11

El coronel Raoul Saint-Clair de Villauban llegó a su casa muy poco antes de medianoche. Había pasado las tres últimas horas copiando cuidadosamente a máquina su informe sobre la reunión de la tarde en el Ministerio del Interior, que estaría en la mesa del secretario general del Elíseo a primera hora de la mañana.

Había trabajado en el informe con particular esmero, rasgando dos borradores antes de quedar satisfecho y pasando a máquina el tercero, en limpio, por su propia mano. Era irritante verse obligado a realizar personalmente aquel trabajo auxiliar, tanto más cuanto que no estaba acostumbrado a escribir a máquina, pero ofrecía la ventaja de mantener el secreto fuera del alcance de cualquier secretario, hecho que no había vacilado en resaltar en el propio informe, y al mismo tiempo la de permitirle tener el documento listo para su entrega a primera hora de la mañana, detalle que, así lo esperaba, no pasaría inadvertido. Con un poco de suerte, el informe llegaría a la mesa del Presidente una hora después de haber sido leído por el secretario general, y también esto le favorecería personalmente a él, sin duda alguna.

Puso el máximo cuidado en seleccionar las palabras adecuadas para sugerir levemente que el autor del informe no aprobaba el hecho de que un asunto tan importante como la seguridad del jefe del Estado hubiese sido puesto exclusivamente en manos de un comisario de Policía, un hombre más acostumbrado, por su instrucción y su experiencia, a descubrir simples criminales de escasa inteligencia o talento.

No quiso ir demasiado lejos por este camino, porque cabía la posibilidad de que Lebel descubriera a su hombre. Pero en el caso de que no lo lograra, el coronel siempre podría presentarse como el hombre que siempre había desconfiado del acierto en la elección de Lebel.

Además, sinceramente, Lebel no le había gustado. «Un hombrecillo vulgar», lo había juzgado para sí. «Sin duda en posesión de un buen historial», escribió en su informe.

Mientras trabajaba en los dos primeros borradores que había escrito a mano, había llegado a la conclusión de que no le convenía oponerse abiertamente y desde un principio al nombramiento de Lebel, puesto que tal designación había sido aprobada por la totalidad de los reunidos, y de oponerse a la elección se le pedirían razones concretas para ello; lo que debía hacer era, en representación del secretario presidencial, vigilar de cerca la operación de conjunto y ser el primero en señalar, con la debida sobriedad, las ineficiencias en el modo de llevar la investigación cada vez que fuese posible destacar una de ellas.

Sus meditaciones acerca de cómo podía seguir la pista de las actuaciones de Lebel fueron interrumpidas por una llamada telefónica de Sanguinetti, quien le informó de que, en el último minuto, el ministro había decidido presidir cada noche, a las diez, una reunión destinada a informar de los progresos realizados por Lebel. La noticia encantó a Saint-Clair. Aquello le resolvía el problema. Con un poco de labor oculta durante el día, podría formular preguntas directas y pertinentes al detective, y demostrar a los demás que por lo menos en el secretariado de la Presidencia se era plenamente consciente de la gravedad y la urgencia de la situación.

Personalmente, no valoraba en mucho las posibilidades del pistolero, aunque se tratara de un pistolero extranjero y anónimo. La pantalla de la seguridad presidencial era la más eficiente del mundo, y parte de su tarea en el secretariado consistía en planear la organización de las apariciones en público del Presidente y de los trayectos que debía recorrer. Albergaba pocos temores de que aquella pantalla de seguridad intensiva y perfectamente planificada pudiera ser perforada por un pistolero profesional.

Abrió la puerta de su piso y oyó la voz de su nueva amante que lo llamaba desde el dormitorio.

—¿Eres tú, querido?

—Si, chérie. Claro que soy yo. ¿Has estado muy sola?

La muchacha, ataviada con un fino camisón negro adornado con encajes, salió corriendo del dormitorio. La luz indirecta de la lámpara de la mesita de noche que brillaba a través de la puerta abierta del dormitorio, silueteaba las curvas de su joven cuerpo de mujer. Como de costumbre cuando veía a su amante Raoul Saint-Clair experimentó un estremecimiento de satisfacción al pensar que era suya y que estaba tan enamorada de él. Su carácter, sin embargo, le inducía a felicitarse a sí mismo por ello antes que a agradecerlo a la fortuna que les había unido.

