20

El Chacal entró en un bar una hora antes de la medianoche. El local estaba débilmente iluminado, y tardó varios segundos en poder distinguir su disposición y sus dimensiones. Había una larga barra que corría a lo largo de la pared de la izquierda, con una hilera iluminada de espejos y botellas detrás. Cuando la puerta se cerró detrás de el Chacal, el barman lo miró con franca curiosidad.

El local era largo y estrecho. Junto a la pared de la derecha había una hilera de mesitas. En el extremo más alejado de la puerta el establecimiento se ensanchaba en un salón, donde había mesas más grandes, con capacidad para cuatro o seis personas. Junto a la barra, una fila de taburetes. La mayor parte de las sillas y de los taburetes estaban ocupados por la clientela nocturna habitual.

La conversación se había interrumpido en las mesas más próximas a la puerta, mientras los clientes examinaban al recién llegado; y el silencio fue extendiéndose a lo largo del local a medida que todos los presentes advertían las miradas de sus compañeros y se volvían a mirar a su vez la alta y atlética figura situada junto a la puerta. Se oyeron algunos murmullos y varias risitas. El Chacal localizó un taburete libre situado en el otro extremo del mostrador y se dirigió hacia allí, pasando por entre las mesitas de la derecha y la barra de la izquierda. Se encaramó en lo alto del taburete, y captó, detrás de él, un rápido susurro.

Oh, regarde-moi ça! ¡Qué músculos, querida! Esta noche voy a perder la cabeza.

El barman se deslizó a lo largo de la barra para situarse frente al nuevo cliente y verle mejor. Sus labios pintados se abrieron en una sonrisa de coquetería.

Bonsoir…, monsieur.

Un coro de risitas maliciosas estalló detrás.

Donnez moi un Scotch.

El barman fue, con paso danzarín, en busca de lo pedido. Un hombre, un hombre, un hombre. Vaya jaleo habría aquella noche. Ya estaba viendo a las petites folles del otro lado del pasillo afilándose las uñas. La mayoría esperaban a sus parejas habituales, pero algunos no tenían programa y habían venido a buscarlo. «Ese muchacho nuevo —pensó el barman— va a causar sensación».

El cliente situado al lado de el Chacal se volvió hacia él y lo miró sin disimular su curiosidad. Llevaba el pelo teñido de un rubio metálico, y cuidadosamente peinado con un flequillo de rizos pegado a la frente, al estilo de los jóvenes dioses griegos de un antiguo friso. Pero aquí terminaba todo parecido. Los ojos aparecían pintarrajeados; los labios, teñidos de un delicado coral, y las mejillas, empolvadas. Y ni siquiera el maquillaje lograba disimular las arrugas de un viejo degenerado ni la ávida expresión de la mirada.

Tu m’invites?

La voz sonó afeminada.

El Chacal movió negativamente la cabeza. El invertido se encogió de hombros y se volvió hacia su compañero. Ambos prosiguieron su conversación, entre muecas y susurros apagados. El Chacal se había despojado de su anorak, y cuando alargó el brazo para alcanzar el vaso que le ofrecía el barman los músculos de sus hombros se marcaron claramente debajo de su camiseta.

El barman estaba entusiasmado. ¿Un «machote»? No, no podía serlo; no estaría allí. Tampoco podía ser un lila en busca de plan, o de lo contrario no habría rechazado a «la» pobre Corinne cuando «ésta» le había pedido un trago. Debía de ser… ¡qué maravilla! Un joven invertido buscando a una pareja que se lo llevara a casa. ¡Vaya juerga se iban a correr aquella noche!

Poco antes de la medianoche empezaron a llegar los verdaderos clientes; se sentaban al fondo, mirando a los presentes, y de vez en cuando llamaban al barman para decirle unas palabras al oído. Entonces el barman volvía al mostrador y hacia una seña a una de las «chicas».

—Monsieur Pierre quiere decirte una cosa, «querida». Anda y pórtate bien, y, por Dios, no llores como la última vez.

El Chacal hizo su conquista poco después de la medianoche. Dos de los hombres situados al fondo le habían estado mirando durante varios minutos. Estaban sentados en diferentes mesas y de vez en cuando se dirigían deletéreas miradas. Ambos eran de mediana edad; uno de ellos era un hombre gordo, de ojos diminutos enterrados entre unos gruesos párpados, con una papada que rebosaba por encima del cuello de la camisa. Parecía un tipo vulgar y sucio. El otro era delgado, elegante, con un cuello de buitre y una calvicie incipiente que pretendía disimular con los pocos cabellos que le quedaban, cuidadosamente dispuestos en el cráneo. Llevaba un traje de buen corte, de pantalones estrechos, y una chaqueta cuyas mangas dejaban asomar apenas el encaje de los puños de la camisa. Lucía un pañuelo de seda hábilmente anudado en el cuello. El Chacal pensó que sin duda tendría algo que ver con el mundo de las artes, de la moda o de la peluquería.

El gordo llamó al barman y le habló al oído. Un billete grande pasó al bolsillo de los estrechos pantalones del barman, quien se acercó a el Chacal.

—Dice el señor si tiene usted inconveniente en tomar una copa de champán con él —susurró el barman, mirándole intencionadamente.

El Chacal dejó el whisky encima del mostrador.

—Dígale al señor —dijo claramente, de modo que todos los de la barra pudieran oírle perfectamente— que no me atrae.

