19

Claude Lebel pasó una mala noche. A la una y media, cuando apenas acababa de dormirse, Caron lo despertó, sacudiéndolo por un hombro.

—Jefe, lo siento, pero se me ha ocurrido una idea. Sobre el Chacal. Viaja con pasaporte danés, ¿no?

Lebel hizo un esfuerzo para despejar su mente.

—Siga.

—Bueno, pues de algún sitio debe haberlo conseguido. O lo ha falsificado o lo ha robado. Pero el hecho de que para concordar con el pasaporte se haya visto obligado a teñirse el pelo hace suponer que lo robó.

—Lógico. Siga.

—Bien, aparte de su viaje de reconocimiento a París, en julio, normalmente ha tenido su base en Londres. Así, pues, lo más probable es que lo robara en una de estas dos ciudades. Ahora bien, ¿qué haría un danés que perdiera su pasaporte o se lo robaran? Acudiría al Consulado.

Lebel se levantó de la litera de campaña.

—A veces, mi querido Lucien, pienso que llegará usted muy lejos. Póngame con el superintendente Thomas en su casa, y luego con el cónsul general danés en París. Por este orden.

Pasó otra hora al teléfono y convenció a los dos a quienes había llamado para que se levantaran y fueran a sus despachos. Lebel volvió a su cama hacia las tres de la madrugada. A las cuatro, lo despertó una llamada de la Prefectura de Policía para comunicarle que más de novecientas ochenta hojas de registro cumplimentadas por turistas daneses en los hoteles de París habían llegado ya a la Prefectura como resultado de las dos recogidas nocturnas, la de las doce y la de las dos, y que ya habían empezado a clasificarlas en tres grupos: «probables», «posibles» y «otros».

A las seis estaba ya levantado y tomando café cuando llamaron los técnicos de la DST a quienes había dado sus instrucciones poco después de las doce de la noche. Habían captado algo. Lebel tomó un coche y, en compañía de Caron, se dirigió por las calles solitarias a la sede de la DST. En un laboratorio de comunicaciones instalado en un sótano escucharon una cinta magnetofónica.

Se iniciaba con un fuerte sonido metálico, seguido de una serie de otros sonidos mecánicos, como si alguien estuviera marcando un número de siete cifras. Oyose luego el timbre de llamada de un teléfono seguido de otro «clic» correspondiente al momento en que alguien descolgaba el aparato.

Una voz ronca dijo:

Allô?

Una voz femenina dijo:

Ici Jacqueline.

La voz del hombre contestó:

Ici Valmy.

La mujer dijo, muy rápidamente:

—Saben que es un pastor danés. Están comprobando las hojas de registro en los hoteles de todos los daneses que se encuentran en París; harán tres recogidas: a las doce, a las dos y a las cuatro. Después, irán a entrevistarles a todos.

Hubo una pausa; después, la voz masculina dijo:

Merci.

El hombre colgó, y la mujer que le había llamado hizo lo mismo.

Lebel se quedó mirando fijamente las bobinas que seguían girando.

—¿Saben a qué número llamó? —preguntó Lebel al técnico.

—Por supuesto. Podemos averiguarlo por lo que tarda cada cifra marcada en volver hasta el cero. El número fue MOLITOR 5901.

—¿Tienen la dirección?

El técnico le pasó un papel. Lebel le echó una ojeada.

—Vamos, Lucien. Iremos a hacer una visita a monsieur Valmy.

—¿Y la chica?

—Por supuesto, habrá que detenerla.

La llamada a la puerta se produjo a las siete en punto. El maestro de escuela estaba calentándose una taza de leche en el hornillo de gas. Frunciendo el ceño, apagó el gas y cruzó la salita para abrir la puerta. Cuatro hombres se hallaban frente a él. Supo quiénes era y lo que eran antes de que se lo dijeran. Los dos de uniforme pareció como si fueran a abalanzarse sobre él, pero el hombre bajito, de aspecto bonachón, les ordenó con un ademán que permaneciera donde estaban.