La muchacha le arrojó los brazos desnudos al cuello y le dio un largo beso, con la boca abierta. El coronel correspondió lo mejor que supo, aun antes de haber soltado la cartera de mano y el diario de la noche.

—Vamos —dijo, cuando se separaron—, vete a la cama que yo iré en seguida.

Y le dio una palmada en las posaderas para acelerar su marcha. La muchacha volvió al dormitorio, se echó en la cama y extendió sus miembros, con las manos cruzadas debajo de la nuca y los senos erguidos.

Saint-Clair entró en la habitación sin la cartera y echó a la joven una ojeada de satisfacción. La muchacha sonrió lascivamente.

Durante las dos semanas que llevaban juntos la joven había descubierto que sólo las provocaciones más burdas de la lujuria más vulgar, podían suscitar en él algo de pasión. Íntimamente, Jacqueline le odiaba tanto como el primer día en que lo conoció, pero había descubierto que lo que le faltaba de virilidad le sobraba de locuacidad, particularmente acerca de su importancia dentro de la marcha de los acontecimientos en el Palacio del Elíseo.

—Date prisa —susurró Jacqueline—. Te deseo.

Saint-Clair sonrió con sincero placer y se quitó los zapatos, que dejó a los pies del galán de noche. Siguió la chaqueta, cuyos bolsillos fueron meticulosamente vaciados sobre el tocador; luego, los pantalones, cuidadosamente plegados y suspendidos del brazo saliente del galán de noche. Sus piernas largas y delgadas sobresalían de los faldones de la camisa como velludas agujas de hacer calceta.

—¿Qué ha sido lo que te ha entretenido tanto rato? —preguntó Jacqueline—. Llevo años esperándote.

Saint-Clair movió la cabeza sombríamente.

—Desde luego, nada que deba preocuparte, querida.

—¡Oh, qué tonto eres!

Jacqueline se volvió bruscamente de lado, dándole la espalda, con las rodillas dobladas. Los dedos del coronel luchaban con el lazo de la corbata mientras miraba la cabellera castaña que caía sobre los hombros y las redondeadas caderas que el breve camisón no llegaba a cubrir. Otros cinco minutos y, después de abrocharse el pijama con sus iniciales bordadas, estuvo a punto para la cama.

El coronel se echó en el lecho, al lado de ella, y pasó la mano por su cintura y su cadera, acabando por acariciar la redondez de sus nalgas.

—¿Qué te pasa?

—Nada.

—Creí que querías hacer el amor.

—No me das ninguna explicación. No puedo llamarte a tu despacho. He pasado aquí horas sufriendo por si te había ocurrido algo. Nunca habías llegado tan tarde sin llamarme antes.

La muchacha se volvió sobre su espalda y lo miró. Apoyándose en un codo, el coronel deslizó la mano que le quedaba libre debajo del camisón y le acarició un seno.

—Bueno, querida, he estado muy atareado. Hubo algo importante y tuve que resolverlo antes de que pudiera salir. Te hubiese llamado, pero aún había gente trabajando y entrando y saliendo de la oficina constantemente. Algunos de ellos saben que mi mujer está fuera. A los de la centralita les hubiese extrañado que llamara a casa.

—No puede existir nada lo bastante importante como para impedirte avisarme que llegarías tarde, querido. Estaba muy preocupada por ti.

—Bueno, pues deja ya de preocuparte.

Jacqueline se echó a reír, con la otra mano le empujó la cabeza sobre la almohada y le mordió el lóbulo de la oreja.

—Parece ser que la OAS sigue empeñada en liquidar al Presidente —dijo él—. La conjura se ha descubierto esta tarde. Nos estamos ocupando de eso. Y eso fue lo que me entretuvo. Han perdido la partida desde hace mucho tiempo. No saben por dónde andan. Ahora han contratado a un pistolero extranjero para que lo mate.

Media hora más tarde, el coronel Raoul Saint-Clair de Villauban dormía, con el rostro semienterrado en la almohada, roncando suavemente, agotado. A su lado yacía su amante, con los ojos fijos en el techo a través de las tinieblas, vagamente iluminado tan sólo en los puntos donde las luces de la calle se filtraban por las rendijas de las cortinas.