Hubo exclamaciones ahogadas de horror, y varios de los jovencitos bajaron de sus taburetes y se acercaron para no perderse una palabra. Los ojos del barman se dilataron de puro espanto.

—Te ofrece una copa de champán, querido. Le conocemos. Es un sol. Diste en el blanco.

Por toda respuesta, el Chacal bajó de su taburete, tomó su vaso de whisky y se acercó a la otra «vieja reina».

—¿Me permite que me siente aquí? —le preguntó—. Me están molestando.

El cliente distinguido casi se desmayó de puro placer. Pocos minutos más tarde, el gordo, todavía presa de ira por el insulto de que había sido víctima, se retiró del local, mientras su rival, con su huesuda mano puesta con indolencia encima de la del joven americano sentado a su mesa, se lamentaba a su nuevo amigo de los modales groseros de algunas personas que circulaban por el mundo.

El Chacal y su pareja salieron del bar después de la una de la madrugada. Pocos minutos antes, el invertido, que se llamaba Jules Bernard, había preguntado a el Chacal dónde se hospedaba. Fingiéndose avergonzado por ello, el Chacal confesó que no tenía adónde ir, y se presentó como un estudiante sin un céntimo, que había tenido mala suerte. En cuanto a Bernard, apenas podía creer en su buena fortuna. Dijo a su joven amigo que casualmente él tenía un piso muy lindo, muy bien decorado y muy tranquilo. Vivía solo, nadie le molestaba, y no se trataba con ninguno de los vecinos de la casa porque en cierta ocasión se habían portado muy mal, pero que muy mal, con él. Estaría encantado si el joven Martin aceptaba instalarse con él durante su estancia en París. Con otra ficción, vez de intensa gratitud, el Chacal había aceptado. Poco antes de salir del bar, había entrado en el lavabo (sólo había uno), del que salió poco después con los ojos muy pintados, las mejillas empolvadas y los labios rojos. Bernard pareció decepcionado, pero lo disimuló mientras todavía estaban en el bar.

Una vez en la acera, protestó:

—Así no me gustas. Pareces uno cualquiera de esos maricas de ahí dentro. Eres un muchacho muy guapo. No necesitas esas porquerías.

—Lo siento, Jules. Creí que te gustaría más. En cuanto lleguemos a casa me lo quitaré todo.

Ligeramente tranquilizado, Bernard abrió la marcha en dirección a su automóvil. Accedió a acompañar a su nuevo amigo, primero, a la Gare d’Austerlitz, a recoger sus maletas antes de llevarlo a su casa. En el primer cruce, un policía apareció en el centro de la calzada y les obligó a parar. Cuando el policía introducía la cabeza por la ventanilla del conductor, el Chacal encendió la luz interior. El policía lo miró un instante, y luego retiró la cabeza, con expresión de asco.

Allez —dijo sin más. Y mientras el coche se alejaba murmuró—: Sales pédés.

Un poco antes de la estación volvieron a pararles, y el policía pidió la documentación. El Chacal soltó una risita seductora.

—¿Es lo único que deseas? —preguntó, intencionadamente.

—Lejos de aquí —dijo el policía, retirándose.

—No los enojes de esta manera —protestó Bernard, sotto voce—. Nos van a detener.

El Chacal retiró las dos maletas de la consigna, sin más que una mirada de asco del empleado, y las cargó en la trasera del coche de Bernard.

Volvieron a detener el coche cuando se dirigían hacia el piso de Bernard. Esta vez eran dos agentes del CRS, un sargento y un número, quienes les indicaron que pararan en un cruce, a pocos cientos de metros de donde vivía Bernard. El agente se acercó a la puerta del pasajero y miró a el Chacal a la cara. Tuvo un sobresalto.

—Válgame Dios. ¿Adónde va esa pareja? —gruñó.

El Chacal hizo un mohín.

—¿Adónde te parece, monada?

El agente del CRS hizo una mueca de repugnancia.

—Me dais asco, maricas. Hala, adelante.

—Debió usted pedirles la documentación —dijo el sargento al número, mientras las luces traseras del coche de Bernard desaparecían calle abajo.

—Vamos, mi sargento —protestó el subordinado—, estamos buscando a un tipo que copuló con una baronesa y la liquidó luego, y no a un par de mariquitas.

Bernard y el Chacal llegaron al piso a las dos de la madrugada. El Chacal insistió en pasar la noche en el diván de la sala de estar, y Bernard disimuló sus objeciones, aunque ello no le impidió espiar por el ojo de la cerradura mientras el joven americano se desnudaba.

Por la noche, el Chacal examinó el contenido del frigorífico de la pequeña cocina, exquisitamente decorada en un estilo totalmente afeminado y decidió que había en ella alimentos suficientes para tres días, para una sola persona; pero no para dos. Por la mañana, Bernard quería ir a buscar leche fresca, pero el Chacal se lo impidió, insistiendo en que para el café prefería leche de lata. Así, pues, pasaron la mañana en el piso, charlando. A mediodía, el Chacal se empeñó en ver por televisión el noticiario.

La primera noticia se refería a la búsqueda del asesino de madame la Baronne de la Chalonnière. Jules Bernard soltó un chillido de horror.

—Oh, no puedo soportar la violencia —dijo.