—Grabamos su conversación telefónica —dijo el hombrecito, con calma—. Usted es Valmy.

El maestro de escuela no exteriorizó el menor síntoma de emoción. Retrocedió y los dejó entrar en la habitación.

—¿Puedo vestirme? —preguntó.

—Desde luego.

Tardó sólo cinco minutos, en presencia de los dos policías de uniforme, en ponerse los pantalones y la camisa, sin tomarse la molestia de quitarse el pijama. El joven vestido de paisano permanecía en el umbral. El hombre de más edad recorría la estancia examinando los montones de libros y papeles.

—Tendremos para rato si queremos examinar todo esto, Lucien —dijo.

—Por fortuna, no es cosa de nuestro departamento —rezongó el más joven.

—¿Está dispuesto? —preguntó el hombrecillo al maestro de escuela.

—Sí.

—Llévenlo al coche.

El comisario se quedó mientras los otros cuatro se marchaban. Empezó a curiosear entre los papeles, en los cuales, al parecer, el maestro había estado trabajando durante la noche anterior. Pero eran simples pruebas de exámenes por corregir. Por lo visto, el hombre trabajaba en su propio piso; debía de permanecer en él todo el día, para contestar el teléfono si el Chacal lo llamaba. A las siete y diez sonó el teléfono. Lebel se quedó mirándolo durante unos segundos. Luego, alargó la mano y descolgó el receptor.

Allô?

La voz del otro extremo del hilo sonó opaca, desprovista de tono.

Ici Chacal.

Lebel pensó rápidamente.

Ici Valmy —dijo.

Hubo una pausa. Lebel no sabía qué más decir.

—¿Qué hay de nuevo? —preguntó la voz, en el otro extremo del hilo.

—Nada. Han perdido la pista en Corrèze.

Una película de sudor cubría la frente de Lebel. Era vital que el Chacal permaneciera unas horas más donde estaba ahora. Se oyó un «clic» y se cortó la comunicación. Lebel colgó a su vez y bajó al coche, que lo esperaba arrimado al bordillo.

—Al despacho —ordenó con energía al chófer.

En la cabina telefónica del vestíbulo de un pequeño hotel de las orillas del Sena, el Chacal se quedó mirando, con expresión de perplejidad, a través del cristal de la puerta. ¿Nada? Imposible. El comisario Lebel no era tonto. Forzosamente debían de haber localizado al taxista de Egletons; debían de haber llegado ya a la Haute Chalonnière. Debían de haber descubierto el cadáver en el château, y que el Renault había desaparecido. Debían de haber encontrado el Renault en Tulle, e interrogado al personal de la estación. Debían de haber…

Salió de la cabina y cruzó el vestíbulo.

—La nota, por favor —pidió al recepcionista—. Bajaré dentro de cinco minutos.

La llamada del superintendente Thomas llegó cuando Lebel entraba a su despacho, a las siete y media.

—Siento haber tardado tanto —dijo el detective británico—. Ha resultado muy engorroso despertar al personal del Consulado danés y hacerle volver a la oficina. Estaba usted en lo cierto. El 14 de julio, un clérigo danés comunicó que había perdido su pasaporte. Sospechaba que se lo habían robado de su habitación de un hotel del West End, pero no podía demostrarlo. No había formulado denuncia, con gran alivio del director del hotel. Nombre del pastor: Per Jensen, de Copenhague. Descripción: metro ochenta, ojos azules, pelo gris.

—Éste es; gracias, superintendente. —Lebel colgó—. Póngame con la Prefectura —ordenó a Caron.

A las ocho y media, las cuatro furgonetas de la Policía llegaron a la puerta del hotel del Quai des Grands Augustins. La Policía revisó de arriba abajo la habitación número 37, hasta que pareció asolada por un tornado.

—Lo siento, señor comisario —dijo el propietario al detective que había dirigido la operación—, el pastor Jensen abandonó el hotel hace una hora.

