El comisario Lebel se sentía como si no hubiese bebido nada en toda su vida. Tenía la boca seca y la lengua se le pegaba al paladar como si se hubiese soldado al mismo. Y no se debía solamente al calor. Por primera vez en muchos años sentía verdadero miedo. Algo, estaba seguro de ello, iba a suceder aquella tarde, y hasta aquel momento no había conseguido averiguar cómo ni cuándo.
Aquella mañana había estado en el Arco de Triunfo, en Notre-Dame y en Montvalérien. Nada había ocurrido. Almorzó luego con algunos de los miembros del comité, que se había reunido por última vez aquella madrugada en el Ministerio, y observó que la tensión y la irritación habían cedido el paso a una especie de euforia. Sólo faltaba celebrar una ceremonia, y la place du 18 Juin, le aseguraron, había sido sometida a un registro y una vigilancia impecables.
—Este hombre se ha ido —dijo Rolland, mientras el grupo que había comido en una brasserie no lejos del Palacio del Elíseo, en el interior del cual almorzaba el general De Gaulle, salía a la luz del sol—. Se ha marchado, se ha rajado. Y no se lo reprocho. Algún día reaparecerá, y mis muchachos lo pescarán.
Ahora Lebel merodeaba desconsoladamente cerca de la multitud mantenida a doscientos metros del boulevard de Montparnasse, tan lejos de la plaza que nadie podía ver nada de cuanto ocurría en ella. Todos los policías y agentes del CRS a quienes había interrogado le habían dado la misma respuesta. Nadie había pasado desde las doce, la hora en que habían sido instaladas las barreras.
Las vías principales estaban bloqueadas, así como las calles secundarias y hasta los pasajes. Los tejados eran vigilados y guardados; la estación, atestada de oficiales y altos funcionarios situados de cara al patio delantero, se hallaba también estrechamente guardada por los agentes de seguridad, situados en lo alto de los grandes cobertizos y en los andenes silenciosos, de los cuales todos los trenes habían sido desviados aquella tarde en dirección a la Gare Saint-Lazare.
Dentro del perímetro, todos los edificios habían sido registrados, desde los sótanos hasta las buhardillas. La mayoría de los pisos estaban vacíos, puesto que sus ocupantes se hallaban de vacaciones en la playa o en la montaña.
En suma, la zona de la place du 18 Juin estaba absolutamente «limpia». Y cerrada a cal y canto, más que «el culo de un ratón», como hubiese dicho Valentin. Lebel sonrió al recordar el lenguaje del policía auvernés. De pronto, la sonrisa se borró de sus labios. Tampoco Valentin había logrado, sin embargo, cerrarle el paso a el Chacal.
Para abreviar el camino, Lebel, exhibiendo su pase de la Policía, se deslizó por las callejuelas secundarias y emergió en la rue de Rennes. La situación era allí la misma que en todas las demás calles; las barreras habían sido instaladas a doscientos metros de la plaza; la multitud se apiñaba detrás de ellas, y la calle aparecía desierta, aparte de los pocos hombres del CRS que patrullaban por ella. Lebel reanudó sus interrogatorios.
¿Habían visto a alguien? No, señor. ¿Había pasado alguien? No, señor. Más abajo, en el patio de la estación, los músicos de la banda de la Guardia Republicana empezaban a afinar sus instrumentos. Lebel echó una ojeada a su reloj. El general podía llegar en cualquier momento. ¿Habían visto pasar a alguien? No, señor. Por allí, no. Bien, adelante.
Oyó que en la plaza alguien voceaba una orden, y de un extremo del boulevard Montparnasse llegó un convoy que entró en la Place du 18 Juin. Lebel vio cómo los coches pasaban por las verjas de entrada del patio de la estación, entre los policías erguidos en posición de saludo. Todos los ojos estaban fijos en los coches negros del convoy. A pocos metros de donde él se encontraba, la multitud detenida por las barreras empujaba para pasar. Lebel miró hacia los tejados. Buenos muchachos. Los hombres situados en los tejados hacían caso omiso del espectáculo que se desarrollaba a sus pies; desde sus puestos de acecho, detrás de las chimeneas, sus ojos no cesaban de recorrer los tejados y las ventanas del otro lado de la calle, por si se producía en ellos algún movimiento.
