8
Camina bella, como la noche
Jody avanzaba por la avenida Columbus con largos pasos de modelo de pasarela y sentía cómo la bruma que arrastraba el viento pasaba rozándola, como los fríos espectros de los pretendientes a los que había rechazado. Lo que jamás podría enseñarle a Tommy, lo que nunca podría compartir con él, era lo que se sentía al pasar de ser víctima (el miedo a la agresión, a la sombra al otro lado de la esquina, a los pasos a su espalda) a ser cazador. No se trataba de la emoción de estar al acecho o de cobrarse una presa: eso Tommy lo entendería. Se trataba de caminar por una calle oscura, bien entrada la noche, sabiendo que era el ser más poderoso que había allí, que absolutamente nada, ni nadie podía tocarle las narices. Hasta la transformación, cuando se había paseado por la ciudad siendo una vampira, fue consciente de que, siendo mujer, había estado un poco asustada prácticamente siempre. Un hombre jamás lo entendería. A eso se debían el vestido y los zapatos: no eran para atraer a un esbirro, sino para exhibir su sensualidad y retar a algún macho infraevolucionado a cometer el error de verla como una víctima. A decir verdad, aunque solo se había puesto violenta una vez (y en esa ocasión llevaba una sudadera suelta y unos vaqueros), le encantaba patear culos. Y disfrutaba igualmente del simple hecho de saber que podía hacerlo. Era su secreto.
Sin miedo, la ciudad era un gran carnaval erótico. No había peligro ni ansiedad en nada de lo que experimentaba. El rojo era rojo, el amarillo no significaba peligro, el humo no equivalía a fuego y el farfulleo de los cuatro chinos que había junto a un coche al otro lado de la esquina era solamente el guirigay vacío y fluctuante de su charla de machotes. Oyó cómo se aceleraban sus corazones al verla, sintió el olor a sudor, a ajo y aceite para pistolas que emanaba de ellos. Había aprendido a distinguir el olor del miedo y de la violencia inminente, el de la excitación sexual y el de la rendición, aunque le habría costado describirlos. Estaban simplemente allí. Como el color.
Ya sabéis…
Intentad describir el azul.
Sin mencionar el azul.
¿Lo veis?
No había mucha gente en la calle a aquellas horas de la noche, pero había algunos transeúntes dispersos a lo largo de Columbus: borrachines que iban de bar en bar, gente que se recogía tras una cena tardía, estudiantes camino de los bares de estriptis de Broadway, el éxodo del Cobb’s Comedy Club calle arriba, individuos atolondrados y tan empeñados en reír que todo cuanto veían, personas y cosas, les parecía hilarante; todos ellos vibraban, llevaban aureolas de vida rosas y sanas, dejaban un rastro de calor y perfume y humo de cigarrillos y gases contenidos durante largas cenas. Eran testigos.
Los chinos no eran inofensivos, desde luego, pero Jody no creía que fueran a atacarla, y sintió una punzada de fastidio. Uno de ellos, el de la pistola, le gritó algo en cantonés: algo sórdido y ofensivo, Jody lo notó por el tono. Se giró mientras caminaba, puso su gran sonrisa de alfombra roja y sin perder el paso respondió:
—Eh, tú, nanopolla, que te folie un pez.
Hubo mucho ruido y confusión, y el listo, el que exudaba miedo, sujetó a su amigo, el nanopolla, salvándole así la vida. Será una poli, o a lo mejor es que está loca. Algo raro pasa. Se apiñaron alrededor de su Honda trucado y expelieron grandes soplos de testosterona y frustración. Jody sonrió y se desvió por una calle lateral, lejos del tráfico.
—Mi noche —dijo para sí—. Mía.
Al alejarse de la avenida principal, vio a un viejo que caminaba arrastrando los pies delante de ella. La aureola de su vida parecía una bombilla fundida: una mancha gris oscura que lo rodeaba. Caminaba encorvado, con terca determinación, como si supiera que, si se paraba, no volvería a arrancar. Y por lo que Jody veía, así era. Llevaba unos pantalones de pana gorda, muy anchos, que cuando caminaba hacían un ruido como de roedores anidando. Una racha de brisa de la bahía llevó a Jody un olor acre a órganos defectuosos, a tabaco rancio, a desesperación, a enfermedad profunda y putrefacta, y sintió que la euforia la abandonaba.
Se deslizó suavemente en la nueva ranura que le ofrecía la noche, como los tambores de una cerradura al encajarse.
