12

Sangre, café, sexo y magia. No necesariamente en ese orden

Justo después del anochecer.

Miraban cómo el café salía goteando del filtro como si estuvieran destilando nitroglicerina y el más leve descuido pudiera causar una explosión.

—Huele de maravilla —dijo Jody.

—Nunca me había olido así —dijo Tommy.

—Cualquiera pensaría que olería fatal, como es indigerible —dijo Jody. La última vez que había tomado un sorbo de café, su organismo vampírico lo había rechazado tan violentamente que había acabado en el suelo, convulsionándose con arcadas secas y con la sensación de que le estaban clavando tenedores en las entrañas.

—Puede que esto funcione —dijo Tommy—. ¿Estás lista?

—Estoy lista.

Tommy puso una cucharadita de café en una taza de cristal. Luego destapó una de las jeringuillas que contenían la sangre de William y echó un par de gotas en el café.

—Tú primera —dijo, agitando la taza delante de ella.

—No, tú —dijo Jody. Aunque el café olía bien, el recuerdo de las náuseas la echaba para atrás.

Tommy se encogió de hombros y se bebió el café como si fuera un chupito de tequila; luego dejó la taza sobre la encimera.

Jody retrocedió y cogió un paño de cocina que había en el asa de la puerta del frigorífico, preparándose para el viaje de regreso del café. Tommy hizo girar los ojos, se estremeció, luego se echó mano a la garganta y cayó al suelo retorciéndose y boqueando.

—Me muero —croó—. Sufro y me muero.

Jody estaba descalza y no quería aplastarse un dedo, así que le propinó la patada en las costillas.

—Eres un mamón, ¿lo sabías?

Tommy rodó por el suelo, riendo, y se acurrucó alrededor de sus pies.

—¡Funciona! ¡Funciona! ¡Funciona! —Empezó a frotarse contra su pierna a estilo perro y a tirar del bajo de su vestido—. ¡Nunca volverás a estar de mal humor!

Jody sonrió.

—¡Sirve tazas, grumete! ¡Tazas enteras! Tommy se puso de pie.

—Todavía no sabemos cuál es la proporción de sangre y café.

—¡Tú sirve! —Jody se fue corriendo a la nevera y sacó una jeringuilla—. Ya la averiguaremos.

Entonces oyó abrirse la puerta de abajo y giró en redondo.

—¿William?

Tommy escuchó los pasos que subían por las escaleras y sacudió la cabeza.

—No, demasiado ligeros.

Oyeron la llave en la cerradura.

—Dijiste que no le habías dado la llave —dijo Jody.

—Lo que dije es que no le había dado la llave del dormitorio —contestó Tommy.

—Lord Flood, en tu descansillo hay un muerto que apesta con un gato enorme encima —dijo Abby Normal al cruzar la puerta.

Las crónicas de Abby Normal

fiel sierva del vampiro Flood

He estado en la guarida del vampiro Flood. ¡Ya formo parte del aquelarre! Más o menos. Vale, rebobinemos. Dormí como hasta las once porque estamos en vacaciones de Navidad, solo que ahora se llaman vacaciones de invierno porque Jesucristo es UN ZOMBI OPRESIVO Y UN CABRÓN Y NOSOTROS NO RENDIMOS HOMENAJE A SU NACIMIENTO. Por lo menos, en el Instituto Alan Ginsberg. (¡Adelante, beatniks luchadores!). Pero está muy bien, porque voy a tener que acostumbrarme a levantarme tarde si voy a convertirme en una criatura de la noche.

Lo primero que hice fue prepararme unas tostadas, pero se me quemaron, se pusieron más negras que mi alma, y me dio tanta rabia que mis lágrimas de desesperación caían como frías cuentas de cristal que se hacían añicos contra las rocas implacables de mi mísera existencia. Pero entonces vi que mamá había dejado veinte pavos en la encimera con una nota que decía: «Allison (Allison es mi nombre de esclava de día: mi madre me lo puso por no sé qué canción de un tal Elvis, así que me niego en redondo a aceptarlo), aquí tienes el dinero para la comida, y por favor pásate por la droguería y compra un champú antipiojos para Ronnie». (Verónica es mi hermana, que tiene doce años y es un furúnculo en el culo de mi existencia).

