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Las crónicas de Abby Normal,
sierva completamente jodida del vampiro Flood
¡Oh, Dios mío, qué putada! He fallado, he dejado mis deberes sin hacer: la oscura acera de mi trágica vida está llena de caca de perro. Mientras estoy aquí sentada, en el Starbucks del Metreon, escribiendo esto, los esclavos del café espumoso parecen moverse como zombis de ojos plateados y mi Amaretto mocachino con leche desnatada de soja se ha vuelto más amargo que la bilis de serpiente. (Que es la bilis más amarga que puede haber). Si no hubiera un tío buenísimo a dos mesas de la mía, haciendo como que no me ve, me echaría al llorar. Pero las lágrimas de verdad te corren el rímel, así que voy a mantenerme gélida en mi desesperación. Tú te lo pierdes, guapo, porque he sido elegida. ¡Sufre, cabrón!
Anoche tuve que dejar a lord Flood a su merced, pero antes de irme le confesé mi amor imperecedero. Soy una chupapollas sin remedio. Lo único que tenía que hacer era decir adiós, pero no, tuve que soltárselo. Es como si tuviera poderes sobre mí; como si yo tuviera un desorden alimentario y él fuera un paquete de galletas Oreo. (No tengo ningún desorden alimentario, solo estoy flaca porque me gusta comer mogollón y luego potarlo. No es un problema de imagen. Creo que mi organismo siempre ha querido vivir con dieta líquida, y hasta que mi Señor Oscuro me tome en su amoroso abrazo, solo me queda el Starbucks).
Llevo todo el día intentando hablar con mi Señor Oscuro y con la condesa por el móvil, pero siempre me sale el buzón de voz. Pero, en fin, son vampiros. No contestan al teléfono. A veces soy de un lerdo…
El caso es que me fui al loft viejo esta mañana muy temprano (antes de que amaneciera, de hecho). Soy, no sé, como una de las hermanas Bronté por haberme inventado una historia para salir de casa tan temprano, pero quería hablar con mi amo antes de que se durmiera. El caso es que el borracho, ese tío que da tanta grima, y su gato enorme se habían ido, pero mi amo y la condesa tampoco estaban. Se lo habían llevado todo, menos la estatua de la tortuga y la de la condesa.
Así que salí de allí y me iba a ir al loft nuevo cuando vi a dos polis sentados en una mierda de coche de color marrón. Enseguida me di cuenta de que eran cazavampiros. Deben de ser los poderes oscuros del amo, que se me están pegando. Había un poli gay gordo y grandullón y otro hispano con la cara afilada.
Así que voy y les digo:
—¿No podríais parecer un poquito más polis?
Y ellos:
—Circule, señorita.
Así que me vi obligada a decirles que no mandaban en mí y luego procedí a humillarles verbalmente hasta hacerles llorar. ¿Qué les pasa a los carrozas? Sus mentes funcionan tan despacio que tienes que animarlos a levantarse para volver a abofetearlos hasta que se desmayen como panolis. Yo no quiero ser nunca una carroza. Y no lo seré, porque mi Señor me hará de los suyos y recorreré majestuosamente la noche para toda la eternidad, y mi belleza quedará preservada para siempre tal y como es (aunque la verdad es que me gustaría tener las tetas un poco más grandes).
El caso es que estuve dando vueltas por la calle Market y por Union Square para que los polis tuvieran tiempo de largarse a lamerse las heridas, y luego volví a la calle del amo para echar un vistazo en el loft nuevo. Esta vez había un tío asiático sentado al otro lado de la calle, en un Honda; se hacía el indiferente, tipo manga, pero era evidente que estaba vigilando la puerta del loft. No parecía un poli, pero estaba vigilando, eso seguro, así que me paré y fingí mirar la obra de los escultores que trabajan en el local que hay debajo del antiguo loft del maestro. Son dos carrozas moteros, pero hacen unas cosas flipantes. Habían dejado la puerta del garaje abierta, así que entré.
Estaban pinchando gallinas muertas en alambres; luego las sumergían en pintura plateada y las colgaban de unos palos por los alambres.
Así que voy y les digo:
—¿Qué coño estáis haciendo, moteros?
Y uno de ellos va y dice:
—Casi estamos en el año de la polla.
Y yo:
—No seas cerdo, carroza de mierda, como te saques la pilila te rocío con spray de pimienta hasta freírte. (Hay que ponerse dura con los pajilleros: he tenido que vérmelas con ellos en el autobús unas diecisiete veces, así que lo sé por experiencia).
