¿Cuándo conociste a Ellwood R. Patterson?
Rob J. pensaba que había sido muy sutil y circunspecto en la forma en que interrogó al ebrio Ordway aquella Nochebuena. El interrogatorio había confirmado su imagen del hombre, y de la OSBE.
Sentado con la espalda apoyada en el poste de la tienda, con el diario apoyado en las rodillas levantadas, escribió lo siguiente:
Lanning Ordway empezó a asistir a las reuniones del Partido Americano en Vincennes, Indiana, «cinco años antes de tener edad suficiente para votar». (Me preguntó dónde me había unido yo, y le dije «En Boston»).
A las reuniones lo llevaba su padre, «porque quería que yo fuera un buen norteamericano…». Su padre era Nathanael Ordway, empleado de un fabricante de escobas. Las reuniones se celebraban en un segundo piso, encima de una taberna. Entraban por la taberna, salían por la puerta de atrás y subían la escalera.
Su padre golpeaba la puerta según la señal convenida. Recuerda que su padre siempre se sentía orgulloso cuando «el Guardián de la Entrada» los observaba por la mirilla y los dejaba pasar «porque éramos buenas personas».
Al cabo de un año aproximadamente, cuando su padre estaba borracho o enfermo, Lanning iba a las reuniones solo. Cuando Nathanael Ordway murió («a causa de la bebida y la pleuresía»), Lanning se fue a Chicago, a trabajar en una taberna que había fuera de la estación de ferrocarril, en la calle Galena, donde un primo de su padre despachaba whisky. Ordenaba el establecimiento cuando se marchaban los borrachos, esparcía serrín limpio todas las mañanas, lavaba los enormes espejos, pulía la barandilla de latón, hacía un poco de todo.
Para él fue normal buscar a los Ignorantes en Chicago. Era como ponerse en contacto con la familia porque tenía más cosas en común con los simpatizantes del Partido Americano que con el primo de su padre. El partido trabajaba para elegir funcionarios públicos que contrataran a trabajadores norteamericanos nativos, dándoles preferencia sobre los inmigrantes. A pesar de su cojera (después de hablar con él y de observarlo, deduzco que nació con la cavidad de la cadera demasiado poco profunda), los miembros del partido se acostumbraron a llamarlo a él cuando necesitaban a alguien joven para hacer recados importantes, y lo bastante mayor para mantener la boca cerrada.
Fue motivo de orgullo para él que sólo al cabo de un par de años, cuando tenía diecisiete, lo introdujeran en la secreta Orden Suprema de la Bandera Estrellada. Dio a entender que también era un motivo de esperanza, porque pensaba que un joven norteamericano pobre y tullido necesitaba estar relacionado con una organización poderosa si quería llegar a algo, «con todos esos extranjeros católicos romanos dispuestos a hacer el trabajo de cualquier norteamericano por una cantidad miserable de dinero».
La Orden «hacía cosas que el partido no podía hacer». Cuando le pregunté a Ordway qué hacía él para la Orden, me respondió: «Esto y aquello. Viajaba de un lado a otro, aquí y allá».
Le pregunté si alguna vez había conocido a un hombre llamado Hank Cough, y él parpadeó. «Claro que lo conozco. ¿Usted también conoce a ese hombre? Imagínese. Sí. ¡Hank!».
Le pregunte dónde estaba Cough, y me miró con expresión extraña. «Está en el ejército».
Pero cuando le pregunté qué clase de trabajo habían hecho juntos, se colocó el dedo índice debajo del ojo y lo hizo bajar por su nariz. Se puso de pie tambaleándose, y concluyó la entrevista.
A la mañana siguiente, Ordway no dio muestras de recordar el interrogatorio. Rob J. tuvo el buen cuidado de dejar pasar algunos días. De hecho pasaron varias semanas hasta que se presentó otra oportunidad, porque las provisiones de whisky del cantinero habían sido agotadas por la tropa durante las fiestas, y los comerciantes del Norte que viajaban con las fuerzas de la Unión eran reacios a reponer las existencias de whisky en Virginia por temor a que el producto estuviera envenenado.
