29

Los último indios en Illinois

Ha cometido un error, Mort —afirmó Rob J.

Mort London pareció incómodo, pero sacudió la cabeza.

—No. Pensamos que lo más probable es que la haya matado este hijo de puta.

Sólo unas horas antes, cuando Rob J. había estado en la oficina, London no le había mencionado que pensara ir a su granja y arrestar a uno de sus trabajadores. Algo no encajaba; el problema de Viene Cantando era como una enfermedad sin etiología manifiesta. Rob tomó nota del «pensamos» que había pronunciado London. Sabía quiénes eran los que pensaban, y suponía que en cierto modo Nick Holden pretendía capitalizar políticamente la muerte de Makwa. Pero Rob controló su ira con cautela.

—Un terrible error, Mort.

—Hay un testigo que vio a ese enorme indio en el mismo claro en que la encontraron a ella, poco antes de que ocurriera el asesinato.

«Lo cual no era sorprendente —pensó Rob J.—, teniendo en cuenta que Viene Cantando era uno de sus jornaleros y que el bosque del río era parte de su granja».

—Quiero pagar la fianza.

—No lo puedo poner en libertad bajo fianza. Tenemos que esperar a que el juez de distrito salga de Rock Island.

—¿Cuánto tiempo llevará eso?

London se encogió de hombros.

—Una de las cosas buenas de los ingleses es el debido proceso legal.

Se supone que aquí también lo tenemos.

—No se puede pedir a un juez de distrito que se dé prisa por un indio.

Cinco, seis días. Puede que una semana.

—Quiero ver a Viene Cantando.

London se levantó y lo condujo hasta el calabozo de dos celdas que se encontraba junto a la oficina del sheriff. Los ayudantes estaban en el oscuro pasillo que había entre ambas celdas, con los rifles sobre las rodillas. Fritz Graham parecía pasárselo bien. Otto Pfersick daba la impresión de que deseaba regresar a su molino para seguir trabajando.

Una de las celdas estaba vacía. La otra estaba llena de la humanidad de Viene Cantando.

—Desátelo —dijo Rob J. débilmente.

London vaciló. Rob J. se dio cuenta de que tenían miedo de acercarse al prisionero. Viene Cantando tenía una contusión en el ojo derecho (¿el golpe del cañón de un arma?). La corpulencia del indio era imponente.

—Déjeme entrar. Yo mismo lo desataré.

London abrió la celda y Rob J. entró solo.

—Pyawanegawa —dijo, colocando su mano sobre el hombro de Viene Cantando y llamándolo por su nombre indio.

Se colocó detrás de Viene Cantando y empezó a tirar de la cuerda que lo ataba; pero el nudo estaba muy apretado.

—Es necesario cortarlo —le dijo a London—. Páseme un cuchillo.

—Ni hablar.

—En mi maletín hay una tijera.

—Eso también puede ser un arma —gruñó London, pero permitió a Graham coger la tijera.

Rob J. logró cortar la cuerda. Frotó las muñecas de Viene Cantando con ambas manos; lo miró a los ojos y le habló como a su hijo sordo.

—Cawso wobeskiou ayudará a Pyawanegawa. Somos hermanos de la misma Mitad, los Pelos Largos, los Keeso-qui.

Pasó por alto la expresión de sorpresa y desdén de los blancos que escuchaban al otro lado de las rejas. No sabía hasta qué punto Viene Cantando había comprendido sus palabras. Los ojos del sauk eran oscuros y tristes, pero cuando Rob J. los miró atentamente vio en ellos un cambio, algo de lo que no podía estar seguro, algo que podría haber sido furia o simplemente el débil renacer de la esperanza.

Esa tarde Rob J. llevó a Luna a ver a su esposo. Ella hizo las veces de intérprete mientras London lo interrogaba.

Viene Cantando parecía desconcertado por las preguntas.

Admitió enseguida que aquella mañana había estado en el claro del bosque. El tiempo necesario para recoger leña para el invierno, dijo mirando al hombre que le pagaba para que lo hiciera. Y estaba buscando arces azucareros, grabándolos en su memoria para sangrarlos cuando llegara la primavera.

—¿Vivía en la misma casa comunal que la víctima? —preguntó London.

—Sí.