Un segundo después un rostro apareció en la pantalla: un rostro joven, de facciones correctas, con el pelo castaño y gafas de montura gruesa, que pertenecía, según dijo el locutor, al asesino, un estudiante americano llamado Marty Schulberg. Si alguien hubiera visto a aquel individuo o tuviera noticia de…

Bernard, que estaba sentado en el sofá, se volvió en redondo y levantó los ojos. Lo último que pensó fue que el locutor se había equivocado, porque había dicho que Schulberg tenía los ojos azules, mientras que los ojos que lo miraban desde detrás de los dedos de acero que aferraban su garganta eran grises…

Pocos minutos más tarde, la puerta del armario ropero del recibidor se cerraba, ocultando los rasgos distorsionados, el pelo enmarañado y la lengua colgante de Jules Bernard. El Chacal cogió una revista del estante de la sala de estar y se dispuso a esperar dos días.

Durante aquellos dos días, París fue registrado como no lo había sido nunca hasta entonces. Todos los hoteles, desde los más elegantes y más caros hasta el prostíbulo más cochambroso fueron visitados y comprobada su lista de huéspedes. Todas las pensiones, habitaciones para dormir, casas de huéspedes y hostales fueron registrados. Bares, restaurantes, clubs nocturnos, cabarets y cafés eran visitados constantemente por policías de paisano, quienes mostraban a los camareros, barmans y clientes el retrato del hombre a quien buscaban. La casa o piso de todos y cada uno de los simpatizantes de la OAS fue registrada a fondo. Más de setenta jóvenes que tenían algún parecido con el asesino fueron detenidos para ser interrogados, y puestos en libertad después con toda clase de excusas formularias, y aun, esto último, porque, siendo todos ellos extranjeros, se consideraba que merecían un trato más cortés que los nacionales.

En las calles, los taxis y los autobuses, fueron a cientos de millares los ciudadanos a quienes se exigió que presentaran su documentación. En las principales entradas de París fueron emplazadas barreras de control, y los noctámbulos parisienses eran obligados a identificarse ante los agentes de servicio varias veces en un recorrido de un kilómetro.

En el mundo del hampa los corsos habían entrado en acción, deslizándose silenciosamente entre los chulos, las prostitutas, los rateros, los ladrones, etc., advirtiendo a todos que quien se guardara alguna información incurriría en las iras de la Unión, con todas las consecuencias que ello entrañaba.

Cien mil hombres a sueldo del Estado, desde detectives de alta graduación hasta soldados y gendarmes, estaban al acecho. Los cincuenta mil miembros en que se calcula el contingente aproximado del mundo del crimen y sus industrias auxiliares espiaban los rostros de los que pasaban. Los que vivían de la industria turística recibieron órdenes de estar ojo avizor. En los cafés, bares y clubs de estudiantes, así como en los grupos y sindicatos sociales se infiltraron detectives de aspecto juvenil. Las agencias especializadas en colocar estudiantes extranjeros en casas de familias francesas, en régimen de intercambio, fueron visitadas y alertadas.

Al atardecer del 24 de agosto, el comisario Claude Lebel, que había pasado la tarde del sábado trabajando en su jardín, recibió órdenes, por teléfono, de presentarse al despacho particular del ministro. Un coche fue a buscarlo a las seis.

Cuando vio al ministro quedó sorprendido. El dinámico jefe de toda la organización de seguridad interior de Francia aparecía cansado, exhausto. Parecía haber envejecido durante las últimas cuarenta y ocho horas. Profundas ojeras cercaban sus ojos. Con un ademán, invitó a Lebel a sentarse en la silla situada frente a su mesa, mientras él ocupaba el sillón giratorio en el cual le gustaba poder volverse de cara a la ventana y tener a su vista, sin moverse de detrás de su mesa, la place Beauvau. Esta vez no miró por la ventana.

—No lo encontramos —dijo, brevemente—. Se ha desvanecido, como si se lo hubiese tragado la tierra. Estamos convencidos de que la gente de la OAS no está más enterada que nosotros de su paradero. El mundo del hampa no tiene la menor noticia. La Unión Corsa afirma que no es posible que esté en la ciudad.

Hizo una pausa y suspiró, mientras contemplaba al pequeño detective, al otro lado de la mesa, quien parpadeó varias veces pero no dijo nada.

—Creo que en realidad nunca hemos tenido idea de la clase de hombre a quien estuvo usted buscando durante las dos últimas semanas. ¿Usted qué opina?

—Está aquí, en alguna parte —respondió Lebel—. ¿Qué medidas se han tomado para mañana?

El ministro parecía víctima de un dolor físico.

—El Presidente se niega a modificar sus planes y a permitir que se altere su itinerario. Esta mañana hablé con él. No le gustó lo que le dije. Así, pues, mañana se hará todo de acuerdo con lo previsto. A las diez, De Gaulle volverá a encender la Llama Eterna bajo el Arco de Triunfo. A las once, oficio solemne en Notre-Dame. A las doce y media, meditación privada en el santuario de los resistentes martirizados en Montvalérien, y luego, regreso al palacio para el almuerzo y la siesta. Por la tarde, una sola ceremonia consistente en la imposición de la Medalla de la Liberación a un grupo de diez veteranos de la Resistencia cuyos servicios a la causa son, ciertamente, reconocidos con cierto retraso.

»Esta ceremonia tendrá lugar a las cuatro en punto en la plaza situada frente a la Gare de Montparnasse. El general eligió el lugar personalmente. Como usted sabe, ya se han empezado a rellenar los cimientos destinados a la nueva estación, que será levantada a unos quinientos metros de la actual. El solar de la vieja estación será destinado a la construcción de un edificio para oficinas y tiendas. Si la edificación se lleva a cabo según el calendario previsto, es posible que éste sea el último día de la Liberación en que la vieja fachada de la estación permanezca intacta.