Así que empecé:

—¡Qué guay! ¡Al Starbucks!

Tardé una eternidad en elegir lo que iba a ponerme, y no solo porque nunca había alquilado un apartamento. La bombilla de mi armario se había fundido y no había ninguna de repuesto, así que tuve que sacar toda la ropa y llevarla al cuarto de estar para verla a la luz del día. Como dice la canción, llevo negro por fuera para reflejar el negro que llevo por dentro,[7] pero ¡oh, Dios mío!, es imposible distinguir una cosa de otra en un armario a oscuras. Como iba a un asunto de negocios, decidí ponerme las medias de rayas con la minifalda roja de PVC, la sudadera de calaveras y huesos cruzados y las Converse All Star de color lima. Solo me puse una anilla en la nariz, un anzuelo en la ceja y un sencillo aro de plata en el labio: discreta, pero elegante. Llevé mi bolsa fucsia de mensajero para sustancias peligrosas.

Ronnie no paraba de decir:

—Quiero ir contigo, quiero ir contigo. —Pero le dije que era un azote para la humanidad y que si venía le diría a todo el mundo en el autobús que tenía piojos, así que decidió quedarse en casa viendo dibujos animados. Fue entonces cuando me aventuré en territorio ignoto y llamé al número que me había dado el vampiro Flood.

Y la tía era una zorra total.

Empezó:

—Hola. Promociones inmobiliarias blablablá.

Y yo voy y le digo:

—Quiero alquilar un apartamento.

Y ella va y dice:

—¿De cuántas habitaciones? ¿Tenía alguna zona pensada?

Y yo:

—¿A qué vienen tantas preguntas, zorra? ¿Es que eres poli o qué?

Y ella:

—Solo intento ayudar.

—Ya, ayudar. Como la tuberculosis.

Y ella va y me suelta:

—¿Cómo dice? —Como si fuera la reina de Francia o algo así.

Entonces me acordé de que tenía que preguntar por una persona en concreto, así que le digo:

—Necesito hablar con Alicia De Vries. ¿Está ahí?

Y la zorra pasó la llamada.

Resulta que la tal Alicia De Vries es una jipi costrosa que tiene como la edad de mi abuela pero va de Madre Tierra y todo ese rollo, y no es que yo tenga nada en contra, porque los jipis viejos siempre tienen la mejor hierba y te la dan si finges que no notas que son unos carcamales amargados. Así que Alicia me recoge en su todoterreno cutremóvil, con su arco iris y su rollo de paz y amor, y le cuento lo que quiere el vampiro Flood, que es un dormitorio sin ventanas, lavadora y secadora, entrada privada con cerradura y, al menos por encima del piso bajo, ventanas que den a la calle.

Y ella va y me dice:

—Necesitamos un número de la Seguridad Social y un número de carné de conducir para el papeleo. Tienes que tener dieciocho años.

Y yo:

—Mi cliente le facilitará toda la información que necesite, pero está muy ocupado y no puede ocuparse de estas chorradas durante el día. Entonces saqué el dinero que me había dado Flood y va y se me pone toda mística y meditativa, como si aquello no tuviera nada que ver con el dinero, cuando en realidad solo era cuestión de pasta. Luego me llevó al loft, que resulta que solo está a media manzana del sitio donde Flood me dijo que fuera a verlo cuando anocheciera. ¡Qué guay!

Así que voy y le digo:

—Excelente, mi maestro estará encantado.

Y ella:

—Te haré un recibo.

Luego empezó a sermonearme sobre que tenía que respetarme a mí misma como mujer y no someterme a los deseos de un hombre más mayor y todo ese rollo, como si yo fuera la putita de algún viejo verde o algo así. Yo no quería que desconfiara e intentará rescatarme, así que voy y le digo:

—No, no, me ha entendido mal. Lo llamo «maestro» porque es el sensei de mi dojo de jujitsu[8]. No follamos, ni nada.

