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Soy pobre y mi gato es enorme

Jody caminaba un paso o dos por detrás de Tommy, vigilándolo, mientras subían por la calle Tres hacia Market. Observaba cómo reaccionaba ante sus nuevos sentidos, le dejaba espacio para que mirara a su alrededor y le susurraba consejos acerca de lo que estaba experimentando. Ella había pasado por lo mismo un par de meses antes, y sin guía.

—Veo emanar el calor de las farolas —dijo Tommy, mirando hacia arriba y dando vueltas mientras caminaba—. Todas las ventanas de los edificios son de colores distintos.

—Intenta no mirarlo todo al mismo tiempo, Tommy. No dejes que esto te abrume. —Jody estaba esperando que le hiciera algún comentario sobre el aura que despedía cada persona. No era una aureola de calor, sino, más bien, una especie de campo de energía vital. De momento, solamente las habían visto sanas, de color rojo y rosa. Pero no era eso lo que ella estaba buscando.

—¿Qué es ese ruido, como agua corriendo? —preguntó Tommy.

—Son las alcantarillas de debajo de la calle. Todas esas cosas se difuminan pasado un tiempo. Seguirás oyéndolas, pero no te darás cuenta si no te concentras.

—Es como si mil personas estuvieran hablando dentro de mi cabeza. —Él miró a los pocos transeúntes que había en la calle.

—Son las televisiones y las radios —explicó Jody—. Intenta concentrarte en una sola cosa, deja que lo demás pase a un segundo plano.

Tommy se paró y miró la ventana de un apartamento, cuatro plantas más arriba.

—Ahí arriba hay un tipo practicando el sexo por teléfono.

—Qué raro que te hayas fijado en eso —comentó Jody. Se concentró en la ventana. Sí, oía a aquel tipo jadear y dar instrucciones a alguien por el auricular. Evidentemente, creía que su interlocutora era una zorrita sucia y que, por tanto, necesitaba que alguien le embadurnara el cuerpo con distintas variedades de salsa caliente. Jody intentó oír la voz al otro lado de la línea, pero era muy débil: el tipo debía de llevar cascos.

—Qué capullo —dijo Tommy.

Chist —le acalló Jody—. Tommy, cierra los ojos y escucha. Olvídate del tío de la salsa. No mires.

Tommy cerró los ojos y se quedó parado en medio de la acera.

—¿Qué?

Jody se inclinó contra una señal de «Prohibido aparcar» y sonrió. —¿Qué hay justo a tu derecha?

—¿Cómo quieres que lo sepa? Estaba mirando hacia arriba.

—Lo sé. Concéntrate. Escucha. A un metro de tu mano derecha, ¿qué hay?

—Esto es una tontería.

—Presta atención. Escucha la forma del sonido que te llega por la derecha.

—Vale. —Tommy apretó los párpados para demostrar que se estaba concentrando.

Dos estudiantes andróginos, vestidos de negro y con el pelo muy corto, probablemente de la Academia de Artes de la manzana siguiente, pasaron a su lado sin mirarlos apenas hasta que Tommy dijo:

—Oigo una caja. Un rectángulo.

—Ese es la primera vez que prueba el ácido —dijo uno de los estudiantes, que parecía un chico.

—Recuerdo mi primer viaje —dijo el otro, que probablemente era una chica—. Entré en el aseo de caballeros del Metreon y pensé que estaba en una instalación de Marcel Duchamp.

Jody esperó a que pasaran y luego preguntó:

—Sí, un rectángulo, ¿hueco, macizo? ¿Cómo? —Estaba un poco embriagada y brincaba de puntillas. Aquello era mejor que comprar zapatos.

—Está hueco. —Tommy ladeó la cabeza—. Es una máquina de periódicos. —Abrió los ojos, miró el expendedor de periódicos, luego a Jody, y su cara se iluminó como la de un crío que acaba de descubrir el chocolate.

