6

¿Se deprimen los animales?

Clint era el único Animal que quedaba aún en el Safeway de Marina. Era alto y tenía una mata salvaje de pelo oscuro, unas gafas gruesas de montura de pasta pegadas con esparadrapo y una expresión en la cara de pánico profundo. Llevaba casi una semana intentando mantener la tienda en orden él solo, con la ayuda de un par de reponedores del turno de día y un portero de una empresa de trabajo temporal (hasta Gustavo, el portero mexicano con cinco hijos, se había largado con los Animales). Pero había llegado el camión con un pedido enorme y sabía que necesitaba profesionales. Marcó el número de Tommy por quinta vez esa noche. Eran las cuatro de la mañana, pero Tommy era su líder… y quizá el mejor jugador de bolos con pavo congelado que jamás había existido. Sabía lo que significaba ser un Animal; estaría despierto.

Sonó el pitido del contestador. Clint dijo:

—Tronco, se han ido todos. Necesito que me ayudes. Esta noche estoy solo, con Nuestro Señor y unos eventuales. —Clint había renacido recientemente, tras cinco años inmerso en una neblina inducida por los estupefacientes. Juraba que el Señor estaba eternamente en su turno de noche—. Los chicos se han largado a Las Vegas. Llámame. No, mejor tráete el cúter y vente a trabajar. Estoy hasta el cuello.

En otro tiempo habían sido nueve los Animales. Nueve hombres de menos de veinticinco años solos en un supermercado durante ocho horas diarias, sin nadie que los supervisara, excepto Tommy. El nombre se lo había puesto el encargado de día, que una mañana, al llegar, les había encontrado borrachos, colgados de las gigantescas letras del luminoso de la entrada y tirándose gominolas los unos a los otros. Tommy los había reclutado para luchar contra el viejo vampiro. Juntos habían encontrado a Elijah durmiendo dentro de una tumba, en su yate, y habían encontrado también su colección de arte. Tras venderla por diez centavos el dólar, cada uno de ellos se había embolsado cien mil pavos. Tommy se fue a casa con Jody. Clint se fue a casa a rezar por el alma del vampiro. Simon había muerto. Los demás Animales se habían ido a Las Vegas.

Clint colgó el teléfono y se dejó caer en la silla del encargado. Era demasiada responsabilidad. Aquel peso iba a sacarlo de quicio. Todavía oía ladridos de perro dentro de su cabeza.

—Puerta delantera —gritó el portero de noche eventual por encima de la media pared de la oficina.

Clint se levantó y vio al Emperador y a sus perros al otro lado de las puertas eléctricas. Cogió las llaves, desconectó la alarma y abrió la puerta. El boston terrier pasó disparado a su lado y se fue derecho al mueble de la carne.

—Majestad —dijo Clint—, está usted sin aliento.

El hombretón se tocaba el pecho mientras jadeaba.

—Reúne a las tropas, muchacho. C. Thomas Flood se ha convertido en un demonio chupasangre. Recoged vuestras armas. Debemos lanzarnos de nuevo al ataque.

—Solo estamos los novatos y yo —dijo Clint—. ¿Ha dicho que Tommy es un vampiro?

—En efecto. No hace ni dos horas que lo vi. Tan pálido como la muerte.

—Vaya, eso no está bien.

—Tu talento para constatar lo obvio es inaudito, muchacho.

—Pase. —Clint se apartó de la puerta—. Vamos a tener que rezar por él.

—Bueno, es un comienzo —dijo el Emperador.

—Tendré que llamar a Tommy y decirle que no se moleste en venir a trabajar —añadió Clint.

—Espléndido —contestó el Emperador sin asomo de sarcasmo—. Me parece que hemos alcanzado una fatalidad sin parangón.

—Tú siempre te has portado bien conmigo —dijo Jody.

—Bueno, lo intento —repuso Tommy.

Iba subiendo la estrecha escalera de su loft. Llevaba a Jody al hombro; la frente de ella rebotaba contra su cinturón cada vez que daba un paso. Parecía muy ligera. A Tommy todavía le asombraba su fuerza recién estrenada. La había llevado en brazos diez manzanas y ni siquiera lo notaba. Bueno, estaba un poco harto de escucharla, pero físicamente no estaba nada cansado.