El Chacal había tomado un taxi libre que pasaba y se había hecho conducir de nuevo a la Gare d’Austerlitz, adonde había llegado la noche anterior, con la seguridad de que la búsqueda de su persona se habría trasladado ya a otro escenario. Depositó en la consigna la maleta que contenía el fusil, el capote militar y la ropa del imaginario francés André Martin, quedándose sólo con la maleta donde llevaba la documentación y la ropa del estudiante americano Marty Schulberg, así como el maletín con los artículos de maquillaje.

Con este equipaje reducido a dos piezas, y vestido todavía con el traje negro, pero con un pañuelo que ocultaba el alzacuello, se inscribió en el registro de un astroso hotel de las cercanías de la estación. El recepcionista dejó que llenara él mismo la hoja de registro, sin tomarse la molestia de comprobar el pasaporte del nuevo huésped, como exigía el reglamento. Gracias a ello, la hoja de registro ni siquiera fue rellenada con el nombre de Per Jensen.

Una vez en su habitación, el Chacal empezó a trabajar en la transformación de su rostro y de sus cabellos. El tinte gris fue eliminado con la ayuda de un disolvente, y reapareció el rubio original. Éste fue teñido de nuevo con el tono castaño correspondiente a Marty Schulberg. Conservó los lentes de contacto azules, pero las gafas de montura de oro fueron sustituidas por los lentes de gruesa montura del americano. Guardó en la maleta todo su atuendo completo de clérigo, junto con el pasaporte del pastor Jensen, de Copenhague, y se vistió con los estrechos tejanos, los calcetines, los zapatos de lona, la camisa y el anorak del estudiante americano de Syracusa, estado de Nueva York.

Mediada la mañana, con el pasaporte americano en uno de los bolsillos de la camisa y un fajo de francos franceses en el otro, estaba listo para salir. La maleta que contenía las pertenencias sobrantes del pastor Jensen pasó al armario y la llave del armario fue engullida por el desagüe del bidé. El Chacal salió por la escalerilla de incendios, y no se volvió a saber de él en el hotel. Pocos minutos más tarde depositaba el maletín en la consigna de la Gare d’Austerlitz, se guardaba en el bolsillo trasero de los pantalones la contraseña de la segunda maleta, junto con la de la primera, y volvía a salir a la calle. Tomó un taxi hacia la Rive Gauche, se apeó en la esquina del Boulevard Saint-Michel con la Rue de la Huchette, y desapareció en el remolino de estudiantes y jóvenes que viven en la conejera del Barrio Latino de París.

Sentado al fondo de un sórdido garito en espera de un almuerzo barato, empezó a preguntarse dónde pasaría la noche. Casi no le cabía duda de que a aquellas alturas Lebel ya tendría conocimiento de la existencia del pastor Per Jensen; en cuanto a Marty Schulberg, no le daba más de veinticuatro horas de vida.

«Maldito Lebel», pensó, furioso; pero sonrió ampliamente a la camarera y le dijo:

Thanks, honey.

A las diez, Lebel volvía a llamar a Thomas. Su petición hizo exhalar a éste una ahogada protesta pero logró contestar, con relativa cortesía, que haría cuanto estuviera en su mano. Después de colgar el teléfono, llamó al inspector más veterano que había trabajado en la investigación durante la semana anterior.

—Bien, siéntese —le dijo—. Los franceses vuelven a las andadas.

»Por lo visto han vuelto a fallar el tiro. Ahora el hombre está en el centro de París, y sospechan que puede tener preparada otra falsa identidad. Entre los dos podemos empezar a llamar a todos los Consulados de Londres pidiendo una lista de visitantes extranjeros que hayan informado de la pérdida o el robo de su pasaporte desde el primero de julio. Deje de lado a los negros y los asiáticos. Limítese a los hombres de raza indoeuropea. En cada caso, quiero saber la estatura del individuo. Todo sujeto de más de metro cincuenta es sospechoso. Manos a la obra.

