15
Payasos rotos
El inspector Alphonse Rivera vio a la marioneta rota (medias de rayas blancas y negras y zapatillas verdes) salir del apartamento de Jody Stroud y enfilar la calle. Luego la chica se volvió y miró su berlina marrón sin distintivos.
—La hemos cagado —dijo Nick Cavuto, el compañero de Rivera, un hombre ancho de espaldas y grande como un oso que añoraba los tiempos de Dashiell Hammet, cuando los polis hablaban como tipos duros y había muy pocos problemas que no pudieran resolverse con los puños o con jarabe de plomo.
—No la hemos cagado. Solo está mirando. Dos tíos de mediana edad sentados en un coche, en plena calle. Es un poco raro.
Si Cavuto era un oso, Rivera era un cuervo: un hispano fibroso y de rasgos afilados, con un toque de gris en las sienes. Últimamente le había dado por llevar trajes italianos caros, de seda cruda o lino, cuando podía encontrarlos. Su compañero llevaba un traje arrugado que había comprado en unos grandes almacenes. Rivera se preguntaba a menudo si no sería Nick Cavuto el único gay del planeta que no tenía ni pizca de sentido de la moda.
La chica patituerta con los ojos maquillados como un mapache avanzaba por la calle, hacia ellos.
—Sube tu ventanilla —dijo Cavuto—. Sube tu ventanilla. Haz como si no la vieras.
—No voy a esconderme de ella —contestó Rivera—. Es solo una cría.
—Exacto. No puedes pegarle.
—Por Dios, Nick. No es más que una cría un poco rara. ¿Se puede saber qué te pasa?
Cavuto estaba de los nervios desde que habían aparcado allí, hacía una hora. Ambos lo estaban, en realidad, desde que aquel tipo llamado Clint, uno de los del turno de noche del Safeway de Marina, había dejado un mensaje en el buzón de voz de Rivera diciéndoles que Jody Stroud, la vampira pelirroja, no se había ido de la ciudad, como había prometido, y que su novio, Tommy Flood, también era ahora un vampiro. Aquello era una mala noticia para los policías, que se habían quedado con una parte del dinero de la colección de arte del viejo vampiro a cambio de dejarlos marchar a todos. En realidad, les había parecido la única solución. Ninguno de los dos quería explicar que el asesino en serie al que habían estado persiguiendo era un vampiro centenario al que había dado caza una panda de porreros que trabajaban en el Safeway. Y cuando los Animales volaron su yate… en fin, el caso quedó resuelto. Si los vampiros se hubieran ido, todo habría acabado bien. Los policías habían planeado prejubilarse y abrir una tienda de libros raros. Rivera tenía pensado aprender a jugar al golf. Ahora sentía que todo aquello se alejaba arrastrado por una brisa maligna. Era policía desde hacía veinte años y nunca había amañado ni una multa de tráfico, y la única vez que aceptaba cien mil dólares y dejaba marchar a un vampiro, el mundo entero se volvía contra él como si fuera el malo de la película. Rivera había recibido una educación católica, pero empezaba a creer en el karma.
—Arranca. Arranca —dijo Cavuto—. Da la vuelta a la manzana hasta que se vaya.
—Eh —dijo la chica-payaso roto—, ¿sois polis?
Cavuto apretó el botón de la ventanilla de su puerta, pero el motor estaba apagado y la ventanilla no se movió.
—Lárgate, rica. ¿Qué haces que no estás en la escuela? ¿Tenemos que llevarte nosotros?
—Vacaciones de invierno, lumbreras —contestó la cría.
Rivera no pudo contener la risa y resopló un poco al intentarlo.
—Circula, bonita. Ve a quitarte toda esa porquería de la cara. Parece que te has quedado dormida con un fluorescente en la boca.
—Sí —dijo la chica mientras se examinaba una uña pintada de negro—, y a ti parece que te han echado ciento treinta kilos de vómito de gato encima de ese traje barato y que luego te han cortado el pelo a trasquilones.
Rivera se hundió en su asiento y volvió la cara hacia la puerta. No podía mirar a su compañero. Estaba seguro de que, si era posible que a alguien le saliera humo por las orejas, eso mismo le estaría pasando a Cavuto. Sabía que si miraba no podría contenerse.
—Si fueras un tío —dijo Cavuto—, ya te habría puesto las esposas, rica.
—Ay, Dios —masculló Rivera.
—Apuesto a que sí, si fuera un tío. Y apuesto a que tendría que mandarte al cajero automático, porque por las cosas raras se paga un extra. —La chica se inclinó hasta que sus ojos quedaron a la altura de los de Cavuto y le hizo un guiño.
Aquello fue el acabose. Rivera empezó a reírse como una niñita. Se le saltaban las lágrimas por las comisuras de los ojos.
—Eres de mucha ayuda, joder —dijo Cavuto. Alargó el brazo, giró la llave de contacto y bajó su ventanilla.
La chica se acercó al lado de Rivera.