—A veces puedo ser muy perra.

—Eso no es cierto —dijo Tommy. Sí que lo era.

—Sí que lo es, sí que lo es. Sí que lo soy. A veces soy una perra total.

Tommy se detuvo en lo alto de los escalones y hurgó en su bolsillo en busca de las llaves.

—Bueno, puede que un poco, pero…

—Entonces, ¿soy una perra? ¿Estás diciendo que soy una perra?

—Dios mío, ¿es que nunca va a salir el sol?

—Oye, que tienes suerte de tenerme, miedica.

—Sí, tienes razón —dijo Tommy.

—¿En serio?

Tommy la puso en pie y la agarró antes de que se cayera de espaldas y se diera contra la pared. Ella tenía una gran sonrisa bobalicona. En algún momento durante la noche le había chorreado sangre por la pechera de la blusa, y tenía también la boca manchada. Parecía que le habían dado un puñetazo. Tommy intentó quitarle la sangre con el pulgar. Hizo una mueca al notar el olor a alcohol de su aliento.

—Te quiero, Tommy. —Jody cayó en sus brazos.

—Lo mismo digo, Jody.

—Siento haberte dado capones. Todavía estoy aprendiendo a controlar mis poderes, ¿sabes?

—No pasa nada.

—Y haberte llamado «miedica».

—No tiene importancia.

Ella le lamió el cuello, le dio un mordisquito.

—Vamos a hacer el amor antes de que salga el sol.

Tommy contempló por encima de su hombro el destrozo que habían hecho en el loft la última vez y dijo algo que jamás creyó que oiría salir de su boca.

—Creo que ya hemos tenido bastante por esta noche. Quizá deberíamos acostarnos.

—Crees que estoy gorda, ¿verdad?

—No, estás perfecta.

—Es porque estoy gorda. —Lo apartó de un empujón y entró a trompicones en el dormitorio, se tropezó y cayó de bruces sobre los restos de su cama hecha trizas—. Y vieja —añadió, aunque Tommy solo entendió esto último gracias a su fino oído vampírico, porque Jody hablaba directamente contra el colchón—. Vieja y gorda —dijo ella.

—Con esos cambios de humor, vas a acabar teniendo tortícolis, pelirroja —dijo Tommy tranquilamente mientras se metía en la cama con la ropa puesta.

Luego se quedó allí tumbado, a su lado, pensando en todo lo que tenían que hacer, en cómo iban a encontrar una casa nueva y a mudarse sin salir durante el día y en cómo iban a sobrevivir y a esconderse. El Emperador lo sabía. Tommy notaba que lo sabía. Y por bien que le cayera el Emperador, eso no era buena señal. Y así, mientras cavilaba y oía a su novia gritarle, C. Thomas Flood se convirtió en el primer vampiro de la historia que rezó por que saliera el sol de una vez. Unos minutos después, sus plegarias fueron atendidas y los dos se quedaron dormidos.

Desde que se había convertido en vampira, Jody odiaba el modo en que su conciencia se encendía al anochecer como se encendían las farolas de la calle. No había un amodorramiento crepuscular entre el sueño y la vigilia, sino un «¡zas!, bienvenida a la noche, aquí tienes tu lista de cosas que hacer». Pero esa noche no fue así. Esa noche, Jody tuvo su crepúsculo, su modorra y una jaqueca por añadidura. Se incorporó en la cama tan bruscamente que casi dio una voltereta y luego, como su cabeza pareció quedarse atrás, volvió a tumbarse con tanta fuerza que la almohada reventó, lanzando una nevada de plumas por la habitación. Gimió y Tommy entró saltando en el dormitorio.

—Hey —dijo.

—¡Ay! —replicó ella, agarrándose la frente con ambas manos como si quisiera impedir que se le escaparan los sesos.

—Eso es nuevo, ¿eh? ¿Resaca de vampiro? —Tommy apartó con un ademán algunas plumas que flotaban delante de él.

