19
Nuestros colegas los muertos
Sentados el uno al lado del otro en el bastidor desnudo del futón, los vampiros contemplaban a un bicho con cinco patas que subía cojeando por la ventana delantera del loft.
Tommy pensó que el ritmo de los pasos del bicho formaban el tiempo débil de un compás bailable. Pensó que quizá pudiera ponerle música, si supiera escribirla. Suife para bicho angustiado y cojo, la llamaría.
—Bonito bicho —dijo Tommy.
—Sí —contestó Jody.
Deberíamos guardárselo a Abby, pensó Jody. Se sentía culpable por haber mordido a la cría, no tanto porque hubiera sido una violación (era obvio que la chica estaba dispuesta), sino porque tenía la impresión de que no había tenido elección. Estaba herida y su naturaleza depredadora la urgía a sobrevivir a toda costa, y eso le fastidiaba. ¿Se estaría desvaneciendo su humanidad?
—Ahora los Animales vendrán a por nosotros —dijo Tommy. Se sentía furioso y traicionado por su antigua tripulación, pero sobre todo se sentía separado de ellos. Se sentía separado de todo el mundo. Al día siguiente era Navidad y ni siquiera tenía ganas de llamar a sus padres porque ahora eran de especies distintas. ¿Qué se le compra a una especie inferior?
—Solo son los Animales —dijo Jody—. No nos pasará nada.
—Apuesto a que eso pensó Elijah, y lo cogieron.
—Deberíamos ir a buscarlo —dijo Jody. Se imaginó a Elijah ben Sapir de pie a pleno sol junto al Ferry Building mientras los turistas pasaban a su lado preguntándose por qué había allí una estatua. ¿Lo protegería el bronce?
Tommy miró su reloj.
—No nos da tiempo a ir y volver. Ya lo intenté ayer.
—¿Cómo pudiste hacerle eso, Tommy? Era uno de los nuestros.
—¿Uno de los nuestros? Iba a matarnos, acuérdate. En cierto modo nos mató. Le guardo rencor por eso. Además, si estás recubierto de bronce, ¿qué más te da estar debajo del agua? Solo intentaba perderlo de vista para que podamos pensar en nuestro futuro sin que forme parte de él.
—Ya. Vale —dijo Jody—. Perdona. —¿Su futuro? Ella había vivido con media docena de tíos, y ninguno de ellos le había hablado nunca del futuro. Y Tommy y ella tenían mogollón de futuro por delante, siempre y cuando no los pillaran durmiendo—. Quizá deberíamos irnos de verdad de la ciudad —dijo—. En un sitio nuevo nadie nos conocerá.
—Estaba pensando que deberíamos comprar un árbol de Navidad —respondió Tommy.
Jody apartó la mirada del bicho.
—Buena idea. O podríamos colgar un poco de muérdago, poner villancicos y quedarnos fuera esperando a que llegue Papá Noel hasta que salga el sol y nos achicharre. ¿Qué te parece?
—Tu sarcasmo no le hace gracia a nadie, rica. Solo intento llevar una vida normal. Hace tres meses estaba reponiendo mercancías en Indiana, buscando universidad, dando vueltas por ahí en mi coche cutre y pensando que ojalá tuviera una novia y pasara algo, aparte de encontrar un trabajo con paga de beneficios y de llevar la misma vida que mi padre. Ahora tengo novia y superpoderes, y un montón de gente quiere matarme, y no sé cómo actuar. No sé qué hacer ahora. Y esto va a ser así siempre. ¡Siempre! ¡Voy a estar eternamente acojonado! No puedo enfrentarme a la eternidad.
Estaba gritando, pero Jody resistió el impulso de contestarle. Tommy tenía diecinueve años, no ciento cincuenta. Ni siquiera tenía herramientas para ser adulto, y no digamos inmortal.
—Ya lo sé —dijo—. Mañana por la noche, a primera hora, alquilamos un coche, nos vamos a buscar a Elijah y a la vuelta compramos un árbol de Navidad. ¿Qué te parece?
