4
Rojo, blanco y muertos por todas partes
Relleno de miraguano y plumas de pollo yacían en grandes y algodonosos montones desperdigados por la habitación, junto con los jirones de su ropa, la colcha del futón, trozos de una alfombra peluda de piel de teleñeco y restos aplastados de un par de lámparas de papel baratas. Los cables pelados de encima de la barra del desayuno, donde antes colgaban las lámparas de péndulo, soltaban chispas. Parecía como si alguien hubiera lanzado una granada de mano en medio de una orgía de osos de peluche y a los únicos supervivientes la explosión les hubiera dejado sin pelo.
—Bueno, ha sido distinto —dijo Jody, todavía un poco jadeante. Estaba desnuda (salvo por una manga de la chaqueta de cuero rojo) y, tumbada boca arriba sobre la mesa de café, contemplaba del revés una farola a través de la ventana. Se había manchado de sangre de la cabeza a los pies y, mientras Tommy la miraba, iban curándose los arañazos y las marcas de colmillos de su piel.
—Si lo hubiera sabido —dijo él, jadeando—, me habría dejado crecer el prepucio hace mucho tiempo. —Yacía al otro lado de la habitación, donde ella lo había arrojado, despatarrado sobre el montón de libros y trozos de madera en que se había convertido su estantería; también él estaba manchado de sangre y cubierto de arañazos. Solamente llevaba puesto un calcetín.
Al sacarse del muslo una astilla del tamaño de un lápiz, pensó que tal vez se había precipitado al enfadarse con Jody por haberlo convertido en un vampiro. Aunque no recordaba gran cosa, estaba seguro de que acababa de tener la experiencia sexual más asombrosa de su vida. Por lo visto, lo que había leído acerca de que las relaciones sexuales de los vampiros consistían únicamente en beber sangre era otro mito, como lo de transformarse en murciélago o lo de su incapacidad para cruzar una corriente de agua.
—¿Tú sabías lo que iba a pasar? —preguntó.
—No tenía ni idea —contestó Jody, todavía sobre la mesa baja. A Tommy le parecía cada vez más la víctima de un asesinato, solo que hablaba y sonreía—. Quería que me invitaras a cenar y me llevaras al cine primero.
Tommy le tiró la astilla ensangrentada.
—No me refería a si sabías que íbamos a hacer el amor, me refería a si sabías que iba a ser así.
—¿Cómo iba a saberlo?
—Pensaba que a lo mejor la noche que pasaste con ese viejo vampiro…
Jody se sentó.
—No me lo tiré, Tommy, solo pasé la noche con él intentando averiguar cómo era ser un vampiro. Y se llama Elijah.
—Ah, así que ahora os tuteáis.
—Por el amor de Dios, Tommy, ¿quieres dejar de darle vueltas al asunto? Acabamos de tener una experiencia fantástica y tú le estás chupando toda la magia.
Tommy se removió sobre su montón de desechos y empezó a hacer un mohín, pero acabó haciendo una mueca cuando, al intentar sacar el labio inferior, se pinchó con los colmillos. Jody tenía razón. Siempre había sido así: siempre dándole vueltas a la cabeza, siempre analizándolo todo demasiado.
—Perdona —dijo.
—Ahora tienes que formar parte del mundo, solo eso —dijo Jody suavemente—. No puedes ordenarlo todo en categorías, separarte de la experiencia poniéndole palabras. Como dice la canción, let it be.[1]
—Perdona —repitió Tommy. Intentó quitarse aquellas ideas de la cabeza, cerró los ojos y escuchó el latido de su corazón, y el latido del corazón de Jody al otro lado de la habitación.
—No pasa nada —dijo ella—. Una experiencia así pedía a gritos una autopsia.
Tommy sonrió con los ojos todavía cerrados.
—Por así decirlo.
Jody se levantó y cruzó la habitación hasta donde él estaba sentado. Le ofreció la mano para ayudarlo a levantarse.
—Ten cuidado, tienes la parte de atrás de la cabeza incrustada en la pared.
Tommy volvió la cabeza y oyó resquebrajarse el yeso.
