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A nadie le gusta una puta muerta

Encontrar a su novio desnudo y atado al somier de una cama, cubierto de sangre y con una dominatriz muerta de color azul a los pies bastaría para hacer dudar a algunas mujeres de la estabilidad de su relación. Algunas incluso podrían tomárselo como una señal de que había problemas. Pero Jody llevaba soltera muchos años (había salido con músicos de rock y corredores de bolsa) y estaba equipada para los extraños baches de la carretera del amor, así que simplemente suspiró y dio a la fulana una patada en las costillas (más por sacar tema que para confirmar que estaba muerta) y dijo:

—¿Qué? ¿Una noche movidita?

—Joder, qué palo —canturreó Abby asomándose a la puerta, y enseguida volvió a desaparecer en el pasillo.

—Olvidé mi palabra de seguridad —dijo Tommy.

Jody asintió con la cabeza.

—Pues tuvo que ser muy embarazoso.

—Me pegó.

—¿Estás bien?

—Sí. Pero duele. Mogollón. —Tommy miró más allá de Jody, hacia la puerta—. ¡Hola, Abby!

Abby dobló la esquina.

—Lord Flood —dijo, inclinando la cabeza con una sonrisita. Luego miró el cadáver, se le agrandaron los ojos y volvió a salir al pasillo.

—¿Qué tal los piojos de tu hermana? —preguntó Tommy.

—El champú no funcionó —respondió Abby levantando la voz, sin mirar adentro—. Tuvimos que raparle la cabeza.

—Vaya, lo siento.

—No importa. Está muy guay, parece una niña con cáncer o algo así.

Jody dijo:

—Abby, ¿por qué no entras y cierras la puerta? Si pasa alguien y mira dentro, puede que, no sé, que se asuste un poco.

—Vale —dijo Abby. Entró y cerró la puerta con mucho cuidado, como si el chasquido de la cerradura fuera lo que podía atraer la atención de los vecinos.

—Creo que la he matado —dijo Tommy—. Me estaba pegando y quería que la mordiera, así que la mordí. Creo que la he dejado seca.

—Bueno, está muerta, desde luego. —Jody se inclinó y levantó el brazo de la puta azul. El brazo volvió a caer al suelo—. Pero no la has dejado seca.

—¿Ah, no?

—Si no, se habría convertido en polvo. Habrá sido un ataque al corazón o una apoplejía, o algo así. Parece que casi toda la sangre cayó encima de ti y en la alfombra.

—Sí, es que le desgarré la garganta y se desplomó antes de que acabara.

—Bueno, ¿y qué esperaba? Estabas atado.

—No parece que te importe mucho. Creía que ibas a ponerte celosa.

—¿Le pediste tú que te trajera aquí y te pegara hasta que la mordieras y la mataras?

—No.

—¿La animaste a que te pegara hasta que la mordieras y la mataras?

—Claro que no.

—¿Y no disfrutaste porque te pegara hasta que la mordiste y la mataste?

—¿Sinceramente?

—Estás desnudo y encadenado a un somier, y yo estoy a escasos centímetros de una fusta de montar y de tus genitales. Creo que te conviene ser sincero.

—Pues, sinceramente, lo de matarla fue bastante excitante.

—Pero no sexualmente.

—Qué va. Era una emoción totalmente homicida.

—Entonces no pasa nada.

—¿En serio no estás enfadada?

—Solo me alegro de que estés bien.

—Debería sentirme mal, lo sé, pero no puedo.

—Esas cosas pasan.

—A algunas zorras hay que matarlas, es así de sencillo —dijo Abby, mirando un momento a Tommy, y luego se dio cuenta de que estaba desnudo debajo de toda aquella sangre y apartó la mirada rápidamente.

—Ahí lo tienes —dijo Jody. Se acercó y empezó a deshacer sus ataduras, que eran tiras dobles de lana y nailon con gruesos grilletes metálicos cerrados sobre ellas—. ¿Para qué compró todo esto? ¿Para encadenar a un oso pardo? Abby, registra el cuerpo a ver si encuentras la llave.

—Ni loca —dijo Abby, con la mirada clavada en la muerta de color azul.

Jody notó que tenía los ojos fijos en los pechos, que, completamente erguidos, parecían desafiar la ley de la gravedad y a la muerte misma.

—No son de verdad —dijo Jody.

—Ya lo sabía.

—Era una mala mujer —dijo Tommy, intentando ayudar—. Con unas tetas enormes, pero falsas. No tengas miedo.

Abby apartó la mirada del pecho de la muerta y miró a Tommy, a Jody, al pecho de Jody y otra vez al cadáver.