Lo que acababa de saber la había dejado asombrada. Aunque hasta entonces no había tenido noticia de la existencia de la conjura, podía comprender perfectamente la importancia de la confesión de Kowalski.

Esperó en silencio hasta que el reloj de la mesita de noche, de esfera luminosa, señaló las dos de la madrugada. Levantose de la cama y desenchufó el teléfono auxiliar.

Antes de dirigirse hacia la puerta se agachó sobre el coronel y se alegró de que no fuese de la clase de hombres que se empeñan en dormir abrazados a su compañera de cama. El coronel seguía roncando.

Ya fuera del dormitorio, cerró silenciosamente la puerta, cruzó la sala hacia el recibidor y cerró otra puerta tras de sí. En el teléfono del recibidor marcó un número de Molitor. Hubo una espera de varios minutos antes de que una voz soñolienta contestara. Jacqueline habló rápidamente durante dos minutos recibió una respuesta, y colgó. Un minuto más tarde volvía a estar en la cama, intentando conciliar el sueño.

Durante aquella noche los jefes de las Brigadas Criminales de las fuerzas de policía de cinco países europeos, Estados Unidos y África del Sur fueron despertados por sendas conferencias desde París. La mayoría de ellos se sentían irritados y soñolientos. En Europa Occidental, la hora era la misma de París: primeras horas de la madrugada. En Washington eran las nueve de la noche cuando llegó la llamada de París. El jefe de Homicidios del FBI estaba en una cena. Caron tuvo que insistir por tres veces para encontrarle, y su conversación fue sostenida entre la charla de los comensales y el ruido de las copas desde la habitación contigua, donde proseguía la cena. Pero el hombre captó el mensaje y accedió a acudir, a las dos de la madrugada, hora de Washington, a la sala de comunicaciones de la sede del FBI para atender a la llamada del comisario Lebel, quien le telefonearía desde la Interpol a los ocho de la mañana, hora de París.

Los jefes de las Brigadas Criminales de Bélgica, Italia, Alemania y Holanda eran, por lo visto, buenos padres de familia; cada uno fue despertado a su turno, y después de escuchar a Caron durante unos minutos todos convinieron en acudir a las salas de comunicaciones a la hora que Caron sugirió, para recibir una llamada personal y privada de Lebel sobre un asunto de la mayor urgencia.

Van Ruys, de África del Sur, estaba ausente de la ciudad y no podría volver a los cuarteles generales antes del amanecer, de modo que Caron habló con Anderson, su delegado. Lebel, cuando lo supo, se alegró, porque conocía muy bien a Anderson, y en absoluto a Van Ruys. Además, sospechaba que el nombramiento de Van Ruys tenía un carácter esencialmente político, mientras que Anderson había empezado su carrera desde abajo, como él mismo.

La llamada llegó a Mr. Anthony Mallinson, comisario de la Brigada Criminal de Scotland Yard en su casa de Bexley, poco antes de las cuatro. Gruñó, como protesta, contra el insistente timbre que repiqueteaba junto a la cama, levantó el auricular y murmuró:

—Mallinson.

—¿Mr. Anthony Mallinson? —preguntó una voz.

—Al habla.

Agitó los hombros, para desprenderse de las sábanas que los cubrían, y echó una ojeada a su reloj de pulsera.

—Soy el inspector Lucien Caron, de la Sûreté Nationale francesa. Le llamo de parte del comisario Claude Lebel.

La voz, que hablaba un inglés correcto pero con marcado acento, llegaba con claridad a sus oídos. Evidentemente, a aquella hora las líneas estaban despejadas. Mallinson frunció el ceño. ¿Por qué aquellos malditos no podían llamar a una hora más civilizada?

—Sí.

—Supongo que recordará usted al comisario Lebel, Mr. Mallinson.

Mallinson lo pensó unos segundos. ¿Lebel? Oh, sí, aquel tipejo que había sido el jefe de Homicidios de la PJ. No parecía gran cosa, pero conseguía buenos resultados. Había demostrado ser condenadamente eficaz cuando lo del asesinato de aquel turista inglés, hacia un par de años. ¡Qué alboroto hubiera armado la Prensa si no hubiesen atrapado en seguida al criminal!