—¿Alguna vez mantuvo relaciones sexuales con ella?

Luna vaciló antes de traducir la pregunta. Rob J. lanzó una fiera mirada a London, pero le tocó el brazo a Luna y asintió, y ella le transmitió la pregunta a su esposo. Viene Cantando respondió de inmediato y sin molestarse.

—No, nunca.

En cuanto concluyó el interrogatorio, Rob J. siguió a London a su despacho.

—¿Puede decirme por qué ha arrestado a este hombre?

—Ya se lo dije. Un testigo lo vio en el claro del bosque antes de que la mujer fuera asesinada.

—¿Quién es su testigo?

—Julian Howard.

Rob se preguntó qué había estado haciendo Julian Howard en sus tierras. Recordó el tintineo de las monedas de dólar cuando Howard había saldado cuentas con él.

—Le pagó para que diera su testimonio —dijo, como si lo supiera con certeza.

—No. Yo no —repuso London ruborizado, pero era un malvado aficionado, torpe para expresar la ira falsamente justificada.

Lo más probable era que fuera Nick quien hubiera entregado la recompensa, junto con una generosa dosis de lisonjas y argumentos para que Julian pensara que él era un santo que simplemente cumplía con su deber.

—Viene Cantando estaba donde debía estar, trabajando en mi propiedad. Usted podría arrestarme a mí también por ser el propietario de la tierra donde Makwa fue asesinada, o a Jay Geiger por encontrarla.

—Si el indio no lo hizo, quedará demostrado en un juicio justo. El vivía con la mujer…

—Ella era su chamán. Es lo mismo que ser su sacerdote. El hecho de que vivieran en la misma casa comunal hacía que el sexo estuviera prohibido entre ellos, como si fueran hermano y hermana.

—Hay personas que han matado a sus propios sacerdotes. O se han follado a su propia hermana, si es por eso.

Rob J. empezó a marcharse, disgustado, pero regresó.

—Aún está a tiempo de arreglar esto, Mort. Ser sheriff no es más que un maldito trabajo, y si lo pierde sobrevivirá. Creo que usted es un buen hombre. Pero si hace algo así una vez, le resultará fácil volver a hacerlo.

Fue un error. Mort podía vivir con la certeza de que todo el pueblo sabía que estaba en manos de Nick Holden, siempre y cuando nadie se lo echara en cara.

—Leí esa basura que usted llama informe de la autopsia, doctor Cole.

Le resultaría muy difícil lograr que un juez y seis hombres blancos competentes crean que esa mujer era virgen. Era una india guapa para la edad que tenía, y en el distrito todo el mundo sabe que era su mujer.

Y tiene el desparpajo de venir a dar sermones. Lárguese de aquí ahora mismo. Y no se le ocurra volver a molestarme a menos que se trate de algo oficial.

Luna dijo que Viene Cantando tenía miedo.

—No creo que le hagan daño —la tranquilizó Rob J.

Luna dijo que él no tenía miedo de que le hicieran daño.

—Sabe que a veces los hombres blancos cuelgan a la gente. Si un sauk muere estrangulado, no puede atravesar el río de espuma, y nunca más puede entrar en la Tierra del Oeste.

—Nadie va a colgar a Viene Cantando —dijo Rob J. en tono irritado—. No tienen pruebas de que haya hecho nada. Es todo una cuestión política, y dentro de unos días van a tener que dejarlo en libertad.

Pero el temor de Luna era contagioso. El único abogado que había en Holden’s Crossing era Nick Holden. Había varios abogados en Rock Island, pero Rob J. no los conocía personalmente. A la mañana siguiente se ocupó de los pacientes que necesitaban una atención inmediata y luego cabalgó hasta la capital del distrito. Había más gente en la sala de espera del miembro del Congreso Stephen Hume que la que estaba acostumbrado a ver en la suya, y tuvo que esperar casi una hora y medía a que le llegara el turno.

Hume lo escuchó atentamente.

—¿Por qué ha recurrido a mi? —le preguntó por fin.

—Porque usted se presenta para la reelección y Nick Holden es su rival. Por alguna razón que no logro imaginar, Nick está causando todos los problemas que puede a los sauk en general y a Viene Cantando en particular.

Hume lanzó un suspiro.