—¿Alquilar un coche? Suena muy exótico.
—Será como en un baile de promoción. —¿Se estaba poniendo demasiado condescendiente?
—No tienes por qué hacer eso —dijo él—. Siento comportarme como un capullo.
—Pero eres mi capullo —dijo Jody—. Llévame a la cama.
Él se levantó, sujetándole todavía la mano, tiró de ella y la estrechó entre sus brazos.
—Saldremos de esta, ¿verdad?
Jody dijo que sí con la cabeza y le besó, y por un segundo se sintió como una chica enamorada, en vez de como un depredador. Inmediatamente volvió a avergonzarse por haberse alimentado de Abby.
Entonces sonó el timbre.
—¿Tú sabías que teníamos timbre?
—No.
—No hay nada como una puta muerta por la mañana —dijo Nick Cavuto alegremente, porque, por lo visto, a todo el mundo le gustan las putas muertas, a pesar de lo que puedan pensar ciertos escritores. Estaban en el callejón que salía de la calle Misión.
Dorothy Chin (bajita, guapa y más lista que el hambre) se rió con un bufido y miró el termómetro que había clavado en el hígado de la difunta como si clavara un termómetro de carne en un asado.
—No lleva muerta ni cuatro horas, chicos.
Rivera se frotó las sienes y sintió que su librería se le escapaba, lo mismo que su matrimonio. Su matrimonio llevaba escapándosele algún tiempo, pero lo de la librería le partía un poco el corazón. Creía saberlo, pero de todos modos preguntó.
—¿Causa de la muerte?
—Mamada con mordisco —dijo Cavuto.
—Sí, Alphonse —dijo Dorothy, pasándose un pelín de sinceridad—, tengo que darle la razón al inspector Cavuto, la víctima murió de una mamada con mordisco.
—A algunos tíos les sienta fatal —añadió Cavuto— que una profesional se dé tan poca maña.
—El tío le rompió el cuello y recuperó su dinero —dijo Dorothy con una gran sonrisa.
—¿El cuello roto, entonces? —preguntó Rivera mientras se despedía mentalmente de una colección completa de primeras ediciones de Raymond Chandler, jornadas laborales de diez a seis y golf los lunes.
Esta vez fue Cavuto quien resopló.
—Tiene la cabeza vuelta del revés, Rivera. ¿Qué creías que era?
—Hablando en serio —dijo Dorothy Chin—, tengo que hacer la autopsia para estar segura, pero así, a botepronto, esa es la causa obvia de la muerte. Yo diría, además, que seguramente ha tenido suerte de morir así. Era seropositiva y parece que la enfermedad se había desarrollado del todo y ya tenía el sida.
—¿Cómo lo sabes?
—Fijaos en esos sarcomas de los pies.
Chin, que le había quitado un zapato a la prostituta, señaló las llagas abiertas del pie y el tobillo del cadáver.
Rivera suspiró. No quería preguntar, pero preguntó de todos modos.
—¿Hay pérdida de sangre?
Dorothy Chin había hecho las autopsias de dos de las víctimas anteriores y pareció encogerse un poco. Aquello era una pauta. Todas las víctimas padecían una enfermedad terminal, todas habían muerto con el cuello roto y todas mostraban evidencias de pérdida de sangre extrema, pero ninguna herida visible. Ni siquiera la marca de una aguja.
—Aquí no puedo saberlo.
Cavuto había perdido el buen humor.
—Así que, ¿vamos a pasarnos el día de Navidad interrogando a un montón de sacos de mierda, a ver si alguno vio algo?
Al fondo del callejón, los agentes uniformados estaban aún hablando con el indigente mugroso que había dado parte del asesinato. Intentaba sacarles una botella de güisqui porque era Navidad. Rivera no quería irse a casa, pero tampoco quería pasarse el día intentando averiguar lo que ya sabía. Miró su reloj.
—¿A qué hora amaneció esta mañana? —preguntó.
