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Las crónicas de Abby,

patética nosferatu novata

Bueno, excepto por el asesinato, la Navidad fue como arrastrarse lentamente encima de cristales rotos (ahora conozco verdaderamente el tedio de pasarse la eternidad en un aburrimiento total), comiendo y vomitando salchichas de tofu todo el santo día, atrapada con Ronnie y mamá hasta las seis, cuando vino Jared. Su padre tiene una familia nueva con unas hermanastras pequeñas que son unas gorronas, así que se olvidan de él en cuanto empiezan los grititos y los regalos por la mañana. Se pasó todo el día en su cuarto viendo el DVD de Pesadilla antes de Navidad y fumando cigarrillos de clavo. Su habitación es sacrosanta total desde que les dijo a sus padres que no podía garantizar que, si entraba alguien, no estaría masturbándose mientras veía una película porno gay. (Tiene una suerte a veces… Yo podría ponerme a hacer el pino y a tocarme la almeja encima de la mesa de la cena, y mi madre solo me diría: «Cariño, la Navidad es para estar en familia, tememos que estar todos juntos» y me haría acabar delante de todos).

Así que vimos Pesadilla antes de Navidad con mamá y Ronnie hasta que se quedaron dormidas en el sofá; luego Jared y yo le dibujamos a Ronnie unos tatuajes tribales realmente guays en la cabeza rapada; se los hicimos con rotuladores gordos, pero solo en rojo y negro, así que parecen de verdad.

Luego Jared empezó a decir: «Deberíamos ir a tomar un café. Mi tía me ha regalado por Navidad una tarjeta regalo de cien dólares para el Starbucks».

Y yo odio que la gente presuma de sus regalos de Navidad porque es completamente superficial y materialista. Así que voy y le digo: «Sí, bueno, me encantaría, pero ahora soy una elegida, así que tengo responsabilidades».

Y él: «No me digas que eres judía».

Y yo: «No, soy una nosferatu».

Y él: «Pero qué dices».

Y yo: «¿Te acuerdas de ese tío tan sexi que vimos en la droguería? Fue él. Bueno, la verdad es que la que me introdujo en el sagrado círculo de la sanguineidad fue la condesa».

Y él: «¿Y ni siquiera me llamaste?».

«Lo siento, Jared, pero ahora eres de una especie inferior».

Y él: «Lo sé, doy asco».

Y como sabía que iba a ponérseme dramático, le digo: «Invítame a un mocachino y te revelo nuestras siniestras costumbres y todo eso».

Dejamos una nota diciendo que Jared me había dejado embarazada y que habíamos huido juntos para unirnos a una secta satánica, para que a mi madre no le entrara el pánico cuando se despertara, porque es muy totalitaria con lo de dejar notas. Luego nos fuimos al centro. Pero por lo visto todo el puto país cierra por Navidad, machacado por el opresivo puño de hierro del Niño Jesús, así que fuimos a nueve Starbucks y todos estaban cerrados.

Y Jared no paraba de decirme: «Llévame a conocerlos. Yo también quiero pertenecer al círculo oscuro».

Y yo: «Ni pensarlo, fracasado, tienes el pelo totalmente aplastado». Y era cierto. Solo tenía el pincho de delante. El gel moldeador lo había abandonado hacía horas, así que con su chubasquero de PVC parecía uno de esos percheros lacados en negro que se ven en el barrio chino. Pero no era por eso por lo que no podía llevarlo a ver a la condesa y a mi Señor Oscuro. Es que no podía y ya está. Sabía que la condesa se asustaría si veía que me estaba aprovechando de su exquisito regalo para fardar delante de un amigo, así que le dije: «Es supersecreto». Pero Jared se puso a hacer pucheros y a abismarse al mismo tiempo, cosa que le sale de perlas porque practica, así que empecé a sentirme como una fétida esencia de pedos machacados, como con tanto acierto diría Lautrémont. (Vosotros a callar: Lily dice que en francés suena más romántico).