—Nick está en buenas relaciones con un grupo de gente muy dura, y no puedo tomarme su candidatura a la ligera. El Partido Americano está inculcando a los trabajadores nativos el odio y el miedo hacia los inmigrantes y los católicos. Tienen un local secreto en cada población, con una mirilla en la puerta para impedir la entrada a los que no son miembros. Les llaman el Partido del Ignorante, porque han enseñado a sus miembros a decir que no saben nada si se les pregunta por sus actividades. Promueven y utilizan la violencia contra los extranjeros, y me avergüenza decir que están arrasando el país políticamente. Están llegando montones de inmigrantes, pero en este momento el setenta por ciento de la población de Illinois son nativos, y la mayor parte del otro treinta por ciento no son ciudadanos y no votan. El año pasado, los Ignorantes casi eligieron un gobernador en Nueva York y de hecho eligieron cuarenta y nueve legisladores. Una alianza de los liberales con los Ignorantes ganó fácilmente las elecciones en Pensilvania y en Delaware, y en Cincinnati ganaron los Ignorantes después de una dura lucha.

—¿Pero por qué Nick persigue a los sauk? ¡No son extranjeros!

Hume hizo una mueca.

—Su instinto político tal vez sea muy acertado. Hace sólo diecinueve años los indios asesinaron a montones de blancos, y estos a montones de indios. Murió mucha gente durante la guerra de Halcón Negro.

Diecinueve años es muy poco tiempo. Los muchachos que sobrevivieron a los ataques de los indios y al pánico que sembraron, ahora son votantes y aún odian y temen a los indios. Así que mi digno rival está echando leña al fuego. La otra noche, en Rock Island, repartió un montón de whisky y luego volvió a hablar de la guerra de los indios, sin olvidar una sola cabellera arrancada por los indios, ni ninguna supuesta depravación. Luego habló sobre los últimos indios sanguinarios de Illinois que viven en su pueblo, y prometió que cuando sea elegido diputado de Estados Unidos se ocupará de que vuelvan a su reserva de Kansas, que es donde deben estar.

—¿Usted puede tomar alguna medida para ayudar a los sauk?

—¿Tomar medidas? —Hume suspiró—. Doctor Cole, soy un político.

Los indios no votan, y no voy a tomar una postura pública para apoyarlos individual o colectivamente. Pero como cuestión política, me ayudaría que pudiéramos aliviar esta tensión, porque mi rival está intentando utilizarla para obtener mi escaño.

“Los dos jueces del tribunal de distrito son el honorable Daniel P. Allan y el honorable Edwin Jordan. El juez Jordan tiene un fondo ruin y es un liberal. Dan Allan es un juez excelente y mejor demócrata aún.

Lo traté y trabajé con él durante mucho tiempo, y si se ocupa de este caso no permitirá que la gente de Nick lo convierta en un carnaval para condenar a su amigo sauk basándose en pruebas endebles y para ayudar a Nick a ganar las elecciones. No hay forma de saber si el caso lo llevará él o Jordan. Si lo lleva Allan será justo.

“Ninguno de los abogados de esta ciudad querrá defender a un indio, esa es la verdad. El mejor que hay aquí es un joven llamado John Kurland. Déjeme hablar con él y ver si podemos convencerlo.

—Se lo agradezco, diputado.

—Bueno, puede demostrarlo a la hora de votar.

—Yo pertenezco al treinta por ciento. He solicitado la ciudadanía, pero hay un período de espera de tres años…

—Eso le permitirá votar la próxima vez que me presente para la reelección —dijo Hume con espíritu práctico. Sonrió mientras se daban la mano—. Mientras tanto, hable con sus amigos.

El pueblo no se mostró interesado durante mucho tiempo en una india muerta. Resultaba más interesante la apertura de la escuela de Holden’s Crossing. Todos se habían mostrado dispuestos a ceder un poco de terreno para construirla, asegurando así el acceso de sus hijos, pero se acordó que la institución debía estar en un sitio céntrico, y finalmente la asamblea del pueblo aceptó tres acres cedidos por Nick Holden, que se mostró satisfecho con la decisión porque el terreno aparecía destinado a la escuela en los primeros mapas que él había soñado para Holden’s Crossing.