—¿Y en cuanto al control de la multitud? —preguntó Lebel.

—Bueno, hemos estudiado a fondo la cuestión. El público será mantenido a una distancia superior a la habitual. Las barreras de control para cada ceremonia serán colocadas con varias horas de antelación; después se registrará a fondo la zona incluida en el interior de las barreras, desde los sótanos hasta los tejados, incluidas las alcantarillas. Todas las casas y los pisos serán registrados. Antes de cada ceremonia y durante el curso de la misma habrá centinelas armados en todos los tejados de las cercanías, vigilando los tejados y las ventanas de enfrente. Nadie podrá cruzar las barreras, salvo los funcionarios que deban tomar parte en la ceremonia.

»Esta vez los preparativos han sido extremados. Hasta en las cornisas de Notre-Dame, por dentro y por fuera, habrá policías, así como en el tejado y los campanarios. Todos los sacerdotes que tomarán parte en la Misa serán registrados por si llevan armas, así como los acólitos y los monaguillos. Mañana por la mañana se distribuirá a los agentes del CRS y de la Policía una contraseña especial, por si el asesino intentara disfrazarse de agente de Seguridad.

»Hemos pasado las últimas veinticuatro horas instalando en secreto cristales, vidrios a prueba de balas en el Citröen en que viajará el Presidente. Por cierto, no diga a nadie una sola palabra de ello; ni siquiera el Presidente debe enterarse. Se pondría furioso. Marroux conducirá el coche, como de costumbre, pero le hemos ordenado que lleve una velocidad superior a la habitual, por si nuestro amigo intenta disparar contra el coche en marcha. Ducret se ha puesto de acuerdo con un grupo de oficiales y de funcionarios especialmente altos de estatura para que procuren formar una valla protectora alrededor del general sin que éste se dé cuenta.

»Esto aparte, toda persona que se acerque a menos de doscientos metros de él será cacheada, sin excepción. Tendremos problemas con el Cuerpo diplomático, y la Prensa amenaza con una revuelta. Todos los pases diplomáticos y de Prensa serán cambiados súbitamente mañana de madrugada, por si el Chacal hubiese conseguido alguno de los actuales. Como es lógico, cualquier persona que lleve un paquete u objeto alargado será alejada en cuanto sea localizada. Bien, ¿tiene usted alguna otra idea?

Lebel reflexionó unos instantes, retorciéndose las manos, entre las rodillas como un colegial obligado a justificarse ante su maestro. En verdad, encontraba abrumadores algunos de los problemas que planteaba la V República; él, un policía que había empezado su carrera como simple agente y que se había pasado la vida atrapando a criminales por el simple procedimiento de tener los ojos un poco más abiertos que los demás.

—No creo que el Chacal se arriesgue a perder la vida en la empresa —dijo, al fin—. Es un mercenario; mata por dinero. Aspira a escapar con vida y poder gozar de sus ganancias. Y ha elaborado su plan de antemano, durante el viaje de reconocimiento que realizó en los últimos ocho días de julio. Si albergara alguna duda acerca del éxito de la operación o de sus posibilidades de escapar, ya hubiese desistido hace días.

»Así, pues, forzosamente debe de ocultar algún triunfo en la manga. Pudo deducir por sí mismo que un solo día al año, el Día de la Liberación, el orgullo del general De Gaulle le impediría quedarse en casa, sin tener en cuenta ningún peligro personal. Probablemente previó que las medidas de seguridad, particularmente después de haber sido descubierta su presencia, serían tan excepcionales como las ha descrito usted, señor ministro. Y, sin embargo, no ha desistido.

Lebel se levantó, y aun a sabiendas de que quebrantaba el protocolo, empezó a medir la habitación a grandes pasos.

—No ha desistido. Y no desistirá. ¿Por qué? Porque cree que puede salirse con la suya y escapar. Por consiguiente, debe de habérsele ocurrido alguna idea en la que nadie más ha pensado. Tiene que ser una bomba que estalle mediante control remoto, o un fusil. Pero una bomba podría ser descubierta. Así que debe ser forzosamente un fusil. Por eso tuvo que entrar en Francia en coche. El arma estaba en el coche, probablemente soldada al chasis o en el interior del cuadro de mandos.

—¡Pero no puede acercarse a De Gaulle con un fusil! —exclamó el ministro—. Nadie puede acercarse a él, excepto unas pocas personas, y todas serán cacheadas. ¿Cómo puede introducir un fusil en el interior del círculo formado por las barreras de control?

Lebel se detuvo en sus idas y venidas y, encogiéndose de hombros, se volvió hacia el ministro.

—No lo sé. Pero él cree que podrá hacerlo, y hasta ahora a pesar de haber tenido un poco de mala suerte y otro poco de buena suerte, no ha fracasado. A pesar de haber sido traicionado y perseguido por dos de las mejores fuerzas policíacas del mundo, ha llegado hasta aquí. Con un arma, oculto, tal vez con otro rostro y bajo otra identidad. Una sola cosa es segura, señor ministro. Dondequiera que esté, deberá salir de su escondrijo mañana. Cuando lo haga, tenemos que localizarle. Y ello se reduce a una sola cosa, el viejo aforismo de los detectives: tener los ojos muy abiertos.