—Espera —dijo Cavuto mientras se palpaba los bolsillos—, voy a mirar mi almanaque.
Dorothy Chin volvió a resoplar y empezó a reírse por lo bajo.
—Doctora Chin —dijo Rivera, crispándose un poco—, ¿podría ser más precisa sobre la hora de la muerte?
Chin advirtió el tono de Rivera y adoptó un tono profesional.
—Claro. Hay un algoritmo para el tiempo de enfriamiento de un cadáver. Consígame la temperatura de anoche, deje que lleve el cadáver al depósito y lo pese y le daré una hora en menos de diez minutos.
—¿Qué? —le dijo Cavuto a Chin—. ¿Qué? —Esta vez se dirigió a Rivera.
—El solsticio de invierno, Nick —dijo Rivera—. La Navidad se estableció originalmente en el solsticio de invierno, el día más corto del año. Ahora son las once y media. Apuesto a que hace cuatro horas estaba empezando a salir el sol.
—Sí —dijo Cavuto—. Las prostitutas tienen un horario de mierda. ¿Es eso lo que quieres decir?
Rivera levantó una ceja.
—Nuestro amigo no pudo ir muy lejos después de que amaneciera, eso es lo que estoy diciendo. Tiene que estar por aquí.
—Me temía que fuera eso lo que querías decir —dijo Cavuto—. Nunca abriremos la librería, ¿verdad?
—Diles a los agentes que busquen por cualquier sitio oscuro: debajo de contenedores, en agujeros, en sótanos, en cualquier parte.
—Puede que sea difícil conseguir una orden de registro en Navidad.
—No se necesita una orden de registro si se tiene el permiso de los propietarios. No vamos a detener a nadie que viva aquí, estamos buscando a un sospechoso de asesinato.
Cavuto señaló el edificio de ocho plantas que formaba una pared del callejón.
—Este edificio tiene como ochocientos cuchitriles dentro.
—Pues será mejor que os pongáis en marcha.
—¿Y tú qué vas a hacer?
—Hace un par de días se denunció la desaparición de un hombre mayor en North Beach. Voy a investigarlo.
—Porque no quieres meterte debajo de los contenedores ni aunque te…
—Porque —dijo Rivera antes de que acabara la frase— tenía cáncer terminal. Su mujer cree que salió a dar una vuelta y se perdió. Ahora no estoy tan seguro. Llámame si encontráis algo.
—Ajá. —Cavuto se volvió hacia los tres policías de uniforme que estaban entrevistando al mendigo—. Eh, chicos, tengo un regalito navideño para vosotros.
Los Animales decidieron celebrar un pequeño funeral para Blue en el barrio chino. Troy Lee ya estaba allí, igual que Lash, que no quería volver a su apartamento hasta que se llevaran el cuerpo de Blue, y Barry, que era judío, iba a ir a cenar allí con su familia, como era tradición en su fe. Además, las licorerías del barrio chino estaban abiertas en Navidad, y si uno deslizaba algún dinero por debajo del mostrador, podía conseguir petardos. Los Animales estaban seguros de que Blue habría querido petardos en su funeral.
Estaban de pie formando un semicírculo, cada uno de ellos con una cerveza en la mano, en un parque cerca de la calle Grant. A la difunta se la honraba in absentia: en su lugar había un par de bragas comestibles a medio comer. Desde lejos, parecían una panda de muertos de hambre llorando a un palote de caramelo.
—Me gustaría empezar, si puedo —dijo Drew. Llevaba un abrigo largo y el pelo recogido con una cinta negra, de modo que se le veía el moraron en forma de diana de la frente, allí donde Jody le había dado con la botella de vino. Se sacó del abrigo un narguile del tamaño de un saxo tenor y, usando un mechero largo diseñado para encender chimeneas, prendió aquella magnífica pipa y se puso a borbotear como un submarinista con un ataque de asma. Cuando no pudo aguantar más, levantó el narguile, vertió un poco de agua en el suelo y dijo con voz ronca:
—Por Blue. —Lo cual le salió con un anillo de humo perfecto ante cuya visión los ojos de los demás se llenaron de lágrimas.