—Bueno, ¿has visto a Flood —preguntó—, poli? —Añadió «poli» marcando mucho la «p», como si fuera un signo de puntuación, no una profesión.
—Acabas de salir de su apartamento —contestó Rivera, intentando parar de reírse—. Dímelo tú.
—Ahí no hay nadie. Ese capullo me debe pasta —dijo la chica.
—¿Por qué?
—Por unas cosas que le hice.
—Sé más concreta, tesoro. A diferencia de mi compañero, yo no amenazo. —Era una amenaza, por supuesto, pero le pareció que quizá había dado en el clavo: los ojos de la chica se abrieron tanto que se vio luz en ellos.
—Los ayudé a él y a esa arpía pelirroja a cargar sus cosas en un camión.
Rivera la miró de arriba abajo. No podía pesar ni cuarenta kilos.
—¿Te pagó para que lo ayudaras con la mudanza?
—Solo con las cosas pequeñas. Las lámparas y todo eso. Parecía que tenían prisa. Yo pasaba por aquí y me paró. Dijo que me daría cien pavos.
—¿Y no te los dio?
—Me dio ochenta. Dijo que no llevaba más encima. Que volviera esta mañana a por el resto.
—¿Dijo alguno de los dos adónde iban?
—Solo que esta mañana se iban de viaje, en cuanto me pagaran.
—¿Notaste algo raro en ellos, en Flood o en la pelirroja?
—Eran simples moradores del día, como tú. Burgueses de pacotilla.
—¿Burgueses de pacotilla?
—Cabezas huecas, tarugos de tienda de muebles pija.
—Claro, claro —dijo Rivera. Oyó reírse por lo bajo a su compañero.
—Entonces, ¿no los habéis visto? —preguntó ella.
—No van a volver, chica.
—¿Cómo lo sabes?
—Lo sé. Te has quedado sin tus veinte dólares. Pero te ha salido barato el escarmiento. Vete y no vuelvas por aquí, y si alguno de los dos se pone en contacto contigo o los ves, llámame.
Rivera le dio una tarjeta.
—¿Cómo te llamas?
—¿Mi nombre de esclava de día?
—Claro, probemos con ese.
—Allison. Allison Green. Pero en la calle se me conoce como Abby Normal.
—¿En la calle?
—Tú a callar, que yo tengo mi reputación. —Luego añadió «poli» como el pitido de la alarma de un coche al activarse.
—Muy bien. Coge tu reputación y date el piro, Allison.
Ella se alejó, arrastrando los pies e intentando contonear sus inexistentes caderas.
—¿Crees que se han ido de la ciudad? —preguntó Cavuto.
—Quiero tener una librería, Nick. Quiero vender libros viejos y aprender a jugar al golf.
—¿O sea que no?
—Vamos a hablar con el meapilas del Safeway.
Cuatro robots y una estatua viviente se trabajaban el Embarcadero, junto al Ferry Building. No siempre. Algunos días, cuando había poco jaleo, solo había dos robots y una estatua viviente, y los días de lluvia no trabajaba ninguno porque el maquillaje dorado o plateado que usaban para teñirse la piel no aguantaba bien el agua. Pero por norma eran cuatro robots y una estatua. Monet era la estatua: la única estatua. Había delimitado su territorio hacía tres años, y si aparecía alguna otra tenía que vérselas con él en el campo de la quietud, donde chocaban en la inmóvil batalla del no hacer nada. Hasta entonces Monet siempre había prevalecido, pero aquel tipo (el nuevo) era todo un as.
Su competidor estaba ya allí cuando Monet llegó a última hora de la mañana, y en dos horas ni siquiera había parpadeado. Además, su maquillaje era perfecto. Parecía de bronce de verdad, así que Monet no acababa de entender por qué recogía sus ganancias en dos grandes vasos de refresco en los que había metido los pies. Monet llevaba un pequeño maletín con un agujero en el que los turistas podían meter sus billetes. Ese día había cebado su agujero con un billete de cinco, solo para demostrarle al nuevo que no se achantaba. Pero lo cierto era que, después de dos horas, no había ganado ni la mitad de lo que veía que le daban al recién llegado, y había empezado a acobardarse. Y además le picaba la nariz.
Le picaba la nariz y la estatua nueva le estaba dando por culo. Normalmente, Monet cambiaba de posición cada media hora o así; luego volvía a quedarse inmóvil mientras los turistas le provocaban e intentaban hacer que se moviera. Pero con el nuevo competidor tenía que quedarse quieto todo el tiempo que hiciera falta.
Los robots del paseo habían adoptado poses desde las que podían observarles. Ellos solo tenían que estarse quietos hasta que alguien echaba una moneda en su taza. Entonces hacían el baile del robot. Era un trabajo aburrido, pero la jornada no era mala y uno estaba al aire libre. Parecía que Monet se estaba yendo a pique.
Anochecía.
Tommy se sentía como si tuviera el culo en llamas.