Se construyó cooperativamente una escuela de madera de una sola aula. En cuanto comenzaron las obras, creció el proyecto. En lugar de un suelo apuntalado, los hombres acarrearon troncos desde una distancia de diez kilómetros para serrarlos y construir un suelo de tablas. Se colocó una repisa larga en una de las paredes para que sirviera de pupitre colectivo, y delante de la repisa se instaló un banco largo para que los alumnos pudieran mirar a la pared mientras escribían, y dar medía vuelta para ver al maestro mientras hablaba. En medio del aula se colocó una estufa de hierro que funcionaba con leña. Se decidió que las clases comenzarían todos los años después de la cosecha y que durarían tres trimestres de doce semanas cada uno; al maestro se le pagarían diecinueve dólares por trimestre, además de alojamiento y comida. La Ley del Estado decía que un maestro debía estar capacitado para enseñar a leer, a escribir y aritmética, y tener conocimientos de geografía, o gramática o historia. No había muchos candidatos para el puesto porque el salario era bajo y los inconvenientes eran numerosos, pero finalmente se contrató a Marshall Byers, primo hermano de Paul Williams, el herrador.

El señor Byers era un joven de veintiún años, delgado y de ojos saltones, que antes de llegar a Illinois había enseñado en Indiana y por consiguiente sabía qué podía esperar del sistema de «alojamiento y comida», que consistía en vivir una semana con la familia de cada alumno. Le comentó a Sarah que estaba contento de alojarse en una granja de ovejas, porque le gustaba más la carne de oveja y las zanahorias que el cerdo y las patatas.

—En las otras casas, cuando sirven carne, siempre es cerdo y patatas, cerdo y patatas —dijo.

Rob J. sonrió.

—Le encantará estar con los Geiger —comentó.

Rob J. no estaba contento con el maestro. Había algo desagradable en la forma en que el señor Byers lanzaba miradas furtivas a Luna y a Sarah, y miraba fijamente a Chamán como si el niño fuera un monstruo.

—Espero tener a Alexander en mi escuela —dijo el señor Byers.

—Chamán también espera ir a la escuela —repuso Rob J. en tono sereno.

—Eso es imposible. El chico no habla normalmente. ¿Y cómo chico que no oye nada va a aprender algo en la escuela?

—Lee el movimiento de los labios. Y aprende con facilidad, señor Byers.

El señor Byers frunció el ceño. Pareció que estaba a punto de añadir otra objeción, pero al observar la expresión de Rob J. cambió de idea.

—Por supuesto, doctor Cole —respondió con gesto rígido—. Por su puesto.

A la mañana siguiente, antes del desayuno, Alden Kimball llamó a la puerta de atrás. Había ido muy temprano a la tienda de comida y había vuelto cargado de noticias.

—¡Esos malditos indios! ¡Ahora si que la han hecho buena! —exclamó—. Anoche se emborracharon y prendieron fuego al granero de esas monjas papistas.

Cuando Rob habló con Luna, ella lo negó de inmediato.

—Anoche estuve en el campamento sauk con mis amigos, hablando de Viene Cantando. Lo que le han contado a Alden es mentira.

—Tal vez empezaron a beber después de que tú te fuiste.

—No. Es mentira. —Parecía serena, pero empezó a quitarse el delantal con mano temblorosa—. Iré a ver al Pueblo.

Rob lanzó un suspiro. Decidió que lo mejor seria visitar a los católicos.

Había oído que a las monjas las llamaban «esos malditos escarabajos marrones». Al verlas comprendió por qué: llevaban hábitos marrones de lana que con el calor de finales del verano debían de representar una tortura. Cuatro de ellas estaban trabajando en las ruinas del pequeño granero sueco que August Lund y su esposa habían construido con tantas esperanzas. Parecía que estaban buscando entre los restos carbonizados, aún humeantes, por si podían rescatar algo.

—Buenos días —dijo Rob.

No lo habían oído acercarse. Se habían metido el ruedo de sus largos hábitos en el cinturón para tener libertad de movimientos y estar más cómodas mientras trabajaban, y se apresuraron a ocultar sus piernas robustas y cubiertas por medías blancas, soltando el borde de la falda.