—¡Joder! ¿Es que todo el mundo tiene las tetas grandes menos yo? ¡Dios, odio a los tíos! —Salió corriendo y dio un portazo.

—Yo no tengo las tetas grandes —dijo Jody.

—Las tienes perfectamente proporcionadas —dijo Tommy—. Perfectamente, de veras.

—Gracias, cielo —contestó Jody, y lo besó en los labios muy suavemente, como si no quisiera probar la sangre de la puta.

—Creo que la vi colgar la llave en el perchero de Lash, junto a la puerta.

—Tengo que enseñarte a convertirte en niebla, en serio —dijo Jody mientras cogía la llave.

—Sí, así me habría ahorrado todo esto.

—Sabes que los Animales te vendieron, ¿verdad?

—No me los imagino haciendo algo así. Esa zorra tuvo que chantajearlos o algo parecido.

—Clint se lo ha dicho también a la pasma. Rivera y Cavuto tenían vigilado nuestro loft.

—Pero Clint no cuenta, en realidad. Canjeó toda su credibilidad moral en este mundo cuando se comprometió a vivir eternamente.

—Es asombroso lo mal que se porta la gente en cuanto se le promete la inmortalidad.

—Como si no importara cómo trata uno a los demás —añadió Tommy.

—¡Ya está! —Jody abrió por fin el grillete de la muñeca derecha de Tommy y empezó a abrir el de la izquierda. Pesaban mucho, pero le pareció que, teniendo en cuenta la motivación que suponía la tortura, ella podría haberlos roto, o al menos haber partido en dos el somier—. ¿No podías haberlos roto?

—Creo que necesito hacer un poco de ejercicio. —Él se rascó la nariz furiosamente—. Bueno, ¿tenemos que esconder el cuerpo o qué?

—No, creo que servirá de escarmiento para tus amigos.

—Vale. ¿Qué hay de los polis?

—No son problema nuestro —dijo ella mientras giraba la llave en la cerradura y abría el grillete de su muñeca izquierda—. Nosotros no tenemos una puta muerta de color azul en nuestro apartamento.

Tommy se frotó la muñeca.

—Muy bien pensado —dijo—. Gracias por rescatarme, por cierto. Te quiero. —La agarró y tiró de ella, y estuvo a punto de caerse de boca cuando Jody retrocedió y él se topó con la resistencia de los grilletes de sus pies.

—Yo también te quiero —dijo Jody, dándole una palmada en la frente y empujándolo para que recuperara el equilibrio—, pero estás cubierto de aceite de zorra y no voy a dejar que me pringues la chaqueta nueva.

En el taxi, Abby hizo un mohín, sacando tanto el labio inferior que se le veía la carne rosa por encima del carmín negro, de modo que recordaba vagamente a un gato comiendo una ciruela.

—Dejadme en mi casa.

Tommy, que iba sentado en medio, cubierto con uno de los jerséis de Lash, le rodeó los hombros con el brazo para reconfortarla.

—No pasa nada, pequeña. Lo has hecho genial. Estamos muy contentos contigo.

Abby soltó un bufido y miró por la ventanilla. Jody, a su vez, rodeó el cuello de Tommy con el brazo y le clavó las uñas en el hombro.

—Cállate —susurró tan suavemente que solo Tommy pudo oírla—. No ayudas nada. Mira, Abby —añadió—, esto no es algo que pase de repente, como en las películas. A veces tienes que tirarte años comiendo bichos antes de convertirte en uno de los elegidos.

—Yo lo hacía —dijo Tommy—. Escarabajos, bichos, arañas, ratones, ratas, serpientes, titís… ¡Ay! Para de una vez, que ya me han torturado esta noche.

—Vosotros solo tenéis ojos el uno para el otro —dijo Abby—. No os importan los demás. Para vosotros somos como reses.

El taxista, que era hindú, miró por el retrovisor.

—¿Y qué pasa? —dijo Jody. Tommy le dio un codazo en las costillas.

—Era broma. Caray. Abby, nos preocupamos profundamente por ti. Te lo hemos confiado todo. De hecho, puede que esta noche me hayas salvado la vida. —Se echó hacia atrás y la miró—. Es una larga historia —dijo la pelirroja. Luego volvió a dirigirse a Abby—. Descansa un poco y ve mañana al loft cuando se haga de noche. Hablaremos sobre nuestro futuro.

Abby cruzó los brazos.

—Mañana es Navidad. Estoy atrapada con la familia.

—¿Mañana es Navidad? —dijo Tommy.

—Sí —contestó Jody—. ¿Y qué?

