24

La media vida del queso americano

La Princesa del Cheddar de Fond du Lac estaba pedo. Y no solo porque el haber estallado en llamas la hubiera tostado físicamente más que un poco, sino porque la sangre de Drew era como el agua de un narguile, y todavía estaba un poco cocida mentalmente después de alimentarse de él. Había cometido el error de intentar quitarse el mal sabor de boca con un poco de zumo de naranja, y como premio había recibido cinco minutos de náuseas secas.

Se frotó los brazos y de ellos se desprendieron grandes escamas de piel quemada que dejaron al descubierto la piel nueva e inmaculada de debajo. La sangre de Drew la estaba curando, pero parecía que el proceso llevaría algún tiempo y que, como la vida en general, sería un poco asqueroso.

Tal vez le sentara bien un baño.

Entró desnuda en el cuarto de baño, que era todo él de planchas de granito y cristal verde, y dejó correr el agua. Mientras se llenaba la bañera, se quitó de la piel los últimos jirones quemados del vestido y los tiró al váter. Había un reguero de polvo gris sobre las baldosas negras (los restos del propietario de la casa) y ella iba dejando pisadas por todo el cuarto de baño y el dormitorio, así que se paró y barrió el polvo hacia un rincón sirviéndose de una toalla. Había sido una sorpresa (y la lista de sorpresas era ya larga) que su primera víctima se hubiera desintegrado en sus brazos dos noches antes, justo cuando ella empezaba a cogerle el tranquillo a lo de beber sangre.

—Uy.

Él había sido muy amable, además. La había recogido en su Mercedes menos de dos minutos después de que saliera a trompicones del edificio de Lash, vestida solo con un corpiño de cuero y unas botas de plataforma hasta el muslo. No era la primera vez que iba por la calle con el culo al aire. No era eso lo que la había sacado de quicio, sino haberse despertado sintiendo que le ardían las tetas y ver que su cuerpo rechazaba los gigantescos globos de silicona que tanto dinero le había costado implantarse. Mientras intentaba sujetarlos con las manos, los implantes le habían atravesado la piel, desgarrándola como si fueran alienígenas saliendo de ella como de un cascarón. Gritó cuando acabaron de salir, cayeron rodando al suelo y se quedaron allí, temblequeando sobre la alfombra. Mientras miraba, su piel se curó, sus pechos se irguieron y se tensaron, y el dolor se convirtió en un cosquilleo. Justo después, sin embargo, empezó a notar un hormigueo en la cara (en los labios, concretamente) y al limpiarse la boca acabó con dos tiras de silicona en la mano, parecidas a babosas, que le habían inyectado hacía años. Fue solo entonces, al mirar los grotescos pegotes de relleno labial que tenía en la mano, cuando cayó en la cuenta de que ya no era de color azul. Sus palmas eran blancas como las de un bebé. Y sus brazos y sus piernas… Corrió al cuarto de baño y se miró al espejo. Una desconocida cuya cara le sonaba le devolvió la mirada: la Princesa del Cheddar de Fond du Lac. No veía a aquella persona desde el instituto; la piel lechosa, el pelo casi blanco de tan rubio, todavía con el corte de pelo de la prostituta azul, pero con cierto aire de pajecillo. Hasta los tatuajes que se había hecho en sus primeros tiempos en Las Vegas habían desaparecido.

Estoy viva, pensó. Y luego, y voy a estar viva para siempre. Y luego, y voy a necesitar dinero, joder.

Corrió al dormitorio de Lash, donde había dejado su maletín de maquillaje. Pero el maletín había desaparecido. ¡Su dinero había volado!

Salió corriendo del apartamento y bajó las escaleras como si viera un rastro verde de billetes volando al viento en la dirección en la que había escapado su dinero. Una vez en la calle, se dirigió al único lugar que conocía: el Safeway de Marina. Había recorrido media manzana cuando el Mercedes paró y Blue vio bajar una de sus ventanillas eléctricas.

—Hola, ¿quieres que te lleve? Hace un poco de frío para ir con ese traje.

Se llamaba David y se dedicaba a algo que tenía que ver con mover dinero de un lado a otro. Fuera lo que fuese, debía de estar bien pagado. Llevaba un traje de dos mil dólares y su ático en Russian Hill daba al Golden Gate y a la inmensa cúpula del palacio de Bellas Artes.