Así que dejé que viniera, pero le dije que tenía que quedarse fuera, al otro lado de la calle. Pero cuando doblamos la esquina del bloque del Señor Oscuro, había un tío con un chándal amarillo de pie en medio de la calle. Estaba allí parado, con la capucha subida y la cabeza agachada, con pinta de ir a quedarse así eternamente. Y entonces se volvió muy despacio hacia nosotros.

Y Jared me dijo al oído «Ese gangsta» y se rió con esa risita aguda de niña pequeña que le sale a veces y que a otros tíos les provoca arrebatos de violencia. (Que es por lo que Jared tiene que llevar en la bota un cuchillo de doble filo de medio metro de largo, que él llama su «Colmillo de lobo». Por suerte no le da ninguna falsa confianza en sí mismo y sigue siendo un gatito, pero le gusta llamar la atención cuando los porteros se lo requisan en los bares de copas).

El caso es que creo que yo tenía los sentidos vampíricos, no sé, como a flor de piel, porque enseguida me di cuenta de que no era el típico rapero que te encuentras en medio de una calle desierta con un chándal de trescientos dólares a medianoche el día de Navidad, así que agarré a Jared del brazo, tiré de él y volví a doblar la esquina.

Y voy y le digo: «Cuidado, tío. Silencio. Mucho tiento. Perfil cero».

Así que nos asomamos a la esquina con mucho disimulo y el tío del chándal está junto a la puerta del loft, y entonces sale alguien. Es el borrachín costroso con el gato enorme afeitado, y va y se saca la minga como si fuera a echar una meada, cosa que no me habría importado no tener que ver en otros dieciséis años de vida. Y el del chándal lo agarra como si fuera un pelele, le echa la cabeza hacia atrás tirándole del pelo y lo muerde en el cuello. Y entonces veo que no es un rapero ni nada por el estilo, sino un vampiro blanco más bien carroza. Se le veían los colmillos a distancia. Así que el tío del gato enorme empieza a sacudirse y a chillar y a salpicarlo todo de pis y yo oigo sisear al gato enorme detrás de la puerta, y Jared me agarra por el bolso y empieza a tirar de mí calle abajo. Así que no vi más.

Y Jared venga a decir: «Qué fuerte».

Y yo: «Sí».

Y en cuanto nos alejamos un par de manzanas, saqué el móvil y llamé a la condesa, pero me salió directamente el buzón de voz. Así que ahora estamos en un pase especial de medianoche de Pesadilla antes de Navidad en el Metreon, bebiendo una Coca-Cola Light gigante para calmar los nervios mientras esperamos que mi aquelarre vampírico me devuelva la llamada. (A Jared se le ha olvidado el inhalador y no ha parado de jadear desde que vimos el ataque. Da un corte… La gente no para de mirar y yo me he cambiado un par de asientos más allá para que no crean que le estoy haciendo una paja o algo así). Estoy totalmente abrumada por el temor y los malos presentimientos, y el tiempo pasa como una infección purulenta en una ceja con un pirsin mal hecho. Así que esperamos. Ojalá tuviéramos algo de hierba. Más adelante, más.

¡Ah, sí!, mamá me ha regalado un oso de peluche verde por Navidad. ¡Me chifla!

—¿Seguro que es aquí donde lo dejaste? —Jody miraba arriba y abajo por el Embarcadero. No había gente en la calle; los actores y los buscavidas se habían ido hacía tiempo. Oía el zumbido del puente de la bahía a lo lejos, y en Alameda el lamento de una sirena de niebla empezaba a apagarse. Un tren vacío salió eructando de un túnel a una manzana de allí y se dirigió hacia el estadio. Un coche de la policía que salía de la calle Market los ametralló con sus faros antes de dirigirse hacia Fisherman’s Wharf, más allá del Ferry Building. Tommy saludó con la mano a los policías.

—Sí. Estaba justo aquí y mi alarma empezó a pitar. Pesaba una tonelada. Habrían hecho falta un montón de tíos para moverlo.

Jody vio algo brillar sobre los adoquines, cerca de sus pies, y se agachó para tocarlo. Limaduras metálicas de algún tipo. Se lamió el dedo y acabó con una capa de partículas metálicas amarillentas en la yema del dedo.

