13

Día de mudanza

Jody bebió un sorbo de café y suspiró satisfecha, como si acabara de tener un suave orgasmo cafeínico (esa placentera descarga que solo parecen experimentar los protagonistas de los anuncios de café espumoso y crema para las almorranas). El fenómeno de la bebida sanguínea daba un nuevo giro a sus vidas. ¿Una copa de vino? Una Coca-Cola Light, quizá. O no, a la mierda lo light. Una Coca-Cola con toda su azúcar, de la que picaba los dientes. ¿Y en cuanto a la comida sólida? Ser una divina criatura de la noche era genial, claro, pero ¿y los dónuts con crema? ¿Y las patatas fritas? Ella era irlandesa, sentía la necesidad, profundamente arraigada, de comer patatas.

Estaba pensando en irse al McDonald’s de la calle Market y vaciar una jeringa de sangre de William sobre una caja gigante de deliciosas patatas fritas cuando sonó el teléfono. En la pantalla no aparecía el número; solo ponía «móvil». Quizá fuera Tommy. Había activado los teléfonos móviles que habían comprado, pero seguramente no había grabado los números.

—Hola, tesoro —dijo Jody.

Oyó un estrépito al otro lado de la línea.

—Perdona, se me ha caído el teléfono.

Ups. No era Tommy.

—¿Quién es?

—Eh… soy… eh… Steve. El estudiante de Medicina que te llamó por lo tuyo.

Se habían conocido cuando Jody fue a una reunión de Chupasangres Anónimos en Japan Town que resultó ser una reunión de capullos con problemas para distinguir entre fantasía y realidad. La había vigilado desde lejos y la había llamado desde una cabina, a unas manzanas de distancia, listo para meterse de un salto en su coche y salir pitando si se acercaba a él. Sabía que era una vampira.

Le había dicho que había examinado uno de los cuerpos abandonados por el viejo vampiro. Elijah les había partido el cuello para que no se convirtieran en polvo y alguien encontrara los cadáveres.

—¿Qué quieres?

—Bueno, ya te dije que estudio Medicina en Berkeley. Estoy haciendo una investigación. Terapia génica.

—Sí, ya, siguiente mentira, por favor. —La mente de Jody iba a mil por hora. Había demasiada gente que sabía lo suyo. Tal vez Tommy y ella deberían haberse ido de la ciudad.

—¿Qué mentira? —preguntó Steve.

—En Berkeley no hay facultad de Medicina —respondió Jody—. Así que, ¿qué quieres?

—No quiero nada. He intentado decírtelo, he estudiado la sangre de las víctimas. Creo que quizá pueda revertir tu estado. Volver a transformarte. Solo necesito pasar un poco de tiempo en el laboratorio, trabajando con tu sangre.

—Chorradas, Steve. Esto no es cuestión de biología.

—Sí que lo es. Se lo dije a tu novio la noche que lo convertiste.

—¿Cómo sabes…?

—Estaba hablando con él por teléfono cuando le dijiste que ibais a estar juntos mucho tiempo.

—Pues fue una grosería escuchar de esa manera.

—Perdona. He conseguido que células clonadas de las gargantas de las víctimas vuelvan a su estado humano natural.

—O sea, que se mueran —dijo Jody.

—No, son células vivas. Solo necesito que nos veamos.

Steve había insistido otras veces y Jody había aceptado verse con él, pero por desgracia Tommy la había metido en el congelador unos días mientras estaba dormida, y había faltado a la cita.

—No hay cita, Steve. Olvida todo lo que sabes sobre esto. Tendrás que escribir tu tesis sobre otra cosa.

—Bueno, quédate con mi número por si cambias de idea, ¿vale?

Le dio el número y Jody lo anotó.

—Es un móvil desechable —dijo Steve—. Así que no puedes encontrarme a través de él.

—No quiero encontrarte, Steve.

—Prometo que no le revelaré a nadie tu… tu estado, así que no hace falta que me busques.

—No te preocupes —dijo Jody—. No quiero buscarte. —No te des tantos aires, quiso añadir.

—¿Qué hay del otro vampiro sobre el que me advertiste?

Jody miró la estatua de bronce que contenía a Elijah ben Sapir.

—Tampoco te molestará.

—Ah, vale.

—¿Steve?

—¿Sí?

—Si se lo dices a alguien, te buscaré y te romperé todos los huesos del cuerpo antes de matarte —dijo Jody intentando parecer alegre, pero la amenaza se coló por entre el tono amistoso y jovial de su voz.

—De acuerdo, entonces. Adiós.