En el ascensor, le había dejado su abrigo para que se lo pusiera. Había sido allí donde a ella le había entrado el hambre. Pobre David. Ni siquiera habían hablado del precio antes de que lo tumbara sobre el tocador de cristal verde del dormitorio y le sorbiera la vida.

—Uy.

Se daba cuenta de que la diferencia entre lo que le había pasado a ella y lo que le había pasado a David era el beso sangriento que le había dado a Tommy. De no ser por un beso, ella también se habría convertido en un montoncillo de polvo. Tendría que haber una canción con esa letra, se dijo. Por lo menos lo había descubierto antes de empezar a matar a sus víctimas.

Empujó lo que quedaba de David hacia un rincón, lo recogió con un trozo de cartón que sacó del cajón de sus camisas y lo tiró a la papelera. Se deslizó luego en la bañera llena de burbujas y empezó a frotarse para arrancarse la piel carbonizada.

No podía quedarse mucho tiempo. David estaba casado o tenía novia. Blue había encontrado un armario lleno de ropa de mujer (ropa cara), y era probable que su dueña volviera por allí. Aquella sería una base de operaciones magnífica, desde luego; quizá esperara a que volviera la esposa y la echara a la papelera, junto con David.

Se echó hacia atrás, cerró los ojos y escuchó cómo estallaban las burbujas, el zumbido de los cables a través del edificio, el tráfico de la calle, los barcos pesqueros que salían del puerto… Después oyó una súbita inhalación procedente del cuarto de estar, y luego otra, más profunda, cuando el segundo cobró vida. Y a continuación un largo grito. Los Animales muertos que había recogido empezaban a resucitar.

—Estaos quietos, chicos —dijo—. Mamá va a lavarse y a ponerse un vestido nuevo, y luego iremos a buscar algo de comer para vosotros y a buscar mi dinero.

Se pasó la esponja por el brazo y sonrió. Ahora sí que sería Blancanieves de verdad. Enanito por enanito, pensó.

Elijah ben Sapir llevaba vagando por el planeta ochocientos diecisiete años. En ese tiempo, había visto el auge y la caída de varios imperios, milagros y masacres, épocas de ignorancia y de ilustración: había sido testigo de la crueldad y la bondad humanas en toda su gama. Había visto toda clase de monstruosidades, desde las perversiones de la naturaleza a las atrocidades de la mente, retorcidas, bellas, aterradoras. Creía haberlo visto todo. Pero, a pesar de sus muchos años y de la agudeza de percepción que le brindaban sus sentidos de vampiro, nunca había visto un gato enorme, con el pelo afeitado y un jersey rojo. Y mientras estaba allí sentado, con su chándal amarillo recién lavado, todavía caliente de la secadora y oliendo a jabón y a suavizante, Elijah se sonrió.

—Hola, gatito —dijo el viejo vampiro.

El gato enorme lo miraba con recelo desde el otro lado del loft. El gato sentía que era un depredador, lo mismo que Elijah sentía que el gato había sido presa de un vampiro. Una golosina felina.

—No voy a comerte, gatito. Ya he comido suficiente.

Era cierto. Elijah se notaba un poco hinchado por culpa de sus intentos de elevar la cifra de cadáveres. Quizá a los siguientes debería matarlos y no alimentarse de ellos. Pero no; si hacía eso, la policía no sabría que era un vampiro, y él no obtendría ningún placer aterrorizando a la polluela. Todavía no tenía apetito, eso era todo. Había alguien (una mujer) en la escalera en ese mismo momento; Elijah oía su respiración y notaba el olor a pachulí y a cigarrillos de clavo que se colaba por debajo de la puerta. Muy pronto, se dijo.

—Puede que encontremos algo para que comas, ¿eh, gatito?

Elijah se bajó de un salto del taburete de la cocina y empezó a abrir armarios. En el tercero encontró unas bolsitas de comida para gatos. Sacó de un armario un cuenco que parecía sin usar, echó dentro las bolitas de carne y las agitó.

—Ven, gatito.

Chet dio unos pasos hacia la cocina y luego se detuvo. Elijah dejó el cuenco en el suelo y se apartó.

