5
El Emperador de San Francisco
Dos de la mañana. Normalmente, el Emperador de San Francisco habría estado arropado tras un contenedor, roncando como un buldócer congestionado, con la guardia real acurrucada a su alrededor para darle calor. Esa noche, sin embargo, le había perdido la generosidad de un adicto al Starbucks de Union Square, que había donado un mocachino especiado del tamaño de un cubo a la causa del regio bienestar, dejando de ese modo al Emperador y a sus dos acompañantes atacados de los nervios y deambulando de madrugada por la calle Market casi desierta, a la espera de que llegara la hora del desayuno.
—Es como crac con canela —dijo el Emperador, que era un hombre grande como una caldera, una locomotora de carne ambulante con abrigo de lana, con la cara como un horno enmarcada por una tempestad de pelo gris y una barba de las que solo se encuentran entre los dioses o los lunáticos.
Holgazán, el más pequeño de la tropa, un boston terrier, resopló y sacudió la cabeza. Había dado unos lametazos al rico café y estaba dispuesto a hincar el diente a cualquier roedor o sandwich de pastrami que se cruzara en su camino. Lazarus, un golden retriever, normalmente el más tranquilo de los dos, hizo una cabriola y se puso a dar brincos al lado del Emperador como si en cualquier momento fueran a empezar a llover patos (una pesadilla recurrente entre los retrievers).
—Sosiéguense, caballeros —les reprendió el Emperador—. Aprovechemos esta inoportuna vigilia para inspeccionar una ciudad menos frenética que la que conocemos a la luz del día y ver dónde podemos ser de alguna utilidad. —El Emperador creía que el deber principal de cualquier gobernante era servir a sus súbditos más débiles, y se esforzaba por prestar atención a la ciudad que le rodeaba, no fuera a ser que alguien se cayera por las grietas y se perdiera. Estaba claro que era un majadero—. Calma, amigos míos —dijo.
Pero la calma no llegaba. El olor a gato se elevaba en el aire y sus hombres estaban desquiciados por el café. Lazarus ladró una vez y echó a correr acera abajo, seguido de cerca por su compañero de ojos saltones. Se acercaron los dos a una figura oscura que yacía acurrucada alrededor de un letrero de cartón, sobre la isleta de la calle Battery, bajo una enorme escultura de bronce que representaba a cuatro hombres fornidos manejando una prensa de metal. Al Emperador siempre le habían parecido cuatro tíos abusando de una grapadora.
Holgazán y Lazarus olfatearon al hombre de debajo de la escultura, convencidos de que tenía que haber un gato escondido entre sus harapos. Un hocico frío tocó una mano y, al ver que el hombre se movía, el Emperador dejó escapar un suspiro de alivio. Al mirarlo más de cerca, reconoció a William, el del gato enorme. Se conocían de vista y se saludaban con un gesto, pero debido a las tensiones raciales entre sus respectivos compañeros caninos y felinos, nunca se habían hecho amigos.
El Emperador se arrodilló sobre el cartel de cartón y zarandeó al hombre.
—William, despierta. —William gruñó y una botella vacía de Johnny Walker etiqueta negra se deslizó de su abrigo.
—Puede que esté borracho como una cuba —dijo el Emperador—, pero por suerte no está muerto.
Holgazán gimió. ¿Dónde estaba el gato?
El Emperador apoyó a William contra el pedestal de cemento de la escultura. William gruñó.
—Se ha ido. Ido. Ido. Ido.
El Emperador cogió la botella de güisqui vacía y la husmeó. Sí, había contenido güisqui recientemente.
—William, ¿esto estaba lleno?
William levantó el letrero de la acera y se lo puso sobre el regazo.
—Se ha ido —dijo. El cartel rezaba: «Soy pobre y me han robado mi gato enorme».