En París, la reunión diaria en el Ministerio había sido adelantada para las dos de la tarde.

Lebel expuso su informe en su habitual tono sin inflexiones, pero su acogida fue glacial.

—¡Maldito Chacal! —exclamó el ministro, a la mitad del mismo—. ¡Tiene más suerte que las brujas!

—No, señor ministro, no ha sido suerte. Por lo menos, no del todo. El Chacal ha sido constantemente informado de nuestros progresos en cada fase. Por eso abandonó Gap con tantas prisas, mató a aquella mujer en Haute Chalonnière y escapó antes de que se cerrara la red. Cada noche he informado en esta reunión acerca de mis progresos. Por tres veces hemos estado de punto de detenerle. Esta mañana fue la detención de Valmy y mi poca habilidad para encarnar a este personaje por teléfono lo que lo obligó a abandonar el lugar donde se encontraba y a adoptar otra identidad. Pero en las dos primeras ocasiones fue informado a primera hora de la mañana de lo que yo había dicho en esta reunión.

Se produjo un silencio glacial en la mesa.

—Creo recordar, comisario, que ya anteriormente formuló usted esta sugerencia —dijo el ministro, fríamente—. Espero que pueda apoyarla en algo concreto.

Por toda respuesta Lebel depositó encima de la mesa un pequeño magnetófono portátil y lo puso en marcha. En el silencio de la sala de conferencias la conversación grabada a través del teléfono sonó metálica y áspera. Cuando acabó, todos se quedaron mirando el aparato. El coronel Saint-Clair tenía la tez cenicienta y sus manos temblaban ligeramente mientras guardaba sus papeles dentro de su carpeta.

—¿De quién era esta voz? —preguntó por fin el ministro.

Lebel permaneció en silencio. Saint-Clair se levantó lentamente, y los ojos de todos los presentes se clavaron en él.

—Lamento tener que informar a usted… señor ministro… de que era la voz de… una amiga mía. Actualmente vive conmigo… Le ruego que me excuse.

Salió de la sala para volver al palacio y redactar su dimisión. Los de la sala se quedaron mirando sus propias manos, en silencio.

—Muy bien comisario. —La voz del ministro sonó serena, tranquila—. Puede usted continuar.

Lebel prosiguió su informe, explicando su petición a Thomas, en Londres, para que averiguara todos los pasaportes que se hubiesen extraviado durante los cincuenta días precedentes.

—Espero —concluyó— tener esta misma tarde una breve lista, probablemente de no más de uno o dos nombres, que concuerden con la descripción que ya poseemos de el Chacal. En cuanto conozca estos nombres pediré a los países de origen de estos turistas en Londres que perdieron sus pasaportes que nos proporcionen fotografías de los mismos, porque podemos estar seguros de que a estas alturas el Chacal tendrá más parecido con su nuevo personaje que con Calthrop, Duggan o Jensen. Con un poco de suerte podemos tener estas fotografías mañana a mediodía.

—Por mi parte —dijo el ministro—, puedo informar de mi conversación con el presidente De Gaulle. Se ha negado rotundamente a variar en absoluto sus planes para el futuro con el fin de precaverse contra este asesino. Francamente, no esperaba otra cosa. Sin embargo, pude obtener una concesión. A partir de ahora ya no será indispensable evitar la publicidad, por lo menos en este sentido. Ahora, el Chacal es un asesino común. Asesinó a la baronesa de La Chalonnière en el curso de un robo cuyo objetivo era su colección de joyas. Se cree que ha huido a París y que se esconde aquí. ¿De acuerdo, señores?

»Esto es lo que publicarán los periódicos de la noche, por lo menos en sus últimas ediciones. En cuanto esté usted completamente seguro de su nueva identidad, o de las dos o tres posibles identidades que puede haber adoptado, comisario, está usted autorizado a dar a la Prensa ese nombre o esos nombres. Esto permitirá a los diarios de la mañana actualizar la noticia con un nuevo dato.