—Lo entiendo, gatito. A mí tampoco me gusta comer delante de testigos. Pero a veces…

El vampiro oyó un coche detenerse fuera, un coche que no pasaba por el taller desde hacía tiempo. Ladeó la cabeza y prestó atención mientras las puertas del coche se abrían y se cerraban. Salieron cuatro. Oyó sus pasos en el cemento y una voz de mujer que siseaba dirigiéndose a los otros tres. Un instante después estaba en la ventana, mirando hacia abajo, y a pesar de sí mismo volvió a sonreírse. Los cuatro que había en la acera no tenían a su alrededor el aura de la vida. Ni el resplandor rosado de la salud, ni la sombra negra de la muerte. Aquellos visitantes no eran humanos.

Vampiros. Aquello suponía, por un lado, un problema enorme (un problema que quizá atrajera una atención que Elijah no deseaba), pero, por otro, hacía un siglo que no sentía una emoción semejante.

—Cuatro contra uno. Ay, gatito, ¿cómo voy a arreglármelas?

El viejo vampiro se pasó la lengua por los colmillos. A pesar de toda la rabia, la frustración y el malestar que había sentido desde que eligiera a la pelirroja como polluela, no se aburría por primera vez desde hacía décadas. Se lo estaba pasando en grande.

—Hora de matar, gatito —dijo mientras se calzaba un par de playeras Nike de Tommy.

Jody se despertó con un olor a cigarrillos de clavo y el ruido de alguien mascando ganchitos de queso. Había también una música chirriante: un tipo quejumbroso cantaba sobre una chica llamada Ligeia a la que por lo visto echaba mucho de menos, porque hablaba de desenterrar su cuerpo comido por los gusanos y de acariciar su mejilla en un acantilado sobre el mar antes de arrojarse al vacío con ella en brazos. El cantante parecía un poco deprimido y daba la impresión de necesitar una pastilla para la garganta.

Jody abrió los ojos y al principio se deslumbró, hasta que se acostumbró a la luz negra. Luego pegó un chillido. Jared Lobo Blanco estaba sentado en la cama como a un metro de ella, metiéndose en la boca puñados de crujientes ganchitos de queso. Tenía una rata marrón sobre el hombro.

—Hola. —Las migas de los ganchitos se esparcían, fluorescentes, sobre las sábanas y la ropa negra.

—Hola —dijo Jody, volviendo la cabeza para esquivarlas.

—Esta es mi habitación. ¿Te gusta?

Jody miró a su alrededor y por una vez no le hizo tanta gracia su visión nocturna de vampiro. Las sábanas tenían unas manchas preocupantes que refulgían y casi todo lo demás era de color negro y tenía una pátina de polvo o de pelusa que la luz negra hacía brillar. Hasta la rata estaba cubierta de pelusa.

—Está genial —dijo. Qué curioso, pensó. Ya no le daban miedo las bandas callejeras ni los delincuentes, y hasta estaba dispuesta a enfrentarse a un vampiro de ochocientos años, si era necesario, pero en cambio los roedores seguían dándole pánico. Los ojos de la rata brillaban plateados en la oscuridad.

—Este es Lucifer Segundo, es ilegal. —Jared se quitó al animal del hombro y se lo acercó.

A pesar de sus intentos de dominarse, Jody trepó de espaldas por la pared, haciendo de paso jirones con las uñas un póster de Marilyn Manson.

Lucifer Primero se fue al otro barrio cuando intenté teñirlo de negro.

—Vaya, qué lástima —dijo Jody.

—Sí. —Jared dio la vuelta a la rata y frotó su nariz contra la del animal—. Confiaba en que la volviéramos un nosferatu cuando nos convirtáis a Abby y a mí.

—Sí, claro, no hay problema. ¿Por qué estoy en tu habitación, Jared?

—No se nos ocurrió otro sitio donde traeros. Debajo del puente no estabais seguros. Abby tuvo que irse, así que ahora el responsable soy yo.

—Me alegro por ti. ¿Dónde está Tommy?

—Debajo de la cama.

Jody se habría dado cuenta (lo habría oído respirar) si la música no hubiera estado a un volumen capaz de reventar un ataúd.

—¿Podrías bajar un poco la música, por favor?

—Vale —dijo Jared. Se guardó a Lucifer Segundo en el bolsillo y se arrastró por la cama, enredándose un poco en su guardapolvos negro; luego se tiró al suelo y rodó por la habitación estilo comando en combate hasta que llegó al estéreo, donde giró el dial, sacando al fúnebre cantante de su agonía, o al menos cerrándole la boca de una puta vez.

—¿Dónde estamos? —La voz de Tommy desde debajo de la cama—. Huele como el calcetín sucio de un viejo jipi.