—Me siento como un fiambre recalentado —dijo Jody.

—Genial. Apuesto a que ahora mismo echas de menos el café.

—Y las aspirinas. Me he alimentado de ti otras veces cuando habías bebido. ¿Por qué ahora me afecta?

—Me parece que el tío del gato tenía un poco más de alcohol en la sangre que yo. En todo caso, tengo una teoría al respecto. Podemos comprobarla más tarde, cuando te sientas mejor, pero ahora mismo tenemos mil cosas que hacer. Hay que ocuparse de la mudanza. Anoche me llamó Clint, el de la tienda. Quería que fuera a trabajar. Luego volvió a llamar acojonado para decirme que no fuera.

Tommy le puso el mensaje. Dos veces.

—Lo sabe —dijo Jody.

—Sí, pero ¿cómo lo sabe?

—Eso da igual. El caso es que lo sabe.

—¡Joder!

—Habla un poquito más bajo, por favor —dijo Jody, sujetándose el pelo como si le doliera.

—¿Grito demasiado?

Jody asintió con la cabeza.

—¿Sabes, Tommy?, para tu cuaderno de notas: tener los sentidos de un vampiro cuando se tiene resaca no mola nada.

—¿En serio? ¿Tan mal estás?

—Tu aliento me está dando náuseas desde el otro lado de la habitación.

—Sí, necesitamos pasta de dientes.

—Hay alguien en la puerta. —Jody se tapó los oídos. Oía el chirrido de unas deportivas arañando la acera desde lo alto de la escalera.

—¿Ah, sí?

Sonó el telefonillo.

—Sí —dijo ella.

Tommy corrió a la ventana y miró hacia la calle.

—Ahí abajo hay un todoterreno militar estilo limusina, de una manzana de largo.

—Más vale que contestes —dijo Jody.

—Tal vez deberíamos escondernos. Fingir que no estamos en casa.

—No, tienes que abrir —contestó ella. Oía el ruido de los pies en la puerta, el rock and roll que sonaba en la limusina, el narguile borboteando, las rayas que alguien cortaba sobre la caja de un CD y una voz de hombre que repetía la frase «Dulces tetitas azules» una y otra vez, como un mantra. Cogió la almohada del lado de Tommy y se la puso sobre la cabeza.

—Contesta, Tommy. Son los putos Animales.

—Tronco —dijo Lash Jefferson, un negro flaco como un alambre, con el cráneo recién afeitado y gafas de sol de espejo. Tiró de Tommy y le dio un fuerte abrazo: un abrazo histérico y con palmadas en la espalda, como si dijera «Me alegro de verte, tío»—. Estamos bien jodidos, tronco —continuó.

Tommy se apartó, intentando reconciliar su alegría por ver a su amigo con el hecho de que Lash oliera como el urinario de un bar relleno de caballa.

—Creía que os habíais ido a Las Vegas —dijo.

—Sí, sí. Nos fuimos. Están todos en la limusina. Pero es que tengo que hablar contigo. ¿Podemos entrar?

—No. —Tommy estuvo a punto de decirle que Jody estaba durmiendo. Esa había sido su excusa otras veces para impedir que los Animales entraran en su piso. Pero se suponía que Jody se había ido de la ciudad—. Vamos a la escalera, tengo a alguien arriba.

Lash asintió con la cabeza, miró por encima de sus gafas de sol, y subió y bajó las cejas. Tenía los ojos vidriosos y enrojecidos. Tommy oía el latido acelerado de su corazón. Cocaína o miedo, supuso. Quizá las dos cosas.

—Mira, tronco —dijo Lash—. Lo primero, necesitamos que nos prestes un poco de pasta.

—¿Qué? Pero si tenéis cien de los grandes cada uno, de las obras de arte que vendimos.

—Bueno, los teníamos. Hemos pasado un fin de semana a lo grande.

Tommy echó cuentas de cabeza.

—¿Os habéis fundido seiscientos de los grandes en… cuatro días?

—No —dijo Lash—. No, todo no. Todavía no estamos arruinados del todo.