—Por Blue —repitieron los otros y, poniendo una mano sobre el narguile, vertieron un poco de sus cervezas.
—Pol Blue, mi neglo —dijo la abuela de Troy Lee, que había insistido en unirse a la ceremonia en cuanto supo que habría petardos.
—La vengaremos —dijo Lash.
—Y recuperaremos nuestro puto dinero —dijo Jeff, el gran deportista.
—Amén —dijeron los Animales.
Se habían decantado por una ceremonia aconfesional, ya que Barry era judío, Troy Lee budista, Clint evangélico, Drew rastafari, Gustavo católico y Lash y Jeff drogadictos paganos. Gustavo se había ido a trabajar porque tenía que haber alguien en la tienda mientras el escaparate siguiera tapado con tablones de contrachapado, así que, por deferencia a su fe, habían llevado pebeteros e incienso, y levantado una valla de palitos humeantes alrededor de las bragas comestibles. El incienso iba también con la tradición budista de Troy y su abuela, y Lash comentó durante la ceremonia que, aunque en otras cosas tuviera sus diferencias, a todos los dioses les gustaban las putas bienolientes.
—¡Amén! —dijeron otra vez los Animales.
—Y además vienen muy bien para encender petardos —añadió Jeff que, inclinándose sobre una varita de incienso, prendió una traca.
—¡Aleluya! —exclamaron los Animales.
Cada uno se ofreció a compartir algún recuerdo de Blue, pero todas sus historias degeneraban rápidamente con la inclusión de orificios y cosas pringosas, y ninguno quería seguir en esa línea delante de la abuela de Troy, así que se limitaron a lanzar petardos a Clint mientras este leía el salmo veintitrés.
Antes de empezar la segunda caja de cerveza, decidieron que, cuando anocheciera, tres de ellos (Lash, Troy Lee y Barry) sacarían a Blue del apartamento de Lash, la meterían en la parte de atrás de la ranchera de Barry y la arrojarían al mar en medio de la bahía en la Zodiac de Barry. (Barry era el submarinista del grupo, y tenía un montón de chismes acuáticos. Habían usado sus pistolas de arpones para atrapar al viejo vampiro).
Lash se armó de valor al abrir la puerta del apartamento, pero, para su sorpresa, no olía a nada. Llevó a Barry y a Troy al dormitorio y juntos sacaron la alfombra enrollada del armario.
—No pesa mucho —dijo Barry.
—Ay, mierda, mierda, mierda —dijo Troy mientras intentaba furiosamente desenrollar la alfombra.
Por fin, Lash estiró los brazos, cogió el borde de la alfombra y la desplegó de golpe por encima de su cabeza. Se oyó un golpe seco contra la pared del fondo y luego un tintineo metálico, como de monedas al caer.
Los tres Animales se quedaron mirando.
—¿Qué es eso? —preguntó Barry.
—Unos pendientes —contestó Troy. En efecto, había siete pendientes sobre la tarima del suelo.
—Eso no. ¡Eso! —Barry señaló con la cabeza dos tabletas gelatinosas del tamaño de melones cantaloupe que temblaban sobre el suelo como gelatina varada.
Lash se estremeció.
—Yo ya los había visto antes. Mi hermano trabajaba en una fábrica de Santa Bárbara que los hacía.
—¿Qué coño son? —preguntó Troy Lee, guiñando los ojos a través de una neblina alcohólica.
—Implantes mamarios —dijo Lash.
—¿Y qué son esa especie de gusanos? —preguntó Barry. Había dos pegotes traslúcidos parecidos a babosas pegados junto al borde de la alfombra.
—Parece silicona para ventanas —dijo Lash. Se fijó en que había un polvillo azul al borde de la alfombra. Pasó la mano por él, cogió un poco entre dos dedos y lo olfateó. Nada.
—¿Adónde ha ido? —preguntó Barry.
—Ni idea —dijo Lash.