14

Los poderes del bien

El Emperador estaba sentado en un banco de mármol negro, a la vuelta de la esquina del gran teatro de la ópera, sintiéndose pequeño y avergonzado, cuando vio que la llamativa pelirroja con vaqueros se acercaba a él. A Holgazán, el boston terrier, le dio un ataque y se puso a ladrar como un loco. El Emperador lo cogió por el pelo del cuello y lo metió en el enorme bolsillo de su abrigo para que se callara.

—Bravo, Holgazán —dijo el viejo—. Ojalá pudiera yo mostrar tanta pasión, aunque fuera por miedo. Pero mi miedo es débil y húmedo. Apenas tengo valor para rendirme dignamente.

Se sentía así desde que había visto a Jody frente a la tienda de artículos de oportunidades y ella le había advertido de que no se acercara al dueño. Sí, sabía que ella era una de los no muertos, un demonio chupasangre. Pero no era tan malvada. Había sido una buena amiga, incluso después de que él traicionara a Tommy contándoles su secreto a los Animales. Sentía el ojo de la ciudad fijo en él, sentía su decepción. ¿Qué tiene un hombre, si no tiene carácter? ¿Qué es el carácter, sino la vara rasa con que se mide a un hombre en comparación con sus amigos y sus enemigos? La gran ciudad de San Francisco le miraba meneando la cabeza, avergonzada. Sus puentes desilusionados se hundían en la niebla.

El Emperador recordó una casa en alguna parte y esa misma mirada en el rostro de una mujer morena. Pero, por suerte, un instante después aquel recuerdo era un fantasma y Jody se inclinaba para acariciar las orejas del impertérrito Lazarus, que nunca se ponía nervioso con ella, no como su hermano de ojos saltones, que todavía se retorcía furiosamente dentro del bolsillo de lana.

—Majestad —dijo Jody—, ¿cómo se encuentra?

—Débil e indigno —dijo el Emperador. Era una chica realmente encantadora. Nunca había hecho daño a nadie, que él supiera. Qué patán era.

—Siento oírle decir eso. ¿Tiene suficiente comida? ¿Y abrigo?

—Los hombres y yo hemos dado cuenta hace un momento de un bocadillo de cecina del tamaño de un orondo lactante, gracias.

—¿Era de Casa Tommy? —preguntó Jody, con una sonrisa.

—En efecto. No somos dignos, y sin embargo mi pueblo provee.

—No sea tonto, claro que es usted digno. Oiga, Emperador, ¿ha visto a William?

—¿A William el del gato enorme y recientemente afeitado?

—El mismo.

—Pues sí, nos cruzamos con él hace no mucho. Estaba en la licorería que hay entre Geary y Taylor. Parecía entusiasmado porque iba a comprar un poco de güisqui. Hacía muchos años que no lo veía tan lleno de energía.

—¿Cuánto tiempo hace de eso? —Jody dejó de acariciar a Lazarus y se levantó.

—Poco más de una hora.

—Gracias, majestad. ¿No sabe dónde pensaba ir?

—Supongo que a buscar un sitio seguro donde beberse la cena. Aunque no puedo decir que lo conozca bien, no creo que William pase la noche en Tenderloin muy a menudo.

Jody le dio unas palmaditas en el hombro y él la cogió de la mano.

—Perdóname, querida.

—¿Perdonarlo? ¿Por qué?

—Cuando os vi a Thomas y a ti la otra noche, me di cuenta. Es verdad, ¿no? Thomas ha cambiado.

—No, sigue siendo un majadero.

—Me refiero a que ahora es uno de los vuestros.

—Sí. —Ella miró calle arriba—. Estaba sola —dijo.

El Emperador sabía muy bien cómo se sentía.

—Se lo dije a uno de sus amigos del Safeway, Jody. Lo siento, estaba asustado.

—¿Se lo dijo a los Animales?

—Al renacido, sí.

—¿Y cómo reaccionó?