—Entonces, ¿por qué necesitáis que os preste dinero?

—Solo veinte de los grandes o así, para llegar a mañana —contestó Lash—. Suerte que yo casi tengo un máster en gestión de empresas y soy un as de los negocios, que si no nos habríamos arruinado ayer.

Tommy asintió con la cabeza. Veinte de los grandes eran para él como seis meses de sueldo en el Safeway. Hasta ese momento, le había intimidado un poco que Lash casi tuviera un máster en gestión de empresas. Ahora solo le preocupaba que notara que se había convertido en un vampiro. Dijo:

—Pues sí, estáis bien jodidos.

—Nos iba bastante bien, solo habíamos perdido unos diez de los grandes cada uno hasta que conocimos a Blue. —Lash miró el techo melancólicamente, como si intentara evocar un recuerdo lejano en lugar de algo que había ocurrido hacía un par de noches.

—¿Blue?

—¿Conoces ese grupo de Las Vegas? ¿Los Blue Men?

—Sí, ¿esos que se pintan de azul y hacen percusión con cañerías y cosas así? —Tommy se había perdido.

—Sí, esos —contestó Lash—. Pues resulta que también hay mujeres azules. O hay una, por lo menos. Y, tronco, nos está dejando secos.

En el asiento trasero de la limusina, Blue sostenía la cara de Barry entre sus tetas con fuerza suficiente como para mantenerlo bajo control sin asfixiarlo. Mientras que los otros Animales habían bebido, fumado y follado hasta caer en un estupor de zombis (y ahora yacían despatarrados por el reluciente habitáculo de la limusina), Barry había preferido tomarse dos éxtasis, ponerse una raya de coca y fumarse una pipa de marihuana, lo cual había sumido su cerebro en una especie de bucle tribal redundante que lo había impulsado a hincarse de rodillas desnudo ante ella y a cantar «Dulces tetitas azules» durante veinte minutos. Blue no podía soportarlo más, así que había agarrado su calva cabeza bordeada de rizos y le había hundido la cara en su canalillo para hacerlo callar. Por suerte, Barry se había callado: Blue no quería asfixiarlo mientras aún tuviera dinero.

Hacía falta un camino con muchas vueltas y revueltas (todas ellas malas) para convertir a la Princesa del Cheddar de Fond du Lac, Wisconsin, con su piel lechosa, en una fulana teñida de azul que se ganaba la vida trampeando en los casinos del centro de Las Vegas. Blue, sin embargo, no pensaba ni loca dar otro paso en falso asfixiando entre sus globos de placer (de silicona y proporciones descomunales) a la gallina de los huevos de oro. Los Animales eran su salida, y si tenía que seguir haciendo de Unidad de Placer Alienígena o de magdalena de arándanos para mantenerlos en el bote, lo haría.

Blue era una puta del método. Al comienzo de sus andanzas, cuando dejó de trabajar de camarera por su propensión a derramar las bebidas y antes de dedicarse al estriptis (negocio en el que la presencia de un poste bien recio mitigó su falta de equilibrio), tuvo una corta carrera como actriz porno en producciones de bajo presupuesto. Trabó amistad con una prometedora actriz llamada Lotta Vulva,[4] que le prestó un libro sobre el método Stanislavski.

—Si encuentras tu memoria sensorial —le dijo Lotta—, conseguirás no potar encima de los actores. Los directores odian que potes.

Desde entonces, Blue había sacado buen partido al «método», que le permitía calcular probabilidades de apuestas o pensar en su chequera mientras su personaje realizaba actos que ella personalmente habría encontrado desagradables o directamente repugnantes. (¡Cuánto mejor era cobijarse en su memoria sensorial de Princesa del Cheddar en ciernes, extrayendo la abundante riqueza —con toda su nata— de las ubres de una vaca Holstein, que afrontar la realidad, ásperamente iluminada, de sus actos presentes!).