Por suerte, de tanto ver anime con Jared, tengo vastos conocimientos de artes marciales y sé que uno nunca debe follarse a su sensei.

Así que va y me da unas palmaditas en la rodilla y me dice:

—No pasa nada, cielo.

Y yo voy y le contesto:

—¡Quita de ahí, bollera! —Porque yo soy tan bisexual como la que más, pero no con una jipi vieja y costrosa: necesito música y un poco de porno, y eso solamente si algún tío me ha rechazado y ha arrojado mi corazón al arroyo como un burrito vegetal desechado, y aun así del morreo no paso.

Así que me dio las llaves, cogió mi dinero y me dejó en el loft. Luego llamé a Lily y vino con una botella de dos litros de té verde light, una bolsa de ganchitos de queso (yo no había desayunado todavía) y no sé qué libro que había encontrado y que se llamaba El gran libro de la muerte. Estuvimos mirando el libro, que es un manual con unas ilustraciones geniales, y bebiendo té y comiendo ganchitos hasta que tuvo que irse a trabajar. Yo quería contarle lo del vampiro Flood, pero había prometido guardar el secreto, así que solo le dije que había encontrado a mi Señor Oscuro y que él pronto satisfaría todos mis deseos y que no podía decirle nada más. Así que me dijo:

—Lo que tú digas, cerda. —Eso es lo que me gusta de Lily, que es très noir.

Así que me fui andando al Sony Metreon y estuve mirando las pantallas de plasma hasta que empezó a oscurecer. Estaba a punto de mearme de los nervios cuando llegué a la puerta de Flood, pero justo cuando meto la llave en la puerta del portal se para delante un todoterreno limusina enorme y se bajan tres tíos con edad de ir a la universidad, seguidos por una mujer de color azul con un vestido plateado y unas tetas falsas descomunales. Y empiezan:

—¿Dónde está Flood? Tenemos que encontrar a Flood.

Y ella:

—¿De dónde has sacado la llave? Tienes que dejarnos entrar antes de que se haga de noche.

Yo no me dejo intimidar, porque sé que sus tetas son falsas. Y es tan evidente que van a la caza del nosferatu que ni siquiera tiene gracia. Yo decía para mis adentros, ¡ja!, chúpame el consolador de goma con pinchos, cazavampiros.

Pero por fuera estaba fría total. Y voy y les digo:

—No sé de qué estáis hablando. Este es mi apartamento. —Luego abrí la puerta y entré, y tumbado en el descansillo había un tío muerto que tenía encima del pecho un gato enorme y calvo con un jersey rojo de punto. Y el gato va y me sisea y yo suelto un gritito y cierro la puerta de golpe.

—Tenéis que iros —les dije—. Mi novio está desnudo y se enfada si alguien ve su inmensa tranca. —Al decir esto miré fijamente a la pilingui azul, como diciendo—: Sí, algunas confiamos lo suficiente en nuestra feminidad como para no necesitar tetas falsas para conseguir un tío con un aparato enorme.

Y el negro va y dice:

—Anoche hablé aquí con Flood.

Y yo voy y contesto:

—Sí, ya, pero se mudó.

Luego el asiático mira su reloj y suelta:

—Tíos, demasiado tarde, el sol se ha puesto oficialmente.

Y en ese mismo momento, como si lo hiciera a propósito, el gato del muerto soltó un aullido que daba miedo, y hasta la pilingui azul reculó hacia la limusina.

—Más vale que os vayáis —digo, toda agorera y amenazante.

Y ella va y dice:

—Volveremos.

Y yo:

—¿Y a mí qué?

Así que se fueron. Pero entonces tuve que pasar al lado del gato y el muerto y subir las escaleras. Tengo que decir que, por mucho que me gusten la paz de la tumba y la gloriosa oscuridad de los muertos y tal, es distinto cuando tienes que pasar por encima de un muerto de verdad, y no digamos de un gato gigante, cabreado y con jersey.