—Si, conozco al comisario Lebel —dijo—. ¿De qué se trata?

A su lado, su esposa Lily, turbado su sueño por la conversación, murmuró una protesta, sin despertarse del todo.

—Se trata de un asunto de suma urgencia y que requiere, además, un alto grado de discreción. Soy el ayudante del comisario Lebel en este caso concreto. Un caso realmente excepcional. El comisario desea tener una conversación telefónica con usted, en la sala de comunicaciones del Yard, esta mañana a las nueve. ¿Podrá acudir?

Mallinson lo pensó un momento.

—¿Se trata de una investigación corriente entre fuerzas de Policía? —preguntó.

De ser así, cabría utilizar la red de la Interpol. Las nueve de la mañana era una hora de mucho ajetreo en el Yard.

—No, Mr. Mallinson. Es una petición personal del comisario, que desea conseguir de usted una pequeña y discreta ayuda. Es posible que en este asunto no haya nada que afecte a Scotland Yard. Es muy probable. Si es así, es preferible que no conste ninguna petición formal.

Mallinson volvió a pensarlo. Era, por naturaleza, un hombre cauteloso y no deseaba verse envuelto en investigaciones clandestinas llevadas a cabo por fuerzas de Policía extranjeras. Si se había cometido un crimen, o un criminal había huido a Inglaterra, era otra cosa. En tal caso, ¿por qué tanto secreto? Entonces recordó un caso ocurrido años atrás, cuando le fue confiada la misión de buscar y traer de nuevo a casa a la hija de un ministro del Gabinete que se había fugado con un apuesto jovencito. La muchacha era menor de edad, de modo que hubiese cabido la posibilidad de presentar una querella contra el «raptor». Pero el ministro había querido que todo se hiciera sin que un solo rumor llegara a la Prensa. La Policía italiana había colaborado de manera excelente cuando la parejita había sido hallada en Verona, jugando a Romeo y Julieta. Bien, así que Lebel necesitaba un poco de ayuda de este tipo. La tendría.

—De acuerdo. Estaré a punto para la llamada. A las nueve.

—Muchas gracias, Mr. Mallinson.

—Buenas noches.

Mallinson colgó el receptor, rectificó el despertador para que sonara a las seis y media en lugar de las siete y se dispuso a sumirse de nuevo en el sueño.

Hacia el amanecer, mientras París dormía, en un pequeño y mohoso pisito de soltero, un maestro de escuela de mediana edad paseaba de un lado a otro por el atestado espacio de la única pieza, sala y dormitorio a la vez.

La escena, a su alrededor, resultaba caótica: libros, diarios, revistas y manuscritos yacían esparcidos por encima de la mesa, las sillas y el sofá, y hasta encima del cobertor de la estrecha cama instalada en el otro extremo de la habitación, en una especie de nicho; y en el otro, un fregadero aparecía rebosante de platos sucios.

Lo que le obsesionaba en su ir y venir nocturno no era el desaseo de su habitación, puesto que desde que había sido expulsado de su cargo de director del Lycée en Sidi-bel-Abbès y perdido la hermosa casa con dos sirvientes que el cargo llevaba incluida, había aprendido a vivir como lo hacia ahora. Su problema era de otra índole.

Cuando el amanecer empezaba a insinuarse en los suburbios del Este, sentóse, por fin, y cogió uno de los diarios. Sus ojos recorrieron una vez más el artículo de la página de información del extranjero. Su título era: «Los jefes de la OAS encerrados misteriosamente en un hotel de Roma». Después de releerlo por última vez, tomó una decisión, se puso un impermeable para protegerse del fresco de la madrugada, y salió del piso.

En el primer bulevar tomó un taxi libre que pasaba y se hizo conducir a la Gare du Nord. Aunque el taxista lo dejó en el antepatio de la estación, en cuanto el taxi hubo desaparecido, su pasajero se alejó a pie del lugar, cruzó la calle y entró en uno de los cafés de la zona que permanecen abiertos toda la noche.

Pidió un café y una ficha de teléfono, dejó el café en el mostrador y pasó a la parte trasera del establecimiento para hacer una llamada. Informaciones le puso con la Oficina Internacional. Preguntó el número del teléfono de un hotel de Roma. Lo obtuvo a los sesenta segundos, colgó, y abandonó el local.