»No hay nada más que pueda sugerirle en cuanto a las precauciones de seguridad, señor ministro. Parecen perfectas, y hasta abrumadoras. Por consiguiente, ¿me será permitido acudir a cada una de las ceremonias previstas para ver si logro localizarle? Es lo único que cabe hacer.

El ministro se sentía decepcionado. Había confiado en un rasgo de inspiración, alguna brillante revelación por parte del detective a quien Bouvier había descrito dos semanas atrás como el mejor de Francia. Y el hombre se limitaba a sugerir que tuvieran los ojos muy abiertos. El ministro se levantó.

—Desde luego —dijo, con frialdad—. Se lo agradeceremos mucho, señor comisario.

Aquella misma noche, el Chacal hizo sus últimos preparativos en el dormitorio de Jules Bernard. Encima de la cama dispuso el par de viejos zapatos negros, los calcetines grises de lana, los pantalones, la camisa de cuello abierto, el largo capote militar con una sola hilera de cintas de campaña, y la boina negra del veterano de guerra francés André Martin. El Chacal dejó encima de estas prendas la documentación falsa conseguida en Bruselas, que daría al portador de aquel atuendo su nueva identidad.

A un lado, dejó el ligero arnés que se había hecho confeccionar en Londres, y los cinco tubos de acero que parecían de aluminio y que contenían el cañón, la recámara, la culata, el silenciador y el alza telescópica de su fusil. Junto a estos objetos se hallaba el taco de goma que contenía las cinco balas explosivas.

Retiró dos de las balas, y con la ayuda de unos alicates procedentes de la caja de herramientas encontrada debajo del lavadero de la cocina, extrajo cuidadosamente las dos balas de sus cartuchos. Del interior de cada uno de ellos retiró el pequeño lápiz de cordita que contenían. Conservó éstos, y tiró los cartuchos vacíos en el cubo de la basura. Le quedaban todavía tres balas. No necesitaba más.

Llevaba dos días sin afeitarse, y una fina pelusilla rubia cubría su mentón. Mañana se afeitaría, tan torpemente como le fuese posible hacerlo, con la navaja que se había comprado a su llegada a París. En el estante del baño había los frascos de loción para después de afeitarse que en realidad contenían el tinte gris para el pelo, que ya había utilizado una vez para adoptar la personalidad del pastor Jensen, y el disolvente. Ya se había quitado el tinte castaño de Marty Schulberg, y, sentándose frente al espejo del baño, se dedicó a cortarse los cabellos muy cortos, hasta que le quedaron como un cepillo.

Hizo un último repaso para comprobar que todo estaba en orden, se preparó una tortilla, se instaló frente al televisor, y estuvo contemplando un espectáculo de variedades hasta que llegó la hora de acostarse.

El domingo, 25 de agosto de 1963, resultó un día extremadamente caluroso. París se hallaba en el punto más alto de la ola de calor de aquel verano, exactamente como un año atrás, tres días antes, cuando el teniente coronel Jean-Marie Bastien-Thiry y sus hombres habían intentado matar a tiros a Charles de Gaulle, cerca de Petit-Clamart. Aunque ninguno de los conjurados de aquella tarde de 1962 se había dado cuenta de ello, su acción había puesto en marcha una cadena de acontecimientos que no debía tener fin, y definitivamente, hasta la tarde de aquel domingo veraniego que irradiaba su calor en la ciudad en fiesta.

Pero si París estaba de fiesta para celebrar su liberación de los alemanes diecinueve años atrás, había setenta y cinco mil de sus habitantes que sudaban a mares bajo sus uniformes intentando mantener en orden a los restantes. Pregonadas por toda la Prensa en tonos exaltados, las ceremonias del día de la Liberación eran presenciadas por una concurrencia masiva. Sin embargo, la mayoría de los asistentes apenas lograban divisar un instante al jefe del Estado, que avanzaba entre sólidas falanges de guardias y policías para acudir a los lugares donde se celebraban las conmemoraciones.

Aparte de ser ocultado a la vista del público por un grupo de oficiales y de funcionarios que, aunque encantados de haber sido invitados a asistir, no habían advertido que su única característica común era su elevada estatura, ni que cada uno de ellos, a su manera, hacía las veces de escudo humano para el Presidente, el general De Gaulle estaba rodeado, además por cuatro de sus guardias de corps.

Por fortuna, su miopía, intensificada por su negativa a usar gafas en público, le impedía darse cuenta de que detrás de cada uno de sus codos y a cada uno de sus lados había las enormes masas de Roger Tessier, Paul Comiti, Raymond Sasia y Henri d’Jouder.

La Prensa conocía a esos hombres por «los gorilas», y muchos creían que esta expresión era un simple tributo a su aspecto. En realidad, el término definía muy bien su manera de andar. Los cuatro eran expertos en todas las formas de combate, y poseían un tórax y unos hombros fuertemente musculados. Con los músculos tensos, los dorsales obligaban a los brazos a despegarse de los costados, de suerte que las manos pendían bastante separadas del cuerpo. Además, cada uno de aquellos hombres llevaba en la axila izquierda su arma automática favorita, lo cual acentuaba su pose de gorila. Andaban con las manos un poco abiertas, dispuestas a empuñar el arma y disparar al menor asomo de desorden.

