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La vida es maravillosa

Gustavo Chávez era el séptimo hijo del ladrillero de un pueblecito del estado de Michoacán, México. A los dieciocho años se casó con una chica del pueblo, hija de un granjero, ella también séptima hija, y a los veinte, con su segundo vástago en camino, cruzó la frontera de Estados Unidos, donde desde hacía algún tiempo vivía con un primo en Oakland, junto con veinte parientes más, y trabajaba de peón doce horas al día, ganando así dinero suficiente para comer y mandar a su familia más dinero del que habría hecho en el ladrillal de su padre. Hacía esto porque era lo responsable y lo correcto, y porque había sido educado como un buen católico que, al igual que su padre, debía mantener a su familia y a no más de dos o tres queridas. Cada año, un mes antes de Navidad, volvía a cruzar la frontera de extranjis para celebrar las fiestas con su familia, conocer a sus hijos nuevos, si había nacido alguno, y hacer el amor con su mujer, María, hasta que tenían los dos tantas agujetas que hasta andar les dolía. De hecho, la visión de los muslos tentadores de María empezaba a aparecérsele a menudo en torno a Halloween, y el desventurado portero de noche se encontraba con frecuencia en estado de semierección cuando pasaba su fregona jabonosa por los cuatro mil metros cuadrados de linóleo del supermercado, cosa que hacía cada noche.

Esa noche se encontraba solo en la tienda y no estaba ni mucho menos empalmado, porque era Navidad y no podía ir a misa ni tomar la comunión hasta que se hubiera confesado. Se sentía profundamente avergonzado. Era Navidad y ni siquiera había llamado a María. Hacía semanas que no hablaba con ella, porque, como el resto de los Animales, se había ido a Las Vegas y le había entregado todo su dinero a la puta azul.

Había llamado, como es lógico, después de que se llevaran las obras de arte del vampiro y las vendieran por un montón de dinero, pero desde entonces su vida había transcurrido en una neblina de tequila y marihuana y entre las perversas atenciones de la azulada. Él, un buen hombre que se preocupaba por su familia y que jamás había pegado a su mujer, a la que solo le había puesto los cuernos con una prima segunda y nunca con una blanca, había caído bajo la maldición de la concha de la diabla azul.*

Esta es la Navidad más triste y solitaria de mi vida, pensó mientras arrastraba su fregona más allá de las puertas de lona plástica que daban a la cámara de la sección de alimentos frescos. Soy como el pobre cabrón de ese libro, La perla, porque, por intentar aprovecharme de un golpe de buena suerte, he perdido todo lo que me importa. Vale, estuve borracho una semana y mi perla era una puta de color azul que me sacó hasta las chimichangas, pero aun así es muy triste. Pensaba estas cosas en español, así que sonaban infinitamente más trágicas y románticas.

Oyó entonces un ruido procedente de la cámara y se sobresaltó por un segundo. Escurrió su fregona como si quisiera estar listo para todo. No le gustaba estar solo en la tienda, pero con el escaparate roto tenía que haber alguien allí, y como él estaba muy lejos de casa, no tenía otro sitio donde ir y el sindicato se encargaría de que le pagaran el doble, se había ofrecido voluntario. Quizá si mandaba a casa un poco más de dinero, María se olvidaría de los cien mil dólares que le había prometido.

Algo se movía detrás de las puertas de plástico de la cámara, que se agitaban ligeramente. El recio mexicano se santiguó y salió marcha atrás de la sección de alimentos frescos, moviendo la fregona en rápidas pasadas, casi sin dejar un asomo de humedad en el linóleo. Iba por la vitrina de los lácteos cuando una pila de yogures se cayó del otro lado de las puertas de cristal, como si alguien los hubiera apartado de un empujón para mirar entre ellos.

Gustavo soltó la fregona y corrió hacia el fondo de la tienda, rezando un avemaría aderezado con palabrotas y preguntándose si lo que oía tras él eran pasos o el eco de sus propias pisadas que resonaba en la tienda desierta.

Por la puerta delantera y a la calle, canturreaba para sus adentros. Por la puerta delantera y a la calle. Estuvo en un tris de caerse al doblar la esquina del mueble de la carne. Tenía todavía los zapatos húmedos del agua de la fregona. Se sujetó con una mano y se levantó como un esprínter, al tiempo que echaba mano de su cinturón en busca de las llaves.

Se oían pasos tras él, ligeros, expeditivos: pies descalzos sobre linóleo, pero veloces, y a corta distancia. No podía pararse a abrir la puerta cuando llegara allí, no podía mirar atrás, no podía volverse para mirar: un segundo de vacilación y estaba perdido. Profirió un largo gemido y atravesó corriendo un expositor de chicles y caramelos que había al lado de las cajas registradoras. Tropezó con la primera caja en medio de una avalancha de caramelos y revistas, muchas de las cuales ostentaban titulares como «Me casé con el Yeti», «El culto a los marcianos se apodera de Hollywood», «Los vampiros infestan nuestras calles» y otras tonterías por el estilo.