—Estaba preocupado por el alma de Thomas.

—Sí, eso es muy propio de Clint. ¿No sabrá usted si se lo dijo a los otros?

—Supongo que ya se lo habrá dicho, sí.

—Está bien, entonces no se preocupe, alteza. No pasa nada. Pero no se lo diga a nadie más. Tommy y yo vamos a irnos de la ciudad, como les prometimos a esos inspectores de la policía. Pero primero tenemos que resolver unos asuntos.

—¿Y el otro? ¿El vampiro viejo?

—Sí. Él también se va a marchar.

Jody dio media vuelta y se alejó en dirección a Tenderloin; iba casi a la carrera y sus botas de tacón repiqueteaban sobre la acera.

El Emperador sacudió la cabeza y acarició a Lazarus detrás de las orejas.

—Debería haberle dicho lo de los inspectores. Lo sé, viejo amigo. —Solo podía confesar una debilidad cada vez: eso también era un defecto. Resolvió dormir esa noche en algún lugar húmedo y frío, quizá en el parque del museo Marítimo, como penitencia por su flaqueza.

Era imposible que Jody recordara el número de su móvil nuevo. Eran las cinco de la mañana cuando Tommy acabó de llevar todos los muebles, los libros y la ropa. Ahora el loft nuevo parecía casi idéntico al viejo, salvo porque no tenía línea telefónica. Así que Tommy se sentó sobre la encimera del loft viejo, se quedó mirando las tres estatuas de bronce y esperó a que llamara Jody.

Solo le quedaban por llevar las tres estatuas: la de Jody, la del vampiro y la de la tortuga. Elijah tenía una pose muy natural. Estaba inconsciente cuando lo recubrieron de bronce, pero Tommy les había dicho a los escultores motoristas del piso de abajo que lo pusieran como si hubiera salido a dar una vuelta y lo hubieran sorprendido en mitad de un paso. Jody estaba con la mano en la cadera y la cabeza echada hacia atrás, como si acabara de echarse la melena por encima del hombro, sonriendo.

Tommy ladeó la cabeza para verla en perspectiva. No estaba chabacana. ¿Por qué habría dicho Abby que la estatua era chabacana? Sexi, sí. Jody llevaba unos vaqueros de cintura muy baja y una camiseta corta cuando la colocó para la galvanoplastia, y los moteros habían insistido en que enseñara más canalillo del que probablemente era decoroso, pero ¿qué podía esperarse de un par de tíos especializados en hacer gnomos de jardín representando el Kama Sutra?

Bueno, sí, estaba un poco chabacana, pero a él no le parecía que eso fuera malo. La verdad era que se había puesto como loco de contento cuando ella salió por los orificios de los oídos y se materializó, completamente desnuda, delante de él. Si no lo hubiera matado, aquello habría sido el cumplimiento de una fantasía sexual que alimentaba desde hacía mucho tiempo. (Había una serie de televisión antigua, que veía de pequeño, sobre una bella genio que vivía dentro de una botella; pues bien, Tommy le había sacado con ganas brillo a la botella pensando en aquella genio).

Así que la estatua de Jody se quedaba. Pero la de Elijah, el viejo vampiro, era otro cantar. Dentro de ella había una criatura de verdad. Una criatura que daba miedo. Elijah ben Sapir había sido el desencadenante de los extraños acontecimientos que los habían conducido a aquella situación. La estatua le recordaba que ni él (Tommy), ni Jody habían decidido ser vampiros. Ninguno de los dos había elegido pasarse el resto de sus días viviendo de noche. Elijah les había dejado sin alternativas y luego les había planteado nuevos dilemas, mucho más grandes y temibles. El primero de los cuales era cómo coño te enfrentas al hecho de que has apresado a un ser sensible y consciente en un cascarón de bronce, aunque sea un malvado capullo de la Edad Oscura. Pero no podían dejarlo salir. Si lo liberaban, los mataría, seguro. Y los mataría de verdad, completamente y sin escapatoria.