En un café situado en la misma calle, cien metros más abajo, utilizó de nuevo el teléfono, esta vez para pedir a Informaciones dónde estaba la oficina de Correos de turno más próxima desde la cual se pudiera pedir una comunicación con el extranjero. Se lo dijeron, y, como había supuesto, había una al doblar la esquina de la estación central.

En la oficina de Correos pidió una conferencia con el número de Roma que le habían facilitado, sin nombrar el hotel representado por el número, y pasó veinte minutos de ansiedad esperando hasta que logró la comunicación.

—Quiero hablar con el signor Poitiers —dijo a la voz italiana que le contestó.

Signore che? —preguntó la voz.

Il signore francesi. Poitiers. Poitiers

Che? —repitió la voz.

Francesi, francesi… —dijo el hombre de París.

Ah, si, il signore francesi. Momento per favore

Se oyeron una serie de breves ruidos de comunicación, y luego una voz fatigada contestó en francés:

Oui

—Escuche bien —dijo el hombre de París, en tono apremiante—. No tengo mucho tiempo. Tome un lápiz y anote lo que digo. Empiezo: «Valmy a Poitiers. El Chacal está quemado. Repito. El Chacal está quemado. Kowalski fue detenido. Cantó antes de morir. Fin». ¿Lo anotó?

—Si —dijo la voz—. Lo entregaré.

Valmy colgó de nuevo, pagó rápidamente la conferencia y salió del edificio como si tuviera mucha prisa. Al cabo de un minuto se había perdido entre la multitud de viajeros que salían del vestíbulo principal de la estación. El sol ya estaba sobre el horizonte, calentando las calzadas y el aire refrescado por la noche. Media hora más tarde, el olor matinal a cruasán y café molido desaparecía ahogado por el de los caños de escape, el sudor y el tabaco. Dos minutos después de que Valmy hubiese desaparecido, un coche se detuvo frente a la oficina de Correos, y dos hombres de la DST penetraron en ella. Tomaron nota de la descripción que les hizo el telefonista, pero era una descripción que hubiera podido aplicarse a cualquiera.

En Roma, Marc Rodin fue despertado a las 7.55 cuando el hombre que había estado de guardia durante la noche en el mostrador del pasillo del piso inmediatamente inferior lo sacudió por el hombro. En un instante estuvo despierto, los pies en el suelo, buscando con la mano el arma debajo de la almohada. Cuando vio la cara del exlegionario, se relajó y emitió un gruñido. Una ojeada a la mesita de noche le dijo que se había dormido. Después de haber vivido años en los trópicos, su hora habitual de despertarse era mucho más temprana, y el sol de agosto, en Roma, ya estaba muy alto por encima de los tejados. Pero las semanas de inactividad, las noches que pasaba jugando a las cartas con Montclair y Casson, los excesos de vino tinto y la falta de ejercicio que mereciera tal nombre, todo se había combinado para convertirle en un dormilón.

—Un mensaje, mon colonel. Acaba de llamar una persona que parecía llevar mucha prisa.

El legionario le entregó la hoja del bloc donde había garrapateado las frases breves e inconexas de Valmy. Rodin leyó de corrido el mensaje y saltó inmediatamente de la cama. Se ciñó el sarong de algodón que llevaba habitualmente —una costumbre contraída en Oriente— y volvió a leer el mensaje.

—Bien. Retírate.

El legionario salió de la estancia y volvió a la octava planta.

Durante unos segundos, Rodin lanzó una serie de insultos en voz baja, mientras estrujaba en sus manos la hoja del bloc. «Maldito, maldito, maldito Kowalski».

Durante los dos primeros días que siguieron a la desaparición de Kowalski, había creído que el hombre había desertado. Últimamente se habían producido en la causa varios abandonos de aquel mismo tipo, a medida que entre las filas de la OAS cundía el convencimiento de que la organización había fracasado y fracasaría en su empeño de liquidar a Charles de Gaulle y derribar al Gobierno de Francia. Pero Rodin siempre había creído que Kowalski permanecería fiel hasta el fin.

