—Nada.
El segundo de los dos jóvenes inspectores detectives de la oficina de Bryn Thomas cerró el último de los expedientes, cuya lectura y examen le había sido confiada, y miró a su superior.
También su compañero había dado fin a su cometido, y su conclusión había sido la misma. El propio Thomas había terminado cinco minutos antes, y se había aproximado a la ventana, desde donde, de espaldas al despacho, contemplaba el tráfico que circulaba por la calle a la luz del anochecer. A diferencia del comisario Mallinson, él no gozaba de una vista sobre el río, sino únicamente de la calzada de Horseferry Road. Se sentía pésimamente. Tenía la garganta irritada por los cigarrillos, que sabía no debía haber fumado debido a su resfriado, pero no podía dejar el tabaco, y menos cuando se hallaba sometido a una tensión nerviosa.
Le dolía la cabeza a consecuencia de los gases de los tubos de escape y de las incesantes llamadas realizadas durante toda la tarde para hacer averiguaciones sobre los personajes descubiertos en archivos y ficheros. Todas las llamadas habían resultado negativas. O el hombre estaba en la cárcel, o, simplemente no era de la talla necesaria para llevar a cabo una misión como la de atentar contra la vida del Presidente francés.
—Bueno, se acabó —dijo firmemente, volviéndose hacia el interior del despacho—. Hemos hecho todo lo posible, y no hay nadie que encaje en las señas expresadas.
—Es posible que exista un inglés capaz de realizar un trabajo de esta clase —dijo uno de los inspectores—, pero no consta en nuestros archivos.
—Ya sabe usted que todos están fichados —gruñó Thomas.
No le agradaba pensar que un pájaro tan interesante como un asesino profesional podía estar tranquilamente en su «manoir» sin que su ficha constara en ninguna parte, y su estado de espíritu no era ciertamente mejorado por el resfriado que sufría y la jaqueca que le atenazaba. Cuando estaba irritado se le notaba más su acento galés. Treinta años lejos de los valles no habían logrado desvanecerlo.
—Después de todo —dijo el otro inspector—, un asesino político es un pájaro extremadamente raro. Probablemente no hay ninguno en el país. No es precisamente la típica taza de té inglesa, ¿verdad?
Thomas le lanzó una enfurecida mirada. Para describir a los habitantes del Reino Unido, prefería siempre la palabra «británico», y en el uso por parte del inspector de la palabra «inglés» creyó adivinar una sugerencia de que los galeses, los escoceses o los irlandeses podían haber producido un ejemplar de aquella clase. Pero no era así.
—Muy bien. Recojan los ficheros. Devuélvanlos al registro. Contestaré que una búsqueda a fondo no ha revelado la existencia en nuestros archivos de ningún personaje de esta clase. Es todo lo que podemos hacer.
—¿Quién encargó esta investigación, «super»? —preguntó uno de los dos inspectores.
—No se preocupe, muchacho. Parece ser que alguien tiene un problema, pero no se trata de nosotros.
Los dos jóvenes habían recogido ya el material y se dirigían hacia la puerta. Los dos tenían su hogar al cual volver, y uno de ellos esperaba ser padre por primera vez de un día para otro. Fue el primero en llegar a la puerta. El otro se volvió, con expresión pensativa.
—«Super», mientras repasaba los ficheros se me ha ocurrido una cosa. Si tal hombre existe, y es de nacionalidad británica, lo más probable es que nunca actúe aquí. Quiero decir que incluso un hombre de esta clase necesita una base, un refugio, un lugar a donde volver. Es probable que un tipo así sea un ciudadano respetable en su propio país.
—¿A dónde quiere llegar? ¿A una especie de Jekyll y Hyde?
—Bueno, algo así. Quiero decir que si hay por ahí un asesino profesional del tipo que hemos intentado descubrir, y es lo suficientemente importante para que alguien haya conseguido organizar una investigación como ésta, dirigida personalmente por un hombre de la categoría de usted, bueno, quiere decir que el tipo tiene que ser alguien fuera de lo común. Y en tal caso, sin duda habrá realizado algunos trabajos de categoría. De otro modo, no habría llegado a ser lo que es, ¿verdad?