Se aseguró de hacer ruido para que él la oyera acercarse. Cuando estaba a su lado, el viejo se detuvo, pero siguió moviendo los pies a pasitos muy cortos para volverse de lado, como si tuviera el motor al ralentí.
—Hola —dijo Jody.
Él sonrió.
—Vaya, eres una chica preciosa. ¿Quieres pasear conmigo?
—Claro.
Dieron un par de pasos juntos antes de que él dijera:
—Me estoy muriendo, ¿sabes?
—Sí, me lo imaginaba —respondió Jody.
—Solo estoy andando. Pensando y andando. Andando, más que nada.
—Hace buena noche para dar un paseo.
—Un poco fría, pero yo no lo noto. Llevo el bolsillo lleno de calmantes. ¿Quieres uno?
—No, gracias.
—Me he quedado sin cosas en que pensar.
—Justo a tiempo.
—Me preguntaba si conseguiría besar a una chica guapa antes del final. Creo que eso es lo único que quiero.
—¿Cómo se llama?
—James. James O’Mally.
—James. Yo me llamo Jody. Encantada de conocerte. —Se detuvo y le ofreció la mano.
—El placer es todo mío, te lo aseguro —dijo James, inclinándose lo mejor que pudo.
Ella tomó su cara entre las manos y lo sujetó; luego lo besó en los labios, suavemente y largo rato, y cuando se apartó ambos sonreían.
—Eso ha sido precioso —dijo James O’Mally.
—Sí, es cierto —dijo Jody.
—Supongo que ya estoy acabado —dijo James—. Gracias.
—El placer ha sido todo mío —repuso Jody—, te lo aseguro.
Entonces rodeó con los brazos su frágil osamenta y lo abrazó; le sujetó con una mano la nuca como a un lactante, y él solo tembló un poco cuando bebió.
Poco después, amontonó sus ropas, se las puso bajo el brazo y cogió con dos dedos sus zapatos viejos. El polvo que había sido James O’Mally se había dispersado sobre la acera formando un montón grisáceo, como una sombra en negativo o una zona decolorada. Jody lo alisó con la palma de la mano y escribió con la uña: «Bonito beso, James».
Mientras se alejaba, otro hilillo de polvo, como el de un reloj de arena, escapó de la ropa de James y fue arrastrado por la fría brisa de la bahía.
Al portero del Glas Kat parecía haberle reventado un cuervo encima de la cabeza: llevaba el pelo aplastado y alborotado en un caos de pinchos negros. La música que salía de dentro sonaba como si dos robots estuvieran fornicando. Y quejándose al respecto. Con ritmo monocorde. Robots europeos.
Tommy estaba un poco intimidado. El tío del cuervo reventado en la cabeza tenía mejores colmillos que él, estaba más pálido y llevaba diecisiete aros de plata en los labios. (Tommy los había contado).
—Apuesto a que es difícil silbar con eso, ¿eh? —dijo.
—Diez dólares —contestó Cuervo Reventado.
Tommy le dio el dinero. Él comprobó su carné y le estampó en la muñeca una mancha roja. Justo en ese momento un grupo de chicas japonesas vestidas como trágicas muñecas victorianas pasó a su lado agitando sus muñecas manchadas de rojo como si, en vez de volver de fumar cigarrillos de clavo en la calle, volvieran de un alegre suicidio colectivo. Ellas también parecían más vampíricas que Tommy.
Tommy se encogió de hombros y entró en el club. Por lo visto, allí todo el mundo parecía más vampírico que él. Se había comprado unos vaqueros negros y una chaqueta de cuero negra en la tienda Levi’s mientras Jody andaba por ahí buscando algo espantoso que regalarle a su madre por Navidad, pero evidentemente debería haberse comprado un pintalabios negro y algo de color cobalto o fucsia para entretejérselo en el pelo. Y, pensándolo bien, la camisa de franela tal vez fuera un error. Daba la impresión de haberse presentado en la misa sacrificial de los malditos dispuesto a arreglar el lavaplatos.
La música cambió y de pronto sonó un etéreo coro femenino de célticas sandeces. Con ritmo tecno. Y quejidos de robots cabreados.
Tommy intentó escuchar a su alrededor como le había enseñado Jody. Con todas aquellas luces negras, aquellos estroboscopios y tanta ropa oscura, tenía los sentidos sobrecargados. Intentó concentrarse en la cara de la gente, en sus aureolas, y buscar, a través de la neblina de calor, laca y pachulí, a la chica a la que había conocido en la droguería.
