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Señoras y caballeros, les presentamos a los Desengaños
Era el mejor anotador de tiros libres con una sola mano de toda la zona de la bahía. Esa noche había anotado sesenta y cuatro puntos seguidos en el aro de su patio con la pelota Spaulding nuevecita que su padre le había dejado debajo del árbol de Navidad. Sesenta y siete seguidos, sin soltar la cerveza ni derramarla siquiera. Su récord estaba en setenta y dos, y lo habría rebasado si no hubiera sido arrastrado entre los matorrales para ser asesinado.
Jeff Murray no era el más avispado de los Animales ni el de mejor familia, pero en lo tocante a potencialidades despilfarradas se llevaba la palma. Había sido un astro del baloncesto durante los tres primeros cursos del instituto y le habían ofrecido un billete directo para California-Berkeley. Incluso se había hablado de su paso a la liga profesional después de un par de años de facultad. Pero Jeff decidió impresionar a la chica a la que invitó al baile de promoción demostrándole que tenía tal capacidad de salto en vertical que podía saltarse un coche en marcha.
Fue un error de cálculo sin importancia: habría saltado el coche si no se hubiera bebido casi un paquete entero de cervezas antes del intento y si el coche no hubiera medido veinte centímetros más por culpa de la barra de luces que llevaba en el techo. La zapatilla izquierda se le enganchó en la barra de luces, y Jeff dio cuatro saltos mortales en el aire antes de aterrizar en vertical sobre el asfalto, abierto de piernas con rodillazo, a lo James Brown. Jeff se dijo en aquel momento que su rodilla no tenía que doblarse de esa manera, y un equipo de médicos le dio la razón más tarde. Llevaría de por vida una férula y no volvería a jugar al baloncesto de competición. Pero era un anotador cojonudo de tiros libres con una sola mano y hasta podría haber ganado algún campeonato si no fuera porque lo asesinaron entre los matorrales.
Le gustaba su pelota de cuero nueva y sabía que no debía usarla sobre el asfalto, y menos aún a aquellas horas de la noche, cuando el ruido de sus botes podía molestar a los vecinos.
Vivía en un apartamento encima de un garaje, en Cow Hollow, y la niebla que subía por su calle a rachas húmedas hacía que el ruido de la pelota sonara solitario y siniestro. De modo que nadie se quejó. Era Navidad: si lo único que tenía algún pobre diablo era una canasta en la que encestar unos cuantos tiros, había que ser muy cruel para llamar a la policía. Un coche giró al final de la calle; sus faros halógenos atravesaron la niebla como sables azules y luego se apagaron. Jeff escudriñó la niebla, pero no distinguió qué clase de coche era, solo que se había parado un par de puertas más abajo y que era de color oscuro.
Se volvió para lanzar el tiro que batiría su propio récord, pero como estaba distraído dio demasiado impulso a la pelota y esta rebotó fuera del aro. Jeff corrió tras ella hasta los enebros que había junto al garaje, pero solo pudo tocarla con los dedos y la pelota acabó entre los arbustos. Dejó su cerveza en el suelo y fue tras ella y… En fin, ya se sabe.
Francis Evelyn Stroud contestó al teléfono a la segunda llamada, como hacía siempre y era lo correcto.
—Diga.
—Hola, mamá. Soy Jody. Feliz Navidad.
—Igualmente, tesoro. Llamas bastante tarde.
—Lo sé, mamá. Iba a llamar antes, pero me lié con una cosa. —Esa cosa soy yo, pensó Jody.
—¿Con una cosa? Claro. ¿Recibiste el paquete que te mandé?
Sería caro y completamente inadecuado, un traje de cachemira o alguna prenda de punto de Hungría o de pata de gallo, algo que solo llevaran orondas catedráticas o espías con pinta de señoronas respetables y recios zapatos armados con dardos envenenados. Y además mamá Stroud lo habría mandado a la dirección antigua.
—Sí, lo recibí. Es precioso. Estoy deseando ponérmelo.
—Te mandé la colección encuadernada en piel de las obras completas de Wallace Stegner —dijo mamá Stroud.
¡Joder! Jody le dio una patada a Tommy por haberla obligado a llamar. Él se quitó de su alcance y le afeó la conducta sacudiendo un dedo.
Claro. Stegner, el dechado de Stanford. Su madre fue una de las primeras alumnas que se graduaron en cursos mixtos en Stanford y nunca perdía la ocasión de hacer notar que Jody no había ido allí. El padre de Jody también había estudiado en Stanford. Ella había nacido para ir a Stanford, y sin embargo los había deshonrado a todos yendo a la Universidad Estatal de San Francisco y no acabando los estudios.
—Sí, seguro que también estarán genial. Supongo que todavía no me han llegado a la casa nueva.
—¿Te has mudado otra vez? —La señora Stroud llevaba treinta años viviendo en la misma casa, en Carmel. La moqueta y las tapicerías no sobrevivían más allá de dos años, pero ella siempre había vivido en la misma casa.
—Sí, necesitábamos un poco más de espacio. Ahora Tommy trabaja en casa.
—¿Ah, sí? Entonces, ¿sigues viviendo con ese escritor?
Su madre decía «escritor» como si se tratara de un hongo.
Jody garabateó en un Post-it que había en la encimera: «Arrancarle los brazos a Tommy. Y pegarle con ellos».
—Sí, sigo con Tommy. Lo han nominado para una beca Fullbright. Bueno, ¿habéis pasado buena noche?