—Siga —dijo Thomas, mirándole con interés.
—Bueno, se me ocurrió que un hombre así probablemente sólo actuará fuera de su país. Así que normalmente no llegaría a ser conocido de las fuerzas de seguridad interior. Tal vez el Servicio habrá tenido noticia de su existencia alguna vez…
Thomas consideró la idea; después movió lentamente la cabeza.
—Olvídalo, muchacho. Y a casa. Redactaré el informe. Y olvida también la investigación que hemos realizado.
Pero cuando el inspector se hubo retirado, la idea que había sembrado quedó enterrada en el espíritu de Thomas. Ahora podía sentarse y redactar el informe. Totalmente negativo. Y definitivo. No podían levantarse conjeturas en torno a una búsqueda de ficheros que ya había sido efectuada. Pero, ¿y suponiendo que hubiera algo real detrás de la petición francesa? ¿Y si los franceses, lejos de lo que Thomas en el fondo suponía, no habían perdido la cabeza por un simple rumor, sino que, realmente, la vida de su Presidente se hallaba amenazada? Si de verdad tenían tan pocos indicios como decían, si ni siquiera estaban seguros de que el hombre fuese inglés, sin duda estarían efectuando investigaciones en todo el mundo de manera semejante. Lo más probable era que el supuesto asesino no existiera y que, si existía, procediera de alguna de aquellas naciones que poseía una larga historia de asesinatos políticos. Cierto; pero, ¿y si las sospechas de los franceses eran fundadas? ¿Y si el hombre resultaba ser inglés, aunque sólo fuese por nacimiento?
Thomas se sentía intensamente orgulloso de la eficacia de Scotland Yard, y en particular de su Sección Especial. En Inglaterra nunca habían tenido problemas de aquel tipo. Nunca habían perdido a un solo dignatario extranjero en visita por el país, ni siquiera se había producido un mero intento de atentado. Él personalmente, había tenido que cuidar de aquel cabroncete ruso, Iván Serov, jefe de la KGB, cuando había venido a preparar la visita de Kruschev; y habían habido docenas de bálticos y polacos que habrían deseado liquidar a Serov. Ni un solo tiro; y el país ocupado por los propios agentes de seguridad de Serov, cada uno con su pistola a punto, y todos decididos a utilizarla en caso de necesidad…
Al superintendente Bryn Thomas, le faltaban dos años para jubilarse e instalarse en la casa que él y Meg habían comprado cerca del canal de Bristol. Sería mejor asegurarse, comprobarlo todo.
En su juventud, Thomas había sido un excelente jugador de rugby, y muchos de los que habían jugado contra Glamorgan recordaban aún al imbatible delantero Bryn Thomas. Ahora era demasiado viejo para jugar, desde luego, pero seguía apasionándose por el London Welsh cuando podía dejar el trabajo y llegarse al Old Deer Park, de Richmond para verlos jugar. Conocía personalmente a todos los jugadores; después de los partidos solía charlar con ellos en el club del equipo, donde gracias a su reputación era siempre bien recibido.
De uno de los jugadores, todos sus compañeros sabían que formaba parte del personal del Foreign Office. Thomas sabía algo más de él; el departamento para el cual Barrie Lloyd trabajaba, bajo los auspicios del Secretariado para Asuntos Exteriores, aunque no dependiente del Foreign Office, era el «Secret Intelligence Service», algunas veces llamado SIS, otras simplemente «el Servicio», y más generalmente conocido por el público por el nombre impropio de MI-6.
Thomas descolgó el teléfono de sobremesa y pidió un número.
Los dos hombres se reunieron a echar un trago en una taberna tranquila, junto al río, entre las ocho y las nueve. Hablaron de rugby un rato, mientras Thomas encargaba las bebidas. Pero Lloyd sospechaba que el hombre de la Sección Especial no lo había invitado a una taberna de la orilla del río para hablar de un deporte cuya temporada no debía empezar hasta dos meses después. Cada uno con su jarra de cerveza en la mano, brindaron amablemente, y luego Thomas indicó con la cabeza la terraza exterior que conducía hasta las mismas aguas del río.