—A no ser que lo hicieran trozos.

—¿Y quién iba a hacer eso? ¿Quién cortaría una estatua y robaría los trozos?

—Eso no importa. Puede que ladrones, o quizá empleados municipales. Si alguien cortó el cascarón de bronce, pudieron pasar dos cosas. Si era de día, Elijah se frió al sol. Si era de noche, está libre.

—No era de día, ¿verdad?

Jody negó con la cabeza.

—Me parece que no. —Vio unas huellas ligeras entre los adoquines, a unos pasos de distancia, y se agachó otra vez. Había un polvillo grisáceo entre las piedras. Cogió un poco entre los dedos y sacudió la cabeza—. Está claro que no.

—¿Qué? ¿Qué es eso?

Ella se limpió los dedos en los pantalones y hurgó en el bolsillo de su chaqueta.

—Tommy, ¿recuerdas que te dije que no habías dejado seca a la puta porque, si no, no habría estado allí?

—Sí.

—Pues te lo dije porque, cuando un vampiro deja seco a alguien… cuando dejamos seco a alguien, ese alguien se convierte en un polvillo gris. No puedo explicarte por qué, pero se parece a eso. Y tiene el mismo tacto. —Señaló las llagas de cemento entre los adoquines.

Tommy se arrodilló, tocó el polvo y miró para arriba.

—¿Cómo sabes eso?

—¿Sabes cómo lo sé?

—Has matado a gente.

Ella se encogió de hombros.

—Solo a un par. Y estaban enfermos. En estado terminal. Lo iban pidiendo, más o menos.

—Entonces, ¿por eso no te molestó lo de la puta?

Ella sacó su móvil del bolsillo de la chaqueta, puso las manos a la espalda y empezó a balancearse adelante y atrás, mirándose los pies, como una niñita a la que acabaran de preguntarle cómo se había roto la lámpara de mamá.

—¿Estás enfadado?

—Estoy un poco decepcionado.

—¿En serio? Lo siento mucho. Tú habrías hecho lo mismo si hubieras estado en mi lugar.

—Estoy decepcionado porque pensaras que no podías confiar en mí.

—El cambio te estaba costando. No quería preocuparte.

—Pero no fue sexual, ni nada, ¿verdad?

—Claro que no. Fue puramente alimenticio. —No creía necesario contarle lo del beso que le había dado al anciano. Habría complicado las cosas.

—Bueno, entonces supongo que no pasa nada. Imagino que si tenías que hacerlo…

Se levantó y Jody corrió hacia él y lo besó.

—No sabes cuánto me alegra haberme quitado ese peso de encima.

—Sí, bueno…

—Espera. —Levantó un dedo y pulsó el botón de encendido de su teléfono.

—¿Vas a llamar a tu madre para decirle que tenía razón cuando decía que eras una golfa?

—Voy a llamar a la niña.

—¿A Abby?

—Sí. Tengo que decirle que no se pase por casa. Elijah va a empezar a complicarnos la vida, igual que antes.

Jody observó los pequeños iconos que indicaban que su teléfono estaba buscando cobertura.

—Pero si dijo que no iba a pasarse esta noche. Es Navidad.

—Ya lo sé, pero creo que a lo mejor se pasa de todos modos. —¿Por qué?

—Bueno, creo que está un poco colada por mí. Anoche la mordí.

—¿Mordiste a Abby?

—Sí. Ya te lo dije, estaba herida. Necesitaba…

—Dios, eres una zorra sanguinaria.

—Sabía que ibas a enfadarte.

—Joder, que es Abby. Que soy su señor oscuro.

—Mira, un mensaje de voz.