Lebel había llegado al lado oeste de la rue de Rennes. Un joven agente del CRS se hallaba de pie, situado en la brecha que quedaba entre la última barrera y la pared del número 132. Lebel mostró rápidamente su pase al hombre, quien se puso inmediatamente en posición de firmes.
—¿Ha pasado alguien por aquí?
—No, señor.
—¿Desde qué hora está usted aquí?
—Desde las doce, señor, cuando la calle fue cerrada.
—¿Y nadie ha pasado por esta brecha?
—Nadie, señor. Bueno… sólo el viejo inválido, que vive aquí.
—¿Qué inválido?
—Un pobre viejo, señor. Parecía muy enfermo. Llevaba su carnet de identidad y, además, el de Mutilé de Guerre. Vive en el 154 de la Rue de Rennes. Bueno, tuve que dejarlo pasar, señor. Parecía muy acabado, realmente enfermo. No me extrañó verle con el capote puesto, a pesar del calor.
—¿Un capote?
—Sí, señor. Un capote holgado y muy largo. Como los llevaban antes los soldados. ¡Y con este calor!
—Bueno, ¿y qué tenía de malo?
—Pues eso, que abrigaba demasiado para este tiempo.
—Dijo usted que estaba inválido. ¿Qué le pasaba?
—Una sola pierna, señor. Con muleta, el pobre.
De la plaza llegaron los primeros acordes de las trompetas: «Allons, enfants de la patrie, le jour de gloire est arrivé…». Entre la multitud, algunos empezaron a entonar la Marsellesa.
—¿Con una muleta?
Al propio Lebel su voz le pareció sonar muy débilmente, muy lejos. El hombre del CRS lo miró con aprensión.
—Sí, señor. Una muleta de esas que usan los cojos. Una muleta de aluminio…
Lebel ya había echado a correr calle abajo al tiempo que gritaba al agente del CRS que lo siguiera…
El convoy se detuvo al sol, en la plaza. Los coches quedaron aparcados uno detrás de otro a lo largo de la fachada de la estación. Exactamente enfrente de los coches, a lo largo de la verja que separaba el antepatio de la plaza, se hallaban los diez veteranos a quienes el propio jefe del Estado había de imponerles las condecoraciones. En el lado este del patio estaban los funcionarios y el Cuerpo diplomático, con sus trajes gris oscuro o negro, entre los cuales destacaban los capullos rojos de la Legión de Honor.
El lado occidental era ocupado por los cascos brillantes y los rojos plumajes de la Guardia Republicana; los músicos de la banda estaban situados unos pasos al frente de la guardia de honor.
Alrededor de uno de los coches se apiñó un grupo de funcionarios del protocolo y el personal de palacio. La banda inició la ejecución de la Marsellesa.
El Chacal levantó el fusil y apuntó hacia el patio. Eligió al veterano de guerra más próximo a él, el hombre que había de ser el primero en recibir la condecoración. Era bajo y grueso y se mantenía muy erguido. Su cabeza apareció con claridad, casi completamente de perfil, en el alza telescópica. Dentro de pocos instantes, frente a aquel hombre, unos treinta centímetros más alto, aparecería otro rostro, orgulloso, arrogante, coronado por un quepis caqui adornado con dos estrellas doradas.
«Marchons, marchons, à la Victoire…». Bum-ba-bum. Las últimas notas del himno nacional se desvanecieron y se hizo un gran silencio. La orden estentórea del comandante de la Guardia resonó en el patio de la estación. «Saluden… Presen-ten armas». Se oyeron tres golpes precisos cuando las manos enguantadas de blanco pegaron al unísono contra los cañones de los fusiles y las recámaras, y los tacones se juntaron. El grupo que rodeaba al coche se abrió por el centro, en dos mitades. Entonces emergió una figura alta que echó a andar hacia la fila de veteranos de guerra. A cincuenta metros de ellos el resto del grupo se detuvo, excepto el ministro de Excombatientes, que presentaría los veteranos a su Presidente, y un oficial que llevaba un cojín de terciopelo con una hilera de diez piezas de metal, cada una con su cinta de color. Aparte esos dos, Charles de Gaulle avanzó solo.