Se había sentido solo en medio de una multitud otras veces; incluso se había sentido inferior a todo el mundo en medio de una multitud, pero ahora se sentía… diferente. Y no solo por la ropa o el maquillaje, sino por la humanidad. Ya no formaba parte de ella. Con sentidos aguzados o no, parecía como si tuviera la nariz pegada a un escaparate. El problema era que se trataba del escaparate de una tienda de dónuts.
—¡Hola! —Alguien lo agarró del brazo y él se giró tan deprisa que la chica estuvo a punto de caerse de espaldas del susto.
—¡Joder, tío!
—Hola —dijo Tommy—. ¡Uau! —Pensó, ah, un dónut con mermelada. Era la chica de la droguería. Era casi medio metro más baja que él y un poco flaca. Esa noche se había decantado por el look de golfilla: llevaba medias de rayas con agujeros y una reluciente minifalda roja de PVC. Había cambiado la camiseta de Lord Byron por un top sin mangas, negro (por supuesto), con letras rojas y chorreantes que decían «¿Tienes sangre?» y guantes de rejilla que le llegaban hasta los bíceps. Iba maquillada como la marioneta de un arlequín: lágrimas negras pintadas a ambos lados de la cara. Le hizo un gesto con el dedo para que se inclinara y así poder gritarle al oído, por encima de la música.
—Me llamo Abby Normal.
Tommy le habló al oído; ella olía a laca y a… ¿qué era eso? ¿Frambuesa?
—Yo me llamo Flood —dijo—. C. Thomas Flood. —Era su seudónimo literario. La «C» no significaba nada, pero le gustaba cómo sonaba—. Llámame Flood —añadió. Tommy era un nombre ridículo para un vampiro, pero Flood… ah, Flood…[5] Había en aquel nombre energía y peligro, y también una pizca de misterio, pensó.
Abby sonrió como un gato en una fábrica de conservas de atún.
—Flood —dijo—. Flood.
A Tommy le pareció que saboreaba aquel nombre. Imaginó que la chica tenía una carpeta de vinilo negro en la escuela y que pronto escribiría en la tapa con su propia sangre «Señora de Flood», rodeado por un corazón atravesado con una flecha. Tommy nunca había visto a una chica que se sintiera tan obviamente atraída por él, y se dio cuenta de que no tenía experiencia al respecto. Por un momento se acordó de las tres vampiras de Drácula que intentan seducir a Jonathan Harker en el clásico de Stoker. (Desde que conocía a Jody, se había empollado toda la literatura sobre vampiros que había caído en sus manos, dado que por lo visto nadie había escrito aún un buen manual de vampirismo). ¿Podría él realmente vérselas con tres vampiras lascivas? ¿Tendría que llevarles un niño en un saco, como hacía Drácula en el libro? ¿Cuántos niños por semana harían falta para tenerlas contentas? ¿Y de dónde iba a sacar los sacos? Además, aunque no lo habían hablado, estaba seguro de que a Jody no iba a gustarle compartirlo con otras dos vampiras lascivas, ni aunque le llevara sacos y sacos llenos de niños. Necesitarían un apartamento más grande. Uno con lavadora y secadora, porque habría un montón de lencería ensangrentada que lavar. La logística vampírica era un infierno. A uno tendrían que regalarle un castillo con servicio cuando le salían los colmillos. ¿Cómo iba a apañárselas con tanto lío?
—Esto es un asco —dijo por fin, abrumado por la enormidad de sus responsabilidades.
Abby se sobresaltó y luego pareció un poco dolida.
—Perdona —dijo—. ¿Quieres que nos vayamos?
—Ah, no, no me refería a… Digo, eh, sí. Vámonos.
—¿Sigues necesitando heroína?
—¿Qué? No, eso ya lo he resuelto.
—¿Sabes?, Byron y Shelley tomaban opiáceos —dijo Abby—. Láudano. Era como jarabe para la tos.
Entonces, sin saber por qué, Tommy dijo:
—Ah, sí, a esos dos bribones les encantaba embriagarse y leer historias de fantasmas en alemán.
—Joder, qué guay —dijo Abby y, agarrándolo del brazo, se aferró a sus bíceps como si fuera su nuevo mejor amigo y empezó a tirar de él hacia la puerta.
—¿Y tu amigo? —preguntó Tommy.