—Que los Animales no estarán trabajando. Y tengo unos asuntos pendientes con ellos.

—¿Estás tramando venganza?

—Pues sí.

Jody dio unas palmaditas en la bolsa de viaje que había en el asiento y que contenía todo el dinero que los Animales habían pagado a Blue: casi seiscientos mil dólares.

—Creo que eso ya está resuelto.

Tommy arrugó el ceño.

—Estoy empezando a dudar de la rectitud de tu brújula moral.

—Claro, yo soy la que tiene la ética torcida, cuando eres tú el que se ha pasado toda la noche con una dominatriz de color azul que te ató y te pegó, y a la que luego arrancaste la garganta.

—Haces que todo suene sórdido.

Abby se metió dos dedos en la boca y profirió un silbido agudo que dentro del coche sonó casi ensordecedor.

—Eh, que hay un taxista aquí. ¿Queréis callaros de una puta vez?

—Eh… —dijo Jody.

—Eh… —dijo Tommy.

—Eh, tú, niñata —dijo el taxista—, como vuelvas a silbar en mi taxi te planto en la acera.

—Perdón —dijo Abby.

—Perdón —dijeron Tommy y Jody al unísono.

Exceptuando algún raro asesino en serie (y los vendedores de coches usados, que las consideran la unidad perfecta para medir el espacio de un maletero), las putas muertas no le gustan a nadie. («Sí, en esta preciosidad puedes meter cinco o incluso seis putas muertas»).

—Está tan natural… —dijo Troy Lee mientras miraba a Blue—. Menos por cómo tiene el brazo doblado debajo del cuerpo. Y por la fusta. Y porque hay sangre por todas partes, claro.

—Y porque es azul —añadió Lash.

Los otros Animales asintieron, afligidos.

La mañana estaba resultando muy estresante para ellos: habían tenido que poner orden después del destrozo que Jody había armado en la tienda, llevar a Drew a urgencias para que le cosieran la brecha que le había hecho en la frente la botella de vino (enseguida se repartieron los calmantes que le recetaron, lo cual ayudó a calmar los nervios), y explicarle al gerente del supermercado por qué estaba roto el escaparate. Y ahora esto.

—El que casi tiene un máster en gestión de empresas eres tú —le dijo Barry, el bajito calvo, a Lash—. Deberías saber qué hacer.

—Los cursos no incluyen qué hacer con una puta muerta —contestó Lash—. Ese es un itinerario totalmente distinto. Ciencias políticas, creo.

A pesar del aturdimiento que habían conseguido con los calmantes y una caja de cervezas que habían compartido en el aparcamiento del Safeway, seguían estando tristes y un poco asustados.

—Gustavo es el portero —dijo Clint—. ¿No debería limpiar él?

¡Ahhhh! —exclamó Jeff, el altísimo ex deportista, y atizó a Clint en la cabeza con el nudillo de un dedo. Pero como le pareció que con el nudillo no bastaba, le arrancó las gafas de pasta y se las tiró a Troy Lee, que las rompió limpiamente en cuatro trozos y se las devolvió a Clint.

—Todo esto es culpa tuya —dijo Lash—. Si no te hubieras chivado de lo de Flood a la policía, esto no habría pasado.

—Solo les dije que Tommy era un vampiro —gimió Clint—. No les dije dónde estaba. Ni les hablé de la puta de Babilonia.

—Tú no la conocías como nosotros —añadió Barry y se le quebró un poco la voz—. Era especial.

—Y cara —dijo Drew.

—Sí,*[11] y cara —añadió Gustavo.

—Seguramente ahora por fin habría podido permitirse el lujo de ir a Babilonia —dijo Lash.

—Perdónalos, porque no saben lo que hacen —dijo Clint.

Troy Lee se inclinó para examinar a Blue, con cuidado de no tocarla.

—Cuesta ver los hematomas con el tinte azul, pero creo que le han roto el cuello. La sangre debe de ser de Flood. No veo que tenga ninguna marca.

—De mordisco, quieres decir —dijo Clint.

—Pues claro, tontaina. Sabéis que esto lo ha hecho la novia de Flood, ¿verdad?

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Lash—. Podría haber sido Flood.

—No creo —dijo Troy Lee—. Tommy estaba atado aquí. ¿Veis esas manchas naranjas que hay en las ataduras? Y los grilletes están abiertos, no rotos.

—Puede que la matara cuando lo soltó.

Troy Lee cogió algo de la cara de Blue tan delicadamente como si estuviera recogiendo su espectro.

—Si no fuera por esto.

Sostuvo un pelo largo y rojo donde Lash pudiera verlo.