Pasados seis meses, Blue fue expulsada del negocio del cine debido a un «defecto» que un director resumió diciendo: «Con esas tetas no se llena ni el vaso de un chupito», defecto al que el método no podía poner remedio. Volvió a trabajar de camarera, aunque en un club de estriptis donde raramente tenía que llevar más de una cerveza de diez dólares a la vez, hasta que ahorró suficiente dinero para hacerse una operación de aumento de pecho y abrirse así paso hasta el poste de la sala. Se pasó bailando de los veinte a los treinta años, antes de que la arrojaran del escenario chicas más jóvenes y resistentes a la gravedad, y como se había saltado las clases de mecanografía en el instituto y había, por tanto, manchado su expediente académico, acabó encontrando trabajo como chica de compañía.

—Tengo la sensación de hacer mamadas como si fuera un repartidor de pizzas —le dijo Blue a su compañera de habitación—. Le dejamos satisfecho en veinte minutos o menos, o le devolvemos su dinero. Y la agencia se lleva casi todo el dinero. A este paso, nunca dejaré este oficio.

—Necesitas un reclamo publicitario —respondió su compañera de habitación, que era camarera en el Venetian—. Como esos Blue Men, los del espectáculo. Te aseguro que no serían más que una panda de mocosos aporreando cubos de basura si no fuera porque van pintados de azul.

Y así empezó todo. La descarriada Princesa del Cheddar de Fond du Lac encontró un tinte semipermanente para la piel, de color azul, abrió cuentas de ahorro, se hizo algunas fotos, puso anuncios en todos los periodicuchos gratuitos de la ciudad y así nació Blue. Habría podido ganarse la vida sin el reclamo publicitario: la mayoría de los tíos son capaces de follarse a una serpiente si se la sostienes tiesa. Pero resultó que pagaban mucho más por el exotismo de una mujer azul.

Trabajaba todo lo que podía, y sus ahorros habían crecido hasta el punto de que ya veía la posibilidad de retirarse. Pero más o menos por esa misma época se dio cuenta de que, al volverse azul, había renunciado al sueño de toda puta, estríper u operadora de telemárquetin: un ricachón que la apartara de todo aquello; una ballena que le pagara una fortuna por convertirse en su mascota privada. Para la chica azul no habría braguetazo, o eso pensaba ella hasta que los Animales la llamaron para una fiesta con estriptis y jodienda. De dónde habían sacado el dinero carecía de importancia. Lo que importaba era que lo tenían a montones y que parecían dispuestos a seguir dándoselo hasta que se acabara del todo. Tenía casi medio millón de dólares en el maletín de maquillaje, y Blue (Blue, el personaje) podía soportar todo lo que le hicieran los Animales mientras ella se refugiaba en el fondo de su mente y formulaba desde allí una estrategia de inversiones.

Drew, el alto y flaco, había abierto la puerta de la habitación del hotel y había dicho:

—Hola. Lo hemos hablado y hemos llegado a la conclusión de que cuando éramos pequeños lo único que de verdad queríamos era follarnos a una pitufa.

—Me pasa mucho —había contestado Blue.

—Solo queríamos tirarnos a una pitufa —dijo Lash.

—Es comprensible —contestó Tommy.

—Es muy simpática, de verdad —dijo Lash.

—Cualidad importante en una puta —repuso Tommy.

—Pero ahora parece que no podemos parar.

—¿Y qué queréis que haga? ¿Intervenir?

—No, tú eres nuestro líder. Te queremos para otras cosas. Necesitamos que nos des dinero para seguir de fiesta, que pagues nuestros alquileres y esas cosas.

—Y cuando se me acabe todo el dinero, entonces podré intervenir.

—Claro, si crees que es necesario —dijo Lash—. ¿Cómo vas de crédito?

—Lash, ¿estás colocado?

—Claro.

—Ya. Claro. ¿En qué estaría yo pensando? —A Tommy ya no le preocupaba tanto que Lash notara que era un vampiro. Estaba claro que los ex reponedores del turno de noche del Safeway, además de estar en la ruina, se habían vuelto locos colectivamente.

—Lash, yo no tengo casi un máster en gestión de empresas, como tú, pero ¿no estáis violando algún principio económico? Me refiero a que si no hay una clase donde os enseñen a no gastar el dinero del alquiler en putas y cosas así.

