego, cuando le devolví el boli, lo besé apasionadamente, cosa que noté que le gustaba un montón, así que lo aparté y le di una bofetada para que no pensara que soy una zorra. Pero no le di muy fuerte para que no creyera que no me interesa.
Y le digo:
—Llámame.
Y él:
—Lo haré.
Y yo:
—No te hagas nada en el pelo.
Y él:
—Vale.
Y yo:
—Ten cuidado.
Y él:
—Sí. Tú también.
Y yo:
—Ah, sí, y gracias por rescatarme y todo eso.
Y él:
—Claro. Gracias a ti por el beso.
Así que ahora soy su impúdica Julieta Diablesa Blanca y él es mi dulce Romeo Ninja (a no ser que los ninjas sean también japoneses, en cuyo caso tendré que estrujarme los sesos buscando metáforas, porque la única cosa china que se me ocurre ahora mismo es el dim sum, y me parece irrespetuoso referirte a tu alma gemela como si fuera un plato que se come con los dedos).
¡Ostras! Mi móvil. Es Jared. Luego sigo.