Ella corrió a sus brazos y lo besó.

—Tengo tantas cosas que enseñarte…

—¿Por qué no me lo dijiste? —preguntó Tommy.

—¿Cómo iba a decírtelo? ¿Tú podrías expresar lo que oyes? ¿Lo que ves?

Tommy la soltó, miró a su alrededor y respiró hondo por la nariz como si olfateara el aroma de un vino.

—No. No sé cómo explicar estas cosas.

—¿Lo ves? Por eso tenía que compartirlo contigo.

Tommy asintió con la cabeza, aunque parecía un poco triste.

—Esta parte está bien. Pero la otra…

—¿Qué otra?

—Lo de beber sangre y estar muerto, eso es una asquerosidad. Todavía estoy hambriento.

—No te quejes, Tommy. Los quejicas no le gustan a nadie.

—Tengo hambre —repitió él.

Jody sabía cómo se sentía, ella también tenía un poco de hambre, pero no sabía cómo resolver el problema alimentario. Tommy siempre había sido su provisión de sangre; ahora iban a tener que cazar. Podía hacerlo, lo había hecho, pero no quería.

—Vamos, ya se nos ocurrirá algo. No hagas pucheros. Vamos a la calle Market, a mirar a la gente. Te gustará. —Lo cogió de la mano y tiró de él calle arriba, hacia Market, donde riadas de turistas, compradores y personajes estrafalarios fluían arriba y abajo, por las calles y las aceras. Ríos de sangre.

—Todo el mundo huele a pies y a meados —dijo Tommy, parado en la acera, delante de una droguería Walgreens. Todavía era temprano y la muchedumbre de los hoteles donde se celebraban convenciones discurría por las aceras como un gran rebaño migratorio en busca de cena o abrevadero. En los márgenes, chaperos, vagabundos y parásitos trabajaban sus esquinas, intentando recorrer el camino secreto que llevaba del contacto visual al bolsillo, mientras las reses del rebaño se defendían fijando una mirada embelesada en sus acompañantes, en sus teléfonos móviles o en un punto en la acera cuatro metros por delante de ellos.

—Pis y pies —continuó Tommy.

—Uno acaba acostumbrándose —respondió Jody.

—¿Hay alguien en esta calle que lleve la ropa interior limpia? —gritó Tommy—. ¡Dais todos asco!

—¿Quieres calmarte? —dijo Jody—. La gente te está mirando. Van a pensar que estás loco.

—¿Y qué tiene eso de raro?

Ella miró calle arriba. En las tres calles que alcanzaba a ver, había unas tres personas por manzana gritando a los transeúntes con ojos feroces y despavoridos; obviamente, estaban locos de atar. Asintió con la cabeza. Tommy tenía razón, pero aun así lo agarró del cuello de la camisa y le tiró de la oreja hasta bajarla al nivel de sus labios.

—La diferencia es que tú ya no estás vivo y no es buena idea que llames la atención.

—¿Por eso has decidido ponerte ese delicioso modelito de la colección de moda para zorras de Pantis & Tangas?

—Dijiste que te gustaba. —Jody se había vuelto un poco más provocativa vistiendo desde que era un vampiro. Pero ella lo veía más como un signo de seguridad en sí misma que como una forma de llamar la atención. ¿Tendría que ver con su condición de depredadora? ¿Sería una cuestión de poder?

—Me gustaba. Y me gusta, pero cada tío que pasa te mira el escote. Oigo que se les acelera el corazón. ¿Tuviste que convertirte en humo para meterte en esos pantalones? Sí, ¿verdad?

Un golpecito en el hombro de Tommy. Un joven con camisa blanca de manga corta y corbata negra se había acercado a él furtivamente, empuñando un panfleto.

—Pareces angustiado, hermano. Puede que esto te ayude. —«¡Regocíjate!», proclamaba la primera página del panfleto en grandes letras naranjas.