—Ha estado bien. Tu hermana trajo a ese hombre.
—¿Te refieres a Bob, su marido? —Mamá Stroud no tenía en gran estima a los hombres desde que el padre de Jody la había abandonado por una mujer más joven.
—Sí, bueno, como se llame.
—Se llama Bob, mamá. Fue al colegio con nosotras. Lo conoces desde que tenía nueve años.
—Bueno, mandé que me trajeran un pavo ahumado y un entrante delicioso de foie-gras y champiñones salvajes.
—¿Encargaste la cena de Navidad?
—Claro.
—Claro. —Claro. Claro. Jamás se le ocurriría que, al encargar la cena, estaba haciendo que otra gente trabajara en Navidad—. Bueno, te he mandado mi regalo por correo, mamá. Será mejor que te deje. Esta noche homenajean a Tommy en una cena por su inmenso intelecto.
—¿En Navidad?
Ay, qué cagada.
—Es que Tommy es judío.
Oyó cómo su madre tomaba aire bruscamente al otro lado del teléfono. Esta es la versión light, mamá, imagínate qué escándalo si te dijera que está muerto y que yo lo maté.
—No me lo habías dicho.
—Claro que sí. Será que no te acuerdas. Tengo que dejarte, mamá. Tengo que ayudar a Tommy a abrocharse el pirsin del pene antes de la cena. Adiós. —Y colgó.
Tommy había estado bailando desnudo delante de ella durante casi toda su conversación telefónica. Cuando ella colgó, se quedó quieto.
—¿Te he comentado que me preocupa tu equilibrio ético?
—¿Y lo dice el tío que hace un momento estaba jugando a sacarse brillo al escroto con mi bufanda roja mientras yo llamaba a mi madre para felicitarle la Navidad?
—Reconócelo, estás un poco cachonda.
Al doctor Drew (Drew McComber, el gurú, farmacéutico y consejero médico residente de los Animales) le daba miedo la oscuridad. Después de cuatro años trabajando en el turno de noche del Safeway de Marina, el miedo se le había subido poco a poco a la cabeza, como un brownie hecho con hachís, y le había producido una honda paranoia. Drew se levantaba al anochecer bajo el resplandor penetrante de las luces de invernadero de su apartamento, situado encima de un garaje, en Marina; recorría luego en coche cuatro manzanas bajo la luz de las farolas, hasta el Safeway brillantemente iluminado; salía de trabajar por la mañana cuando el sol estaba bien alto en el horizonte; regresaba a su apartamento alumbrado por lámparas de invernadero y dormía con un antifaz de satén sobre los ojos. Se topaba tan rara vez con la oscuridad que, cuando ello sucedía, le parecía una amenazadora desconocida.
La noche de Navidad, a eso de medianoche, estaba sentado en su cuarto de estar, entre una jungla de plantas de marihuana de metro y medio de alto, viendo en la tele (provisto de gafas de sol) una película sobre el idilio entre la señora de una casa solariega inglesa y su deshollinador. (Debido a su horario de trabajo y a la necesidad constante de emporrarse, a Drew le resultaba difícil tener novia. Hasta que los Animales encontraron a Blue, su vida sexual había sido muy solitaria y (¡ay!) por lo visto volvía a serlo otra vez). Cada vez que la mano renegrida del deshollinador tocaba el trasero empolvado de la aristocrática señora, Drew se apenaba un poco: la huella oscura de aquella mano sobre el flanco de alabastro caía como una sombra sobre su espíritu erótico. Había excitación, pero no alegría. Una triste y solitaria tranca levantaba cual tienda de campaña sus pantalones de fibra de cáñamo.
Entonces, como si el guión lo hubiera escrito Erecto, el dios generosamente dotado de las citas improbables y el reparto de pizzas, llamaron a la puerta. En lugar de abrir directamente, Drew se enderezó y atravesó su selva de marihuana hasta una pantallita de vídeo que había en la cocina: una videomirilla. La había instalado antes de que su médico le diera la receta que había hecho de él un cultivador de marihuana cuasilegal («El paciente se queja de que la realidad le amarga la existencia. Le receto dos gramos de cannabis cada tres horas por inhalación, ingestión o supositorio.»).
Efectivamente, como si Drew hubiera hecho un pedido, la pantalla de vídeo mostró parada ante su puerta a una rubia pálida pero guapa, con tacones y un vestido de fiesta azul muy formalito. Parecía recién salida de una fiesta o una cena: llevaba el pelo sujeto con lacitos azules. Podría haberse presentado a las pruebas para el papel de la señora de la casa solariega.
Drew apretó la tecla del interfono.
—Hola. ¿Estás segura de que no te has equivocado de casa?
—Creo que no —dijo la chica—. Estoy buscando a Drew. —Sonrió a la cámara. Unos dientes perfectos.
—Ostras —dijo Drew, y entonces se dio cuenta de que lo había dicho en voz alta, carraspeó y dijo—: Enseguida voy.
Se alisó la erección, se puso el pelo detrás de las orejas y en cinco zancadas cruzó el bosque y se plantó en la puerta. En el último momento se acordó de las gafas de sol, se las puso encima de la frente, sonrió ampliamente y abrió, liberando en medio de la bruma nocturna un ancho rayo de luz ultravioleta.
La rubia abandonó su sonrisa, estalló en llamas dando un chillido y se apartó de un salto. Drew corrió hacia las sombras para salvarla.