Y ahora le llegaba la prueba de que, por alguna razón inexplicable, el hombre había vuelto a Francia, a menos que lo hubieran raptado en la propia Italia. El caso era que, al parecer, había hablado, sin duda bajo tortura.

Rodin lamentó sinceramente la muerte de su servidor. Parte de la considerable reputación que había logrado como militar en actividad y oficial con mando se había basado en la gran preocupación que había mostrado siempre por sus hombres. Estas cosas son apreciadas por los soldados más de lo que puede imaginar algún teórico en arte militar. Ahora Kowalski estaba muerto, y Rodin se hacía pocas ilusiones acerca de la forma en que había perecido.

Pero lo importante era intentar reconstruir qué pudo haber dicho Kowalski. La reunión en Viena, el nombre del hotel. Esto desde luego. Los tres hombres que habían asistido a la reunión. Nada de ello constituiría una noticia para el SDECE. Pero, ¿qué sabía Kowalski de el Chacal? Rodin estaba seguro de que el exlegionario no habría escuchado detrás de la puerta. Pudo hablarles de un extranjero alto y rubio que se había reunido con ellos. En sí, no era gran cosa. El extranjero pudo ser un traficante de armas o un financiero que los apoyaba. No se había mencionado ningún nombre.

Pero el mensaje de Valmy mencionaba a el Chacal por su nombre cifrado. ¿Cómo? ¿Cómo pudo Kowalski darles aquel nombre?

Con un sobresalto de horror, Rodin recordó la escena del momento en que se despedían. Él estaba delante de la puerta, con el inglés; Viktor se hallaba a pocos metros, en el pasillo, irritado por la forma en que el inglés había descubierto su presencia en el escondrijo, un profesional que veía anulada su maniobra por otro profesional cuando, casi con ilusión, esperaba un poco de acción. ¿Qué había dicho él, Rodin? «Bonsoir, señor Chacal». ¡Maldita sea!

Pensándolo bien, Rodin comprendió que Kowalski no había podido enterarse del verdadero nombre del pistolero. Sólo él, Montclair y Casson lo conocían. Sin embargo, Valmy tenía razón. Con la confesión de Kowalski en manos del SDECE, el plan quedaba irremediablemente quemado. Ahora tenían noticia de la reunión celebrada en el hotel y del nombre de éste; sin duda habrían interrogado al recepcionista y conocían los rasgos físicos y la figura del hombre, además de su nombre cifrado. Sin duda habrían adivinado lo mismo que había adivinado Kowalski: que el rubio era un pistolero. A partir de aquel momento, la red protectora en torno a De Gaulle se haría más tupida; el Presidente cancelaría todos sus compromisos públicos y sus salidas de palacio para restar toda posibilidad al pistolero. Era el fin; la operación resultaba irrealizable. Tendría que llamar a el Chacal e insistir para recuperar el dinero, menos los gastos y una indemnización por el tiempo empleado.

Había una cosa que era preciso resolver, y cuanto antes. Era indispensable advertir a el Chacal para que suspendiera inmediatamente sus operaciones. Rodin era un oficial con mando, y lo bastante consciente para no enviar a un hombre a una misión cuyo éxito había pasado a ser imposible.

Llamó al guardia de corps a quien, desde la marcha de Kowalski, había confiado la tarea de ir cada día a la oficina central de Correos a buscar las cartas, y, si era necesario, a hacer las llamadas telefónicas, y le dio instrucciones detalladas.

A las nueve, el guardia de corps se hallaba en la oficina de Correos y pedía comunicación con un teléfono de Londres. Tardó veinte minutos en conseguirla. El teléfono de Londres empezó a sonar. El telefonista indicó al francés que podía entrar en la cabina. El exlegionario descolgó el receptor, al tiempo que el telefonista colgaba el suyo, y escuchó el zumbido insistente y repetido… pausa… nuevo zumbido… pausa… nuevo zumbido…

Aquella mañana, el Chacal se levantó temprano porque tenía mucho que hacer. La víspera, por la noche, había repasado el contenido de las tres maletas. Sólo faltaba añadir al maletín de mano los artículos para el baño y los trebejos de afeitar. Como de costumbre, tomó dos tazas de café, se lavó, se duchó y se afeitó. Después de guardar en el maletín lo necesario, lo cerró y depositó en el recibidor de entrada las cuatro piezas de su equipaje.