Gustavo salió a gatas de aquel montón de cosas y se iba arrastrando boca abajo como se arrastraría un lagarto del desierto por la arena caliente cuando un gran peso cayó sobre su espalda, dejándolo sin respiración. Jadeó intentando recuperar el aliento, pero algo lo agarró por el pelo y tiró de su cabeza hacia atrás. Oyó unos crujidos cerca de sus oídos, olió como a carne podrida y tuvo una náusea. Mientras era arrastrado como una pieza de carne por el pasillo y a través de las puertas de la trastienda a oscuras del supermercado, vio los fluorescentes, un alegre elfo de cartón que hacía galletas y algunos jamones en lata.

Feliz Navidad.*

—Nuestra primera Navidad juntos —dijo Jody, y le dio un beso en la mejilla y un pequeño apretón en el culo a través del pantalón del pijama—. ¿Me has comprado algo bonito?

—Hola, mamá —dijo Tommy al teléfono—. Soy Tommy.

—Tommy, cariño. Llevamos llamándote todo el día. No hacía más que sonar y sonar. Creía que ibas a venir a casa por Navidad.

—Bueno, ya sabes, mamá, ahora estoy en la gerencia del supermercado. Tengo responsabilidades.

—¿Estás esforzándote?

—Oh, sí, mamá. Trabajo diez… dieciséis horas diarias algunas veces. Estoy agotado.

—Muy bien. ¿Y tienes seguro?

—El mejor, mamá. El mejor. Estoy prácticamente blindado.

—Bueno, imagino que eso es bueno. No seguirás trabajando en ese horrible turno de noche, ¿verdad?

—Bueno, más o menos. En el negocio de la alimentación, ahí es donde está el dinero.

—Tienes que cambiarte al turno de día. Nunca vas a conocer a una buena chica trabajando a esas horas, hijo.

Fue en ese momento, tras oír la advertencia de mamá Flood, cuando Jody se levantó la camisa y restregó contra él sus pechos desnudos mientras batía coquetamente las pestañas.

—Pero si he conocido a una chica muy simpática, mamá. Se llama Jody. Está estudiando para monja… digo para maestra. Ayuda a los pobres.

Fue entonces cuando Jody le bajó los pantalones y corrió al dormitorio riéndose por lo bajo. Él se apoyó en la encimera para no caerse.

—Caray.

—¿Qué, hijo? ¿Qué pasa?

—Nada, nada, mamá. Es que acabo de tomarme un ponche con los chicos y empiezo a notarlo.

—No tomarás drogas, ¿verdad, cariño?

—No, no, nada de eso.

—Porque a tu padre le dan un subsidio por rehabilitación por ti hasta que cumplas los veintiún años. Podemos conseguirte uno de esos tratamientos si encuentras un vuelo barato para venir a casa. Sé que a la tía Esther le encantaría verte, aunque estés hasta las cejas de crac.

—Y a mí a ella, y a mí a ella, mamá. Mira, solo llamaba para desearte feliz Navidad, así que voy a tener que…

—Espera, cariño, tu padre quiere saludarte.

—… dejarte.

—Eh, mocoso, ¿San Francisco te ha convertido ya en un marica?

—Hola, papá. Feliz Navidad.

—Me alegro de que por fin hayas llamado. Tu madre estaba muerta de preocupación.

—Bueno, ya sabes cómo es el negocio de la alimentación.

—¿Estás trabajando lo suficiente?

—Lo intento. Nos están reduciendo las horas extras. El sindicato no nos deja trabajar más de sesenta horas semanales.

—Bueno, mientras lo estés intentando… ¿Qué tal marcha ese viejo Volvo?

—Genial. Va como la seda. —El Volvo se había quemado hasta las ruedas en su primer día en la ciudad.

—Esos suizos sí que saben fabricar coches, ¿eh? Esas navajitas rojas que hacen no son gran cosa, pero hay que reconocer que los hijoputas saben fabricar un coche.

—Son suecos.

—Sí, bueno, también me encantan las albondiguillas. Oye, chaval, tu madre me tiene friendo un pavo en el patio. Está empezando a humear un poco. Debería ir a echarle un vistazo. He tardado una hora en calentar el aceite. Aquí hoy hace solo unos doce grados bajo cero.

—Sí, por aquí también hace un poco de frío.

—Parece que el garaje se está empezando a quemar un poco. Más vale que vaya a ver.

—Vale. Te quiero, papá.