—Cuando llegamos alguien le comentó que su capa estaba gris y se fue a casa a teñírselo todo otra vez de negro.
—Claro —dijo Tommy mientras pensaba, ¿pero qué coño…?
Fuera, en la acera, Abby dijo:
—Supongo que tendremos que buscar algún sitio privado.
—¿Ah, sí?
—Para que puedas tomarme —dijo ella, y cuando estiró el cuello hacia un lado pareció más que nunca una marioneta sin hilos.
Tommy no tenía ni idea de qué hacer. ¿Cómo lo sabía ella? Todo el mundo en aquel club habría sacado mejor nota que él en el test «¿Eres un vampiro?». Hacía falta un manual que hablara de aquellas cosas. ¿Debía negarlo? ¿Debía seguir adelante? ¿Qué le diría a Jody cuando se despertara junto a la marioneta flacucha? Nunca había entendido a las mujeres cuando era un humano normal, cuando parecía que lo único que había que hacer era fingir que no querías acostarte con ellas hasta que se acostaban contigo. Pero ser un vampiro añadía una dimensión completamente nueva al asunto. ¿Debía ocultar que era un vampiro, además de un capullo? Antes solía leer los artículos de Cosmopolitan para hacerse una idea de la psique femenina, así que recurrió a un consejo que había leído en uno titulado ¿Crees que solo finge que le gustas para acostarse contigo? Prueba a invitarlo a un café.
—¿Qué te parece si te invito a un café? —dijo—. Podemos hablar.
—Es porque tengo las tetas pequeñas, ¿verdad? —preguntó Abby con un mohín muy ensayado.
—Claro que no. —Tommy sonrió de un modo que le pareció encantador, maduro y reconfortante—. Eso no se remedia con un café.
Cuando metió el montón de ropa en la alcantarilla, una pitillera de plata salió del bolsillo de la chaqueta y cayó al pavimento. Jody la recogió y sintió una leve sacudida. No, no era eso. Era un calorcillo que le subía por el brazo. Metió la ropa en el agujero ayudándose con los pies y se quedó parada bajo la farola, dando vueltas a la pitillera entre las manos. Llevaba grabado el nombre de James O’Mally. Jody no podía quedársela, como se había quedado el dinero doblado que James llevaba en los bolsillos, pero tampoco podía tirarla. Algo se lo impedía.
Oyó un zumbido, como de un insecto furioso, y al levantar la vista vio parpadear un luminoso de neón que decía «Abierto» sobre una tienda llamada Oportunidades Asher. Eso era. Allí era donde debía llevar la pitillera. Se lo debía a James. A fin de cuentas, él se lo había dado todo, o al menos todo lo que le quedaba. Cruzó a toda prisa la calle y entró en la tienda.
El propietario atendía el mostrador del fondo. Era un tipo delgado, de poco más de treinta años, con una expresión de agradable confusión no muy distinta a la que Jody había visto al principio en la cara de Tommy. Normalmente, aquel tipo habría sido un esbirro de primera, o al menos lo habría sido teniendo en cuenta su experiencia anterior en el reclutamiento de esbirros. La única pega era que al parecer estaba muerto. O al menos no estaba vivo como la mayoría de la gente. No tenía aureola de vida alrededor. Ni el resplandor rosado de la salud, ni el marrón áspero, ni la corona gris de la enfermedad. Nada. La única vez que Jody había visto algo parecido había sido con Elijah, el viejo vampiro.
El tendero levantó la vista y ella sonrió. Él le devolvió la sonrisa. Ella se acercó al mostrador. Mientras él intentaba no mirarle el canalillo, ella lo miró más de cerca, buscando algún aura de vida. Notó calor, o al menos una energía que irradiaba de él.
—Hola —dijo el tendero—. ¿Puedo ayudarla?
—He encontrado esto —dijo ella, mostrándole la pitillera—. Pasaba por el barrio y no sé por qué he pensado que este era su sitio. —Dejó la pitillera sobre el mostrador. ¿Cómo era posible que aquel tipo no tuviera aura vital? ¿Qué demonios era?
—Tócame —dijo ella, y le tendió la mano.
—¿Eh? —Pareció un poco asustado al principio, pero le cogió la mano y luego la soltó rápidamente.
Estaba caliente.
—Entonces, ¿no eres uno de nosotros? —Pero tampoco era uno de ellos.