Tommy se enfadó de pronto. Él había tenido un futuro. Podría haber sido escritor, haber ganado el premio Nobel, haber sido un aventurero, un espía. Ahora no era más que una cosa muerta y asquerosa, y su ambición no llegaba más allá de su próxima víctima. De acuerdo, eso no era del todo cierto, pero aun así estaba cabreado. Así que, ¿qué importaba si Elijah se quedaba atrapado en su cascarón de bronce para toda la eternidad? Él les había atrapado en aquellos cuerpos monstruosos. Tal vez fuera hora de hacer algo horrendo.

Tommy cogió la estatua de Jody y se la echó al hombro y, pese a su gran fortaleza de vampiro, se cayó con ella al suelo. De acuerdo, habían hecho falta los dos moteros y una carretilla de transportar neveras para subir las estatuas hasta allí; quizá necesitara cierta planificación.

Descubrió que podía mover la estatua bastante bien si se la cargaba a la espalda y dejaba que uno de los pies arrastrara, y eso hizo: bajó las escaleras, recorrió media manzana por la acera y volvió a subir las escaleras del loft nuevo. La Jody de bronce parecía bastante contenta en su casa nueva, pensó. Tardó la mitad de tiempo en llevar la tortuga. Ella también parecía contenta con su entorno.

En cuanto a Elijah, Tommy se dijo que qué sentido tenía vivir en una ciudad situada en una península si uno no se aprovechaba del agua de vez en cuando. Y a Elijah evidentemente le gustaba el océano, puesto que había llegado a San Francisco en su yate, que Tommy y los Animales habían hecho saltar en pedazos.

La estatua del vampiro pesaba aún más que la de Jody, pero la perspectiva de librarse de ella hizo que Tommy se sintiera lleno de energía. Solo doce manzanas hasta el mar y aquello se habría acabado.

—Del mar llegaste y al mar volverás —dijo, pensando que quizá estuviese citando a Coleridge, o tal vez una película de Godzilla.

Mientras arrastraba al vampiro bronceado por la calle Misión, pensó en su porvenir. ¿Qué iba a hacer? Tenía muchos años por delante y, pasado un tiempo, ensayar nuevos modos de tirarse a Jody solo llenaría parte de sus noches. Iba a tener que encontrar una meta. Tenían pasta: el dinero contante y sonante que el vampiro le había dado a Jody al convertirla, y lo que quedaba del dinero de la venta de las obras de arte de Elijah. Pero, al final, el dinero acabaría agotándose. Quizá debiera buscarse un empleo. O dedicarse a luchar contra el crimen.

Eso era: usaría sus poderes para hacer el bien. Quizá incluso se buscara un traje.

Pasadas unas manzanas, Tommy notó que el dedo gordo de Elijah, el que arrastraba por la acera, estaba empezando a desgastarse. Los moteros le habían advertido de que la capa de bronce era muy fina. No tenía sentido liberar a un vampiro antiguo, claustrofóbico y hambriento si era uno quien lo había encerrado. Así que Tommy apoyó la estatua en la esquina un momento y rebuscó en una papelera hasta que encontró unos vasos grandes de plástico grueso que encajó en los pies del vampiro para protegerle la piel.

—¡Ja! —dijo—. Creías que me habías pillado.

Un par de tipos vestidos de raperos pasaron junto a él mientras estaba encajando los vasos en los pies del vampiro. Tommy cometió el error de mirarlos, y se pararon.

—Lo he robado de un edificio de la Cuatro —dijo.

Ellos asintieron con la cabeza como si dijeran: «Claro, solo teníamos curiosidad», y siguieron calle abajo.

Deben de sentir mi fuerza superior y mi velocidad, pensó Tommy, y no se atreven a meterse conmigo. De hecho, habían constatado que el chaval blanco maquillado como un fantasma estaba como una cabra… ¿y qué iban a hacer ellos con una estatua de doscientos kilos, de todas formas?