—Tengo un pequeño problema, muchacho —empezó Thomas—. Y he pensado que tal vez usted podría ayudarme.
—Con mucho gusto… si puedo —dijo Lloyd.
Thomas le explicó la petición recibida de París y le confió que los archivos de la Sección Especial no habían aportado ningún resultado positivo.
—Se me ha ocurrido pensar que, suponiendo que tal hombre exista, y que sea inglés, lo más probable es que no haya querido jamás ensuciarse las manos en el interior del país, ¿comprende? Seguramente habrá limitado sus operaciones al exterior. Y si ha dejado alguna pista, ¿no es posible que alguna vez haya merecido la atención del Servicio?
—¿Del Servicio? —preguntó Lloyd, fingiéndose desorientado.
—Vamos, Barrie. De vez en cuando uno se entera de las cosas, ¿comprende?
La voz de Thomas apenas era más que un murmullo. Vistos por detrás hubieran parecido dos hombres en traje oscuro mirando, por encima del río sombrío, hacia las luces de la orilla sur y charlando de las operaciones comerciales del día en la City.
—Durante las investigaciones Blake tuvimos que volver del revés algunos archivos. Y entonces averiguamos a qué se dedicaban realmente muchos tipos del Foreign Office. Usted fue uno de ellos, ¿comprende? Así que sé perfectamente en qué departamento trabaja.
—Ya —dijo Lloyd.
—Bueno, pues escúcheme bien. En el Park yo soy Bryn Thomas. Pero soy también un superintendente de la Sección Especial, ¿no?
Lloyd no apartaba los ojos de su jarra.
—¿Se trata de una petición oficial de información?
—No, no puedo formularla todavía. La petición francesa fue una petición extraoficial de Lebel a Mallinson. Mallinson no encontró nada en los archivos centrales, por lo que contestó que no podía hacer nada, pero confió su problema a Dixon, quien me ordenó que realizara una comprobación urgente. Todo en secreto, ¿comprende? A veces hay que hacer así las cosas. Todo esto es muy delicado. No conviene que la Prensa se entere. Lo más probable es que en Inglaterra no haya nada que pueda serle útil a Lebel. Pero me he propuesto apurar todas las posibilidades, y usted es la última de ellas.
—¿Se supone que este hombre anda a la caza de De Gaulle?
—Es posible, por la forma de llevar las gestiones. Pero los franceses actúan con gran cautela. Es evidente que no desean publicidad.
—Por supuesto. Pero, ¿por qué no se han puesto en contacto directamente con nosotros?
—La petición de sugerencias en cuanto a un nombre, ha sido formulada a través de una red de viejos amigos. De Lebel a Mallinson, directamente. Tal vez el Servicio Secreto francés no tenga viejos amigos en su sección.
Si Lloyd captó la alusión a las malas relaciones que existían notoriamente entre el SDECE y el SIS no dio muestras de ello.
—¿Qué está usted pensando? —preguntó Thomas al cabo de un rato.
—Es curioso —dijo Lloyd, mirando hacia el río—. ¿Recuerda usted el caso Philby?
—Desde luego.
—En el departamento todavía nos duele —prosiguió Lloyd—. Desertó en Beirut, en enero de 1961. Desde luego, no nos enteramos hasta después. Pero se armó un gran alboroto en el interior del Servicio. Hubo que trasladar a numerosos agentes. No hubo más remedio, porque el tipo había «quemado» a la mayor parte de la sección árabe y muchas otras. Uno de los hombres que fue preciso trasladar a toda velocidad fue nuestro principal agente en el Caribe. Había estado con Philby en Beirut seis meses atrás, y más tarde destinado al Caribe.
»Hacia la misma época, el dictador de la República Dominicana, Trujillo, fue asesinado en una carretera solitaria por partisanos; tenía muchos enemigos. Por aquel entonces nuestro hombre regresó a Londres y compartimos un despacho hasta que consiguió un nuevo destino. Mencionó un rumor según el cual el coche de Trujillo fue detenido, para que los emboscados pudieran abrirlo y asesinar a su ocupante de un solo tiro de fusil. Fue un tiro único, impresionante: desde ciento cincuenta metros de distancia y contra un coche lanzado a toda velocidad. La bala pasó por la ventanilla triangular del lado del chófer, la única que no era a prueba de balas. Hirió al chófer en la garganta, y el coche chocó. Entonces los partisanos lo asaltaron. Lo curioso es que, según rumores, el hombre del fusil fue un inglés.