NOTA PARA MÍ MISMA: llevar siempre golosinas para gatos como defensa propia (porque evidentemente las gominolas no les gustan, ya lo probé).

Como no tenía golosinas para gatos, me las arreglé con el gato culogordo y preternatural abriendo el portal de par en par y gritando:

—¡Eh, gatito, lárgate!

Para mi asombro, el gato salió corriendo y se escondió debajo de un coche aparcado. Fue como si ya tuviera los poderes de un vampiro para mandar sobre los Hijos de la Noche. Luego tuve que pasar junto al muerto del rellano, que era una especie de cadáver-rayuela, pero subí las escaleras y conseguí pisarle solo un brazo. Esperaba que fuera un muerto de verdad, y no un nosferatu, porque si no podía cabrearse cuando se despertara. Olía a muerto, desde luego: el fétido hedor del sepulcro emanaba de él como los miasmas nauseabundos del mal, como dicen en los libros.

Así que abrí la puerta y, pensando que me darían un premio por ser una sierva tan leal, fui y dije:

—Lord Flood, hay un muerto apestoso con un gato enorme en tu rellano.

Entonces vi a la vampiresa centenaria: tenía la piel como el alabastro (o sea, sin un solo grano) y parecía que sus poderes interiores la hacían resplandecer. Comprendí entonces por qué hasta un vampiro tan poderoso como Flood estaba indefenso ante su asombrosa fortaleza, acumulada durante siglos de chupar la sangre a miles de víctimas desvalidas, probablemente niños. Y se estaba bebiendo un café en una taza de Garfield, como si alardeara de su inmortalidad ante las narices de nosotros, los minúsculos e insignificantes mortales. Llevaba puesto un albornoz un poco abierto por delante, así que pude ver que la muy zorra tenía un canalillo fantástico.

Así que voy y le digo:

—Hola.

Y ella:

—Bueno, Miércoles, sabrás que Buffy no existe en realidad, ¿no?[9]

Bruja.

—¿Qué quieres decir con que está muerto? —preguntó Tommy. Corrió a la puerta y la abrió—. No está aquí. —Bajó corriendo los escalones con los pies descalzos, y Jody se quedó detrás de la barra del desayuno, frente a Abby—. Voy a buscarlo —gritó Tommy. La puerta de abajo se cerró, se oyó el chasquido de la cerradura.

Jody se cerró la bata cuando al ver que Abby Normal la miraba fijamente. Oía el martilleo del corazón de la chica, veía cómo palpitaba la vena de su cuello, notaba el olor de su sudor nervioso, de sus cigarrillos de clavo y de algún tipo de aperitivo con queso.

Se miraron la una a la otra.

—Os he encontrado un apartamento, señora —dijo Abby. Hurgó en el bolsillo de su sudadera y sacó un recibo de alquiler.

—Llámame Jody —dijo Jody.

Abby asintió con la cabeza con aire cómplice, como si supiera que aquel solo era un nombre en clave. Era una chica mona, aunque un poco macabra, con esa pinta que parecía proclamar «seguramente envenenaré al perro y luego abusaré de él». A Jody nunca le había importado tener por competidoras a chicas más jóvenes. A fin de cuentas, solo tenía veintiséis años, y con el tratamiento antiedad radical al que se había sometido con el vampirismo (que hasta se le habían enderezado los dedos de los pies y le habían desaparecido todas las pecas del cuerpo), se sentía superior, incluso un poco maternal hacia Abby, que con su falda de plástico rojo y sus zapatillas verdes era un poco patituerta.

—Yo soy Abby —dijo Abby, e hizo una reverencia.

Jody se atragantó, echó el café por la nariz y se volvió rápidamente para no reírse en su cara.

—¿Estás bien, señora…, digo Jody?

—Sí, sí, estoy bien. —Era extraño lo sensible que era la cavidad nasal del vampiro a los líquidos calientes. Jody pensó que nunca volvería a oler nada más que aquel puñetero café torrefacto francés, y se le saltaron las lágrimas, o eso pensó, pero cuando se dio la vuelta Abby soltó un grito y retrocedió dos metros de un salto.