Jody se tapó la boca y se alejó para que el tipo no la viera reírse.

—¿Qué? —dijo Tommy, volviéndose hacia él—. ¿Qué? ¿Qué? ¿Qué? ¿Es que no ves que estoy hablando de las… eh… de esas cosas de mi novia? —Tommy señaló los hombros de Jody, que ocupaban ahora el lugar que antes habían ocupado «esas cosas»—. Enséñaselo, Jody —dijo Tommy.

Jody negó con la cabeza y echó a andar, sacudiéndose de risa.

—Aquí hay un mensaje —dijo el tío de la corbata—. Un mensaje que puede traerte consuelo… y alegría.

—Sí, bueno, yo intentaba enseñarte un par de ejemplos al respecto, pero mi novia se larga con ellos.

—Pero esta alegría va más allá de lo físico…

—Sí, qué sabrás tú —dijo Tommy, y se tapó la nariz y la boca como si fuera a estornudar—. Oye, me encantaría quedarme a hablar contigo, colega, pero tienes que irte a casa ahora mismo a lavarte el culo. Te huele la trasera como si llevaras una piara de cerdos de contrabando.

Tommy dio media vuelta y echó a andar detrás de Jody, dejando al tío de la corbata colorado como un tomate y con el panfleto arrugado en la mano.

—No tiene gracia —dijo.

Jody se esforzaba tanto por no reírse que le salió un resoplido.

—Sí que la tiene.

—¿Es que no ven que estamos condenados? Yo pensaba que lo notarían. Por lo menos en tu caso. Porque estamos condenados, ¿no?

—Ni idea —respondió Jody. En realidad, no lo había pensado.

—¿El viejo no te enseñó eso en tu curso avanzado de vampirismo?

—Se me olvidó preguntárselo.

—No pasa nada —dijo Tommy, sin esforzarse por evitar el sarcasmo—. Es un detalle sin importancia. ¿Alguna cosa más que se te olvidara preguntarle?

—Pensé que tendría más tiempo para ponerme al día —dijo Jody—. No se me ocurrió que el hombre al que amaba iba a recubrirnos de bronce esa misma noche.

—Sí, bueno, vale. Lo siento.

—¿Y la confianza? —dijo Jody.

—Tú me mataste —replicó Tommy.

—Ya empezamos otra vez.

—Por favor, chicos. Necesito un dólar —dijo una voz a su izquierda. Jody bajó la mirada y vio a un tipo sentado contra la pared de granito de un banco. Estaba tan sucio que no se distinguían su edad ni su raza, tan mugriento que relucía, y tenía en el regazo un enorme gato de pelo largo. Delante de él, en la acera, había una taza y junto a ella un cartel escrito a mano en el que se leía: «Soy pobre y mi gato es enorme».

Tommy, que todavía era nuevo en la ciudad y no había aprendido a pasar de largo ante aquellas cosas, se detuvo y empezó a hurgarse en el bolsillo.

—Sí que es grande el gato, sí.

—Sí, come un montón. Ya no sé qué hacer para darle de comer.

Jody dio un codazo a Tommy, intentando que volviera a sumarse al flujo de los transeúntes. Le gustaba que fuera un buen chaval, pero a veces la sacaba de quicio. Sobre todo cuando intentaba enseñarle las sutilezas de ser una criatura de la noche.

—Pero es casi todo pelo, ¿no? —preguntó Tommy.

—Señor, este gato pesa catorce kilos.

Tommy soltó un silbido y dio un dólar al tío del gato.

—¿Puedo tocarlo?

—Claro —dijo él—. No le molesta.

Tommy se arrodilló y tocó suavemente al gato con un dedo. Luego miró a Jody.

—Es un gato enorme.

Ella sonrió.

—Enorme. Vámonos.

—Tócalo —dijo Tommy.

—No, gracias.

—Bueno —dijo Tommy al tío del gato—, ¿y por qué no lo donas a un refugio o algo así?