No hubo ninguno. La ceremonia del Arco de Triunfo se desarrolló exactamente de acuerdo con lo previsto, mientras que a todo lo largo del gran anfiteatro de tejados que dominaban la place de l’Étoile centenares de hombres con prismáticos y fusiles se encontraban agachados detrás de las chimeneas, vigilando la escena. Cuando la cabalgata presidencial se alejó por fin de los Champs Élysées hacia Notre-Dame, todos ellos exhalaron un suspiro de alivio y empezaron a bajar de sus puestos de observación.

En la catedral, lo mismo. Oficiaba el cardenal arzobispo de París, flanqueado por sus prelados y el clero, todos los cuales habían sido vigilados mientras se revestían. En lo alto del órgano había dos hombres con fusiles (ni siquiera el arzobispo estaba al corriente de ello) que vigilaban a la multitud. Entre los fieles se encontraban numerosos policías de paisano que no se arrodillaban ni cerraban los ojos, pero que rezaban tan fervorosamente como los demás la vieja oración de los policías: «Por favor, Señor, que no ocurra mientras estoy de servicio».

Fuera, varios de los presentes, a pesar de hallarse a doscientos metros de las puertas de la catedral, fueron alejados bruscamente del lugar cuando metieron la mano en el bolsillo interior de la chaqueta. Uno de ellos sólo pretendía rascarse la axila, y el otro sacar su paquete de cigarrillos.

Y, una vez más, nada ocurrió. No sonó ningún tiro de fusil desde un tejado, ni el estallido de una bomba con mecanismo de relojería. Incluso los policías se escudriñaban entre ellos, para asegurarse de que sus colegas llevaban el indispensable distintivo distribuido aquella misma madrugada para impedir que el Chacal consiguiera uno de ellos. Uno de los hombres del CRS que había perdido su distintivo fue detenido en el acto y conducido a la furgoneta celular. Le quitaron la metralleta, y no lo soltaron hasta la tarde. Para ello fue preciso que veinte colegas suyos le reconocieran personalmente y respondieran por él.

En Montvalérien, la atmósfera fue tensa, aunque el Presidente no dio muestras de advertirlo. En aquel suburbio obrero, los hombres de la Seguridad habían calculado que mientras se hallara en el interior del osario el general estaría a salvo. Pero cuando el coche se abriera paso por las estrechas calles próximas a la cárcel, el asesino podía intentar llevar a cabo su proyecto.

En realidad, en aquel momento el Chacal se encontraba en otro lugar.

Pierre Valremy estaba harto. Tenía calor, la camisa se le pegaba a la espalda, y la correa de la metralleta se le clavaba en el hombro a través de la tela empapada. Era la hora de comer, tenía sed y sabía que se perdería el almuerzo. Empezaba a arrepentirse de haberse alistado en el CRS.

Le había parecido una excelente solución cuando, por reducirse el personal, le habían despedido de su trabajo en la fábrica de Ruán, y el empleado del Sindicato le había señalado el cartel de la pared, en el que aparecía un radiante joven en uniforme del CRS que informaba al mundo de que tenía un empleo con futuro y perspectivas de una vida interesante. El uniforme del cartel parecía cortado por el propio Balenciaga. Por tanto, Valremy se había alistado.

Nadie le había dicho una sola palabra de los cuarteles que parecían una prisión —cosa que habían sido, realmente—, ni de la instrucción, ni de los ejercicios nocturnos, ni de la camisa de sarga que picaba, ni de las horas de plantón en las esquinas con un frío glacial o un calor achicharrante, en espera de la Gran Detención que nunca se producía. La documentación de la gente siempre estaba en orden, sus misiones eran siempre formularias, y, en conjunto, ciertamente había motivo para dedicarse a la bebida.

Y ahora París, su primer viaje fuera de Ruán. Había pensado que podría ver la Ciudad Luz. Ni soñarlo, por lo menos teniendo por jefe de la sección al sargento Barbichet. Con él, lo de siempre, y nada más que lo de siempre. «Encárgate de esta parte de cordón, Valremy. Mucho ojo, que nadie se mueva, y que no pase nadie a menos que esté autorizado, ¿eh? Es un trabajo de responsabilidad, muchacho».

¡Responsabilidad! En París, en aquel Día de la Liberación se habían vuelto locos. ¡Traer a la ciudad a millares de agentes de provincias para reforzar a las tropas de París! Por lo visto, circulaba el rumor de que iba a ocurrir algo. Rumores, siempre rumores. Nunca ocurría nada.

Valremy se volvió y miró arriba de la Rue de Rennes. La barrera donde montaba la guardia era una de la cadena de ellas que se extendía a través de la calle, de un edificio a otro, a unos doscientos cincuenta metros de la place du 18 Juin. La fachada de la estación del ferrocarril se levantaba a otros doscientos metros, al otro lado de la plaza, en cuyo patio delantero había de celebrarse la ceremonia. Desde lejos, Valremy veía a unos hombres que marcaban en el patio los lugares donde deberían situarse los viejos veteranos, los funcionarios y la banda de la Guardia Republicana. Aún había que esperar otras tres horas. Santo Dios, ¿no acabaría nunca?

A lo largo de las barreras empezaba a congregarse el gentío. «Los hay que tienen paciencia», pensó Valremy. Esperar allí horas y más horas sólo para ver una multitud de cabezas a trescientos metros de distancia y saber que De Gaulle estaba en medio de aquellas cabezas. Y, sin embargo, la gente acudía siempre cuando el Viejo Charles aparecía en público.