—¿Ésta?
Lebel se detuvo, jadeando, y señaló una portería.
—Creo que sí, señor. Si, fue ésta, la segunda. Por aquí entró.
El pequeño detective ya había penetrado en la portería, seguido por Valremy, a quien no disgustaba abandonar la calle, donde su extraño comportamiento en un momento tan solemne suscitaba fruncimiento de ceño por parte de las altas personalidades alineadas junto a las verjas del patio de la estación. Bueno, si le buscaban líos, siempre podría decir que el divertido hombrecillo se había presentado como comisario de Policía y que él había intentado detenerle.
Cuando Valremy entró en la portería, vio que el detective estaba golpeando la puerta del quiosco de la portera.
—¿Dónde está la portera? —chilló.
—No lo sé, señor.
Antes de que pudiera protestar, el hombrecillo ya había hecho astillas el vidrio con el codo, introducía la mano y abría la puerta.
—Sígame —ordenó, lanzándose hacia el interior.
«Desde luego que voy a seguirte —se dijo Valremy—. Estás majareta, amigo».
Encontró al pequeño detective ante la puerta del lavadero. Mirando por encima de su hombro, Valremy pudo ver a la portera, atada de pies y manos, todavía inconsciente.
—¡Santo Dios!
De pronto comprendió que el hombrecillo no estaba bromeando. Era un comisario de Policía, y estaban corriendo en pos de un criminal. Era el gran momento en que siempre había soñado; y hubiese dado cualquier cosa por encontrarse de pronto en su cuartel.
—Arriba —gritó el detective.
Y empezó a subir por la escalera a una velocidad que sorprendió a Valremy, quien le siguió inmediatamente, al mismo tiempo que descolgaba su carabina y la empuñaba con fuerza.
El presidente de Francia se detuvo frente al primer hombre de la fila de veteranos y se inclinó ligeramente para escuchar al ministro, que le explicaba quién era y cuál era el texto de la citación que había sabido merecer en aquella misma fecha, diecinueve años atrás. Cuando el ministro hubo terminado, el general inclinó la cabeza en dirección al veterano, se volvió hacia el hombre del cojín de terciopelo y tomó la primera medalla. Mientras la banda iniciaba la ejecución en sordina de La Marjolaine, el alto general prendió la medalla en el abombado pecho del anciano situado frente a él. Luego retrocedió un paso para saludarle.
Seis plantas más arriba, y a ciento treinta metros de distancia, el Chacal sostenía firmemente el fusil, mientras miraba por el alza telescópica. Pudo ver claramente los rasgos, la frente sombreada por la visera del quepis, los ojos escrutadores, la nariz prominente. Vio cómo la mano levantada en el saludo bajaba de la visera del quepis; la sien quedó situada en la misma cruz de la mira. Suavemente, con cuidado, oprimió el gatillo…
Una fracción de segundo más tarde, el Chacal miraba hacia el patio de la estación como si no pudiera creer lo que estaba viendo. Antes de que la bala hubiese salido del extremo del cañón, el presidente de Francia había adelantado bruscamente la cabeza sin previo aviso. Como el asesino pudo ver, sin creer lo que veía, el general estampó solemnemente un beso en cada mejilla del hombre situado frente a él. Como era treinta centímetros más alto, tuvo que inclinar bastante la cabeza para dar el tradicional beso de felicitación que es habitual entre franceses, pero que siempre choca a los anglosajones.
Más tarde se pudo comprobar que la bala había pasado a menos de dos centímetros de la cabeza, por detrás de la misma. No se sabe si el Presidente oyó el silbido de la bala. En todo caso, no lo demostró. El ministro y el oficial nada oyeron; y tampoco los que se hallaban a cincuenta metros de distancia.
La bala se enterró en el asfalto del patio, y su desintegración tuvo lugar, inofensivamente, debajo de una capa de tres centímetros de material. La Marjolaine continuó sonando. El Presidente, después de estampar el segundo beso, se incorporó y, tranquilamente, pasó a situarse frente al segundo hombre.