—No hay razón para que Jody estuviera aquí, si Flood estaba suelto.

—Tío, eres como uno de los de CSI —dijo Drew.

—Deberíamos llamar a esos dos polis de homicidios —dijo Barry como si fuera el primero que lo había pensado.

—Y decirles que vengan a ayudarnos con nuestra puta muerta —dijo Lash.

—Bueno, ya saben lo de los vampiros —contestó Barry—. A lo mejor nos ayudan.

—¿Y si la llevamos a tu apartamento y los llamamos luego?

—Bueno, ¿y qué vamos a hacer con ella? —preguntó Barry con los pies separados y las manos detrás de la espalda, como un valeroso hobbit listo para enfrentarse a un dragón.

Troy Lee se encogió de hombros.

—¿Esperar hasta que se haga de noche y tirarla al mar?

—Yo no soporto tocarla —dijo Barry—, después de los momentos que hemos compartido.

—Seréis putos —dijo Gustavo, y, dando un paso adelante, empezó a enrollar la alfombra manchada de sangre. Tenía mujer y cinco hijos, y aunque nunca se había desecho de una prostituta muerta, le parecía que no podía ser peor que cambiar el pañal a un niño con diarrea.

Los otros Animales se miraron, avergonzados, hasta que Gustavo les gruñó. Entonces corrieron a apartar de su camino el pesado somier.

—A mí no me gustaba tanto, de todos modos —dijo Barry.

—La verdad es que se aprovechó de nosotros —añadió Jeff.

—Yo solo os seguí la corriente por no amargaros la fiesta, chicos —dijo Troy Lee—. No disfruté ni de la mitad de sus mamadas.

—Vamos a meterla en el armario hasta que sea de noche. Luego dos de nosotros pueden llevarla a Hunter’s Point y tirarla al mar.

—¿En Navidad? —preguntó Drew.

—No puedo creer que se quedara con todo nuestro dinero y que ahora encima vaya a chafarnos la Navidad —dijo Troy Lee.

—¡Nuestro dinero! —exclamó Lash—. ¡La muy zorra!

A nadie le gustaba una puta muerta.

—De vez en cuando me gusta una puta muerta —dijo el vampiro Elijah ben Sapir, arruinando un título perfecto. Había roto el cuello a la puta justo antes de dejarla completamente seca, para que hubiera un cadáver—. Pero uno no quiere ser demasiado obvio. —Arrastró el cuerpo de la puta hasta detrás de un contenedor y se quedó mirando mientras las heridas de su cuello se curaban. La había asaltado en un callejón, cerca de las calles Décima y Misión. Llevaba subida la capucha del chándal ancho que se había puesto, así que ella se había sorprendido cuando entraron en el callejón y, al echarse la capucha hacia atrás, él resultó ser un semita, y además muy pálido.

—Vaya, pero si creía que eras negro… —había dicho la puta, sus últimas palabras. Solo llevaba cien dólares encima, que, junto con el chándal y un par de playeras Nike, eran los únicos recursos que el viejo vampiro tenía a su disposición.

Había llegado a la ciudad en un yate que valía millones, lleno de obras de arte que valían más millones aún, y ahora se veía obligado a matar por cuatro cuartos. Era dueño de varias casas por todo el mundo, claro, y tenía dinero escondido en docenas de ciudades, pero tardaría algún tiempo en poder acceder a él. Y quizá no estuviera tan mal pasarlas canutas para variar. A fin de cuentas, había ido a la ciudad y tomado una nueva polluela para aliviar su hastío. (Es muy difícil sentirse vivo cuando uno lleva muerto ochocientos años). Y ella lo había conseguido. No se estaba aburriendo… y se sentía muy vivo.

Salió del callejón y miró el cielo. El amanecer amagaba: tenía quizá veinte minutos antes de que saliera el sol.

—Cómo pasa el tiempo. —Cruzó la calle y se metió en un hotel con un letrero que decía: «Se alquilan habitaciones. Por horas, días o semanas». Sintió el olor a cigarrillos, sudor y heroína del recepcionista y mantuvo la cabeza agachada para que la capucha le tapara la cara.

—¿Tiene alguna habitación sin ventanas?

—Veinticinco pavos, como las demás —dijo el recepcionista—. ¿Quiere sábanas? Las sábanas cuestan cinco pavos más.

El vampiro sonrió.

—No, no quiero malacostumbrarme.

Pagó al recepcionista, cogió la llave y subió las escaleras. Sí, se sentía muy vivo. Uno no aprecia de verdad lo que tiene hasta que lo pierde. Y si no pierde algo importante, ¿cómo va a disfrutar uno de la venganza?