Y él va y dice:
—No, digo que es el año de la polla en el zodíaco chino.
Cosa que yo ya sabía, por supuesto.
—Estamos haciendo estatuillas —dijo el más grandullón, que se llamaba Frank. (El otro se llamaba Monk. No hablaba mucho, lo que podría explicar el nombre).[10]
Así que me enseñaron cómo cogen las gallinas muertas que compran en el barrio chino, las atraviesan con alambres para colocarlas en distintas posturas y luego las sumergen en pintura metálica fina, las meten en un tanque grande y les ponen unas pinzas de batería. Hacen pasar corriente por las grapas y la electricidad atrae las moléculas del bronce o algo así y las pega a la pintura metálica. Es como si el pollo quedara bronceado al instante. Pensé en la estatua de la condesa y me dio un poco de repelús.
Así que fui y les dije:
—¿Alguna vez habéis hecho eso con una persona?
Y ellos:
—Qué va, eso estaría mal. Ahora será mejor que te vayas, porque vamos con retraso y, además, ¿tú no tienes clase y esas cosas?
Así que me fui y al salir vi que el asiático me estaba mirando y le dije:
—Eh, tú, es casi el año de la polla. ¿No deberías ir a comprarte una?
Parecía muy nervioso, pero sonrió. Luego puso en marcha el coche y se fue. Pero me desea, lo noto, así que volverá. Espero que me desee. Era tan mono, con ese aire de Final Fantasy 37… Lo que quiero decir es que con este el sexo-fu es muy fuerte.
En la casa nueva no había ni rastro de mi Señor Oscuro y de la condesa. Me pregunto si se habrán enterrado en algún parque y habrán satisfecho sus deseos perversos el uno con el otro entre raíces de árboles y lombrices. ¡Puaj!
Bueno, casi es de noche. Será mejor que vuelva al loft y les espere.
APÉNDICE: el champú antipiojos no funcionó con mi hermana. Parece que tendremos que afeitarle la cabeza. Voy a intentar convencerla de que se tatúe un pentagrama en el cuero cabelludo. Conozco a un tío en el Haight que te lo hace gratis si lo sometes a vejaciones verbales mientras te tatúa. Luego, más.
El sol se había puesto. Jody despertó dolorida y oliendo a carne guisada. Se apartó de la fuente de aquel dolor, cayó a través de las planchas del techo acústico y fue a aterrizar en un fregadero industrial lleno de platos y agua jabonosa. Salió de un salto del fregadero y empezó a sacudirse los espumarajos de la chaqueta y los pantalones. Un mexicano retrocedía por el cuarto, santiguándose e invocando a los santos en español. Cuando Jody se tocó la parte delantera de los muslos, sintió un dolor tan agudo que a punto estuvo de volver a atravesar el techo.
—¡Joder, qué dolor! —dijo mientras daba vueltas saltando a la pata coja (cosa que por lo general alivia toda clase de dolores, con independencia de la parte del cuerpo afectada). El taconeo de su bota sobre las baldosas sonaba como el de un bailaor de flamenco cojo.
El friegaplatos dio media vuelta y salió corriendo hacia la panadería.
La panadería. Cuando la alarma de su reloj había anunciado, amenazante, el amanecer, Jody había corrido por el callejón probando puertas, y la única que había encontrado abierta llevaba al almacén de una panadería. Necesitaba un escondite donde no la molestaran mientras dormía, y aunque pensó en esconderse debajo de un par de sacos de harina de veinticinco kilos, no tenía modo de saber si los panaderos los usarían ese día. Ya se había despertado en una morgue en cierta ocasión (cuando Tommy la congeló), y encontrarse con un rollizo auxiliar funerario con tendencias necrófilas restregando su supuesto cadáver semidesnudo con las manos y otras partes del cuerpo mientras ella se descongelaba le había amargado por completo la experiencia. No, tenía que encontrar un sitio más apartado donde dormir.
Había oído, al otro lado de la puerta, los pasos y la voz de un panadero que se disponía a entrar en el almacén. Había mirado a su alrededor en busca de un sitio donde esconderse y había visto las mugrientas planchas del techo acústico sobre su cabeza. Había saltado sobre el palé de harina, levantado una plancha y visto que el techo estaba suspendido a un metro veinte por debajo del techo estructural. Benditos fueran los edificios viejos. Se había agarrado a una cañería de agua, se había encaramado al techo, había subido las piernas y rodeado con ellas la cañería; luego había usado la mano libre para volver a colocar la plancha en su sitio, todo ello en menos de dos segundos.