—¿Uno de nosotros? ¿Qué quieres decir con «nosotros»? —Tocó la pitillera y Jody comprendió que por eso precisamente la había llevado allí. Se suponía que debía estar allí. La parte de James O’Mally que quedaba en aquella pitillera la había conducido hasta aquella tienda. Y aquel tipo flaco y con aire de despiste tenía que quedarse con ella. Aquel hombre recogía lo que quedaba de la gente. Eso era lo que hacía. Jody notó que parte de la confianza que había sentido poco antes se esfumaba. Tal vez la noche no fuera suya, a fin de cuentas.
Dio un paso atrás.
—No. Tú no te llevas solo a los débiles y a los enfermos, ¿verdad? Tú te llevas a cualquiera.
—¿Llevarme? ¿A qué te refieres? —Él intentaba furiosamente devolverle la pitillera empujándola sobre el mostrador, hacia ella.
No lo sabía. Era como ella aquella primera noche, cuando se despertó siendo un vampiro y no tenía ni idea de en qué se había convertido.
—Ni siquiera lo sabes, ¿no?
—¿Saber qué? —Él recogió otra vez la pitillera—. Espera un segundo. ¿Tú ves brillar esto?
—No veo el resplandor. Solo me dio la impresión de que este era su sitio. —El pobrecillo ni siquiera lo sabía—. ¿Cómo te llamas?
—Charlie Asher. Esto es Oportunidades Asher.
—Bueno, Charlie, pareces un buen tipo y no sé qué eres exactamente, ni parece que tú lo sepas. No lo sabes, ¿no?
Él se sonrojó. Jody vio cómo su cara se ruborizaba, acalorada.
—He sufrido algunos cambios últimamente.
Jody asintió con la cabeza. Habría sido un esbirro perfecto, si no fuera un extravagante ser sobrenatural. Jody acababa de hacerse a la idea de que los vampiros existían, y le había hecho falta beber unos cuantos tragos de sangre para asimilarlo, y ahora allí había otro… otro ¿qué? Aun así, sentía lástima por él.
—Está bien. Sé lo que es… eh… encontrarse de pronto en una situación en la que fuerzas que escapan a tu control te convierten en alguien o en algo para lo que no hay manual de instrucciones. También sé lo que es vivir en la ignorancia. Pero alguien, en alguna parte, sabe. Alguien puede decirte qué está pasando. —Y con un poco de suerte no te tomarán el pelo, quiso añadir, pero se lo pensó mejor.
—¿De qué estás hablando? —preguntó él.
—Haces que se muera la gente, ¿verdad, Charlie? —No sabía por qué había dicho aquello, pero en cuanto lo dijo comprendió que era cierto. Como cuando todos sus otros sentidos se habían afinado de pronto, sintió algo nuevo, como una turbulencia en la línea que le decía que aquello era cierto.
—Pero ¿cómo lo…?
—Porque es lo que hago yo. No como tú, pero es lo que hago. Encuéntralos, Charlie. Haz memoria y busca a quien estaba allí cuando cambió tu vida.
No debería haber dicho aquello, lo supo mientras lo decía. Acababa de darle un objeto que había pertenecido a una persona a la que había matado no hacía ni veinte minutos. Pero al tiempo que comprendía que le estaba entregando una prueba incriminatoria a aquel tipo, se dio cuenta también de que había dejado a Tommy a la intemperie, igual que al tendero. Aunque fuera solo por unas horas, Tommy no tenía ni idea de cómo ser un vampiro; a decir verdad, tampoco se le había dado muy bien ser un humano. Era solamente un chaval de Indiana un poco tontorrón, y ella lo había dejado solo en aquella ciudad implacable.
Dio media vuelta y salió corriendo de la tienda.
—¿Un cacao? —dijo Tommy—. Pareces aterida. —Le había dado su chaqueta en la calle.
Es tan galante, pensó Abby. Seguramente quiere que beba cacao para endulzar mi sangre antes de sorberme la vida por las venas.