—Mi más sentido pésame —dijo el Emperador. Se disponía a preguntarle cómo había conseguido una botella del mejor güisqui cuando oyó el largo eco de un maullido calle abajo y, al levantar la mirada, vio a un enorme gato afeitado que, envuelto en un jersey rojo, se dirigía hacia ellos. Logró agarrar a Holgazán y a Lazarus por los collares antes de que salieran tras el gato y se los llevó de allí a rastras. El gato enorme saltó al regazo de William y ambos se fundieron en un abrazo ebrio que incluyó tal cantidad de ronroneos, carantoñas y babas que el Emperador tuvo que contener una pequeña náusea al verlo.
Hasta los sabuesos reales tuvieron que apartar la mirada: ambos se daban cuenta instintivamente de que un gato de catorce kilos, afeitado, sensiblero y vestido con un suéter rojo estaba fuera de su alcance. No había protocolo canino para tal cosa, y al final se pusieron a dar vueltas en la acera, como si buscaran un buen sitio donde fingir una siesta.
—William, creo que te han pelado al gato —dijo el Emperador.
—He sido yo —dijo Tommy Flood al doblar la esquina de la isleta, dando un susto de muerte a todo el mundo. Una mano pálida y delicada salió de detrás de la esquina, agarró a Tommy por la solapa de la chaqueta y tiró de él hacia atrás como si fuera un muñeco de trapo.
—¿Tommy? —dijo el Emperador. El hombretón dobló la esquina del artístico búnker de cemento. Holgazán y Lazarus se habían ido calle abajo, hacia el mar, como si acabaran de ver saltando por allí un bistec de solomillo particularmente atractivo al que mereciera la pena echar un vistazo. El Emperador encontró a su amigo C. Thomas Flood en las garras de su novia, Jody Stroud, la vampira. Jody le tapaba con fuerza la boca mientras con los nudillos de la otra mano le daba furiosos capones. Cada vez que le daba uno, se oía un ruido hueco y los gritos sofocados de Tommy.
—Jody, debo insistir en que sueltes al joven —dijo el Emperador.
Ella obedeció. Tommy se apartó de ella de un brinco.
—¡Ay! —gimió, frotándose la cabeza.
—Perdona —dijo Jody—. No he podido evitarlo.
—Creía que ibas a marcharte de la ciudad con ese demonio —dijo el Emperador. Había estado allí, con los sabuesos reales y los amigos de Tommy, los del Safeway, cuando se enfrentaron al viejo vampiro en el club de yates Saint Francis.
—Bueno, sí, claro. Él ya se ha ido y yo voy a reunirme con él —dijo Jody—. Como le prometí al inspector Rivera. Pero quería asegurarme de que Tommy estaba bien antes de irme.
Al Emperador le caía bien Jody. Se había llevado una pequeña desilusión al enterarse de que era una chupasangre, pero de todos modos era una chica agradable, y siempre había sido generosa en golosinas con sus hombres, a pesar de que Holgazán se ponía a ladrar como un loco cuando la veía.
—Bueno, entonces supongo que no quedaba otro remedio —dijo el Emperador—. Parece que nuestro joven escritor necesita de la supervisión de un adulto antes de quedarse solo en la ciudad.
—Eh, que yo me las apaño muy bien solo —dijo Tommy.
—Has afeitado al gato —dijo el Emperador, levantando una ceja alborotada que parecía una ardilla gris con la cresta de un mohawk.
—Yo… eh, íbamos a probar, para ver si debo comprarme un gato que me haga compañía cuando Jody se vaya. —Miró a Jody, que asintió con entusiasmo mientras intentaba parecer ingenua y sincera.
—Y… y… —continuó Tommy—, yo estaba mascando chicle, ¿sabe?, un chicle de esos con los que se hacen unos globos enormes… Bueno, resumiendo, el caso es que en un descuido Chet se abalanzó sobre uno de mis globos y acabó completamente cubierto de chicle.
Jody dejó de asentir y se limitó a mirarlo fijamente.