»Cuando la fotografía del desdichado turista que perdió su pasaporte en Londres llegue a sus manos, usted podrá pasarla a los diarios de la noche, la Radio y la Televisión, para añadir un nuevo dato de actualidad a las noticias sobre la búsqueda del asesino. Esto aparte, en cuanto tengamos un nombre todos los policías y los agentes del CRS de París se lanzarán a la calle y detendrán a todo quisque para examinar su documentación.

El prefecto de Policía, el jefe del CRS y el director de la PJ estaban tomando notas apresuradamente. El ministro prosiguió:

—La DST, con la ayuda de la Oficina de Registros Generales, controlará a todos los simpatizantes de la OAS que conoce, ¿comprendido?

Los jefes de la DST y del RG asintieron vigorosamente con la cabeza.

—La Policía Judicial retirará a todos sus detectives de las misiones que les hayan sido encomendadas para dedicarse a la búsqueda del asesino.

Max Fernet, de la PJ asintió con la cabeza.

—En cuanto al palacio, necesitaré, desde luego, una lista completa de todos y cada uno de los movimientos que el Presidente se disponga a efectuar a partir de este momento, aunque él, personalmente no haya sido informado de las precauciones extraordinarias adoptadas en su propio interés. Ésta es una de las raras ocasiones en que debemos arriesgarnos, por su bien, a provocar sus iras. Y, por supuesto, supongo que puedo confiar en que el Cuerpo de Seguridad presidencial estrechará más que nunca su anillo alrededor del Presidente. Comisario Ducret…

Jean Ducret, jefe de la guardia personal de De Gaulle, inclinó la cabeza afirmativamente.

—La Brigada Criminal… —el ministro fijó los ojos en el comisario Bouvier—, evidentemente tiene muchos contactos con el hampa. Quiero que sean movilizados todos para que anden al acecho de ese hombre, cuyo nombre y descripción les serán facilitados. ¿De acuerdo?

Maurice Bouvier asintió con la cabeza. Personalmente, se sentía inquieto. En su vida había presenciado numerosas cacerías contra un hombre, pero aquélla era gigantesca. En el momento en que Lebel proporcionara un nombre y un número de pasaporte, y, mejor aún, una descripción, cerca de cien mil hombres, desde las fuerzas de seguridad hasta los soplones del hampa, escudriñarían por las calles, los hoteles, los bares y los restaurantes en busca de un solo hombre.

—¿Hay alguna otra fuente de información que se me haya pasado por alto? —preguntó el ministro.

El coronel Rolland lanzó una breve mirada al general Guibaud, y después a Bouvier. Tosió.

—Bueno, siempre hay la Unión Corsa.

El general Guibaud se miraba las uñas con gran interés. Bouvier parecía hallarse incómodo en su asiento. La mayoría de los presentes aparecían turbados. La Unión Corsa, hermandad de los corsos, descendientes de los Hermanos de Ajaccio, hijos de la vendetta, era y sigue siendo el mayor sindicato del crimen organizado de Francia. Ya entonces dominaban Marsella y la mayor parte de la costa meridional. Algunos expertos los consideraban más antiguos y más peligrosos que la Mafia. No habiendo emigrado, como la Mafia, a América, en los primeros años de este siglo, no habían gozado de la publicidad que ha hecho de la palabra Mafia un término conocido en todo el mundo.

Por dos veces el gaullismo se había aliado ya con la Unión, y en ambas ocasiones la ayuda de ésta había resultado valiosa, aunque incómoda. Porque la Unión siempre pedía una compensación, que solía consistir en que se relajara la vigilancia policíaca en torno de sus organizaciones criminales. La Unión había ayudado a los aliados a invadir el sur de Francia en agosto de 1944, y desde entonces había tenido bajo su dominio Marsella y Tolón. Había vuelto a prestar su ayuda en la lucha contra los colonos argelinos y la OAS después de abril de 1961, y a cambio de ello había extendido sus tentáculos hacia el Norte, y hasta el interior de París.