—Soy el doctor Cole —dijo Rob mientras desmontaba—. Vuestro vecino. —Lo miraron sin responder, y pensó que tal vez no comprendían el idioma—. ¿Puedo hablar con la persona que está a cargo?

—Tendrá que ser con la madre superiora —dijo una de ellas, con voz apenas más alta que un susurro.

Le hizo una pequeña señal a Rob y empezó a caminar en dirección a la casa; Rob la siguió. Cerca de un nuevo cobertizo con techo de una sola vertiente que había a un lado de la casa, un anciano vestido de negro limpiaba el huerto. El anciano no mostró el menor interés por Rob. La monja llamó dos veces a la puerta con unos golpecitos delicados, acordes con su voz.

—Adelante.

El hábito marrón precedió a Rob e hizo una reverencia.

—Este caballero desea verla, Su Reverencia. Es médico y vecino nuestro —anunció la monja en un susurro, y volvió a hacer una reverencia antes de marcharse.

La madre superiora estaba sentada en una silla de madera, detrás de una mesa pequeña. El rostro enmarcado por el velo era grande, la nariz ancha y generosa, los ojos burlones y de un azul penetrante, más claros que los de Sarah, y desafiantes en lugar de encantadores.

Rob J. se presentó y dijo que lamentaba lo del incendio.

—¿Podemos hacer algo para ayudarlas?

—Confío en que el Señor nos ayudará. —Hablaba un inglés culto; Rob J. pensó que el acento era alemán, aunque sonaba distinto al de los Schroeder. Tal vez fueran de diferentes regiones de Alemania—. Tome asiento, por favor —sugirió ella, indicando la única silla cómoda de la habitación, grande como un trono y tapizada en cuero.

—¿Trasladaron esta silla en el carro?

—Si. Para que el obispo tenga un sitio decente donde sentarse cuando venga a visitarnos —explicó, con expresión seria.

Dijo que los hombres habían llegado durante el cántico nocturno.

Todas estaban concentradas en el culto, y no oyeron los ruidos ni el chisporroteo, pero enseguida percibieron el olor del humo.

—Tengo entendido que fueron unos indios.

—El tipo de indios que asistió a esa tertulia de Boston —especificó en tono seco.

—¿Está segura?

Ella sonrió sin dar muestras de humor.

—Eran blancos borrachos, blancos borrachos que vomitaban porquerías.

—Aquí hay una sede del Partido Americano.

Ella asintió.

—Los Ignorantes. Hace diez años yo me encontraba en la comunidad franciscana de Filadelfia, recién llegada de mi Wurttemberg natal. Los Ignorantes me ofrecieron una semana de disturbios en los que fueron atacadas dos iglesias, doce católicos fueron muertos a golpes y montones de casas de católicos fueron incendiadas. Me llevó algún tiempo darme cuenta de que no es lo único que hay en Norteamérica.

Rob asintió. Notó que habían adaptado una de las dos habitaciones de la casa de August Lund, convirtiéndola en un dormitorio espartano. En un principio, la habitación había sido el granero de Lund.

Ahora, en un rincón, se veían amontonados algunos jergones. Además del escritorio, la silla de la madre superiora y del obispo, los únicos muebles eran una larga y elegante mesa de refectorio y bancos de madera nueva. Rob elogió el trabajo de ebanistería.

—¿Los hizo su sacerdote?

Ella sonrió y se puso de pie.

—El padre Russell es nuestro capellán. La hermana Mary Peter Celestine es nuestro carpintero. ¿Le gustaría ver nuestra capilla?

La siguió a la habitación en la que los Lund habían comido, dormido y hecho el amor, la misma en la que había muerto Greta Lund. La habían pintado a la cal. Contra una de las paredes había un altar de madera, y frente a este un reclinatorio. Delante del crucifijo del altar se veía un enorme tabernáculo con un cirio flanqueado por velas más pequeñas. Había cuatro estatuas de yeso que parecían separadas según el sexo. Rob reconoció a la Virgen a la derecha. La madre superiora le dijo que junto a la Virgen María estaba santa Clara, que había fundado su orden religiosa, y en el otro lado del altar se encontraban san Francisco y san José.

—Me han dicho que piensan abrir una escuela.

—Le han informado mal.

Rob sonrió.

—Y que intentan atraer a los niños al papismo.