—Así que lo afeitaste —añadió el Emperador.
Ahora le tocó a Tommy el turno de asentir y parecer sincero.
—Lamentablemente, sí.
Jody volvió a asentir con la cabeza.
—Lamentablemente —repitió.
—Ya veo —dijo el Emperador. Parecían sinceros, desde luego—. Bueno, lo del jersey ha sido todo un detalle.
—Fue idea mía —dijo Jody—. Ya sabe, para que no se resfríe. El jersey es mío. Tommy lo lavó y lo metió en la secadora, así que me queda un poco pequeño.
—Y no crea que ha sido fácil meter a un gato de ese tamaño en un jersey —dijo Tommy—. Ha sido como intentar vestir a una bola de alambre de espino. Estoy hecho trizas. —Se subió las mangas para dejar al descubierto sus antebrazos, que no estaban hechos trizas. No tenían, de hecho, ni una sola marca, aunque estaban un poco pálidos.
—Vaya, menudo espectáculo —dijo el Emperador mientras retrocedía—. Los hombres y yo seguimos nuestro camino, pues.
—¿Necesitan algo, majestad? —preguntó Jody.
—No, no, hemos tenido mucha suerte esta noche. Muchísima suerte.
—Bueno, pues tengan cuidado, entonces —dijo Jody mientras el Emperador doblaba la esquina y enfilaba la calle.
Es engañosamente amable para ser una agente del mal chupadora de sangre, pensó el Emperador.
Holgazán y Lazarus iban cuatro manzanas por delante de él y casi se habían perdido de vista. Se habían dado cuenta, los muy pillos. El Emperador estaba disgustado consigo mismo por haber dejado a William allí, a merced de los demonios. No había modo de saber qué eran capaces de hacer aquellos dos, pero sintió que un escalofrío de miedo le recorría la espalda y no tuvo valor para darse la vuelta. Tal vez no le hicieran daño al pobre William. A fin de cuentas, habían sido buenos chicos en vida. E incluso en su condición actual, Jody había mostrado cierta compasión al esperar tanto tiempo para convertir a Tommy. Aun así, él era responsable de una ciudad y no podía eludir esa carga.
Había un largo trecho hasta el Safeway de Marina, pero tenía que llegar antes de que salieran los del turno de noche. Por bribones que fueran, eran las únicas personas en su ciudad que tenían experiencia cazando vampiros.
—Muérdelo —dijo Tommy. Estaba de pie sobre el tío del gato enorme, que había vuelto a desmayarse debajo de la escultura.
Jody sacudió la cabeza y se estremeció.
—Está sucio. No me digas que no lo hueles. —Desde que se había convertido en vampiro, solo había sentido náuseas al intentar comer comida de verdad, pero en ese momento le estaban dando arcadas, a pesar del hambre que le corroía las entrañas.
—Espera, voy a limpiarlo un poco. —Tommy se sacó un pañuelo de papel del bolsillo de la chaqueta, lo lamió y limpió un trozo del cuello de William—. Ya está. Venga, vamos.
—Qué asco.
—Yo mordí al gato —dijo Tommy—. Tú misma has dicho que estabas muerta de hambre.
—Pero está pedo —dijo Jody. Daba pasitos sin moverse del sitio, como un gatito con ganas de hacer pis.
—Muérdelo.
—Deja de decir «muérdelo». Yo no pienso en ello de esa manera.
—¿Y cómo piensas en ello?
—No lo sé, la verdad. Es una cosa un poco animal.
—Ah, ya veo —dijo Tommy—. Muérdelo antes de que venga algún poli y se lo lleve, y pierdas tu oportunidad.
—Púaj —dijo Jody, arrodillándose junto a William. Chet el gato enorme la miró desde el regazo de William; luego bajó la cabeza y cerró los ojos. (La pérdida de sangre le había dulcificado el carácter). Jody ladeó la cabeza de William y se echó hacia atrás, con la boca bien abierta, mientras se le alargaban los colmillos. Cerró los ojos y mordió.