Hubo una larga pausa mientras los dos hombres, con las jarras de cerveza vacías entre los dedos, contemplaban las negras aguas del Támesis. Ambos veían mentalmente un paisaje árido, áspero, en una cálida y lejana isla; un coche lanzado a más de cien kilómetros por hora por el asfalto, que choca contra las rocas; un viejo que había gobernado su reino con mano de hierro, implacablemente, durante treinta años, sacado del coche para ser rematado a pistoletazos en la misma cuneta…
—Ese… hombre… de los rumores…, ¿tenía un nombre?
—No lo sé. No lo recuerdo. Fue simplemente una charla, en el despacho. En aquellos momentos teníamos un montón de problemas y un dictador del Caribe más o menos nos importaba un comino.
—Ese colega, el que se lo contó, ¿redactó algún informe?
—Seguramente. Es lo habitual. Pero se trataba tan sólo de un rumor, ¿comprende? Sólo un rumor. Nada en que apoyarse. Y nosotros sólo actuamos sobre la base de hechos, de informaciones consistentes.
—Sin embargo, el informe debió de ser archivado en alguna parte, ¿no?
—Supongo que sí —dijo Lloyd—. Sin prestarle demasiada importancia, desde luego.
—Pero usted podría echar una ojeada a los archivos, ¿verdad? Y ver si el hombre de la montaña tenía un nombre…
Lloyd se apartó de la barandilla.
—Váyase a su casa —dijo al superintendente—. Yo lo llamaré si hay algo que pueda ayudarle.
Volvieron al interior de la taberna, dejaron las jarras y salieron a la calle.
—Se lo agradeceré mucho —dijo Thomas, mientras se estrechaban la mano—. Probablemente no encontrará nada. Pero por si acaso.
Mientras Thomas y Lloyd charlaban a la orilla del Támesis, y el Chacal apuraba su copa de Zabaglione en un restaurante en lo alto de un rascacielos de Milán, el comisario Claude Lebel asistía a la primera reunión informativa en la sala de conferencias del Ministerio del Interior de París.
Los asistentes eran los mismos de veinticuatro horas antes. El ministro del Interior ocupaba la cabecera de la mesa, con los jefes del departamento sentados a su derecha y a su izquierda. Claude Lebel se sentaba al otro extremo, con una pequeña carpeta frente a él. El ministro indicó con la cabeza que empezaba la sesión.
Su jefe de Gabinete fue el primero en hablar. Durante todo el día y la noche anterior, dijo, todos los funcionarios de Aduanas de todos los puestos fronterizos de Francia habían recibido instrucciones de registrar el equipaje de los extranjeros varones, altos y rubios, que entraran en Francia. Había que examinar cuidadosamente los pasaportes, de lo cual se encargaría el funcionario de la DST de servicio en cada puesto de Aduanas, en previsión de una posible falsificación de documentos. (El jefe de la DST asintió con la cabeza en reconocimiento del hecho). Los turistas y los hombres de negocios que entraran en Francia acaso observarían un súbito aumento en la vigilancia de Aduanas, pero se consideraba improbable que ninguna de las víctimas de tales registros advirtiera que el método se aplicaba en todo el país y exclusivamente a los hombres altos y rubios. Si algún periodista demasiado listo hacía alguna pregunta, se le contestaría que no se trataba más que de los registros habituales. Pero se suponía que no habría preguntas.
Debía informar de otra cosa. Se había presentado una propuesta acerca de la posibilidad de raptar a uno de los tres jefes de la OAS en Roma. El Quai d’Orsay se había opuesto firmemente a la idea por razones diplomáticas (ignorando la conjura de el Chacal), y el Presidente había apoyado esta actitud (precisamente por conocer sus razones). Así, pues, había que descartar definitivamente esa posibilidad.