—¡Ostras! —Abby había chocado contra el futón y estaba a punto de caerse de espaldas.

En menos de una décima de segundo, Jody rodeó la barra del desayuno y la sujetó, lo que hizo que Abby pegara un salto de metro y medio en vertical.

Jody adivinó que la chica iba a caerse: aterrizaría con un pie en la parte de atrás del bastidor del futón y otro en el aire, se caería y se golpearía el hombro y la cabeza contra el suelo de madera. Jody presintió todo esto, pudo agarrar a Abby y depositarla suavemente de pie en el suelo, pero aquel instinto maternal (la certeza de que, si la niña no se daba un golpe o dos, nunca aprendería) volvió a intervenir, y regresó a la cocina, donde cogió su taza y se quedó mirando mientras la chica se pegaba un buen batacazo.

—¡Ay! —exclamó Abby, hecha un ovillo negro y rojo en el suelo.

—Jo, eso ha tenido que doler —dijo Jody.

Abby se puso de pie, cojeando y frotándose la cabeza.

—¿Qué coño ha pasado, condesa? Creía que me estabas sujetando por la espalda.

—Sí, perdona —dijo Jody—. ¿Por qué te has asustado?

—Tienes sangre en la cara. Supongo que no me lo esperaba.

Jody se limpió los ojos con la manga del albornoz, y quedaron manchitas rojas en la tela de felpa blanca.

—Vaya, fíjate en esto. —Intentaba hacerse la indiferente y comportarse como se comportaría un vampiro de cuatrocientos o quinientos años, pero aquellas lágrimas de sangre la estaban poniendo de los nervios.

Había que cambiar de tema.

—Bueno, y ese apartamento que has encontrado, ¿dónde está?

—¿No quieres esperar a Flood? —preguntó Abby.

—¿A Flood? ¿Qué Flood?

—Flood, el vampiro de color naranja que acaba de salir corriendo por la puerta.

—Ah, él —dijo Jody. Tommy y su loción bronceadora. Estaba por ahí, corriendo por la calle sin camisa ni zapatos. Y teñido de color naranja—. ¿Era naranja?

Abby sacó su cadera casi inexistente.

—¿Qué pasa? ¿Tú lloras sangre y tu compañero es naranja y no lo notas? ¿Es que os volvéis seniles con los años o qué?

Jody dejó la taza sobre la encimera solo para asegurarse de que no se le rompía en la mano. Recurrió a su experiencia laboral en el departamento de reclamaciones de Transamérica, donde había tenido que esforzarse cada minuto del día para no golpearle repetidamente el cráneo contra el cajón archivador a la gilipollas de su jefa. Le gustaba pensar en ello como en su faceta profesional. Así que en lugar de partir el pálido pescuecillo de Abby, sonrió y contó hasta diez. Al llegar a diez, dijo:

—Ve a buscarlo. Tráelo aquí. —Otra sonrisa—. ¿Quieres, cielo?

—Pero ¿por qué está de color naranja?

—Porque está con la muda —dijo Jody—. Cada cien años, más o menos, cambiamos de piel, y unas semanas antes nos ponemos de color naranja. Es una época muy peligrosa para nosotros. Así que, por favor, ve a buscarlo.

Abby asintió con vehemencia y retrocedió hacia la puerta.

—¿En serio?

—En serio —dijo Jody, inclinando la cabeza con seriedad—. Corre, date prisa, está mudando de piel. —Señaló hacia la puerta como creía que lo haría una condesa cinco veces centenaria. (¿De dónde había salido aquello de la condesa, por cierto?).

—Vale —dijo Abby, y salió por la puerta del loft y bajó las escaleras en pos de Tommy.

Jody se fue al cuarto de baño y se limpió las lágrimas de sangre de la cara con una toalla húmeda. A lo mejor soy mala de verdad, se dijo. Sabía que debería molestarle más ser mala y todo eso, pero después de ponerse un poco de rímel y de carmín, y de servirse otra taza de café con sangre, le pareció que aquello no estaba mal del todo.