Se despertó al oír el ruido de una fusta de montar contra sus nalgas desnudas y el áspero ladrido de una voz de mujer.
—¡Dilo! ¡Dilo! ¡Dilo!
Intentó apartarse de la fuente de aquel dolor, pero no podía mover ni los brazos ni las piernas. Le costaba enfocar la vista. Oleadas de luz y calor daban vueltas como cohetes por su cerebro, y lo único que veía era un punto rojo y brillante del que salían ondas caloríficas, y una figura que se movía por sus bordes. Era como mirar al sol a través de un filtro rojo. Sentía el calor en la cara.
—¡Ay! —exclamó—. ¡Maldita sea! —Tiró de sus ataduras y oyó un ruido metálico, pero nada se movió.
La luz roja y caliente se alejó y fue reemplazada por la forma borrosa de una cara de mujer, una cara azul, a unos centímetros de la suya.
—Dilo —murmuró ella ásperamente, escupiendo un poco.
—¿Decir qué?
—¡Dilo, vampiro! —dijo ella, y le atizó con la fusta en la tripa.
Tommy soltó un aullido. Se retorció y oyó otra vez aquel ruido metálico. Cuando el foco de luz se alejó, vio que estaba sujeto con ataduras de nailon de aspecto muy profesional a un somier metálico puesto de pie. Estaba completamente desnudo y era evidente que la mujer azul, que solo iba vestida con un corpiño de vinilo negro y unas botas, llevaba algún tiempo atizándole. Tommy vio que tenía verdugones en la tripa y en los muslos y sintió que tenía el culo en llamas.
Ella se preparó para azotarlo de nuevo.
—Vaya, vaya, vaya —dijo Tommy, intentando no ponerse a chillar. Solo entonces se dio cuenta de que tenía los colmillos fuera y de que se había mordido los labios.
La mujer azul se detuvo.
—Dilo.
Tommy intentó mantener la voz en calma.
—Sé que llevas haciendo esto un rato, pero me he despertado hace un minuto, así que no tengo ni idea de qué me estás preguntando. Si paras un poco y repites la pregunta desde el principio, te diré encantado lo que quieres saber.
—Tu palabra de seguridad —dijo la mujer azul.
—¿Qué es…? —dijo Tommy. Notó por primera vez que ella tenía unas tetas inmensas que le rebosaban por el corpiño, y se le ocurrió pensar que nunca antes había visto unas enormes tetas de color azul. Eran como hipnóticas. No habría podido apartar la vista de ellas ni aunque no hubiera estado atado.
—Ya te lo dije —contestó ella, dejando que la fusta cayera junto a su costado.
—¿Me dijiste qué es una palabra de seguridad?
—Te dije cuál es.
—Entonces, ¿ya lo sabes?
—Sí —contestó ella.
—¿Y por qué me lo preguntas?
—Para ver si estás a punto de derrumbarte. —Parecía de pronto un poco mohína—. No seas capullo, esta no es mi especialidad.
—¿Dónde estoy? —preguntó Tommy—. Tú eres la pitufa de Lash, ¿no? ¿Estamos en casa de Lash?
—Aquí las preguntas las hago yo. —Le dio otro latigazo en el muslo.
—¡Ay! ¡Joder! Para ya. Te estás pasando, tía.
—¡Dilo!
—¿El qué? ¡Estaba dormido cuando me lo dijiste, zorra estúpida! —Se equivocaba: era capaz de dejar de mirar las tetas azules. Le gruñó como si algo que no reconocía le saliera de dentro (algo que parecía salvaje y a punto de descontrolarse), como cuando hizo por primera el amor con Jody siendo un vampiro, solo que esta vez daba la sensación de ser… en fin, letal.
—Es «cheddar».
—¿Cheddar? ¿Como el queso? —¿Le estaban dando una zurra por culpa del queso cheddar?
—Sí.
—Bueno, ya lo he dicho. ¿Y ahora qué?
—Te has derrumbado.
—Vale —dijo Tommy, y empezó a luchar contra las gruesas ataduras de nailon. Ahora comprendía lo que sentía. Iba a matarla. Todavía no sabía cómo, pero nunca había estado tan seguro de algo. La hierba era verde, el agua era húmeda y aquella zorra iba a morir.
—Así que ahora tienes que convertirme —dijo ella.
—¿Convertirte? —preguntó él. Le dolían los colmillos como si fueran a saltársele de la boca.
—Hacerme como tú —dijo ella.
—¿Quieres ser naranja? ¿Es otra vez por lo del cheddar? Porque…
—Naranja no, imbécil, ¡un vampiro! —contestó ella, y le cruzó el pecho con la fusta.
Tommy se mordió los labios otra vez y sintió que la sangre le corría por la barbilla.
—¿Y para eso tenías que pegarme? —dijo—. Ven aquí.
Ella se empinó y lo besó; luego se apartó bruscamente, con su sangre en la boca.
—Supongo que voy a tener que acostumbrarme a esto —dijo, lamiéndose los labios.
—Acércate más —dijo Tommy.