Tommy decidió arrastrar la estatua hasta el Embarcadero y arrojarla al mar desde el muelle del Ferry Building. Si había alguien por allí, se quedaría junto a la barandilla como si estuviera con su novio y tiraría la estatua cuando nadie mirara. Aquel plan le hacía sentirse enormemente sofisticado. A nadie se le ocurriría jamás que un chico de Indiana fingiera ser gay. Esas cosas simplemente no se hacían. Tommy había conocido a un chico en el instituto que fue a Chicago a ver el musical Rent y del que nunca más se supo. Estaba convencido de que lo había hecho desaparecer el club juvenil del pueblo.

Cuando llegó al Embarcadero, que corría a lo largo de los muelles, sintió la tentación de arrojar a Elijah a la bahía e irse a dormir, pero tenía un plan, así que arrastró al vampiro a lo largo de las últimas dos manzanas, hasta el paseo del final de la calle Market, donde, en un gran parque pavimentado y adornado con estatuas, convergían los tranvías antiguos, los funiculares y los transbordadores que cruzaban la bahía. Allí, lejos de los edificios, la noche pareció abrirse a sus sentidos de vampiro y cobrar una nueva luz. Se detuvo un momento, dejó a Elijah junto a una fuente y observó el calor que desprendían algunas rejillas junto a la rotonda del tranvía. Perfecto. No había ni un alma por allí.

Entonces empezó el pitido. Tommy miró su reloj. Faltaban diez minutos para el amanecer. La noche no se había abierto a él: se le estaba cerrando. Diez minutos, y el loft estaba a veinte calles de allí.

Jody caminaba apresuradamente por el callejón de enfrente de su viejo loft. Todavía tenía veinte minutos antes de que amaneciera, pero empezaba a ver cómo clareaba el cielo y veinte minutos era muy poco tiempo. Tommy estaría aterrado. Debería haberse llevado el teléfono móvil. No tenía que haberlo dejado solo con su nueva esbirra.

Por fin había encontrado a William inconsciente en un portal del barrio chino, con Chet, el gato enorme, dormitando sobre su pecho. Tenían que acordarse de no dejarle ningún dinero de allí en adelante, si iba a ser su fuente de alimento. Si no, se iría por ahí a emborracharse y la cosa iría de mal en peor. En ese momento, iba de vuelta a casa solo, tambaleándose. Quizá Jody le dejara darse una ducha en el loft viejo: de todos modos, no iban a recuperar la fianza.

Todavía había luz en el loft. Genial, Tommy estaba en casa. Jody había olvidado llevarse la llave de la casa nueva. Estaba a punto de salir del callejón cuando olió a humo de puro y oyó una voz de hombre. Se paró y se asomó a la esquina.

Había un Ford sedán de color marrón aparcado al otro lado de la calle, enfrente de su viejo loft, y dentro de él dos hombres de mediana edad. Cavuto y Rivera, los inspectores de homicidios con los que había hecho un trato la noche que volaron el yate de Elijah. Tommy y ella se habían mudado justo a tiempo. O quizá no. Tampoco podía llegar a la casa nueva. El loft estaba solo a media manzana de allí, y tendría que cruzar a la intemperie. ¿Y si la puerta estaba cerrada, de todos modos?

Pegó un salto de dos metros cuando empezó a pitar la alarma de su reloj.

Solo hacia el final de su segundo turno, tras su regreso al Safeway, a los Animales se les pasó por fin la borrachera. Sentado en el amplio asiento trasero de la limusina, con la cabeza entre las manos, Lash confiaba desesperadamente en que el desánimo y el asco hacia sí mismo que sentía fueran solo el efecto de la resaca, y no lo que realmente eran; o sea, un enema de realidad, grande y flameante. El hecho era que se habían gastado más de medio millón de dólares en una puta de color azul. Dejó que la enormidad de aquello diera vueltas por su cabeza y miró a los otros Animales, que estaban sentados alrededor del perímetro de la limusina, en pose similar, intentando no mirarse los unos a los otros. Esa noche habían tenido que descargar y colocar casi dos remolques enteros de mercancías. Sabían lo que les esperaba porque ellos mismos habían hecho el pedido para compensar el tiempo que habían estado fuera y porque Clint había dejado que las estanterías se vaciaran. Así que se habían despejado, habían agachado la testuz y se habían puesto a acarrear mercancías como los Animales que eran. Ahora se acercaba el amanecer y todos ellos empezaban a comprender que quizá la hubieran cagado a lo grande.