—Has visto qué fácil ha sido —dijo Tommy.
Jody lo miró con enfado sin soltar a William. Resoplaba por la nariz mientras bebía. Pensó, debería haberle dado más fuerte cuando tuve la ocasión. Por fin, cuando creyó que había tomado suficiente para mantenerse con vida, pero no lo bastante como para hacer daño al tío del gato, se apartó, se sentó y miró a Tommy.
—Tienes un poco de… —Tommy señaló la comisura de su boca.
Ella se la limpió con la mano y se manchó un poco de carmín y de sangre. Miró el cuello de William. Era de un color gris sucio, con una mancha blanca bordeada de carmín. Los orificios de sus colmillos ya se habían cerrado, pero el carmín destacaba como una diana. Alargó el brazo y limpió el lápiz de labios con la palma de la mano; después se limpió la mano en el jersey del gato enorme. Chet ronroneó. William soltó un ronquido. Jody se levantó.
—¿Cómo ha ido? —preguntó Tommy.
—¿Cómo crees tú que ha ido? Era necesario.
—Bueno, quiero decir que antes, cuando me mordías, era una cosa un poco sexual.
—Ah, ya —replicó Jody—. Así que planeé todo esto porque quería tirarme al tío del gato. —Se sentía un poco mareada por alguna razón.
—Perdona. Deberíamos sacarlo de la calle Market —dijo Tommy—, antes de que le roben o lo detenga la policía. Debe de quedarle algún dinero. Tanto alcohol lo habría matado.
—¿Y a ti qué coño te importa, escritorzuelo? Has afeitado a su gato y le has clavado los colmillos. ¿O fue una cosa sexual? —Se sentía decididamente mareada.
—Eso fue algo mutuo…
—Tonterías. Muérdelo. Ya verás lo sexual que es. Prueba el sabor casero de esa hemoglobina humana, Tommy. No seas miedica —dijo Jody. La verdad era que se estaba comportando como un gallina.
Tommy dio un paso atrás.
—Estás borracha.
—Y tú eres un miedica —repuso ella—. Miedica, miedica, miedica.
—Ayúdame. Cógelo de los pies. Hay un rincón apartado junto al edificio de la Reserva Federal, cruzando la calle. Allí podrá dormir la mona.
Jody se inclinó para coger a William por los pies, pero los pies parecieron moverse cuando echó mano de ellos y, al intentar agarrarlos otra vez, no atinó y cayó hacia delante, quedando a cuatro patas y con el culo en pompa.
—Vaya, eso ha estado muy bien —dijo Tommy—. ¿Qué te parece si tú coges a Chet y yo llevo al tío del gato?
—Lo que dú digas, miedica —contestó Jody. Tal vez estuviera un poco achispada. En los viejos tiempos (en los tiempos prevampíricos), procuraba no probar el alcohol porque se ponía odiosa cuando se emborrachaba. O eso le habían dicho sus ex novios.
Tommy recogió a Chet, el gato enorme, y el felino se retorció cuando se lo pasó a Jody.
—Cógelo.
—Tú no mandas aquí —dijo ella.
—Vale —dijo Tommy. Se metió a Chet bajo el brazo y, con un solo movimiento, levantó al tío del gato y se lo echó sobre el hombro con el otro brazo—. Ten cuidado al cruzar la calle —le gritó a Jody mientras cruzaba.
—¡Ja! —dijo ella—. Soy una depredadora con los sentidos muy afinados. Soy un superser. Soy… —En ese instante su frente rebotó contra una farola con un sonido metálico y seco, y, de pronto, se encontró tendida de espaldas, mirando las luces de las farolas, que se empeñaban en desenfocarse, las muy cabronas.
—Enseguida vuelvo a por ti —gritó Tommy.
Qué mono es, pensó Jody.