Detrás de su fusil, el Chacal empezó a maldecir en voz baja, con irritación. Jamás hasta entonces había errado un blanco móvil a ciento cincuenta metros. Luego se calmó; todavía estaba a tiempo. Abrió el cerrojo del arma, dejando que el cartucho usado cayera sobre la alfombra. Cogiendo el segundo proyectil de encima de la mesa, lo introdujo en la recámara y corrió de nuevo el cerrojo.
Claude Lebel llegó jadeando al sexto piso. Pensó que el corazón iba a saltarle del pecho y a caer rodando por la escalera. Había dos puertas que daban a la fachada del edificio. Miró de una a otra, mientras el agente del CRS llegaba a su lado, con la metralleta apoyada en la cadera apuntando hacia delante. Mientras Lebel vacilaba ante las dos puertas, de detrás de una de ellas llegó claramente un «futt» apagado. Lebel señaló con el índice el cerrojo de aquella puerta.
—Hágalo saltar —ordenó.
Y retrocedió unos pasos. El agente del CRS se situó firmemente sobre sus piernas abiertas y disparó. Astillas de madera, pedazos de metal y tornillos aplastados se esparcieron en todas direcciones. La puerta saltó y se abrió, de golpe, hacia adentro. Valremy fue el primero en entrar, con Lebel a sus talones.
Valremy pudo reconocer la pelambrera gris, pero esto era todo. El hombre tenía dos piernas, se había quitado el capote, y los antebrazos que sostenían el fusil eran los de un hombre joven y fuerte. El hombre del fusil no le dio tiempo; levantándose de su asiento de detrás de la mesa, y girando sobre sí mismo, en un movimiento perfectamente sincronizado, disparó sin llevarse el fusil al hombro, apoyándolo en la cadera. La única bala no produjo ruido alguno; los ecos de la ráfaga de Valremy llenaban todavía la habitación. La bala del fusil penetró en su pecho, chocó contra el esternón y estalló. Hubo una sensación de desgarro cruel, de dolor agudo; después, todo desapareció. La luz menguó, como si un súbito invierno hubiese sucedido al verano.
Un retazo de la alfombra pareció levantarse bruscamente y golpearle con fuerza en la mejilla; pero fue su mejilla la que dio contra el suelo. La pérdida de sensibilidad fue invadiendo sus muslos y su vientre y, después, su pecho y su nuca. Lo último que recordó fue un sabor salado en la boca, como el que sintiera después de bañarse en el mar, en Kermadec, una gaviota mutilada, posada en lo alto de un poste. Luego, todo quedó sumido en tinieblas.
Por encima del cadáver de Valremy, Claude Lebel tenía la mirada clavada en los ojos del hombre. Ya no tenía por qué preocuparse por su corazón: parecía definitivamente inmovilizado.
—Chacal —dijo.
El otro hombre dijo simplemente:
—Lebel.
Estaba haciendo algo con el fusil: abría el cerrojo. Lebel vio brillar el cartucho gastado cuando caía al suelo. El hombre tomó rápidamente algo de encima de la mesa y lo introdujo en la recámara. Sus ojos grises seguían mirando fijamente a Lebel.
«Está intentando hipnotizarme —pensó Lebel, como soñando—. Va a disparar. Me va a matar».
No sin esfuerzo, logró mirar al suelo. El muchacho del CRS había caído de lado: su carabina se había deslizado de sus dedos y yacía a los pies de Lebel. Sin estar consciente de lo que hacía se dejó caer de rodillas y agarró la MAT 49 levantándola con una sola mano, mientras la otra saltaba hacia el gatillo como una garra. Oyó cómo el Chacal cerraba el cerrojo en el momento en que él encontraba el gatillo. Lo oprimió.