El general Guibaud, en nombre del SDECE, dijo que un repaso a fondo de los archivos en busca de un asesino profesional fuera de las filas de la OAS o de sus simpatizantes había dado un resultado totalmente negativo.
El jefe de Informaciones Generales dijo que la búsqueda en sus propios archivos había dado el mismo resultado, relativo no sólo a franceses, sino a extranjeros que hubiesen intentado alguna vez actuar en el interior de Francia.
Luego, el jefe de la DST presentó un informe. A las 7.30 de la mañana había sido interceptada una llamada desde una oficina de Correos cerca de la Gare du Nord al número del hotel de Roma donde se hospedaban los tres jefes de la OAS. Desde que, ocho semanas atrás, se había tenido noticia del paradero de éstos, los telefonistas empleados en las comunicaciones internacionales habían recibido instrucciones de informar de todas las llamadas que se efectuaran a ese número. El que estaba de turno esta mañana había reaccionado demasiado tarde. Había hecho la llamada antes de darse cuenta de que era el número que figuraba en su lista. Cuando llamó a la DST, ya había pedido la comunicación. Menos mal que se le había ocurrido escuchar la conversación. El mensaje había sido: «Valmy a Poitiers. El Chacal está “quemado”. Repito. El Chacal está “quemado”. Kowalski fue detenido. Cantó antes de morir. Fin».
En la sala se hizo un silencio que duró varios segundos.
—¿Cómo lo descubrieron? —preguntó Lebel, sin levantar la voz, desde el extremo de la mesa.
Todos los ojos se volvieron hacia él, menos los del coronel Rolland, que, sumido en sus pensamientos, los tenía fijos en la pared.
—¡Maldita sea! —exclamó sin apartar la mirada de la pared.
Todos los ojos se posaron ahora en el jefe del Servicio de Acción.
El coronel pareció volver de sus ensoñaciones.
—Marsella —dijo, con sequedad—. Para hacer venir a Kowalski de Roma usamos un cebo. Un viejo amigo llamado JoJo Grzybowski. El hombre tiene mujer e hija. Los tuvimos a los tres bajo custodia preventiva mientras Kowalski estuvo en nuestras manos. Luego les permitimos volver a su casa. Lo único que yo deseaba de Kowalski era información acerca de sus jefes. Entonces no había razón alguna para sospechar la existencia de la conjura de el Chacal. Entonces no había razón para desear impedir que se enteraran de que habíamos pescado a Kowalski. Luego, las cosas cambiaron. Sin duda el polaco JoJo debió de informar al agente Valmy. Lo siento.
—¿Logró la DST detener a Valmy en la oficina de Correos? —pregunto Lebel.
—No, se nos escapó por dos minutos, a causa de la estupidez del telefonista —contestó el hombre de la DST.
—Una evidente falta de eficacia —dijo el coronel Saint-Clair.
Varias miradas de irritación lo asaltaron.
—Andamos buscando a tientas, prácticamente a oscuras, a un enemigo desconocido —contestó el general Guibaud—. Si el coronel acepta hacerse cargo de la operación y de las responsabilidades que entraña …
El coronel del Palacio del Elíseo se dedicó a examinar con gran interés sus carpetas, como si éstas fuesen mucho más importantes que la velada amenaza del jefe del SDECE. Pero se dio cuenta de que su observación había sido imprudente.
—En cierta manera —musitó el ministro—, acaso sea preferible que sepan que su pistolero a sueldo está «quemado». ¿No es probable que en vista de ello decidan anular la operación?
—Exactamente —dijo Saint-Clair, intentando rehacerse—. El ministro tiene razón. Tendrían que estar locos para seguir adelante; simplemente, abandonarán la partida.
—No podemos decir que esté exactamente «quemado» —dijo Lebel, sin levantar la voz, cuando los presentes casi habían olvidado su existencia—. Todavía no sabemos su nombre. La advertencia puede obligarle a adoptar más precauciones. Documentación falsa, un disfraz…
El optimismo a que había dado pie la observación del ministro se desvaneció. Roger Frey miró con respeto al pequeño comisario.