Lash se arriesgó a lanzar una mirada de reojo a Blue, que iba sentada entre Barry y Troy Lee. Ella se había quedado con el apartamento de Lash en Northpoint, y le había hecho dormir en el sofá de Troy Lee, en cuya casa había unos setecientos chinos, todos ellos miembros de la familia, entre ellos la abuela de Troy, que, cada vez que cruzaba la habitación de día, cuando Lash intentaba dormir, chillaba:

—¿Qué pasa, neglata? —E intentaba despertarlo para que chocara con ella los puños o las palmas.

Lash había intentado explicarle que era de mala educación dirigirse a un afroamericano llamándolo «negrata» (a no ser que uno fuera otro afroamericano), pero Troy Lee entró y dijo:

—Solo habla cantonés.

—No es verdad. Está todo el rato diciéndome «¿qué pasa, negrata?».

—Ah, sí. A mí también me lo hace. ¿Habéis chocado los puños?

—No, no hemos chocado los puños, pedazo de capullo. Me ha llamado «negrata».

—Pues no va a parar hasta que choquéis los puños. Así es como funciona.

—No digas chorradas, Troy.

—Es su sofá.

Lash, exhausto y resacoso, chocó los puños con la anciana resabiada.

La abuela se volvió hacia Troy Lee.

—¿Qué pasa, neglata? —Ofreció la mano y chocó los puños con su nieto.

—¡No es lo mismo! —dijo Lash.

—Duerme un poco. Esta noche nos toca un cargamento grande.

Ahora, medio millón de dólares había desaparecido. Su apartamento había desaparecido. Y la limusina les costaba mil dólares diarios.

Lash miró por las ventanillas tintadas de negro el colaje de sombras fugaces que arrojaban las farolas. Luego se volvió hacia Blue.

—Blue —dijo—, tenemos que deshacernos de la limusina.

Todos levantaron la mirada, pasmados. Nadie se había dirigido a ella desde que habían acabado de descargar y reponer. Le habían llevado un café y un zumo, pero nadie había abierto la boca.

Blue lo miró.

—Conseguidme lo que quiero. —No había ni una pizca de malicia, ni siquiera de exigencia, en su voz; era solo una afirmación.

—De acuerdo —contestó Lash. Luego le dijo al conductor—: Tuerza a la derecha. Vuelva al edificio al que fuimos anoche.

Lash pasó por encima de la mampara de separación y se sentó en el asiento del copiloto. No veía una mierda por las ventanillas tintadas. Solo habían recorrido tres manzanas cuando vio a alguien corriendo. A alguien que iba demasiado deprisa para correr por simple afición. Corría y corría como si estuviera en llamas.

—Pare junto a ese tío.

El conductor asintió con la cabeza.

—Eh, chicos, ¿no es ese Flood?

—Sí, es él —dijo Barry, el calvo.

Lash bajó la ventanilla.

—Tommy, ¿necesitas que te llevemos, hombre?

Tommy, que seguía corriendo, asintió como un espídico muñequito de cabeza articulada.

Barry abrió la puerta de atrás y, antes de que la limusina frenara, Tommy montó de un salto y aterrizó sobre las rodillas de Drew y Gustavo.

—Tíos, cuánto me alegro de veros —dijo—. Dentro de un minuto voy a…

Se desmayó en sus regazos en el instante en que el sol comenzaba a derramarse sobre las colinas de San Francisco.