El rugido de la ráfaga llenó la pequeña habitación y fue oído desde la plaza. A las preguntas posteriores de los periodistas se contestó diciendo que había sido una moto desprovista de silenciador que algún estúpido había puesto en marcha en una calle próxima en el momento cumbre de la ceremonia. Medio peine de balas de nueve milímetros hirieron a el Chacal en el pecho, lo levantaron del suelo, le hicieron dar media vuelta en el aire y convirtieron su cuerpo en un informe montón caído en el otro extremo de la estancia, junto al sofá. Al caer, arrastró en su caída la lámpara de pie. Abajo, en la plaza, la banda iniciaba Mon Régiment et ma Patrie.
El superintendente Thomas recibió, a las seis de la tarde, una llamada de París. Inmediatamente después, mandó llamar al inspector jefe de su equipo.
—Lo liquidaron —dijo—. En París. No hay problema, pero será mejor que vaya a su piso y lo vacíe.
Eran las ocho cuando el inspector estaba dando el último repaso a las pertenencias de Calthrop. De pronto, oyó que alguien cruzaba la puerta abierta. Se volvió. Un hombre lo estaba mirando con el ceño fruncido. Un hombre alto, corpulento.
—¿Qué hace usted aquí? —preguntó el inspector.
—Lo mismo le pregunto yo. ¿Qué demonios cree usted que está haciendo?
—Bueno, basta ya —dijo el inspector—. ¿Quién es usted?
—Calthrop —dijo el recién llegado—. Charles Calthrop. Y éste es mi piso. Vamos, diga, ¿qué hace usted aquí?
El inspector lamentó ir desarmado.
—Está bien —dijo, sin levantar la voz—. Será mejor que vayamos al Yard a charlar un rato.
—Desde luego —dijo Calthrop—. Y buen trabajo le costará explicar todo esto.
Pero en realidad fue a Calthrop a quien le tocó explicarse. Lo retuvieron durante veinticuatro horas, hasta que llegaron por separado tres confirmaciones distintas de París de que el Chacal estaba muerto, y no antes de que cinco propietarios de otras tantas hosterías aisladas del extremo norte del Condado de Sutherland, Escocia, hubieran atestiguado que Charles Calthrop había pasado realmente las últimas tres semanas dedicándose a sus deportes favoritos, el alpinismo y la pesca, y que se había hospedado en sus establecimientos.
—Si el Chacal no era Calthrop —preguntó Thomas a su inspector cuando Calthrop, por fin, salió en libertad por la puerta del Yard—, entonces, ¿quién demonios era?
—Desde luego no cabe ni suponer —dijo el comisario de la Policía Metropolitana al comisario ayudante Dixon y al superintendente Thomas— que el Gobierno de Su Majestad reconozca jamás que el tal Chacal era inglés. Lo único cierto es que, durante cierto tiempo, se sospechó de un determinado súbdito británico. Actualmente éste ha quedado libre de toda sospecha. Sabemos también que durante cierto período de su… eh… de su misión en Francia, el Chacal se presentó bajo la apariencia de un inglés, provisto de un falso pasaporte de esta nacionalidad. Pero también se hizo pasar por danés, por americano y por francés, provisto de dos pasaportes robados y de una documentación francesa falsificada. En lo que a nosotros se refiere, nuestras investigaciones han demostrado que el asesino viajó por Francia con un pasaporte falso a nombre de Duggan, y bajo este nombre fue localizado en… eh… ese lugar… de Gap, eso es. Y esto es todo. Señores, el caso queda cerrado.
Al día siguiente, en una tumba sin inscripción alguna, en un cementerio de suburbio de París, fue enterrado el cadáver de un hombre. Según el certificado de defunción, el cadáver pertenecía a un turista no identificado, fallecido el domingo, 25 de agosto de 1963, en un accidente de automóvil fuera de la ciudad, cuyo causante se había dado a la fuga. Asistieron al entierro un sacerdote, un policía, un empleado del registro civil y dos sepultureros. Ninguno de los presentes demostró el menor interés cuando el sencillo ataúd fue bajado a la tumba, excepto la única otra persona que asistió a la ceremonia. Cuando todo hubo terminado, dio media vuelta, rehusó dar su hombre, y echó a andar, pequeña figura solitaria, por el camino del cementerio hacia la salida, para volver a su hogar, con su esposa y sus hijos.
El día de el Chacal había quedado atrás para siempre.