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Las crónicas de Abby Normal:

esbirra recién uncida de los Hijos de la Noche

Inclinaos ante mí, sucios mortales, porque ahora os veo como los patéticos ratoncillos que sois. Escabullios ante mi deslumbrante oscuridad, moradores del día, porque soy vuestra ama, vuestra reina, vuestra diosa: ellos me han acogido en su seno. ¡Soy Abigail von Normal, NOSFERATU, cabrones!

Bueno, más o menos.

Ay, Dios mío. Fue tan guay… Como correrse dos veces con gominolas y una Coca-Cola. Estaba en el loft, flipando con la música de mi MP3. Me había bajado el último CD de Dead Can Dub (Death Boots Badonka Mix) en el Starbucks, y estaba levitando total. Me sentía transportada a un antiguo castillo rumano donde todo el mundo iba de éxtasis hasta las cejas y bailaba sensualmente y superchill (con el pelo perfecto). Estaba encima de la mecedora, haciendo un baile de caderas estilo libre (perfeccionando mi danza gestalt) cuando vi que entraba humo por debajo de la puerta.

(Estoy deseando bailar con Jared escuchando el nuevo CD. Le va a encantar el paso que hago. Eso es lo que me gusta de bailar con gais. Si se les pone dura mientras bailan, te lo puedes tomar como un cumplido, no como una indirecta. Jared dice que, si yo fuera un tío, me comería la polla total.

A veces es tan mono…)

Así que me quité uno de los auriculares y dije:

—Vaya, hay fuego en la escalera. Tenía que tocarme a mí. —Solo hay una salida, así que ya sabes: Abby chamuscada al canto.

Pero el humo tomó la forma de un pilar, y luego empezaron a crecerle brazos y piernas. Cuando vi que tenía ojos corrí al dormitorio y cerré la puerta. No estaba alucinando ni nada, estaba supertranquila. Pero no era como cuando tus amigas te sujetan el pelo mientras vomitas y te dicen que solo son las drogas y que no te va a pasar nada; así que cerré la puerta con llave por si acaso, para poder evaluar la situación. Entonces la puerta reventó hecha astillas y allí estaba la condesa, totalmente desnuda, de pie en la puerta, con el pomo en la mano. Y estaba buenísima, solo que tenía las piernas hechas una mierda, como quemadas o podridas o algo así.

Así que voy y le digo:

—Acabas de quedarte sin fianza.

Y la condesa me coge por el pelo y tira de mí y me muerde en el cuello, así como así. No me dolió mucho, fue más bien la impresión, como cuando te despiertas después de una endodoncia y te encuentras a tu dentista metiéndote mano. Bueno, no exactamente así: más místico. Pero de todas formas fue sorprendente. (Vale, me dolió, pero no tanto como la vez que Lily intentó que nos agujereáramos los pezones con el compás de la clase de geometría y un cubito de hielo. ¡Au!).

Ella olía a carne quemada, y yo intenté apartarla, pero era como si tuviera los miembros paralizados o un tío muy gordo se hubiera sentado encima de mí; como si estuviera enterrada viva o algo así, pero viendo lo que pasaba. Y luego empecé a marearme y pensé que me iba a desmayar. Entonces fue cuando la muy zorra me soltó.

Y va y dice:

—Baja a recoger mi ropa de la acera. Y haz café.

Y yo pensé, espera un momento, acabo de perder la virginidad de mi mortalidad, ¿no deberías darme un cigarrillo o una puta toalla o algo así?

Pero solo dije:

—Vale. —Porque las quemaduras de la condesa iban curando mientras yo las miraba, y me acojonaba mirarla desnuda, con los muslos quemados y los pelos del pubis todos rojos. Así que bajé y nada más salir del portal había un indigente rebuscando entre un montón de ropa. Bueno, en realidad estaba olisqueando las bragas de la condesa. Y como creo que no siempre hacemos todo lo que podemos por ayudar a los indigentes, voy y le digo:

—Llévatelas, y no le digas a nadie lo que has visto aquí esta noche.