—Corta el rollo, Flood —dijo Lash—. Tú te enrollaste con una vampira.

—Era muy mona —respondió Tommy.

—Cualidad importante en una vampira —replicó Lash, mirando por encima de sus gafas de sol.

—Se acostó conmigo —contestó Tommy. Quería decirle que Jody era muy simpática, pero Lash ya había usado «simpática» para referirse a su fulana azul.

—Lo que yo decía —dijo Lash—. Dame tu dinero.

—Lo que tú decías, no. De eso nada. —Tommy retrocedió como si fuera a darle un puñetazo en el pecho, como hacían constantemente los Animales entre sí, pero se acordó de que ahora podía aplastarle las costillas y dijo—: No me hagas hundirte ese pecho de paloma, mamón.

—El kung fu de tu vampira pelirroja no tiene ni punto de comparación con el increíble kung fu de la fulana del chocho azul. —Lash chilló como un pollo y agitó las manos mientras adoptaba la postura de combate; luego se cayó de culo sobre los escalones. Se rió hasta atragantarse, tosió y dijo—: En serio, colega, si no nos das dinero, estaremos completamente arruinados dentro de seis horas. He hecho el cálculo.

—Podríais volver a trabajar —dijo Tommy—. Anoche me llamó Clint. En la tienda están hasta arriba de trabajo. Necesitan reponedores de noche.

—¿Ah, sí? —preguntó Lash, bajándose las gafas de sol.

—Sí —dijo Tommy.

—Entonces, ¿no estamos despedidos?

—Evidentemente, no —contestó Tommy.

—Eso es. Podríamos volver al trabajo. Eso es lo que le diremos. Que tenemos que volver al trabajo.

—¿Por qué no le dijisteis simplemente que se fuera antes de venir desde Las Vegas?

—No queríamos quedar mal.

—Ah, ya. Bueno, pues entonces largaos.

Lash se levantó y se apoyó en la barandilla el tiempo justo para mirar a Tommy a los ojos.

—¿Te encuentras bien? Estás un poco pálido.

—Tengo el corazón roto y estoy hecho una mierda —dijo Tommy. Odiaba que así fuera, pero los ojos inyectados en sangre de Lash, que lo miraban por encima de las gafas, le estaban dando una punzada de hambre.

—Vale. —Lash cruzó la puerta de seguridad del portal.

Tommy estaba mirándolo cuando se paró junto a la puerta trasera de la limusina y se dio la vuelta.

—¿Necesitas que una puta de color azul te alegre el día? —preguntó—. Invitamos nosotros.

—No, gracias —dijo Tommy.

—Todos para uno y esas cosas —dijo Lash.

—Os lo agradezco. —Tommy se encogió de hombros—. Tengo el corazón roto.

—Vale. —Lash abrió la puerta de la limusina y dos de los Animales, Drew y Troy Lee, cayeron sobre la acera seguidos por un gran nubarrón de humo de marihuana.

—Joder, colega, ¿tú sabías que aquí había una puerta? —dijo Drew, el flaco y zarrapastroso.

—¡Mira! —contestó Troy Lee, el asiático que sabía kung fu—. ¡Mira! ¡Es nuestro líder el temerario!

—Marchaos a trabajar —dijo Tommy—. Solo son las siete. A las once podéis estar sobrios y listos para hacer vuestro turno. —Ni en sueños, pensó.

—Sí, podemos hacer eso —dijo Lash, y se asomó a la limusina—. Oye, Barry, sal de ahí, cabrón, que yo soy el siguiente y luego le toca a Jeff. Lo puse en el tablón. Blue, no dejes que te haga eso en la oreja, nena, que vas a estar un mes sorda.

Tommy cerró la puerta del portal, se dejó caer en los escalones y escondió la cara entre las manos para intentar olvidar todo aquello. Los Animales habían sido sus amigos, su tripulación. Lo habían acogido cuando estaba solo en la ciudad, le habían hecho su líder y, si no había interpretado mal el tono del segundo mensaje de Clint, cuatro horas después, cuando llegaran a la tienda, se volverían contra él.