Habría ya unas cien o doscientas personas esparcidas a lo largo de las barreras cuando Valremy vio al anciano. Bajaba cojeando por la calle como si fuese totalmente incapaz de recorrer otro centenar de metros. Su boina negra aparecía manchada por el sudor, y el largo capote le llegaba hasta más abajo de la rodilla. Lucía una hilera de medallas que pendían, tintineando, de su pecho. Varias de las personas pegadas a las barreras lo miraron con compasión.

«Esos viejos siempre andan con sus medallas a cuestas —pensó Valremy—, como si fuese lo único que poseen». Bueno, acaso para algunos de ellos era, en efecto, lo único que poseían. Especialmente tipos como aquél, con una sola pierna. «Seguramente —pensó Valremy mientras veía al viejo que bajaba cojeando por la calle— de joven, cuando tenía dos piernas, corrió lo suyo». Ahora parecía una vieja gaviota herida, como la que el agente del CRS había visto una vez en la playa de Kermadec.

¡Santo Dios, tener que pasarse el resto de la vida saltando sobre una sola pierna y arrastrándose sobre una muleta de aluminio! El anciano se acercó a él, cojeando.

Je peux passer? —preguntó tímidamente.

—Venga, abuelo, a ver sus papeles.

El viejo veterano hurgó en el interior de su camisa, a la cual no le hubiese ido mal un buen lavado. Extrajo de ella dos tarjetas, que Valremy tomó y examinó. André Martin, ciudadano francés, de cincuenta y tres años, nacido en Colmar, Alsacia, residente en París. La otra tarjeta había sido extendida al mismo nombre. En la parte superior de la misma aparecía la inscripción «Mutilé de Guerre».

«Y bien mutilado, compadre», pensó Valremy.

Examinó las fotografías de los dos documentos. Eran del mismo hombre, pero tomadas en épocas diversas. Levantó los ojos para mirar al hombre.

—Quítese la boina.

El viejo se la quitó y la arrugó entre sus manos. Valremy comparó su rostro con el de las fotografías. Era el mismo. El viejo parecía enfermo. Se había hecho varios cortes al afeitarse, y llevaba unos pedacitos de papel higiénico pegados a los cortes, donde todavía se notaban las gotas de sangre seca. El rostro aparecía grisáceo y cubierto de una película grasienta de sudor. Por encima de la frente el pelo gris se erizaba en desorden. Valremy le devolvió los documentos.

—¿Para qué quiere pasar?

—Vivo aquí —dijo el anciano—. De mi pensión de retiro. En un ático.

Valremy volvió a reclamar los documentos. La tarjeta de identidad daba la dirección del viejo: 154 Rue de Rennes París VIème. El agente miró la casa frente a la cual se encontraba. Era el 132. El 154 debía de quedar más abajo. No tenía órdenes de impedir que un anciano volviera a su casa.

—Bueno, pase. Pero no se meta en líos. El Gran Charles va a venir dentro de un par de horas.

El viejo sonrió; al guardarse de nuevo los documentos estuvo a punto de perder el equilibrio, por lo que Valremy se apresuró a sostenerle.

—Lo sé. Uno de mis viejos camaradas va a recibir su medalla. A mí me la dieron hace un par de años… —se tocó la Medalla de la Liberación que lucía prendida en el pecho—, pero sólo del Ministerio de la Guerra.

Valremy echó una ojeada a la medalla. Así que aquélla era la Medalla de la Liberación. Y por aquella chuchería se podía perder una pierna. Recordó su autoridad y saludó con una inclinación de cabeza. El viejo se alejó calle abajo, con su muleta. Valremy se volvió para cortar el paso a un aprovechado que pretendía colarse.

—Bueno, bueno, basta ya. Que nadie pase de aquí.

Lo último que vio del viejo soldado fue un extremo de su largo capote que desaparecía en el interior de un portal de la misma calle, casi junto a la plaza.

Madame Berthe levantó los ojos sobresaltada cuando la sombra del hombre que entraba cayó sobre ella. Había sido un día de prueba para ella, con la Policía registrando todas las habitaciones de la casa. No sabía qué hubiesen dicho los inquilinos, de haber estado allí. Menos mal que se hallaban todos fuera, de vacaciones.

Cuando la Policía se hubo marchado, la portera se instaló de nuevo en su lugar habitual, junto a la puerta, a hacer calceta. La ceremonia que había de celebrarse a cien metros, en la plaza, dentro de dos horas, no le interesaba en absoluto.

Excusez-moi, madame… Pensé que… tal vez un vaso de agua. Estoy pasando mucho calor, esperando la ceremonia…

La portera vio el rostro y la figura de un viejo con un capote como el que había lucido en otros tiempos su difunto marido, adornado con unas medallas que colgaban debajo de la solapa del lado izquierdo. El hombre se apoyaba pesadamente en una muleta, y por debajo del largo capote sólo asomaba una pierna. Su rostro parecía demacrado y sudoroso. Madame Berthe se guardó la labor en el bolsillo del delantal.

Oh, mon pauv’ monsieur. Tener que andar así… con este calor. Todavía faltan dos horas para la ceremonia. Ha llegado usted demasiado pronto… Pase, pase…

Abrió la vidriera de su quiosco, situado al fondo de la portería, para ir a buscar un vaso de agua. El veterano de guerra la siguió cojeando.