Maurice Bouvier, como policía, odiaba la idea, pero sabía que el Servicio de Acción de Rolland empleaba masivamente a los corsos.

—¿Cree usted que pueden ser útiles? —preguntó el ministro.

—Si el Chacal es tan astuto como dicen —contestó Rolland—, calculo que si en París alguien puede encontrarlo será la Unión.

—¿Cuántos miembros tiene en París? —preguntó el ministro, vacilando.

—Unos ocho mil. Algunos de ellos en la Policía, Aduanas, CRS, el Servicio Secreto, y, desde luego, en el hampa. Y están organizados.

—Lo dejo a su discreción —dijo el ministro.

No hubo más sugerencias.

—Bien, eso es todo, entonces. Comisario Lebel, lo único que ahora deseamos de usted es un nombre, una descripción, una fotografía. En cuanto tengamos estos datos, no doy a el Chacal ni seis horas de libertad.

—En realidad, tenemos tres días —dijo Lebel, que había estado mirando por la ventana.

Los presentes lo miraron con sorpresa.

—¿Cómo lo sabe usted? —preguntó Max Fernet.

Lebel parpadeó rápidamente varias veces:

—Debo excusarme. Fui muy estúpido al no verlo inmediatamente. Hace ya una semana que estamos seguros de que el Chacal tiene un plan y ha decidido el día en que debe atentar contra el Presidente. Cuando abandonó Gap, ¿por qué no se convirtió inmediatamente en el pastor Jensen? ¿Por qué no se dirigió a Valence y tomó el expreso para París directamente? ¿Por qué llegó a Francia y luego pasó una semana matando el tiempo?

—Bueno, ¿por qué? —preguntó alguien.

—Porque ya había elegido su día —dijo Lebel—. Sabe cuándo va a asestar el golpe. Comisario Ducret, ¿tiene el Presidente algún compromiso fuera de palacio hoy, o mañana, o el sábado?

Ducret negó con la cabeza.

—¿Y qué día es el domingo? ¿25 de agosto? —preguntó Lebel.

En torno de la mesa hubo un suspiro, como un ramalazo de viento soplando a través de un cuerno.

—Desde luego —exclamó el ministro—, el día de la Liberación. Y lo más gracioso es que la mayoría de los presentes estuvimos a su lado aquel día, el de la Liberación de París, en 1944.

—Precisamente —dijo Lebel—. Nuestro Chacal es buen psicólogo. Sabe que hay un solo día en el año en que el general De Gaulle jamás pasará en otra parte más que aquí. Es, por así decirlo, su gran día. Esto es lo que ha estado esperando el asesino.

—En tal caso —dijo el ministro, con vivacidad—, lo pescaremos. Privado de su fuente de información, no hay en todo París un solo rincón donde pueda ocultarse, ni una sola comunidad de parisienses que esté dispuesta a esconderlo, ni siquiera contra su voluntad, ni a darle protección. Lo tenemos. Comisario Lebel, denos el nombre de ese hombre.

Claude Lebel se puso en pie y se dirigió hacia la puerta. Los demás empezaron a levantarse, dispuestos a irse a almorzar.

—Ah, otra cosa —dijo el ministro a Lebel—. ¿Cómo supo usted que debía interceptar la línea telefónica del piso particular del coronel Saint-Clair?

Lebel, desde la puerta, se volvió y se encogió de hombros.

—No lo sabía —dijo—. Por eso anoche hice intervenir todas sus líneas telefónicas, las de todos los presentes en la reunión. Buenas tardes, señores.

A las cinco de aquella tarde, mientras tomaba una cerveza en la terraza de un café contiguo a la Place de l’Odéon, su rostro semioculto detrás de las gafas de sol, como los llevaba todo el mundo, el Chacal tuvo una idea. Se la sugirió la vista de dos hombres que pasaban juntos por la calle. Pagó la cerveza, se levantó y se alejó del café. A unos cien metros, en la misma calle, encontró lo que andaba buscando: una perfumería para señoras. Entró y efectuó varias compras.