—Sigo teniendo hambre.
Ella lo levantó de un tirón.
—Yo también estoy un poco seca.
—Es culpa mía —dijo Tommy. Ahora se acordaba: la sangre de Jody entrando en él, al mismo tiempo que la de él entraba en ella. Se frotó el hombro, donde los orificios de los colmillos de Jody no se habían cerrado aún.
Ella besó el lugar que se estaba frotando.
—Te curarás enseguida cuando tomes sangre fresca.
Tommy sintió un dolor, como un repentino calambre en el estómago.
—Necesito comer, de verdad.
Jody lo llevó al dormitorio, donde Chet, el gato enorme, estaba acobardado en un rincón, intentando en vano esconderse tras el cesto de mimbre.
—Espera —dijo Jody. Volvió de puntillas al salón y regresó unos segundos después. Se había puesto lo que quedaba de su chaqueta de cuero rojo (que ahora parecía más bien un chaleco) y las bragas, que tenía que sujetarse del lado por el que estaban rotas—. Perdona —dijo—. No me gusta estar desnuda delante de extraños.
Tommy señaló con la cabeza.
—No es un extraño, Jody. Es la cena.
—Ajá —dijo ella, asintiendo y meneando la cabeza de un lado a otro al mismo tiempo, como una muñequita cubierta de sangre—. Ve tú, que eres el nuevo.
—¿Yo? ¿No conoces ningún truco para hipnotizarlo y que venga si lo llamas?
—No. Ve a cogerlo. Yo te espero.
Tommy la miró. Encima de la sangre que embadurnaba su piel pálida, había aquí y allá pegotes de relleno del fu ton; tenía, además, plumas de pollo blancas en el pelo, de uno de los cojines que habían reventado. Él tenía plumas y pelo de gato en el pecho y las piernas.
—Vamos a tener que afeitarlo primero, ¿sabes?
Jody asintió con la cabeza sin quitarle ojo al enorme gato.
—Y quizá darnos una ducha antes.
—Buena idea. —Tommy la rodeó con el brazo.
—Pero solo una ducha. ¡Nada de sexo!
—¿Por qué? Total, ya hemos perdido la fianza del alquiler.
—La mampara de la ducha es de cristal.
—Está bien. Pero ¿puedo lavarte el…?
—No —dijo. Lo cogió de la mano y tiró de él hacia el cuarto de baño.
Al final resultó que la fuerza sobrehumana de un vampiro venía muy bien para afeitar a un gato de catorce kilos. Tras un par de intentos fallidos (durante los cuales persiguieron a Chet, el enorme gato cubierto de espuma de afeitar, por todo el loft), descubrieron el valor de la cinta aislante como utensilio cosmético. Debido a la cinta no pudieron afeitarle las patas. Cuando acabaron, Chet parecía un protohumano barrigón y de ojos saltones provisto de botas espaciales hechas de pelo y cinta aislante: un minino fruto del amor entre Golem y Doddy, el elfo doméstico.[2]
—No estoy seguro de que hiciera falta afeitarlo del todo —dijo Tommy, sentado en la cama junto a Jody, mientras contemplaban a Chet, que estaba tumbado en el suelo, frente a ellos, atado y rasurado—. Da un poco de miedo.
—Da mucho miedo —dijo Jody—. Más vale que bebas. No se te están curando las heridas. —Todos sus arañazos, moratones y mordiscos de amor habían curado por completo y, quitando una pizca de espuma de afeitar que tenía aquí y allá en el pelo, estaba como nueva.
—¿Cómo? —preguntó Tommy—. ¿Cómo sé dónde morderlo?