—Señores, creo que será mejor que oigamos el informe del comisario Lebel. Al fin y al cabo, él dirige la investigación. Nosotros estamos aquí para ayudarle en lo que podamos.
Así invitado a tomar la palabra, Lebel esbozó las medidas que había adoptado desde la noche anterior; la creencia cada vez más firme, reforzada por la comprobación en los archivos franceses, de que, en todo caso, el extranjero sólo podía estar fichado en los archivos de alguna policía extranjera. La petición formulada para efectuar investigaciones en el extranjero. La autorización obtenida. La serie de llamadas personales a través de la Interpol a los jefes de Policía de siete grandes países.
—Las respuestas han ido llegando durante el curso del día de hoy —concluyó—. Son las siguientes: Holanda, nada. Italia, varios asesinos a sueldo conocidos, pero todos ellos empleados por la Mafia. Discretas averiguaciones cerca de los carabinieri y del Capo de Roma han dado por resultado la aseveración unánime de que ningún asesino de la Mafia cometería jamás un asesinato político sin tener orden de hacerlo, y de que la Mafia en modo alguno apoyaría el asesinato de un hombre de Estado extranjero —Lebel levantó los ojos—. Personalmente, me inclino a creer que la aseveración es cierta.
»Inglaterra, nada, salvo que la investigación ha sido confiada a otro departamento, la Sección Especial, para su posterior comprobación.
—Lentos como siempre —murmuró Saint-Clair en voz baja.
Lebel captó la observación y volvió a levantar los ojos.
—Pero muy concienzudos, nuestros amigos ingleses. No subestimemos a Scotland Yard.
Y prosiguió su lectura:
—América. Dos posibles. Uno, la mano derecha de un gran traficante internacional de armas, con base en Miami, Florida. Este hombre fue primero «marine» y, más tarde, agente de la CIA en el Caribe. En una lancha, antes de lo de la Bahía de Cochinos, disparó a matar contra un cubano anticastrista. En aquella operación, el cubano debía tener a sus órdenes una sección. Entonces el americano fue empleado por el traficante de armas, uno de los hombres que la CIA había utilizado extraoficialmente para suministrar armamento a las fuerzas invasoras de la Bahía de Cochinos. Se le considera responsable de dos accidentes inexplicados sufridos por los rivales de su amo en la venta de armas. El tráfico de armas, al parecer, es un negocio que tiene una gran competencia. El hombre se llama Charles «Chuck» Arnold. El FBI está averiguando su paradero actual.
»El segundo hombre sugerido por el FBI como posible es Marco Vitellino, exguardia de corps personal del jefe de una banda de Nueva York, Albert Anastasia. Éste fue muerto a tiros, en octubre de 1957, en el sillón de una peluquería y Vitellino, temiendo por su propia vida, huyó de América. Se estableció en Caracas, Venezuela. Intentó trabajar por su cuenta. Pero el mundo del hampa local le hizo el boicot. El FBI cree que, si está completamente arruinado, puede haber aceptado, por un precio adecuado, un encargo como asesino a sueldo para una organización.
El silencio, en la sala, era absoluto. Los otros catorce hombres presentes escuchaban, sin que se produjera un solo murmullo.
—Bélgica. Una posibilidad. Un homicida psicópata, que había formado parte del Estado Mayor de Tshombe en Katanga. Expulsado por las Naciones Unidas cuando, en 1962, fue capturado. No puede volver a Bélgica, donde es reclamado por dos asesinatos. Un asesino a sueldo, pero inteligente. De nombre, Jules Bérenger. También se cree que emigró a América Central. La Policía belga está averiguando su posible paradero actual.
»Alemania. Una sugerencia. Hans Dieter Kassel, excomandante de las SS, reclamado por dos países por crímenes de guerra. Vivió después de la guerra en Alemania Occidental bajo nombre falso, y fue asesino a sueldo por cuenta de ODESSA, la organización clandestina de los antiguos SS. Se sospecha que intervino en el asesinato de los socialistas del ala izquierda en la política de la posguerra, que exigían del Gobierno una intensificación de la persecución contra los criminales de guerra. Más tarde fue desenmascarado como Kassel, pero huyó a España, gracias a un soplo que recibió, y por el cual un alto oficial de Policía perdió su cargo. Se cree que actualmente vive retirado en Madrid…».