Abby llevaba casi toda la vida esperando que sucediera algo extraordinario. No importaba dónde estuviera ella: en alguna parte siempre había un mundo más interesante. Había pasado de querer vivir en el universo kawaii,[6] ilusorio, plástico y cursi de Hello Kitty, a ser una chica espacial y fluorescente, de piruleta y deportivas con plataforma, como salida de un manga; luego, hacía solo un par de años, se había metido en el oscuro mundo gótico de los seudovampiros, de los poetas suicidas y el desengaño romántico. Era un universo turbio y seductor, y los fines de semana se podía dormir hasta muy tarde. Había sido fiel, además, a su carácter siniestro intentando mantener una apariencia de abatimiento exangüe al tiempo que canalizaba cualquier entusiasmo que sintiera, convirtiéndolo en vehículo de un desengaño inminente y, por encima de todo, sofocando el optimismo profundamente arraigado del que su amiga Lily dijo que nunca podría librarse cuando se negó a tirar su mochila de Hello Kitty o a separarse de su Nintendog, un cachorro virtual de beagle.
—Tiene parvovirus virtual —había dicho Lily—. Hay que sacrificarlo.
—No tiene parvovirus —había insistido Abby—. Solo está cansado.
—Está sentenciado y tú eres una optimista incurable, monada —contestó Lily en tono desafiante.
—No es verdad. Soy compleja y oscura.
—Eres una optimista y tu perro electrónico tiene parvovirus virtual.
—A Azrael pongo por testigo de que nunca volveré a ser optimista —dijo Abby, llevándose trágicamente la mano a la frente. Lily estaba con ella cuando tiró el cartucho de su Nintendog bajo las ruedas del 91, el autobús exprés de medianoche.
Y ahora había sido elegida por una auténtica criatura de la noche, y cumpliría su palabra: se había despojado de su optimismo. Bebió a sorbitos su chocolate caliente y estudió al vampiro Flood desde el otro lado de la mesa. Qué ingenioso, hacerse pasar por un simplón que no se enteraba de nada. Claro que seguramente podía adoptar múltiples formas.
—Podría ser la esclava de tus deseos más oscuros —dijo Abby—. Puedo hacer muchas cosas. Todo lo que tú quieras.
Al vampiro Flood le dio un ataque de tos. Cuando se recuperó, dijo:
—Bueno, eso es genial, porque tenemos un montón de ropa sin lavar y el apartamento está hecho un asco.
La estaba poniendo a prueba. Para ver si era digna de entrar en su mundo.
—Todo lo que tú desees, mi señor. Puedo lavarte la ropa sucia, limpiar y traerte pequeñas criaturas para aplacar tu sed hasta que sea digna de ti.
Al vampiro Flood le dio la risa.
—Qué guay —dijo—. ¿Me lavarás la ropa sucia así, por las buenas?
Abby sabía que tenía que andar con pies de plomo y no caer en su trampa.
—Lo que sea —dijo.
—¿Alguna vez has buscado apartamento?
—Claro —mintió ella.
—Bueno, pues puedes empezar mañana a primera hora. Tienes que encontrarnos un apartamento.
Abby estaba pasmada. En realidad, no se había hecho a la idea de abandonar tan pronto su antigua vida. Todo eso no significaría nada cuando fuera inmortal y cazara con los hijos de la noche, claro. Pero a su madre iba a sentarle fatal.
—No puedo mudarme enseguida, mi señor. Tengo asuntos que arreglar antes de convertirme.
El vampiro Flood sonrió; casi no se le veían los colmillos.
—Oh, no es para ti. Hay otro vampiro. —Hizo una pausa y se inclinó sobre la mesa—. Uno más viejo —susurró.
¿Había otro? ¿Iba a convertirse en víctima sacrificial de todo un aquelarre de no muertos? Bueno, o lo que fueran. Lily iba a morirse de envidia.
—Como gustes, mi señor —dijo.
—Lo de «mi señor» puedes dejarlo —dijo Flood.
—Perdona.
—No pasa nada. Sabes que todo esto tiene que ser completamente secreto, ¿verdad?
—Claro. Secreto.
—Quiero decir que a mí no me importa, pero la otra, la más vieja, tiene muy mal genio.
—¿Es una chica?
—Sí, ya sabes, una irlandesa pelirroja.
—¿Una condesa celta, entonces? ¿La que estaba contigo en la droguería?
—Exacto.
—¡Qué chulada! —exclamó Abby. No pudo remediarlo. Inmediatamente intentó ocultar su optimismo latente mordiendo el borde de su taza de cacao.
—Tienes chocolate aquí. —El vampiro Flood señaló su labio—. Como un bigote de malvavisco.
—Perdón —dijo Abby, y se limpió furiosamente la boca con el dorso del guante de rejilla, manchándose de carmín negro un lado de la cara.
—No pasa nada —dijo el vampiro Flood—. Eres una monada.
—¡Joder! —dijo Abby.