El ruido del agua que brotaba del grifo no dejó que madame Berthe oyera cómo se cerraba la puerta de su quiosco; y apenas sintió cómo los dedos de la mano izquierda del hombre se deslizaban alrededor de su mandíbula inferior, por detrás. El crujido de los nudillos debajo del hueso mastoideo, en el lado derecho de su cabeza, exactamente detrás de la oreja, fue completamente inesperado. La imagen del grifo que manaba y del vaso que se llenaba ante sus ojos estalló en fragmentos rojos y negros, y el cuerpo inerte se deslizó silenciosamente hacia el suelo.

El Chacal se desabrochó el capote, se llevó las manos a la cintura y soltó el arnés que había mantenido doblada su pierna derecha y pegada a sus nalgas. Cuando estiró la pierna y flexionó la rodilla inmovilizada, su rostro se contrajo en una mueca de dolor. Dejó que transcurrieran varios minutos, a fin de que la sangre volviera a circular por la pantorrilla y el tobillo antes de apoyarse en la pierna.

Cinco minutos más tarde, madame Berthe era atada firmemente de manos y pies con unas prendas de ropa encontradas debajo del lavadero, y amordazada con un buen parche de esparadrapo. Luego, el Chacal la encerró en el lavadero.

No tardó en encontrar las llaves del piso: estaban en el cajón de la mesa. Abrochándose de nuevo el capote, tomó la muleta, la misma con la cual había cojeado por los aeropuertos de Bruselas y de Milán doce días atrás, y echó una ojeada al exterior. La portería estaba desierta. Salió del quiosco, cerró con llave la puerta tras de sí y subió por la escalera.

En la sexta planta, se decidió por el piso de mademoiselle Béranger y llamó a la puerta. Nadie contestó. Esperó y volvió a llamar. Ni de aquel piso ni del contiguo, el de monsieur y madame Charrier, llegó sonido alguno. Buscando la llave correspondiente, abrió la puerta del piso de mademoiselle Béranger, entró, y cerró de nuevo la puerta tras de sí.

Se acercó a la ventana y miró hacia fuera. Al otro lado de la calle, en los tejados de las casas de enfrente, hombres de uniforme se estaban situando en sus puestos de acecho. Había llegado con el tiempo justo. Estirando el brazo en toda su longitud, levantó el pasador de la ventana, y la abrió para adentro, de par en par, al tiempo que retrocedía hacia el interior de la estancia. Un cuadrado de luz cayó a través de la ventana sobre la alfombra. Por contraste, el resto de la estancia apareció más oscuro.

Si se mantenía alejado de aquel cuadrado de luz, los vigías del otro lado de la calle no verían nada.

Situándose a un lado de la ventana a la sombra de las cortinas, comprobó que mirando hacia abajo y de lado, podía ver el patio delantero de la estación, a unos ciento treinta metros de distancia. A dos metros y medio de la ventana, y a un lado, dispuso la mesa de la sala de estar, después de retirar de la misma el mantel y el jarrón con flores de plástico y de sustituirlos por un par de cojines de la butaca. Sería su puesto de tiro.

Se despojó del capote y se arremangó la camisa. La muleta fue desmontada pieza por pieza. La contera de goma de la misma fue destornillada y reveló los brillantes pistones de percusión de los tres proyectiles que quedaban. La náusea y el sudor provocados por la masticación y deglución de la cordita de los otros dos apenas empezaba a ceder.

La sección contigua a la contera fue destornillada y de ella salió el silenciador. De la segunda sección, el Chacal extrajo el alza telescópica. La parte más gruesa de la muleta, donde los dos soportes superiores se unían en el tubo más grueso, contenía el cañón con la recámara.

De la estructura en forma de Y, el Chacal extrajo las dos varillas que, una vez montadas, se convertirían en la culata del fusil. Finalmente, desmontó de la muleta el soporte almohadillado. Era la única pieza que no contenía nada en su interior, salvo el gatillo, enterrado en el relleno. Por lo demás, el soporte se ajustaba al fusil tal como estaba, para constituir la parte de la culata que se apoya en el hombro.

Con sumo cuidado y minuciosidad, el Chacal montó el fusil: recámara y cañón, varillas superior e inferior de la culata, el apoyo para el hombro, el silenciador y el gatillo. Finalmente, deslizó el alza telescópica, que sujetó firmemente.

Sentándose en una silla detrás de la mesa, e inclinándose ligeramente hacia delante, con el cañón apoyado en los dos almohadones, miró a través del alza telescópica. La plaza soleada, situada al otro lado de la ventana, ciento cincuenta metros más abajo, entró en su ángulo de visión. La cabeza de uno de los hombres que todavía estaban señalando los lugares donde deberían situarse los asistentes a la ceremonia pasó por el punto de mira. El Chacal siguió el blanco con el arma. La cabeza aparecía grande y clara, tan grande como había visto el melón en el calvero de un bosque de las Ardenas.

Por fin, satisfecho, alineó los tres cartuchos junto al borde de la mesa, como soldados en formación. Con el índice y el pulgar corrió hacia atrás el cerrojo del fusil e introdujo el primer proyectil en la recámara. Uno solo debería bastar; pero le quedaban dos más. Empujó el cerrojo hacia delante hasta que tocó la base del cartucho, le dio medio giro y lo cerró. Finalmente, dejó con todo cuidado el fusil entre los almohadones y hurgó en sus bolsillos en busca de cigarrillos y cerillas.

Y mientras aspiraba con fuerza el humo de su primer cigarrillo, se acomodó en su asiento, dispuesto a esperar otra hora y tres cuartos.