Lebel volvió a levantar los ojos.
—Incidentalmente, este hombre parece un poco mayor para esta clase de trabajo. Tiene, actualmente cincuenta y siete años.
»Finalmente, África del Sur. Una posibilidad. Un mercenario profesional. Nombre: Piet Schuyper. También pistolero de Tshombe. Oficialmente, en África del Sur no hay nada contra él, pero es considerado indeseable. Un tipo con clara tendencia al asesinato individual. La última noticia que se tiene de él es de cuando fue expulsado del Congo al ser derrotados los secesionistas de Katanga, a principios de este año. Se cree que sigue en África Occidental. La Sección Especial sudafricana prosigue sus averiguaciones.
Se detuvo y levantó los ojos. Los catorce hombres sentados en torno de la mesa le miraban sin expresión alguna.
—Desde luego —dijo Lebel en tono de excusa—, me temo que todo eso es muy vago. Para empezar, sólo he intentado con los siete países más probables. El Chacal puede ser suizo, austríaco, o de cualquier otra nacionalidad. Tres de los siete países han contestado que no pueden sugerir ningún nombre. Pueden estar equivocados. El Chacal podría ser italiano, holandés o inglés. O sudafricano, belga, alemán o americano, y no ser ninguno de los citados. No lo sabemos. Estamos buscando a tientas, con la esperanza de encontrar algo.
—Las esperanzas solas no nos llevarán muy lejos —replicó Saint-Clair.
—¿Acaso el coronel puede sugerir alguna otra cosa? —preguntó Lebel cortésmente.
—Personalmente, considero que este hombre habrá quedado descartado por el aviso recibido —dijo Saint-Clair, en tono glacial—. Ahora que su plan es conocido no podrá acercarse al Presidente. Sea lo que sea lo que Rodin y sus cómplices hayan prometido pagarle a ese Chacal, sin duda le exigirán que se lo devuelva y cancelarán la operación.
—Usted considera que este hombre ha quedado descartado —dijo Lebel, con suavidad—; pero considerar no está muy lejos de «esperar». Por el momento, yo preferiría proseguir las investigaciones.
—¿Cuál es el estado actual de esas investigaciones, comisario? —preguntó el ministro.
—Las fuerzas de Policía que han formulado estas sugerencias ya han empezado a enviar por télex los dossiers completos, señor ministro. Espero tenerlos mañana a mediodía. También llegarán fotografías por cable. Algunas de las fuerzas de Policía continúan sus investigaciones con el fin de localizar algún sospechoso y enviarnos sus conclusiones.
—¿Cree usted que mantendrán las bocas cerradas? —preguntó Sanguinetti.
—No hay razón para que no lo hagan —contestó Lebel—. Cada año, los jefes de Policía de los países de la Interpol formulan cientos de consultas altamente confidenciales, algunas de ellas de carácter personal y absolutamente secretas. Por fortuna, todos los países, aparte de sus ideologías políticas, se oponen al crimen. Gracias a esto no nos vemos envueltos en las mismas rivalidades que entorpecen las relaciones internacionales en otros planos más políticos. La colaboración entre las fuerzas policiales es sumamente satisfactoria.
—¿También cuando se trata de crímenes políticos? —preguntó Frey.
—Para los policías señor ministro, también son delitos. Por eso preferí ponerme en contacto con mis colegas extranjeros antes de efectuar investigaciones a través de los ministros de Asuntos Exteriores. Sin duda, los superiores de mis colegas se enterarán de la investigación, pero no se opondrán a ella. El asesino político está fuera de la ley en todo el mundo.
—Pero basta que sepan que la investigación está en marcha para que adivinen lo que hay detrás de ella y se burlen en privado de nuestro Presidente —replicó Saint-Clair.
—No veo por qué deberían hacerlo. Cualquier día puede tratarse de uno de ellos —dijo Lebel.