Pero un cirujano auxiliar interino siempre tenía una reserva de whisky del ejército para uso medicinal. Rob J. le dio la botella a Wilcox porque sabía que la compartiría con Ordway. Esa noche esperó vigilante, y cuando por fin regresaron, Wilcox alegre y Ordway taciturno, le dio las buenas noches a Wilcox y se ocupó de Ordway tal como había hecho en la ocasión anterior. Fueron al mismo montón de piedras, lejos de las tiendas.
—Bueno, Lanny —dijo Rob J.—. Conversemos un poco más.
—¿Sobre qué, doctor?
—¿Cuándo conociste a Ellwood R. Patterson?
Los ojos del joven se convirtieron en agujas de hielo.
—¿Quién es usted? —preguntó Ordway, y su voz sonó completamente sobria.
Rob J. estaba preparado para la cruda verdad. Esperó un buen rato.
—¿Quién crees que soy?
—Por las preguntas que hace, pienso que es un maldito espía católico.
—Y tengo más. Tengo algunas preguntas acerca de la mujer india que asesinaste.
—¿Qué india? —preguntó Ordway auténticamente horrorizado.
—¿A cuántas indias has asesinado? ¿Sabes de dónde soy, Lanny?
—Usted dijo de Boston —respondió Ordway en tono malhumorado.
—Eso era antes. He vivido en Illinois durante años. En una pequeña población llamada Holden’s Crossing.
Ordway lo miró y no dijo nada.
—La india que fue asesinada era mi amiga, trabajaba para mi. Se llamaba Makwa-ikwa, por si no lo sabías. Fue violada y asesinada en mi bosque, en mi granja.
—¿La india? Dios mio. Apártese de mi vista, loco desgraciado, no sé de qué me está hablando. Se lo advierto. Si es inteligente, si sabe lo que le conviene para proteger su bienestar, espía hijo de puta, olvide todo lo que cree saber sobre Ellwood R. Patterson —le espetó Ordway.
Pasó junto a Rob J. tambaleándose y se perdió en la oscuridad con tanta rapidez como si le estuvieran disparando.
Al día siguiente Rob J. no le quitó los ojos de encima, sin que se notara que lo estaba vigilando. Le vio preparar a su equipo de camilleros e inspeccionar sus mochilas, y le oyó advertirles que debían ser muy cuidadosos con el uso de las pastillas de morfina hasta que el ejército les proporcionara más, porque el regimiento ya había agotado sus provisiones. Tenía que reconocer que Lanning Ordway se había convertido en un buen y eficaz sargento del cuerpo de ambulancias.
Por la tarde vio a Ordway en su tienda, afanándose sobre un papel, con la pluma en la mano. Pasó así varias horas.
Después del toque de retreta, Ordway llevó el sobre a la tienda que hacía las veces de correo.
Rob J. se detuvo y entró en la oficina de correos.
—Esta mañana encontré a un cantinero que tenía un queso fantástico —le comentó a Amasa Decker—. Te he dejado un trozo en tu tienda.
—Gracias, doctor, es muy amable —respondió Decker, encantado.
—Tengo que cuidar a mis camilleros, ¿no? Será mejor que vayas y te lo comas antes de que otro lo encuentre. Me lo pasaré bien haciendo de cartero mientras tú no estás.
No tuvo que hacer nada más. Inmediatamente después de que Decker se marchara, Rob J. se acercó a la caja de la correspondencia que debía ser enviada. Sólo le llevó unos minutos encontrar el sobre y deslizarlo dentro de su mee-shome.
No lo abrió hasta que se encontró a solas, en la intimidad de su tienda. La carta iba dirigida al reverendo David Goodnow, calle Bridgeton 237, Chicago, Illinois.
Estimado señor Goodnow, Lanning Ordway. Estoy en el 131 Indiana, si se acuerda. Aquí ai un ombre que hase preguntas. Un doctor un tal Robit Col. Quiere saber sobre Henry. Abla raro, lo estube oserbando. Quiere saver de L. wood Padson. Me dijo que biolamos y matamos a esa chica injun esa ves en Illinois. En sierto modo me hocupo de el. Pero uso la cabesa y se lo cuento para que aberiue como se entero de nosotros. Soi sarjento. Cuando acave la guerra bolvere a trabajar para la orden. Lanning Ordway.