—Prueba en el cuello —respondió Jody—. Pero antes de morder palpa con la lengua, a ver si encuentras una vena, y no muerdas muy fuerte. —Intentaba darle instrucciones con mucho aplomo, pero estaba tan perdida como él. Le estaba gustando enseñar a Tommy los rudimentos del vampirismo, lo mismo que le había gustado enseñarle a hacer cosas de persona adulta, como contratar la luz y el teléfono para el loft. Aquello hacía que se sintiera sofisticada y responsable, y tras una serie de novios para los que había sido poco más que un apaño y cuyos estilos de vida había imitado (desde anarquistas heavy metal a yuppies del distrito financiero), le gustaba ser la que llevaba la voz cantante, para variar. Aun así, en lo tocante a enseñarle a alimentarse de animales, no habría podido columpiarse más ni aunque de veras hubiera podido convertirse en un murciélago. La única vez que había pensado en beber sangre de un animal había sido cuando Tommy le llevó dos grandes tortugas vivas del barrio chino. Ni siquiera había tenido valor para intentar morder a aquellos reptiles acorazados. Tommy las había bautizado Scott y Zelda,[3] lo cual no había ayudado mucho. Ahora Zelda servía de ornamento de jardín en Pacific Heights y Scott estaba recubierto de bronce, junto al viejo vampiro, en el salón. Los moteros escultores del piso de abajo se habían encargado de «broncearlas», lo cual había dado a Tommy la idea de hacer lo mismo con Jody y el viejo vampiro.
—¿Seguro que esto está bien? —preguntó Tommy mientras se inclinaba sobre Chet, el enorme gato pelado—. Dijiste que se suponía que solo teníamos que matar a los débiles y los enfermos. Las auras negras. Y el aura de Chet es rosa y brillante.
—Con los animales es distinto. —Jody no tenía ni idea de si era distinto con los animales. Una vez se había comido una polilla entera: la cogió al vuelo y se la tragó sin pensárselo dos veces. Ahora se daba cuenta de que debería haberle preguntado muchas más cosas a Elijah cuando tuvo la ocasión—. Además, no vas a matarlo.
—Ya —dijo Tommy. Puso la boca sobre el cuello de Chet—. ¿Azi?
Jody tuvo que volverse un poco para no echarse a reír.
—Sí, así está bien.
—Zabe a ezpuma de afeitad.
—Venga —dijo Jody.
—Vale. —Tommy mordió y empezó a gemir casi inmediatamente. No era un gemido de placer, sino el gemido de alguien a quien se le ha quedado la lengua pegada a la cubitera de hielo del congelador. Chet parecía extrañamente manso; ni siquiera luchaba por desatarse. Tal vez fuera por el poder que los vampiros ejercían sobre sus víctimas, pensó Jody.
—Vale, ya es suficiente —dijo.
Tommy sacudió la cabeza mientras seguía alimentándose del enorme gato pelado.
—Suéltalo, Tommy. Tienes que dejar un poco.
—No —dijo Tommy.
—Deja de sorber al gato, Tommy —dijo Jody severamente—. No es broma. —Era broma, un poco.
Tommy respiraba trabajosamente y su piel había recuperado un poco el color. Jody buscó a su alrededor algo con que distraerlo. Vio un jarrón de flores sobre la mesilla de noche.
Sacó las flores y vertió el agua sobre Tommy y el gato enorme. Tommy siguió chupando. El gato se estremeció, pero por lo demás siguió inmóvil.
—Vale —dijo Jody. El jarrón era de gres y pesaba lo suyo. Tommy lo había comprado para poner las flores que le había llevado de la tienda donde trabajaba, para pedirle disculpas. Era así de majo: a veces le llevaba flores antes de haber hecho nada por lo que tuviera que disculparse. En realidad, a un tío no podía pedírsele más: por eso Jody se refrenó al describir un amplio arco con el jarrón y estampárselo en la frente. Del golpe, Tommy retrocedió metro y medio. Chet, el enorme gato pelado, se puso a aullar. Milagrosamente, el jarrón no se rompió.
—Gracias —dijo Tommy mientras se limpiaba la sangre de la boca. Tenía en la frente una brecha en forma de media luna que iba curando rápidamente.
—De nada —dijo Jody con los ojos fijos en el jarrón. Un jarrón estupendo, pensó. La porcelana, frágil y elegante, estaba muy bien para una vitrina de coleccionista o una reunión para tomar el té, pero cuando se trataba de dar un buen golpe, Jody se quedaba con la robustez del gres.