—Bueno, en eso no está tan equivocado —repuso ella con seriedad—. Siempre tenemos la esperanza de salvar un alma gracias a Cristo, ya sea niño, hombre o mujer. Siempre procuramos ganar amigos y convertir al catolicismo a personas de la comunidad. Pero la nuestra es una orden de enfermeras.

—¡Una orden de enfermeras! ¿Y dónde atenderán a los enfermos?

¿Construirán aquí un hospital?

—Oh —dijo ella en tono pesaroso—. No hay dinero. La Santa Madre Iglesia ha comprado esta propiedad y nos ha enviado a nosotras. Ahora debemos abrirnos camino solas. Pero estamos seguras de que Dios proveerá.

Rob J. no estaba tan seguro.

—¿Puedo llamar a sus enfermeras si los enfermos las necesitan?

—¿Para que vayan a sus casas? No, eso sería imposible —repuso en tono severo.

Rob se sentía incómodo en la capilla y empezó a salir.

—Creo que usted no es católico, doctor Cole.

Él sacudió la cabeza. De pronto se le ocurrió una idea.

—Si es necesario ayudar a los sauk, ¿declararía usted que los hombres que incendiaron su granero eran blancos?

—Por supuesto —afirmó la madre superiora con frialdad—. Es la pura verdad, ¿no?

Rob se dio cuenta de que las novicias debían de sentirse aterrorizadas por ella.

—Gracias. —Rob vaciló, incapaz de inclinarse ante esta arrogante mujer y llamarla Su Reverencia—. ¿Cuál es su nombre, madre?

—Soy la madre Miriam Ferocia.

En sus tiempos de estudiante Rob había sido todo un latinista, se había esforzado en traducir a Cicerón, había seguido los pasos de César en las Galias, y había aprendido lo suficiente para saber que el nombre significaba Maria la Valerosa. Pero a partir de aquel día, cada vez que pensaba en esta mujer se refería a ella —sólo mentalmente— como la Feroz Miriam.

Hizo el largo viaje a Rock Island para ver a Stephen Hume y se sintió inmediatamente recompensado porque el miembro del Congreso tenía buenas noticias. Daniel P. Allan presidiría el juicio. Debido a la falta de pruebas, el juez Allan no veía ningún inconveniente en poner a Viene Cantando en libertad bajo fianza.

—De todos modos, como se trata de un delito de sangre, no podía fijar la fianza en menos de doscientos dólares. Para encontrar un fiador tendrá que ir a Rockford o a Springfield.

—Yo mismo pondré el dinero. Viene Cantando no va a irse de mi casa —le comunicó Rob J.

—Fantástico. El joven Kurland ha aceptado representarlo. Dadas las circunstancias, será mejor que usted no se acerque a la cárcel. El abogado Kurland se reunirá con usted dentro de dos horas en su banco.

¿Es el que hay en Holden’s Crossing?

—Sí.

—Extienda una letra bancaria a nombre del Distrito de Rock Island, fírmela y entréguesela a Kurland. Él se ocupará de todo lo demás. —Hume sonrió—. El caso se verá dentro de algunas semanas. Entre Dan Allan y John Kurland se ocuparán de ver si Nick intenta sacar provecho de todo esto, y en ese caso hacerlo quedar como un estúpido.

Le dio la enhorabuena con un fuerte apretón de manos.

Rob J. regresó a casa y enganchó el carro, porque consideraba que Luna tenía que ocupar un lugar importante en el comité de recepción. Ella se sentó erguida en el carro, vestida con la ropa de todos los días y una a cofia que había pertenecido a Makwa. Permanecía muy callada, más que de costumbre. Rob J. se dio cuenta de que estaba muy nerviosa. Ató el caballo delante del banco y ella esperó en el carro mientras él se ocupaba de conseguir la letra bancaria y entregársela a John Kurland, un joven serio que cuando él le presentó a Luna saludó con cortesía pero sin cordialidad.

Cuando se marchó el abogado, Rob J. volvió a sentarse en el carro, junto a Luna. Dejó al caballo enganchado donde estaba y se quedaron sentados bajo el sol ardiente, mirando la puerta de la oficina de Mort London. El calor era abrasador para septiembre.