—¿Y cómo me gano la vida entonces?

—Podrías hacer un cartel que pusiera: «Soy pobre y he perdido a mi gato enorme». Conmigo funcionaría.

—Puede que tú no seas un buen ejemplo —repuso el del gato.

—Mira —dijo Tommy, que se había puesto de pie y volvía a hurgarse en el bolsillo—, te compro el gato. Te doy… eh… cuarenta pavos.

El tío del gato negó con la cabeza.

—Sesenta…

El otro siguió sacudiendo la cabeza furiosamente.

Tommy se sacó un fajo de billetes del calcetín y apartó unos dólares.

—Cien…

—No.

—Ciento treinta… y dos…

—No.

—Y treinta y siete centavos.

—No.

—Y un clip para papel.

—No.

—Es una gran oferta —insistió Tommy—. ¡Son casi diez pavos por kilo!

—No.

—Pues que te jodan —dijo Tommy—. No me dais pena ni tú ni tu gato enorme.

—El dólar no te lo devuelvo.

—¡Pues muy bien! —dijo Tommy.

—¡Pues muy bien! —contestó el tío del gato.

Tommy cogió a Jody del brazo y echó a andar.

—Qué pedazo de gato —dijo.

—¿Por qué querías comprarlo? Se supone que no podemos tener animales en el piso.

—Ya —dijo Tommy—. Era para cenar.

—Qué asco.

—Es un apaño —dijo Tommy—. ¿Sabes que los masai de Kenia se beben la sangre de su ganado sin daño aparente para la vaca?

—Pues si compramos una vaca sí que violamos el contrato de alquiler.

—¡Eso es!

—¿El qué?

—Un alquiler.

Tommy la hizo dar media vuelta y la llevó otra vez donde el tío del gato.

—Quiero alquilarte el gato —dijo—. A ti te vendrá bien un descanso y yo quiero enseñárselo a una tía mía que es inválida y no puede bajar a la calle.

—No.

—Una sola noche. Ciento treinta y dos dólares con treinta y siete centavos.

El tío del gato levantó una ceja; la mugre de ese ojo se resquebrajó un poco.

—Ciento cincuenta.

—No tengo ciento cincuenta, ya lo sabes.

—Entonces quiero verle las tetas a la pelirroja.

Tommy miró a Jody, luego miró al tío del gato y finalmente volvió a mirar a Jody.

—No —dijo ella con calma.

—No —dijo Tommy, indignado—. ¿Cómo te atreves a sugerir una cosa así?

—Una teta —replicó el del gato.

Tommy miró a Jody. Ella lo miró con los ojos verdes bien abiertos y una expresión que habría descrito como: «Te voy a dar tal guantada que te voy a mandar a la semana que viene y hará falta un equipo de cirujanos para sacarte el miércoles del culo».

—Ni pensarlo —dijo Tommy—. Las tetas de la pelirroja no están en venta. —Sonrió, miró a Jody y luego apartó la mirada a toda prisa.

El tío del gato se encogió de hombros.

—Voy a necesitar algún tipo de fianza, tu carné de conducir, por ejemplo…

—Claro —dijo Tommy.

—Y una tarjeta de crédito.

—No —dijo Jody, y se cerró la chaqueta y se subió la cremallera hasta el cuello.

—Y nada de rollos raros —dijo el tío del gato—. Porque me enteraré.

—Voy a enseñárselo a mi tía y mañana a esta hora te lo traigo.

—Hecho —contestó el del gato—. Se llama Chet.

—Tú primero —dijo Tommy. Estaban de pie en el salón de su loft, uno a cada lado del futón, donde el enorme minino, cruce entre gato persa, mopa de polvo y búfalo acuático, estaba mudando de pelo activamente. Tommy había decidido tomarse con mucho aplomo lo de beber sangre, aunque estaba tan histérico que le daban ganas de subirse por las paredes. De hecho, no estaba seguro de que no pudiera subirse por las paredes; eso era, en parte, lo que le sacaba de quicio. Aun así, desde su llegada a San Francisco hacía un par de meses había perdido los nervios demasiadas veces, y no pensaba hacerlo en ese momento. No delante de su novia. Ni nunca, si podía evitarlo.