A las seis, los periódicos de la noche cambiaron sus titulares. Las últimas ediciones llevaban una faja cruzada en la parte alta: Assassin de la Belle Baronne se refugie à París. Debajo, aparecía una fotografía de la baronesa de La Chalonnière, extraída de una fotografía de sociedad de cuando, cinco años atrás, había asistido a una fiesta en París. Había sido hallada en los archivos fotográficos de una agencia, y la misma foto aparecía en todos los periódicos. A las 6.30, con un ejemplar de France-Soir bajo el brazo, el coronel Rolland entró en un pequeño café de las proximidades de la Rue Washington. El barman, de barba afeitada, lo miró astutamente e hizo una seña con la cabeza a un hombre situado al fondo del local.

Este último se acercó a Rolland.

—¿Coronel Rolland?

El jefe del Servicio de Acción asintió con la cabeza.

—Sígame, por favor.

Abrió la marcha a través de una puerta situada al fondo del local, y los dos subieron a un saloncito de la primera planta, probablemente la vivienda del propietario. El hombre llamó, y una voz, desde dentro, dijo:

Entrez.

Mientras la puerta se cerraba tras de sí, Rolland estrechó la mano que le tendía el hombre que se había levantado de una butaca.

—¿Coronel Rolland? Enchanté. Soy el Capu, de la Unión Corsa. Tengo entendido que andan ustedes buscando a cierto hombre…

Eran las ocho cuando el superintendente Thomas llamó desde Londres. Su voz sonaba fatigada. No había sido un día cómodo. Algunos Consulados habían colaborado gustosamente, pero otros habían resultado extremadamente difíciles.

Thomas dijo que, dejando de lado las mujeres, los negros, los asiáticos y los enanos, ocho turistas varones habían perdido su pasaporte en Londres durante los cincuenta últimos días. Cuidadosa y sucintamente enunció su lista, con nombres, número de pasaporte y descripción.

—Empezaremos por eliminar a los que no pueden ser él —sugirió a Lebel—. Tres de ellos perdieron su pasaporte durante períodos en los cuales sabemos que el Chacal, alias Duggan, no estaba en Londres. Hemos comprobado las reservas y ventas de pasajes de todas las compañías aéreas hasta el primero de julio. Parece ser que el 18 de julio tomó el vuelo de la tarde para Copenhague. Según la BEA, compró un pasaje en su mostrador de Bruselas, pagando en efectivo, y voló de regreso a Inglaterra la noche del 6 de agosto.

—Sí, las fechas concuerdan —dijo Lebel—. Hemos averiguado que parte de su viaje fuera de Londres lo pasó en París, del 22 al 31 de julio.

—Bien —dijo Thomas, desde la capital inglesa—. Tres de los pasaportes desaparecieron durante su ausencia. Podemos eliminarlos ya, ¿no cree?

—Sí —respondió Lebel.

—De los cinco restantes, uno es muy alto, seis pies y seis pulgadas, o sea, casi dos metros en el lenguaje de ustedes. Además, es italiano, lo cual significa que su estatura, en su parte, figura expresada en metros y centímetros, cosa que sería comprendida inmediatamente por un oficial francés de Aduanas, quien se daría cuenta de la diferencia, a menos que el Chacal empleara zancos.

—De acuerdo, este hombre debe de ser un gigante. Elimínelo. ¿Y los otros cuatro? —preguntó Lebel.

—Uno de ellos es gordísimo: doscientas cuarenta y dos libras, o sea más de cien kilos. El Chacal habría tenido que envolverse en tal cantidad de ropas que no hubiese podido dar un paso.

—Fuera también —dijo Lebel—. ¿Quién más?

—Otro es demasiado viejo. La estatura concuerda, pero tiene más de setenta años. El Chacal no podría fingir esta edad, a menos que un especialista en maquillaje teatral colaborara con él.

—Elimínelo —dijo Lebel—. ¿Y los restantes?