Esperaron sentados durante un rato excesivamente largo. Luego Luna le tocó el brazo a Rob, porque la puerta se abrió y apareció Viene Cantando, que se inclinó para poder salir. Detrás de él salió Kurland.

Vieron a Luna y a Rob J. enseguida y echaron a andar en dirección a ellos. Viene Cantando reaccionó instintivamente al verse libre y no pudo evitar el echar a correr, o algo instintivo le hizo querer huir de allí, pero sólo había dado un par de zancadas cuando algo estalló desde arriba y a la derecha, y desde un segundo tejado, al otro lado de la calle, se produjeron otras dos detonaciones.

Pyawanegawa, el cazador, el jefe, el héroe de la pelota-y-palo, tendría que haber caído con aire majestuoso, como un árbol gigante, pero lo hizo tan torpemente como cualquier otro hombre, con la cara contra el suelo.

Rob J. bajó del carro y corrió hacia él enseguida, pero Luna fue incapaz de moverse. Cuando Rob llegó junto a Viene Cantando y lo hizo girar, vio lo que Luna ya sabía. Una de las balas lo había alcanzado exactamente en la nuca. Las otras dos habían dejado heridas en el pecho a una distancia de un par de centímetros, y lo más probable era que ambas hubieran ocasionado la muerte al llegar al corazón.

Kurland llegó junto a ellos y permaneció de pie, horrorizado. Pasó otro minuto hasta que London y Holden salieron de la oficina del sheriff. Mort escuchó la explicación que Kurland le dio sobre lo ocurrido y empezó a dar órdenes a gritos, haciendo registrar los tejados de un lado de la calle y luego los del otro. Nadie pareció muy sorprendido al descubrir que los tejados estaban desiertos.

Rob J. se había quedado arrodillado junto a Viene Cantando, pero ahora se puso de pie y se enfrentó a Nick. Holden estaba pálido pero relajado, preparado para cualquier cosa. De forma incongruente, Rob quedó impresionado una vez más por la belleza del hombre.

Notó que llevaba un arma en pistolera y se dio cuenta de que lo que le dijera a Nick podía ponerlo en peligro, que debía elegir las palabras con sumo cuidado, aunque era necesario que las pronunciara.

—No quiero tener nada que ver contigo nunca más. Nunca más en la vida —le espetó.

Viene Cantando fue trasladado al cobertizo de la granja, y Rob J. lo dejó allí con su familia. Al anochecer salió para llevar a Luna y a sus hijos a la casa y darles de comer, y descubrió que habían desaparecido, lo mismo que el cuerpo de Viene Cantando. A última hora del atardecer, Jay Geiger encontró el carro y el caballo de los Cole atados a un poste delante de su granero, y los llevó a la granja de Rob. Dijo que Pequeño Cuerno y Perro de Piedra se habían marchado de su granja. Luna y sus hijos no regresaron. Esa noche Rob J. no pudo dormir pensando en que Viene Cantando probablemente estaría en una tumba sin identificar, en algún lugar del bosque, junto al río. En la tierra de otros, que alguna vez había pertenecido a los sauk.

Rob J. no se enteró de la noticia hasta el día siguiente a medía mañana, cuando Jay volvió a pasar por su casa y le contó que el enorme granero de Nick Holden había sido destruido por las llamas durante la noche.

—No cabe duda de que esta vez fueron los sauk. Han escapado todos.

Nick pasó la mayor parte de la noche procurando que las llamas no se acercaran a su casa, y aseguró que llamaría a la milicia y al ejército de Estados Unidos. Ya ha salido a perseguirlos con casi cuarenta hombres, los más lastimosos luchadores que cualquiera pueda imaginar: Mort London, el doctor Beckermann, Julian Howard, Fritz Graham, la mayoría clientes habituales del bar de Nelson, la mitad de los borrachos de esta zona, todos ellos convencidos de que van a perseguir a Halcón Negro. Tendrán suerte si logran no dispararse entre ellos.