—Sí —dijo Jody—. Cuídate.

—¿La muda? —dijo Tommy al entrar por la puerta. Jody estaba de pie junto a la encimera, con su chaqueta de cuero rojo nueva, sus botas y sus vaqueros negros bien ceñidos.

Oyó que Abby cerraba con llave la puerta de abajo, así que tenían unos segundos para estar solos.

—¿Y qué querías que le dijera? ¿Que eras un gran merluzo de color naranja?

—Supongo que no. Oye…

—¿Te llama Flood?

—No podía decirle que me llamara «Tommy». Soy su señor oscuro. Y tu señor oscuro no puede llamarse Tommy. «Flood» tiene un no sé qué de potente.

—Y de húmedo.

—Sí, también está lo de la humedad.

Abby entró respirando laboriosamente. Había sudado y el rímel le corría en dos manchas negras por las mejillas.

—No lo hemos encontrado. Habría jurado que estaba muerto. Olía a muerto.

—¿Tienes algo contra los muertos? —dijo Jody con voz de tipo duro—. ¿Estás diciendo que los muertos te dan asco? ¿Es eso lo que estás diciendo? ¿Estás diciendo que eres demasiado buena para los muertos, es eso lo que estás diciendo?

Abby se puso detrás de Tommy y asomó la cabeza. Todavía estaba sin aliento de tanto correr tras Tommy, y ahora estaba también asustada.

—No, señora, los muertos me parecen fantásticos. Me encantan los muertos. Hasta tengo una camiseta que pone «Yo me follo a los muertos». Puedo ponérmela mañana, si quieres. No quería decir que…

—No pasa nada, Abby —dijo Jody, sacudiendo una mano—. Solo era una broma.

—¡Jody! —exclamó Tommy con el ceño fruncido—. No asustes a la esbirra.

—Perdona —dijo Jody, y pensó otra vez que debía de ser mala de verdad—. ¿Qué hay del apartamento nuevo? ¿Le has echado un vistazo?

—Hemos pasado por él. Está solo a unos portales de aquí. Ni siquiera tenemos que cruzar la calle.

—¿Y crees que estaremos lo bastante lejos? ¿No nos encontrarán allí?

—Bueno, por lo menos no nos encontrarán aquí. No creo que nadie vaya a pensar que nos hemos mudado unas cuantas puertas más allá. Creerán que por fin nos hemos ido de San Francisco. ¿Qué clase de idiota se mudaría unas puertas más allá? Es una idea brillante.

—Y una mudanza fácil —dijo Jody—. Podéis hacerla sin camión.

—¿Podemos?

—Bueno, yo tengo que encontrar a William y tú no puedes andar correteando por ahí hasta que se te haya pasado la muda. Abby, ¿tienes maquillaje suficiente para cubrirle la cara y las manos?

—Tengo maquillaje a montones —contestó Abby. Levantó su bolsa de mensajero—. Pero solo puedo quedarme un rato. Tengo que irme a casa.

—¿Por qué? —preguntó Tommy—. Necesitamos tus servicios. —Pretendía parecer sofisticado y europeo, y pareció lascivo.

—Se refiere a la mudanza —dijo Jody—. Sus otras necesidades ya las cubro yo.

—No puedo quedarme —dijo Abby—. Mi hermana tiene piojos.

—Bueno —dijo Abby—, la condesa es un poco bruja.

—Qué va, solo es una criatura siniestra y de inefable maldad —repuso Tommy. Cargaba con el futón a la espalda y bajaba por la calle seguido por Abby, que llevaba una lámpara en una mano y una batidora en la otra—. Dicho sea con cariño —añadió, pensando que quizá ya había impresionado bastante a Abby.

Aunque era todavía temprano y era un poco raro ver a un tipo caminando por la calle con un futón a cuestas seguido por una chica gótica cargada con una lámpara y una batidora, la gente se habría sentido estúpida si hubiera preguntado qué estaba pasando allí y alguien le hubiera contestado que era una danza moderna o una performance, o que estaban desvalijando un apartamento. San Francisco es una ciudad de gente sofisticada, y habían trasladado ya la mitad de los muebles sin que nadie dijera nada (menos un indigente, que comentó lo horteras que eran los adornos de Tommy).

—¿Necesitas alimentarte? —preguntó Abby cuando volvieron al loft viejo. Estaban en el cuarto de estar, donde solo quedaban algunas estanterías y las tres estatuas de bronce.

—¿Eh? —contestó Tommy.