—Estamos en la habitación de Jared —contestó Jody Dejó caer una mano por el borde de la cama. Tommy la cogió y ella lo ayudó a salir. Estaba todavía parcialmente envuelto en cinta de embalar y bolsas de basura.

—¿Me han vuelto a secuestrar?

—Tuvimos que taparos para que no os quemara el sol.

—Ah, bueno, gracias.

Tommy miró a Jody, que se encogió de hombros.

—Yo ya estaba desenvuelta cuando me desperté —dijo ella.

—Eso es porque Abby dice que eres la vampiro Alfa. Chicos, ¿queréis jugar a la Xbox o ver un DVD? Tengo la edición especial para coleccionistas de El cuervo.

—Vaya —dijo Jody—, eso sería estupendo, Jared, pero creo que será mejor que nos vayamos.

Tommy, que ya había agarrado el mando de la Xbox, lo dejó con notoria desaprobación, como si de pronto hubiera percibido una pizca de botulismo allí, en el botón de disparar.

—No podéis iros hasta que mis padres se vayan a la cama. —Jared soltó una risilla aguda de niña—. Esta puerta da justo a donde ven la tele.

—Saldremos por una ventana —dijo Jody.

Jared volvió a reírse, luego bufó un poco, empezó a toser y antes de proseguir se metió un chute del inhalador que llevaba colgado al cuello.

—No hay ventana. Este sótano es totalmente ciego. Es como si estuviéramos emparedados aquí con nuestra grotesca desesperación. ¿A que mola?

—Podríamos convertirnos en humo —dijo Tommy—. Y pasar por debajo de la puerta.

—Eso sería genial —dijo Jared—, pero mi padre puso burletes de goma alrededor de la puerta para contener mi asqueroso hedor gótico. Así lo llama él: «mi asqueroso hedor gótico». Aunque la verdad es que yo no me considero gótico, sino más bien punk siniestro. A mi padre no le gustan los cigarrillos de clavo. Ni la marihuana. Ni el pachulí. Ni los gais.

—Qué reaccionario —dijo Tommy.

—¿Os apetecen unas lagartijas de queso? —Jared recogió el paquete de gusanitos del suelo y se lo tendió—. Puedo abrirme una vena y regarlos con sangre, si hace falta. —Agitó el pulgar que la noche anterior Abby había pinchado para prepararles el café, y que ahora estaba envuelto en una bola harapienta de gasa y esparadrapo del tamaño de una pelota de tenis.

—No, gracias —dijo Tommy.

Jody asintió con la cabeza; le habría encantado tomar una taza de café, pero no creía que debiera pedirle a Jared que volviera a pincharse tan pronto.

Miró su reloj.

—¿A qué hora se van a la cama tus padres?

—Oh, sobre las diez. Tendréis tiempo de sobra para merodear por la noche y todo eso. ¿Queréis lavaros o algo así? Hay cuarto de baño aquí abajo. Y lavadora. Mi habitación era la bodega, pero luego mi padre se estrelló con el coche y empezó a ir a Alcohólicos Anónimos y yo me quedé con este cuarto tan mono. Abby dice que es húmedo y asqueroso… ¡y lo dice como si eso fuera malo! Yo creo que es su lado alegre, que vuelve a manifestarse. La quiero mucho, pero a veces es un poco optimista. No le digáis que os lo he dicho.

Jody sacudió la cabeza y dio un codazo a Tommy, que también sacudió la cabeza.

—No se lo diremos. —Aquel chaval le ponía los pelos de punta. Jody creía que había perdido aquella capacidad con el beber sangre y el sueño de los no muertos y todo eso, pero no: se les estaban poniendo los pelos completamente de punta.

—Jared, ¿cuándo va a volver Abby?

—Oh, estará aquí de un momento a otro. Fue a vuestro loft a dar de comer al gato.

—¿Fue a nuestro loft? ¿Al loft donde estaba Elijah?

—No, si no pasa nada. Se fue cuando era de día para que no la atacara.

—Pero ya no es de día —dijo Jody.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Jared—. Aquí no hay ventanas, boba.

Tommy se dio una palmada en la frente con fuerza suficiente para dejar inconsciente a un mortal.

—¡Porque estamos despiertos, cretino!

—Ah, sí, ja —dijo Jared. Aquel gorgorito otra vez—. Eso es malo, ¿no?