—Uno de ellos es noruego, y el otro americano —dijo Thomas—. Ambos concuerdan con los datos. Altos, anchos de hombros, entre los veinte y los cincuenta años. Hay dos cosas que inducen a eliminar también al noruego. Para empezar, es rubio: no creo que el Chacal, después de haber sido descubierta su identidad como Duggan, vuelva a adoptar el color rubio para sus cabellos. Se parecería demasiado a Duggan, ¿no cree? Por otra parte, el noruego comunicó al cónsul de su país que estaba seguro de que su pasaporte se le deslizó del bolsillo cuando cayó, completamente vestido, en el Serpentine, paseando en bote con una amiga. Jura que, cuando cayó, llevaba el pasaporte en el bolsillo superior de la chaqueta, y que no estaba allí quince minutos más tarde, cuando salió del agua. En cambio, el americano formuló una declaración jurada ante la Policía del aeropuerto de Londres afirmando que le habían robado el maletín, con el pasaporte en su interior, mientras en el vestíbulo principal del edificio del aeropuerto estaba mirando hacia otra parte. ¿Qué le parece?

—Envíeme todos los detalles del americano Marty Schulberg —dijo Lebel—. Conseguiré su fotografía en la Oficina de Pasaportes de Washington. Y gracias, una vez más, por todos sus esfuerzos.

En el Ministerio se celebró, a las diez de la noche, una segunda reunión. Fue la más breve que había tenido lugar hasta entonces. Una hora antes, todos los departamentos de Seguridad del Estado habían recibido copia de los detalles de Marty Schulberg, perseguido por asesinato. Se esperaba una fotografía antes de la mañana siguiente, que sería publicada en la primera edición de los diarios de la tarde, que estarían en la calle a las diez de la mañana.

El ministro se levantó.

—Señores, la primera vez que nos reunimos aceptamos una sugerencia formulada por el comisario Bouvier, según el cual la identificación del asesino conocido por el Chacal era básicamente una tarea adecuada para una labor puramente detectivesca. A posteriori, me inclino por reconocer el acierto de tal diagnóstico. Hemos tenido la fortuna de poder contar, durante los pasados días, con los servicios del comisario Lebel. A pesar de tres cambios de identidad del asesino, que pasó de ser Calthrop a ser Duggan, de Duggan a Jensen y de Jensen a Schulberg, y a pesar de una constante fuga de información procedente de esta misma sala, logró identificar al asesino, y dentro de los límites de esta ciudad, localizarle. Debemos darle las gracias por ello.

Inclinó la cabeza hacia Lebel, quien parecía profundamente turbado.

—Pero a partir de ahora nos incumbe a nosotros proseguir su tarea. Poseemos un nombre, una descripción, un número de pasaporte, una nacionalidad. Y dentro de pocas horas tendremos una fotografía. Confío en que, con las fuerzas que tienen ustedes a su disposición, tardaremos pocas horas en apresar a nuestro hombre. Ya todos los policías de París, todos los agentes del CRS, todos los detectives, han recibido los datos y las órdenes. Antes de mañana, o, lo más tarde, mañana a mediodía, este hombre no tendrá dónde ocultarse.

»Y ahora permítame que vuelva a felicitarle, comisario Lebel, y que retire de sus hombros el peso y la tensión de esta investigación. En las próximas horas no necesitaremos su valiosa ayuda. Su labor ha sido realizada, y con éxito. Muchas gracias.

Esperó pacientemente. Lebel parpadeó rápidamente varias veces y se levantó de su asiento. Saludó con la cabeza a aquella reunión de hombres poderosos que ejercían el mando sobre millares de subordinados y millones de franceses. Todos le sonrieron. Lebel se volvió y salió de la sala.

Por primera vez en diez días, el comisario Claude Lebel se fue a dormir a su casa. Mientras abría con su llave la puerta del piso y recibía la primera regañina de su mujer, el reloj daba la medianoche: comenzaba el día 23 de agosto.