Esa tarde Rob J. cabalgó hasta el campamento sauk. Por el estado del lugar se dio cuenta de que se habían marchado para siempre. Las pieles de búfalo habían sido retiradas de la entrada de los hedonoso-tes, abiertos como bocas desdentadas. El suelo estaba lleno de desperdicios. Rob recogió una lata y el borde mellado de la tapa le indicó que había sido abierta con un cuchillo o una bayoneta. La etiqueta indicaba que había contenido melocotón de Georgia. Nunca había podido conseguir que los sauk dieran valor alguno a las letrinas cavadas en el suelo, y ahora el ligero olor de excrementos humanos que el viento arrastraba desde las afueras del campamento le impidió ponerse sentimental por su partida, y fue la clave final de que algo valioso había desaparecido del lugar y no sería devuelto por los hechizos ni por la política.

Nick Holden y sus hombres persiguieron a los sauk durante cuatro días.

Nunca estuvieron cerca de ellos. Los indios no se alejaron de los bosques que se extendían junto al Mississippi, dirigiéndose siempre hacia el norte. No eran tan hábiles en las zonas inexploradas como muchos miembros del Pueblo que ya habían muerto, pero incluso los más torpes eran mejores en el bosque que los blancos, y daban rodeos dejando pistas falsas que los blancos seguían obedientemente.

Los hombres de Nick continuaron la persecución hasta que se internaron en Wisconsin. Habría sido mejor que regresaran con algún trofeo, algunas cabelleras y orejas, pero se convencieron mutuamente de que habían logrado una gran victoria. Hicieron un alto en Prairie du Chien y bebieron cantidades ingentes de whisky, y Fritzie Graham se enzarzó en una trifulca con un soldado de caballería y acabó entre rejas, pero Nick lo sacó de allí convenciendo al sheriff de que había que tener un poco de cortesía profesional con un ayudante de la justicia que se encontraba de visita. Al regreso salieron a recibirlos treinta y ocho discípulos que difundieron el evangelio de que Nick había salvado al Estado de la amenaza de los pieles rojas, y que además era un tipo fantástico.

El otoño de aquel año fue benigno, mejor que el verano, porque todos los insectos fueron eliminados por las heladas prematuras. Fue una estación dorada, con las hojas de los árboles que crecían junto al río coloreadas por las noches frías, pero los días eran templados y agradables.

En octubre, la iglesia hizo subir al púlpito al reverendo Joseph Hills Perkins. Este había solicitado una rectoría, además de un salario, de modo que una vez recogida la cosecha se construyó una pequeña casa de troncos, y el pastor se mudó con su esposa, Elizabeth. No tenían hijos. Sarah estuvo ocupada, pues era miembro del comité de recepción.

Rob J. encontró azucenas junto al río y las plantó al pie de la tumba de Makwa. No era costumbre de los sauk marcar las tumbas con piedras, pero le pidió a Alden que cepillaran una tabla de acacia, que no se pudriría. No parecía adecuado recordarla con palabras inglesas, así que le pidió a Alden que tallara en la madera los símbolos rúnicos que Makwa había llevado en el cuerpo, para indicar que ese lugar era de ella. Mantuvo una conversación inútil con Mort London en un intento por lograr que el sheriff investigara la muerte de ella y la de Viene Cantando, pero London le dijo que se alegraba de que el asesino de la india hubiera muerto a tiros, probablemente por otros indios.

En noviembre, en todo el territorio de Estados Unidos, los ciudadanos varones de más de veintiún años acudieron a las urnas. A lo largo y ancho del país, los trabajadores reaccionaron contra la competencia que los inmigrantes representaban en el aspecto laboral. Rhode Island, Connecticut, New Hampshire, Massachusetts y Kentucky eligieron gobernadores pertenecientes a las filas de los Ignorantes. En ocho Estados resultaron elegidas las candidaturas de los Ignorantes. En Wisconsin, los Ignorantes ayudaron a elegir abogados republicanos que procedieron a abolir las agencias estatales de inmigración. Los Ignorantes ganaron en Texas, Tennessee, California y Maryland, y quedaron en buena situación en la mayoría de los Estados del Sur.

En Illinois obtuvieron la mayoría de los votos de Chicago y de la zona sur del Estado. En el distrito de Rock Island, el miembro del Congreso de Estados Unidos, Stephen Hume, perdió su escaño por ciento ochenta y tres votos ante Nicholas Holden, el exterminador de indios, que casi inmediatamente después de las elecciones se marchó para representar a su distrito en Washington, D. C.