(Ya empezaba a sentir la superioridad de mi nosferatitud, así que me pareció apropiado tirar de nobleza obliga). Así que se fue husmeando las bragas de encaje de la no muerta mientras yo subía en busca de filtros para el café.

Cuando llegué arriba la condesa se había vestido y se había peinado y va y me dice:

—¿Dónde está Tommy? ¿Has visto a Tommy? ¿Hablaste con esos polis? ¿Y dónde está Tommy?

Y yo:

—Condesa, te suplico perdón y todo ese rollo, pero tienes que calmarte. El vampiro Flood no estaba cuando llegué aquí esta mañana, y tampoco estaba esa estatua de bronce. Pensé que os habíais ido a dormir en el húmedo seno de vuestro suelo nativo o algo así.

—Qué asco —dijo la condesa. Luego se aceleró de repente—. Hazme un café con dos azucarillos y échale una de esas jeringuillas de sangre. Y llámanos a un taxi.

Y yo:

—Eh, para el carro, condesa. Soy uno de los vuestros y tú no mandas en mí y…

Y ella va y dice:

—He dicho «llámanos», ¿no?

Así que hice su recado (bueno, nuestro recado, en realidad) y cogimos un taxi para ir al Safeway de Marina, aunque no entiendo por qué no nos transformamos en murciélagos y fuimos volando. El caso es que llegamos allí en diez minutos. Pero justo cuando íbamos a parar, la condesa va y le dice al conductor que siga adelante.

Dice:

—Son Rivera y Cavuto. Esto no va bien.

El coche marrón de los polis estaba aparcado delante de la tienda. Y yo digo:

—¿Esos polis? Son unos pringaos.

Ella pareció sorprendida porque los conociera, pero le conté que les había tratado como los panolis que son y noté que se alegraba bastante de haberme acogido en el negro seno del aquelarre.

Luego va y dice:

—Ese gilipollas de Clint les está contando lo de Tommy.

Pero yo ni siquiera podía ver qué estaba mirando más allá del escaparate del Safeway. Supongo que mis poderes se desarrollarán con el tiempo. Quinientos años es mucho tiempo para dominar el kung fu del vampiro.

La condesa le dijo al taxista que nos dejara en Fort Mason, así que todavía podíamos ver la entrada del Safeway. Nos quedamos entre la niebla como las criaturas de la noche que somos mientras esperábamos a que salieran los polis.

Entonces la condesa me puso un brazo sobre los hombros y me dijo:

—Abby, siento… eh… haberte atacado así. Me dolía muchísimo y para curarme necesitaba sangre fresca. No pude dominarme. Pero no volverá a pasar.

—No te preocupes —le dije—. Es un honor para mí haber sido ascendida. Además, fue muy excitante. —Y es verdad, ¿sabes?, menos por el olor a carne quemada y todo eso.

Y ella me dice:

—Bueno, gracias por cuidar de nosotros.

Y yo:

—Perdona, condesa, pero ¿qué hacemos en el Safeway? —Porque no es que necesitemos hacer la compra.

Y ella va y contesta:

—Esos tipos trabajaban antes con Tommy, y uno de ellos sabe que es… bueno, uno de los hijos de la noche. Creo que quizá sepa dónde está ahora.

Entonces vimos que un tío con cara de tonto, gafas y pelo crespo abría la puerta del Safeway y dejaba salir a los policías. Ellos se montaron en su coche y el del pelo crespo cerró la puerta con llave.

—Comienza el espectáculo —dijo la condesa. Se subió la cremallera de la chaqueta de cuero, sacó unas gafas de sol del bolsillo y se las puso. Y va y dice—: Quédate aquí, Abby. Enseguida vuelvo. —Luego empezó a cruzar el aparcamiento en dirección al Safeway, a grandes zancadas, como un ángel vengador, con la melena roja flotando al viento y las farolas iluminándola a través de la niebla.

Yo dije:

—¡Ay, mierda!

Pero ella ni siquiera aflojó el paso. Cuando llegó a unos cinco metros del escaparate, cogió uno de los cubos de basura de acero reforzado como si fuera de cartón y lo tiró contra el cristal. El escaparate se rompió ¡y ella siguió andando! Cubitos de cristal llovían sobre ella, pero recorrió la parte delantera como si fuera el ama de la tienda y de todo lo que había en ella… y así era.