—Llama a tu madre más a menudo, que se preocupa por ti. Mecachis en la mar, ahí va el Oldsmobile. Adiós, hijo.

Media hora después estaban tomando café aromatizado con sangre de William cuando volvió a sonar el timbre.

—Esto se está volviendo un fastidio —dijo Jody.

—Llama a tu madre —dijo Tommy—. Ya abro yo.

—Deberíamos comprar unos somníferos y dejarlo fuera de combate para que no tenga que beber tanto güisqui antes de que le saquemos sangre.

El timbre volvió a sonar.

—Solo tenemos que darle una llave. —Tommy se acercó al telefonillo que había junto a la puerta y apretó el botón. Se oyó un zumbido y el chasquido de la cerradura del portal. La puerta se abrió. Era William, que iba a acomodarse en las escaleras para pasar la noche—. No sé cómo puede dormir en esas escaleras.

—No duerme, se desmaya —dijo la pelirroja no muerta—. ¿Crees que si le damos aguardiente con pipermín el café sabrá a menta?

Tommy se encogió de hombros. Se acercó a la puerta, la abrió y gritó:

—William, ¿te gusta el aguardiente con pipermín?

William levantó una ceja mugrienta con aire receloso.

—¿Es que tienes algo contra el güisqui?

—No, no, no quiero alterar tus costumbres. Pero estaba pensando en una dieta más equilibrada. Ya sabes, por grupos de alimentos.

—Hoy he tomado un poco de sopa y un poco de cerveza —dijo William.

—Vale, entonces.

—El aguardiente me da pedos con olor a menta. Y a Chet le dan pánico.

Tommy se volvió hacia Jody y sacudió la cabeza de un lado a otro.

—Lo siento, imposible, pedos con olor a menta. —Luego volvió a decirle a William—: Vale, entonces, William. Tengo que volver con la señorita. ¿Necesitas algo? ¿Comida, manta, cepillo de dientes, una toallita húmeda para refrescarte?

—No, estoy bien —dijo William. Levantó una botella de cuarto de Johnny Walker etiqueta negra.

—¿Qué tal está Chet?

—Estresado. Acabamos de enterarnos de que a nuestro amigo Sammy lo han asesinado en el hotel de la calle Once. —Chet miró por la escalera con los ojos de gato triste que tenía siempre desde que lo habían afeitado.

—Lo siento —dijo Tommy.

—Sí, y en Navidad, encima —dijo William—. Anoche mataron a una puta de la misma manera al otro lado de la calle. Tenía el cuello roto. Sammy llevaba enfermo una temporada, así que pilló una habitación para pasar las fiestas. Los muy cabrones lo mataron allí mismo, en la cama. Para que luego digan.

Tommy no tenía ni idea de a qué se refería.

—Qué pena —dijo—. ¿Y cómo es que Chet está estresado y tú no?

Chet no bebe.

—Ah, claro. Bueno, entonces feliz Navidad a los dos.

—Igualmente —dijo William, brindando con su botella—. ¿No caerá una bonificación navideña, ahora que me tenéis en nómina?

—¿Qué tenías pensado?

—Pues me gustaría echarles un ojo a los melones de la pelirroja.

Tommy se volvió hacia Jody, que negó con la cabeza con mucha determinación.

—Lo siento —dijo Tommy—. ¿Qué te parece un jersey nuevo para Chet?

William arrugó el ceño.

—No se puede regatear con el jefe. —Dio un trago a su botella y se dio la vuelta como si tuviera algo importante que discutir con su enorme gato afeitado y no tuviera tiempo para bobadas.

—Vale, entonces —dijo Tommy. Cerró la puerta y volvió a la encimera—. Soy el jefe —dijo con una gran sonrisa.

—Tu madre estaría muy orgullosa de ti —contestó Jody—. Tenemos que ocuparnos de Elijah.

—No hasta que llames a tu madre. Además, ha esperado todo este tiempo, no va a ir a ninguna parte.

Jody se levantó, rodeó la barra del desayuno y lo cogió de la mano.

—Cariño, quiero que rebobines en tu cabeza lo que William acaba de decir, muy despacito.

—¡Ya sé! ¡Que soy el jefe!

—No, lo de que a su amigo lo mataron rompiéndole el cuello y que estaba enfermo, y que otra persona fue asesinada la noche anterior, también con el cuello roto. Apuesto a que también estaba enferma. ¿Te suena de algo?

—¡Ay, Dios! —dijo Tommy.

—¡Ajá! —dijo Jody. Se llevó la mano de Tommy a los labios y le besó los nudillos—. Voy a ir a por mi chaqueta mientras tú te espabilas un poco para hacer un viajecito, ¿de acuerdo?

—Dios mío, eres capaz de cualquier cosa con tal de no llamar a tu madre.