—Me parece que necesitas alimentarte —dijo Abby y, apartándose el jersey, le ofreció el cuello—. Y yo tengo que irme. Tengo que pasarme por la droguería y coger el autobús para ir a casa antes de que mi unidad parental se mosquee. Adelante. Estoy lista.

Cerró los ojos y empezó a jadear como si se preparara para aguantar el dolor.

—Tómame, Flood. Estoy preparada.

—¿En serio? —dijo Tommy.

Abby abrió un ojo.

—Bueno, sí.

—¿Estás segura? —Tommy no había mordido a ninguna otra mujer. No estaba seguro de que aquello no fuera como ponerle los cuernos a Jody. ¿Y si se disparaba la cosa sexual, como pasaba con Jody? Aquellas actividades matarían a una mujer normal, y además estaba seguro de que Jody no lo aprobaría—. Puede que pruebe un poco de la muñeca —dijo.

Abby abrió los ojos y se subió la manga.

—Claro, no quieres dejar la marca de nosferatu. —Lo decía siseando (nosss-ssss-fe-ra-tuuu), como si hablara con lengua de serpiente.

—Oh, no te dejaré ninguna marca —dijo Tommy—. Se te curará enseguida. —Empezaba a sentir el ansia agitarse dentro de él y notaba cómo le presionaban los colmillos en el paladar.

—¿En serio?

—Sí. Jody me mordía casi todas las noches antes de que me transformara, y en la tienda nadie lo notó.

—¿En la tienda?

Ups.

—La tienda de gachas y sanguijuelas en la que trabajaba antiguamente.

—Creía que eras un noble.

—Bueno, sí, quiero decir que era el dueño de la tienda, y también de algunos siervos y algunas criadas (de las criadas no me cansaba), pero de vez en cuando también trabajaba haciendo algún turno. Ya sabes, para ayudar a remover las gachas y a hacer el inventario de las sanguijuelas. Los siervos te roban hasta la camisa si te descuidas. Bueno, se acabó de hablar de negocios, vamos con la comida.

Cogió su muñeca y se la llevó a la boca. Luego se detuvo. Abby lo miraba con una ceja levantada, y la ceja estaba adornada con un anillo de plata, así que daba mayor impresión de incredulidad que una ceja normal.

Tommy le soltó el brazo.

—¿Sabes?, quizá deberías irte a casa antes de que te metas en un lío. No quiero que castiguen a mi esbirra.

Abby pareció dolida.

—Pero ¿te he ofendido, lord Flood? ¿No soy digna de ti?

—Me estabas mirando como si te estuviera haciendo una putada —dijo Tommy.

—¿Y no es así?

—Pues no. Esto es una calle de doble sentido, Abby. No puedo exigirte lealtad si a cambio no te doy mi confianza. —No podía creer las chorradas que estaban saliendo de su boca.

—Ah, vale, entonces.

—Mañana por la noche —dijo Tommy—. Te desangraré hasta casi matarte, te lo prometo. —Qué cosas se oía uno decir.

Abby se bajó la manga.

—Bueno, vale. ¿Podrás tú solo con lo demás?

—Claro. Los vampiros tenemos superpoderes, boba. —Se rió, señalando las pesadas estatuas de bronce como si no pesaran nada.

—¿Sabes? —dijo Abby—, la del hombre y la de la tortuga están bien, pero deberías deshacerte de la de la mujer. Es un poco chabacana.

—¿Tú crees?

Abby asintió con la cabeza.

—Sí. A lo mejor se la puedes donar a alguna iglesia. Como ejemplo de cómo no quieres que sea tu hija de mayor. Ay, perdona, lord Flood, no quería decir «iglesia».

—No, si no pasa nada —dijo Tommy—. Te acompaño fuera.

—Gracias —dijo ella.

Tommy la siguió abajo y le sostuvo la puerta de la calle; luego, en el último momento, cuando ya se iba, Abby se volvió y le dio un beso rápido en la mejilla.

—Te quiero, lord Flood —le susurró al oído. Después dio media vuelta y corrió acera abajo.

Tommy sintió que se sonrojaba. Muerto y todo, notó cómo le subía el calor por las mejillas. Se volvió y subió las escaleras abrumado por todo el peso de sus cuatrocientos o quinientos años de vida. Necesitaba hablar con Jody. ¿Cuánto tiempo podía tardarse en encontrar a un borracho con un gato gigante?

Se sacó el móvil del bolsillo y marcó el número del teléfono que le había dado a Jody. Lo oyó sonar sobre la encimera de la cocina, donde ella lo había dejado.