Se preparó un desayuno rápido, a base de huevos estrellados, zumo de naranja y más café, en la pequeña y bien provista cocina de su piso, y lo devoró en la mesa de la misma cocina. Siendo como era hombre metódico y ordenado, vació la ultima gota de leche en el fregadero, rompió los dos huevos que le habían sobrado y los echó también al fregadero. Apuró el sobrante de naranjada, tiró la lata vacía en el cubo de la basura, y el pan que quedaba, las cáscaras de los huevos y los granos del café las arrojó al incinerador de la casa. Durante su ausencia, nada se echaría a perder.

Finalmente se vistió, eligiendo un fino polo de seda de cuello alto, el traje gris con la documentación a nombre de Duggan y las cien libras en billetes, calcetines grises y un par de mocasines negros. El conjunto fue completado con las inevitables gafas oscuras.

A las nueve y cuarto, recogió su equipaje, dos piezas en cada mano, cerró tras de sí la puerta del piso y bajó a la calle. En la misma esquina con South Audrey Street tomó un taxi.

—Al aeropuerto de Londres, edificio número dos —ordenó al taxista.

En el momento en que el taxi iniciaba la carrera, el teléfono del piso empezó a sonar.

A las diez, el legionario regresó al hotel de las cercanías de la Via Condotti y dijo a Rodin que durante treinta minutos había intentado hablar, sin conseguirlo, con el número de Londres que le había dado.

—¿Qué ocurre? —preguntó Casson, que había oído la explicación dada a Rodin, cuando el legionario hubo salido.

Los tres jefes de la OAS se hallaban sentados en el salón de su suite. Rodin se sacó del bolsillo una hoja de papel y la pasó a Casson.

Casson la leyó y la entregó a Montclair. Finalmente, los dos hombres miraron a su jefe, esperando una respuesta. No hubo tal. Rodin permanecía sentado, mirando, con el ceño fruncido, por las ventanas hacia los tejados de Roma.

—¿Cuándo llegó? —preguntó Casson, al fin.

—Esta mañana —contestó Rodin, brevemente.

—Tiene usted que detenerle —protestó Montclair—. Media Francia estará buscándolo.

—Media Francia estará buscando a un extranjero alto y rubio —dijo Rodin, con calma—. En agosto hay más de un millón de extranjeros en Francia. Que sepamos, no conocen su nombre, ni su rostro, ni poseen su pasaporte. Siendo un profesional, lo más probable es que utilice un pasaporte falso. Todavía les falta mucho para poder pescarle. Y hay muchas probabilidades de que Valmy le avise, si le llama. Entonces podrá volver a salir del país.

—Si llama a Valmy, no cabe duda de que éste le ordenará que abandone la operación —dijo Montclair.

Rodin movió la cabeza.

—Valmy no posee autoridad para hacer tal cosa. Sus órdenes son de recibir información de la muchacha y facilitársela a el Chacal cuando éste le telefonee. Esto es lo que hará, y no más.

—Pero el Chacal debe comprender por sí mismo que el asunto está perdido —protestó Montclair—. En cuanto haya hablado con Valmy decidirá salir de Francia.

—En teoría, sí —dijo Rodin, pensativo—. Si lo hace, nos devolverá el dinero. Es mucho lo que nos jugamos todos, incluido él. Pero todo depende de la confianza que tenga en su plan.

—¿Cree usted que tiene alguna posibilidad… habiendo ocurrido eso? —preguntó Casson.

—Francamente, no —repuso Rodin—. Pero este hombre es un profesional. Y también yo, a mi modo. Al profesional no le divierte abandonar una operación que ha planeado personalmente.

—Entonces, por todos los dioses, avísele —protestó Casson.

—No puedo. Lo haría si estuviera en mi mano. Pero no puedo. Ya ha salido. Está en camino. Quiso que las cosas fuesen así, y así van ahora. No depende de nadie. Ni siquiera puedo llamar a Valmy y ordenarle que dé instrucciones a el Chacal de abandonarlo todo. Sería tanto como «quemar» a Valmy. A estas alturas, ya nadie puede detener a el Chacal. Es demasiado tarde.