Antes de que yo entrara en la tienda, volvió doblando la esquina. Llevaba a rastras, cogido por el cuello, al del pelo crespo. Lo tiró contra un expositor de botellas de vino, que se hicieron añicos, mancharon de rojo todo el suelo y salpicaron las cajas y tal.

Yo dije:

—Tío, la condesa te va a inflar a hostias. Lo llevas crudo, hermano.

(No me inclino por usar el dialecto del hip-hop a menudo, pero hay veces en que, al igual que el francés, expresa mejor la emoción del momento).

Justo entonces los tíos que yo había visto en la limusina doblaron corriendo la esquina del pasillo. La condesa cogió una botella de vino del expositor y, sin vacilar un segundo, la lanzó y dio con ella al primero (un tío alto con pinta de jipi), justo en medio de la frente. El tío se cayó redondo, como si le hubiera pegado un tiro.

Y ella dice:

—¡Atrás! —Y todos retroceden y vuelven a doblar la esquina por la que habían venido, menos el que tenía pinta de jipi, que estaba K. O.

Entonces la condesa cogió al tío de las gafas por el pescuezo. Y aunque era como medio metro más alto que ella, empezó a darle vueltas como si fuera un muñeco de trapo hasta que el tío se puso a gritar no sé qué de Jesucristo y Satanás y a decirle que vade retro y no sé cuántas gilipolleces más. Y la condesa decía:

—¿Dónde está Tommy?

Y él:

—No lo sé. No lo sé.

Y la condesa lo agarró por el pelo y le sujetó la cabeza contra el expositor de vino. Y sin inmutarse va y dice:

—Clint, voy a sacarte el ojo derecho. Luego, si no me dices dónde está Tommy, voy a sacarte el izquierdo. Preparados. A la de tres. Una… dos…

Y él:

—Yo no tuve nada que ver. Esa mujer es un engendro de Satanás, se lo dije a ellos.

—¡Tres! —dice la condesa.

—Está en el apartamento de Lash, en Northpoint. No sé el número.

Y la condesa va y grita «¿Número?» por toda la tienda.

Y el negro asoma la cabeza por detrás de un expositor de gusanitos y dice:

—Northpoint, seiscientos noventa y tres, apartamento trescientos uno. —Y otro de los tíos tira de él para que se agache.

Y luego la condesa va y dice:

—Gracias. Si está herido, volveré. —Y tiró al tal Clint a través de un expositor de Doritos que difundieron su delicioso olor a queso por toda la tienda.

Y ella dijo:

—Vaya, eso sí que ha sido una sorpresa agradable.

Y yo:

—¿Que lord Flood esté en un apartamento en Northpoint?

—La verdad es que no creía que supieran dónde estaba. Pero no sabía por dónde empezar.

—Seguramente tus sentidos han aprendido a percibir la presencia de lord Flood con el paso de los siglos —dije, como una lerda total.

Y ella:

—Vámonos, Abby.

Y no sé por qué, supongo que porque tenía bajo el nivel de azúcar o porque había perdido sangre, pero el caso es que dije:

—¿Puedo coger unos chicles?

Y ella:

—Claro. Coge también café. De grano entero. Casi no nos queda.

Y eso hice. Y cuando la alcancé ya estaba en mitad del aparcamiento, camino de Ghirardelli Square, y trocitos de cristal de seguridad brillaban todavía en su pelo, y me sonrió cuando llegué a su lado y yo no pude refrenarme, porque aquello era lo más guay que había visto nunca. ¡En toda mi vida! Y voy y le digo:

—Condesa, te quiero.

Y ella me rodea con el brazo y me besa en la frente y me dice:

—Vamos a buscar a Tommy.

Supongo que empezaré a sentir mis poderes vampíricos mañana por la noche, aunque ahora mismo me siento como una fracasada de mierda. Pero cuando vuelvan a empezar las clases, voy a ser la puta ama.