—No entiende usted mucho en política si no sabe que hay personas a quienes encantaría saber que hay un asesino decidido a matar al presidente de Francia —replicó Saint-Clair—. Este conocimiento público es precisamente lo que el Presidente tanto deseaba evitar.
—No se trata de un conocimiento público —corrigió Lebel—. Se trata de un conocimiento extremadamente privado, reducido a un pequeño puñado de hombres que guardan en su mente secretos que, de ser revelados, podrían provocar la ruina de la mitad de los políticos de sus propios países. Algunos de estos hombres conocen la mayor parte de los menores detalles de las instalaciones que protegen la seguridad de Occidente. Tienen que conocerlos para asegurar esta protección. Si no fuesen discretos, no ocuparían los cargos que ostentan.
—Más vale que unos pocos hombres sepan que andamos buscando a un asesino, y que no que deban recibir invitaciones para asistir al entierro del Presidente —gruñó Bouvier—. Llevamos dos años luchando contra la OAS. El Presidente dio instrucciones en el sentido de evitar que el asunto pase al dominio público y caiga en manos de la Prensa sensacionalista.
—Señores, señores —intervino el ministro—. Basta ya. Yo mismo autoricé al comisario Lebel a efectuar discretas consultas cerca de los jefes de los servicios de Policía extranjeros después de… —echó una ojeada a Saint-Clair—, … de consultar al Presidente.
El regocijo general ante el desconcierto del coronel apenas fue disimulado.
—¿Hay algo más? —preguntó Monsieur Frey.
Rolland levantó la mano un instante.
—Tenemos una oficina permanente en Madrid —dijo—. En España hay cierto número de refugiados de la OAS, y por esta razón mantenemos la oficina. Podríamos realizar investigaciones acerca de ese nazi, Kassel, sin necesidad de molestar a los alemanes occidentales. Creo que en este momento nuestras relaciones con el Ministerio de Asuntos Exteriores de Bonn no son precisamente cordiales.
Su alusión al rapto de Argoud y la consiguiente indignación de Bonn provocó algunas sonrisas. Frey enarcó las cejas, en dirección a Lebel, como consultándole.
—Gracias —dijo el detective—, será muy útil que logren localizar a ese individuo. Por lo demás, sólo queda pedir a todos los departamentos que continúen ayudándome como han venido haciéndolo durante las últimas veinticuatro horas.
—Entonces, hasta mañana, señores —dijo el ministro, con vivacidad.
Y mientras se levantaba y recogía sus papeles, la reunión se disolvió.
Ya en la escalinata exterior, Lebel aspiró con placer el suave aire nocturno de París. Los relojes dieron las doce y empezó el martes, 13 de agosto.
Eran poco más de las doce cuando Barrie Lloyd llamó al superintendente Thomas en su casa de Chiswick. Thomas estaba a punto de apagar la lamparita de la mesita de noche, después de haber llegado a la conclusión de que el hombre del SIS le llamaría por la mañana.
—Encontré el informe de que le hablé —dijo Lloyd—. Estuve en lo cierto, superintendente. No es más que un informe rutinario acerca de un rumor que circuló por la isla en aquella época. Ostenta un sello que dice: «No se emprenda acción alguna». Como dije, en aquella fecha andábamos muy ocupados en otras cosas.
—¿Se menciona algún nombre? —preguntó Thomas, en voz baja, para no despertar a su esposa, que estaba durmiendo.
—Sí, el de un hombre de negocios británico que desapareció por aquellas fechas. Acaso no tuviera nada que ver con el hecho, pero su nombre era citado en las murmuraciones. Se llamaba Charles Calthrop.
—Gracias, Barrie. Mañana me ocuparé de esto.
Colgó y se dispuso a dormir.
Lloyd, que era un joven minucioso, redactó un breve informe acerca de la pregunta que le había sido formulada y de su respuesta a la misma, y lo entregó a «Demandas». A primeras horas de la madrugada, los hombres de turno del servicio lo examinaron perplejos un momento, y, como se refería a París, lo depositaron en la bolsa destinada a la Oficina para Francia del Foreign Office, cuya bolsa debía ser entregada personalmente, según las normas, al jefe para Francia, cuando por la mañana llegara a la oficina.