Había aguzado el oído mientras el hombre se movía debajo de ella, recogía uno de los sacos grandes de harina y salía de la habitación. Se había librado por los pelos.
Entonces había mirado su reloj. Faltaba menos de un minuto para que se quedara frita. Había visto cuatro cañerías que corrían en paralelo al techo, casi unidas. Estaban ligeramente calientes, por eso podía verlas en la oscuridad, pero medían cinco centímetros de contorno cada una y estaban sujetas al techo más o menos cada medio metro. La sostendrían.
Se había subido encima de ellas, se había quitado la chaqueta de cuero, la había puesto encima de las cañerías y luego se había tumbado boca abajo sobre ella. Así, aunque una de sus piernas resbalara, no se caería. Estaba intentando meter las punteras de las botas entre los resquicios de las cañerías cuando se quedó dormida.
El problema era que a aquella hora tan temprana las cañerías no se usaban. Pero cuando el edificio se despertó el agua caliente empezó a correr por ellas, y Jody había pasado todo el día expuesta a su calor. La chaqueta había protegido su cara y su tronco, pero sus muslos se habían cocido a fuego lento bajo los vaqueros.
Rechinó los dientes, cruzó a toda prisa la puerta del cuarto del lavaplatos y entró en la trastienda de la panadería. Estaba desierta, claro: los panaderos solo trabajaban de madrugada y a primera hora de la mañana. Al anochecer, el que fregaba los platos era el único que quedaba en el edificio.
Volvió al almacén y salió al callejón. Desde el fondo del callejón veía la entrada a sus dos lofts. Por suerte, nadie parecía estar vigilando desde la calle. En la casa nueva había luz. Se acercó a la puerta. Le ardían las piernas cada vez que daba un paso.
Aplicó el oído a la puerta, hizo lo que ella llamaba «abarcar». Si se concentraba, casi podía oír formas, dependiendo del ruido ambiente. Había alguien en el loft; oía el latido de un corazón, música industrial sonando a través de auriculares, el arrastrar de un cuerpo: un cuerpo ligero que bailaba. Era la chica, Abby Normal. ¿Dónde demonios estaba Tommy? No podía estar muy lejos del loft: solo hacía cinco minutos que se había puesto el sol.
Jody aporreó la puerta, pero los ruidos de arriba no cambiaron de ritmo. Volvió a aporrearla, dejando esta vez una abolladura en el metal. Joder, la cría tiene puestos los cascos y no oye nada.
Se estremeció, aunque no por el frío, sino por el hambre que empezaba a apoderarse de ella. Su cuerpo le decía que necesitaba alimentarse para sanar.
Solo lo había hecho una vez antes, y no estaba segura de poder volver a hacerlo, pero tenía que entrar en el loft y dejar intacta una puerta que pudiera cerrarse con llave. Se concentró como el viejo vampiro le había enseñado y poco a poco sintió que se difuminaba y que iba transformándose en niebla.
Monet ya no iba vestido de estatua viviente: había abandonado su papel (ese papel, por lo menos). Ahora era todo un gangsta, un rapero de la hostia, un ninja con un par de cojones, un hijoputa de mucho cuidado en busca de venganza. A media tarde había desistido de ganar algún dinero y se había ido a casa para quitarse el maquillaje y lamerse las heridas. Ese día le habían dado una buena zurra, aunque fuera solo en el ego. Pero ahora iba con sus colegas P. J. y Fly; entre los tres darían su merecido a aquel hijoputa de bronce, si todavía andaba por allí. Si no salía corriendo como una zorra.
—¿Llevas pipa? —dijo Fly mientras se ajustaba el pañuelo pirata y conducía su Honda Civic de diez años, cuyas llantas valían más que el resto del coche.
—¿Eh? —preguntó Monet.
—Que si tienes un arma —dijo Fly, pronunciando con la precisión de la Royal Shakespeare Company.
—Ah, sí. —Monet se sacó la Glock de la cinturilla y se la enseñó a Fly.
—Baja ese cacharro, negro —dijo P. J., que iba en el asiento de atrás, vestido con un chándal Phat Pharm que le quedaba cuatro tallas grande.