—Deberías empezar tú —dijo Jody—. Es la primera vez que te alimentas.

—Pero tú le diste al vampiro viejo un poco de tu sangre —dijo Tommy—. Lo necesitas. —Era cierto: Jody había dado su sangre al vampiro para ayudarlo a recuperarse de las heridas que le habían causado Tommy y sus amigos al volar su yate y tal. Pero, en realidad, Tommy confiaba en que ella volviera a decir que no.

—No, no y no, tú primero —dijo Jody con muy mal acento francés—. Insisto.

—Bueno, si insistes…

Tommy saltó al futón y se inclinó sobre el enorme gato. No estaba seguro de cómo tenía que proceder, pero veía la aureola roja de Chet, que indicaba su buena salud, y oía latir su corazoncito de felino. Oía un chasquido dentro de su cabeza, como si alguien estuviera explotando burbujitas de plástico de embalar en el canal de su oído; luego notó una presión en el paladar, una presión dolorosa, y más chasquidos. Sintió que algo cedía y que dos puntas afiladas se clavaban en su labio inferior. Se apartó del gato y sonrió a Jody, que soltó un grito y dio un brinco hacia atrás.

Colmilloz —dijo.

—Sí, ya lo veo —dijo Jody.

—¿Y por qué haz dado un zalto? ¿Te parecen ridículoz?

—Me has asustado, eso es todo —contestó ella, apartando la mirada como si él fuera una soldadora de arco eléctrico o un eclipse total, y mirarlo de frente pudiera cegarla. Le hizo señas de que continuara—. Vamos, venga. Ten cuidado. No muy fuerte.

—Vale —dijo Tommy. Sonrió otra vez y ella se apartó.

Tommy se volvió, abrazó al gato, que parecía mucho menos asustado que los dos vampiros de la habitación, y mordió.

¡Zup, zup, agg! —Tommy se levantó y empezó a frotarse la lengua para quitarse los pelos del gato—. ¡Qué asco!

—Estate quieto —dijo Jody. Se acerco a él y le quitó de la cara los pelos sueltos y mojados del gato. Se acercó a la enámera de la cocina y volvió con un vaso de agua y un trozo de papel de cocina que utilizó para limpiarle la lengua—. Usa el agua solo para enjuagarte. No te la tragues. No podrás retenerla.

—No puedo tragármela, tengo la boca llena de peloz de gato.

Una vez se hubo enjuagado, Jody le quitó los últimos pelos de la boca y, al hacerlo, se pinchó un dedo con el colmillo derecho de Tommy.

—¡Ay! —Apartó el dedo y se lo metió en la boca.

—Madre mía —dijo Tommy. Le sacó el dedo de la boca y lo metió en la suya. Volteó los ojos y gimió por la nariz.

—Ni lo sueñes —dijo Jody. Agarró la mano de Tommy y le mordió el antebrazo, pegándose a él como una rémora a un tiburón.

Tommy gruñó, la hizo darse la vuelta y la arrojó de bruces sobre el futón, con el brazo todavía en la boca de ella. Jody se echó el pelo a un lado y él le hundió los dientes en el cuello. Ella chilló, pero su grito sonó sofocado y borboteó sobre el brazo ensangrentado de Tommy. Cher, el gato enorme, siseó, atravesó corriendo la habitación, cruzó la puerta del dormitorio y se metió debajo de la cama mientras el loft se llenaba con los gritos de los depredadores y el ruido del cuero que se tensaba y de los vaqueros al rasgarse.

Aquello parecía una inmensa pelea de gatos. Pero Chet no reparó en aquella ironía.