—Sabe a aliento de gato —dijo Tommy señalando a Chet. Las marcas de sus colmillos ya habían curado—. ¿Se supone que tiene que saber así?
Jody se encogió de hombros.
—¿A qué sabe el aliento de gato?
—A estofado de atún dejado una semana al sol. —Como era del Medio Oeste, Tommy creía que todo el mundo había probado el estofado de atún. Pero para Jody, que había nacido y se había criado en California, el estofado de atún era solo una cosa que comía la gente extinta de las teleseries de los años ochenta.
—Creo que voy a pasar —dijo Jody. Tenía hambre, pero no de aliento de gato. No estaba segura de qué iba a hacer respecto a la cuestión alimenticia. Ya no podía seguir viviendo de Tommy, y a pesar de que le emocionaba saber que estaba sirviendo a la causa de la naturaleza matando únicamente a los débiles y los enfermos, no le gustaba la idea de cebarse en los humanos (por lo menos, en los desconocidos). Necesitaba tiempo para pensar, para descubrir cómo iba a ser su nueva vida. Las cosas habían ido demasiado rápido desde que Tommy y sus amigos se habían cargado al viejo vampiro.
—Deberíamos devolver a Chet a su dueño esta misma noche, si podemos —dijo Jody—. No querrás quedarte sin carné de conducir. Puede que necesitemos algún documento de identidad para alquilar otra casa.
—¿Otra casa?
—Tenemos que mudarnos, Tommy. Les dije a los inspectores Rivera y Cavuto que me iría de la ciudad. ¿No crees que vendrán a comprobarlo? —Rivera y Cavuto eran los inspectores de homicidios que habían seguido el rastro de los cadáveres dejado por el viejo vampiro y habían acabado descubriendo la delicada situación en la que se encontraba Jody. Ella les había prometido irse de la ciudad y llevarse al vampiro si la dejaban marchar.
—Ah, sí, claro —dijo Tommy—. ¿Eso significa que tampoco puedo volver a trabajar en el Safeway?
No era tonto, Jody sabía que no era tonto, así que, ¿por qué tardaba tanto en comprender lo obvio?
—No, no creo que sea buena idea —contestó—, dado que vas a quedarte frito al amanecer, igual que yo.
—Sí, sería embarazoso —dijo Tommy.
—Sobre todo cuando te dé el sol y estalles en llamas.
—Sí, seguro que la política de la empresa tiene algo en contra de eso.
Jody soltó un chillido, llena de irritación.
—Jo, solo estaba bromeando —dijo Tommy, acobardado.
Ella suspiró al darse cuenta de que le había estado tomando el pelo.
—Vístete, aliento de gato, que se nos va a hacer de día. Vamos a necesitar ayuda.
Fuera, en el salón, el vampiro Elijah ben Sapir intentaba averiguar qué estaba sucediendo a su alrededor exactamente. Sabía que estaba preso, retenido en el interior de un recipiente, y fuera lo que fuese lo que lo constreñía, era inamovible. Incluso se había convertido en niebla, lo cual aliviaba un poco su ansiedad (un ánimo etéreo acompañaba a aquella forma física; hacía falta concentración para no dejarse llevar y caer en un profundo sopor). Pero el cascarón de bronce era hermético. Los oía hablar, pero sus comentarios no le decían gran cosa, excepto que su polluela lo había traicionado. Sonrió para sí mismo. Qué error tan neciamente humano, dejar que la esperanza se impusiera a la razón. Debería haberlo sabido.
Pasarían días antes de que el hambre volviera a apoderarse de él, e incluso entonces, si no se movía, podía subsistir indefinidamente sin sangre. Podía vivir mucho, muchísimo tiempo así encerrado, era consciente de ello. Solo su cordura sufriría. Decidió quedarse en forma de niebla: flotar como en un sueño de noche y dormir como un muerto de día. Así esperaría y, cuando llegara el momento —y llegaría (llevar vivo ochocientos años le había enseñado al menos a tener paciencia)—, estaría preparado para asestar el golpe.