Elijah ben Sapir lanzó al alcohólico al otro lado de la calle. El alcohólico, que se retorcía y salpicaba pis, rebotó contra la puerta metálica del garaje de la fundición y volvió a caer a la acera, donde su cabeza golpeó contra el retrovisor lateral de un Mazda mal aparcado. Luego el vampiro echó a andar a grandes zancadas, estirando los brazos como un monstruo de pacotilla para intentar que la felpilla meada del chándal no entrara en contacto con su piel. Aunque en sus ochocientos años de vida había tenido experiencias con toda clase de cosas sucias y repugnantes, y había pasado días enteros escondido desnudo bajo tierra fangosa para huir del sol, no recordaba que nada le hubiera dado tanto asco como verse meado por su comida. Quizá fuera porque ahora solo tenía aquella ropa y no había ya un yate lujoso con un guardarropa entero al que retirarse, o quizá porque había pasado el día entre dos colchones manchados de orina, debajo de un yonqui inconsciente, mientras la policía registraba el hotel a su alrededor. Ya no podía más, eso era todo.

Sabía que el recepcionista lo delataría, así que en cuanto había llegado a su habitación, había escondido el chándal en el rincón del armario, se había convertido en niebla, se había deslizado por debajo de la puerta hasta la habitación contigua y se había colado entre el colchón y el somier de un yonqui semiinconsciente. Había vuelto a su estado sólido nada más dormirse, al salir el sol.

Al anochecer, le había sorprendido lo contento que se había puesto al ver que el chándal seguía en el armario, después de alimentarse del yonqui (solo un sorbito) y partirle el cuello. (Dejando así una tarjeta de saludo a los inspectores de homicidios que lo habían atacado junto con los demás en el club náutico). Ahora su preciado chándal estaba todo cubierto de pis y él estaba furioso.

Se acercó al mendigo y lo levantó por el tobillo. Elijah no era alto conforme a los parámetros modernos, pero descubrió que, si sostenía al mendigo por el tobillo muy por encima de su cabeza, podía sacudirlo lo suficiente como para lograr su propósito.

—Ni siquiera eres su esbirro, ¿verdad? —Elijah le golpeó la cabeza contra la acera para recalcar su pregunta.

—Por favor —dijo el mendigo—. Mi gato enorme…

Bong, bong, bong en la acera. Un meneíto. De los bolsillos del mendigo llovieron monedas, unos cuantos billetes, un mechero y una botella de Johnny Walker.

—No eres más que su vaca de ordeño, ¿eh? He notado el sabor de ella en ti.

—Hay una chica —dijo la vaca—. Una niña siniestrilla. Ella cuida de ellos.

—¿De ellos?

Elijah lanzó al mendigo contra el garaje y procedió a recoger el cambio y los billetes de la acera. La puerta de acero de al lado del garaje se abrió, y un tipo calvo y corpulento vestido con un mono salió a la acera, dándose golpes en la palma de la mano con una porra con la punta de plomo.

—¿Habéis hecho ya bastante ruido, hijoputas?

Elijah le enseñó los colmillos y soltó un siseo; luego saltó a la pared, encima de la puerta del garaje y se quedó allí colgado, boca abajo, encima de la cabeza del motero.

El motero miró al vampiro, miró al mendigo postrado y miró el Mazda abollado.

—Vale, entonces —dijo—. Ya veo que todavía tenéis cosas que discutir. —Volvió a meterse en la fundición y cerró la puerta de golpe.

Elijah se dejó caer al suelo de pie y enfiló la calle, sin molestarse siquiera en romperle el cuello al mendigo. ¿Cómo podía haber sido tan estúpido? No iba a aterrorizar a Jody asesinando a su fuente de alimento. Tenía que amenazar a su esbirra, como había hecho con el chico. Pero ¿cómo iba a saber que ella acabaría traicionándolo y eligiendo al chico? ¿Convirtiendo al chico? Aquello no volvería a suceder.

Entre la furia, el hambre y la excitación de tener una meta, Elijah ben Sapir sintió una punzada de tristeza. Había empezado aquella aventura pensando que era él quien manejaba las marionetas, y de pronto se veía enredado por completo en sus hilos. Y cometiendo errores.

Pero no había de qué preocuparse. Ladeó la cabeza y se concentró. Más allá de la respiración rasposa de la vaca lechera, de los ruidos de los edificios, del zumbido del puente de la bahía y de los miles de corazones que latían en los pisos que lo rodeaban, oyó los pasos en retirada de la chiquilla y su amigo.