—Perdón —dijo Monet, y volvió a meterse la pistola en la cinturilla de los pantalones. Le había pedido prestada la Glock (se la había alquilado, en realidad) a un auténtico gangsta de Hunter’s Point al que tenía que devolvérsela dos horas después, o le cobraría veinticinco pavos de más. Antes de darle la pistola a Monet, el gangsta le había hecho jurar que nadie llevaría colores de banda, para que no le echaran a él la culpa de lo que hiciera Monet. Monet se lo había asegurado y luego, después de que P. J. buscara en Google qué eran «colores de banda», se habían decidido por pañuelos naranjas, dado que ninguna banda parecía llevarlos.
—El Pelotón de los Butaneros, tío —había dicho Monet.
—No, tío, los Matones de la Pétrea Mandarina —sugirió Fly.
—Tíos, tíos, tíos, atención —dijo P. J., haciendo tantos aspavientos que cualquier sordo que lo hubiera visto habría pensado que tenía el síndrome de Tourette—. La Banda Cutre del Pez Payaso.
—Hostia, tú, eso es tan absurdo que tiene sentido —dijo Monet.
—¿Y eso es bueno? —preguntó Fly.
—Hombre, tío, métete en el papel. —Fly era un mal actor. Iban los tres a la misma escuela de interpretación.
Debería haber contratado a matones de verdad para aquel trabajo. Seguramente P. J. se liaría con las perneras del chándal y acabaría arruinando por completo su intento de intimidación.
—Ya estamos —dijo Fly, apartándose del tráfico junto a la acera del Embarcadero, al lado del Ferry Building—. ¿Es ese?
—Sí, ese es —contestó Monet. No había nadie por allí. Solo algún coche pasaba de largo de vez en cuando. Y, sin embargo, el nuevo seguía allí.
—Acordaos —dijo Fly—. Andad. No corráis. Solo andad, como si tuvierais todo el tiempo del mundo. Utilizad vuestra memoria sensorial.
—Vale, vale, vale —dijo Monet. P. J. y él salieron del coche y avanzaron rápidamente por los adoquines hasta donde la estatua viviente seguía haciendo su papel. Maldición, sí era bueno: ni siquiera se movió.
Cuando llegaron a su lado, Monet levantó la Glock y el cañón chocó con la frente de la estatua.
—¡Tú, hijoputa! —Se oyó un clanc amortiguado.
—Guau —dijo P. J.— Pero si este negro es una estatua de verdad.
Monet tocó la estatua: tres clanes amortiguados.
—Pues sí.
—Tiene un montón de dinero en los zapatos —dijo P. J.
—Pues cógelo, idiota —dijo Monet.
—Eh, para el carro, Monet, que no es a mí a quien ha robado protagonismo una estatua de verdad.
—Cállate —respondió Monet.
P. J. estaba sacando manojos de billetes de los vasos de refresco gigantes de los pies de la estatua y metiéndoselos en los bolsillos.
—Aquí debe de haber mil dólares, tío.
—Jo —dijo Monet—. Ayúdame a meter la estatua en el coche.
P. J. se levantó, metió un hombro debajo de la estatua e intentó levantarla mientras Monet se guardaba la pistola en los pantalones y arrimaba el hombro por el otro lado. Arrastraron la estatua un metro; luego tuvieron que dejarla para recobrar el aliento.
—Pesa como su puta madre —dijo P. J.
—¡Queréis venir de una vez! —gritó Fly desde el coche, ya completamente fuera de su papel.
—A la mierda con esto —dijo Monet. Todo aquel asunto era muy embarazoso. Y había pagado el alquiler de la pistola, ¿no? Se sacó la Glock de la cinturilla y le pegó un tiro a la estatua.
P. J. agachó la cabeza.
—Mierda —dijo—. ¿Tú estás loco o qué?
—A este hijoputa le hace falta que le den una… —Monet se calló de pronto.
P. J. se incorporó y miró hacia atrás. Por el agujero de la bala salía humo y, en el segundo que estuvo mirando, aquel humo tomó la forma de una mano y agarró a Monet por el pescuezo. P. J. se volvió para huir, pero algo lo agarró por la capucha del chándal y tiró de él hacia atrás. Oyó que Monet hacía ruidos como si tuviera arcadas y se ahogara. Luego sintió un dolor agudo a un lado del cuello y se notó mareado.
Lo último que vio fue a Fly largándose en el Honda.