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Aquella misma mañana, un poco más tarde, el ministro del Interior se hallaba sentado a su mesa, mirando sombríamente por la ventana hacia el patio circular de abajo, iluminado por el sol. A un extremo del patio estaban las hermosas verjas de hierro forjado, decoradas con el escudo de armas de la República Francesa. Al otro lado de las verjas se extendía la place Beauvau, donde los torrentes de tráficos procedentes del Faubourg St. Honoré y de la avenue de Marigny giraban alrededor de las caderas del policía que los dirigía desde el centro de la plaza.

De las otras dos calles que confluían en la plaza, la avenue de Miromesnil y la aue des Saussaies, otras oleadas de tráfico se precipitarían, cuando se lo ordenara el silbato del policía, para cruzar la plaza y desaparecer más allá. El agente parecía jugar con los cinco mortíferos aluviones del tráfico parisiense como un torero juega con el toro, con calma, con aplomo, dignamente, dominador. Monsieur Roger Frey le envidió la ordenada simplicidad de su tarea y la tranquila confianza en sí mismo que ponía en ella.

En las verjas de entrada al Ministerio, otros dos gendarmes contemplaban el virtuosismo de su colega en el centro de la plaza. Llevaban sus metralletas colgadas del hombro y miraban hacia el mundo exterior a través de la parrilla de hierro forjado de la doble verja, protegidos del furor de aquel mundo exterior, seguros de sus salarios, de su carrera, de su lugar bajo el sol de agosto. También a ellos les envidió el ministro, por la sencillez de sus vidas y de sus ambiciones.

Oyó el roce de una página detrás de sí y dio un cuarto de vuelta en su sillón giratorio para situarse de cara a su mesa. El hombre sentado al otro lado de la misma cerró el dossier y lo depositó reverentemente encima de la mesa, frente al ministro. Los dos hombres se miraron en medio del silencio turbado únicamente por el tictac del reloj de bronce dorado de la chimenea y por el domesticado tráfico de la place Beauvau.

—Bueno, ¿qué le parece?

El comisario Jean Ducret, jefe del Cuerpo de Seguridad personal del general De Gaulle, era uno de los más destacados expertos de Francia acerca de todas las cuestiones de seguridad, y particularmente en lo que se refiere a la protección de una persona determinada contra un intento de asesinato. Por eso ocupaba su cargo actual, y por eso seis conjuras para asesinar al presidente de Francia o habían fracasado en su ejecución o habían sido desarticuladas en su fase preparatoria.

—Rolland tiene razón —dijo finalmente.

Su voz era serena, desprovista de emociones. Lo mismo hubiera podido enunciar un pronóstico sobre un partido de fútbol.

—Si lo que dice es verdad, la conjura es excepcionalmente peligrosa. Todo el sistema de archivos de los Cuerpos de Seguridad de Francia, toda la red de agentes infiltrados actualmente dentro de la OAS, quedan reducidos a la impotencia frente a un extranjero, un outsider que trabaja solo, sin contactos ni amigos. Y un profesional, además. Como dice Rolland, se trata… —repasó la última página del informe del jefe de Servicio de Acción, y leyó en voz alta— del «plan más peligroso» que se pueda imaginar.

Roger Frey se pasó los dedos por el pelo gris, que llevaba muy corto, y volvió a hacer girar su sillón de cara a la ventana. No era hombre que se irritara fácilmente, pero aquella mañana del 11 de agosto se sentía encorajinado. A lo largo de los muchos años que llevaba como leal seguidor de la causa de Charles de Gaulle, y no obstante la inteligencia y la cultura que lo habían encumbrado al cargo de ministro, habíase ganado la fama de ser un hombre duro. Los brillantes ojos azules, que podían ser cálidamente atractivos o estremecedoramente glaciales, la virilidad del tórax robusto y del rostro correcto e implacable que le habían merecido miradas de admiración de no pocas de las damas que lo trataban, no habían sido simples puntales para la plataforma electoral de Roger Frey.

En los viejos tiempos, cuando los gaullistas habían tenido que luchar, para sobrevivir, contra la enemistad americana, la indiferencia británica, la ambición giraudista y la ferocidad comunista, Frey había aprendido a ser duro en la lucha. A fin de cuentas, habían vencido, y por dos veces en dieciocho años el hombre a quien seguían había vuelto del ostracismo y de la repudiación para ocupar el poder supremo de Francia. Y durante los dos últimos años se había reanudado la batalla, esta vez contra los mismos hombres que por dos veces habían instaurado de nuevo al general en el poder: el Ejército. Hasta unos pocos minutos antes, el ministro había creído que la lucha estaba terminando, que, una vez más, sus enemigos habían sido reducidos a la impotencia y a la desesperanza.

Ahora sabía que no era así. En Roma, un enjuto y fanático coronel había urdido un plan que podía provocar el derrumbamiento de todo el edificio con la muerte de un solo hombre. Algunos países poseen instituciones lo bastante estables para sobrevivir a la muerte de un presidente o a la abdicación de un rey, como lo había demostrado Inglaterra veintiocho años atrás y como lo demostraría América antes de fin de año. Pero Roger Frey era plenamente consciente del estado de las instituciones francesas en 1963, y sabía que la muerte de su Presidente sería el prólogo del putsch y de la guerra civil.

—Bien —dijo finalmente sin dejar de mirar hacia el soleado patio—, habrá que decírselo.

El policía no contestó. Una de las ventajas de ser un técnico consistía en que uno hacía su trabajo y dejaba las grandes decisiones en manos de quienes cobraban por tomarlas. Desde luego, no pensaba ofrecerse como voluntario para informar al Presidente. El ministro se volvió hacia él.

Bien. Merci Commissaire. Solicitaré una entrevista para esta tarde e informaré al Presidente. —Su voz sonó tensa y decidida. Faltaba todavía un detalle—. No necesito rogarle que guarde un silencio absoluto sobre esto hasta que yo haya expuesto la situación al Presidente y éste haya decidido cómo desea que se lleve el asunto.

El comisario Ducret se puso en pie y salió para cruzar la plaza y bajar un centenar de metros por la carretera hasta las verjas de entrada del Palacio del Elíseo. Una vez solo, el ministro del Interior volvió a leer, muy despacio, el dossier. No le cabía duda de que el enfoque de Rolland era acertado, y el parecer de Ducret lo había confirmado en su opinión. El peligro existía, era grave, no era posible evitarlo, y el Presidente debía ser informado.

Muy a su pesar pulsó el intercom, que zumbó en respuesta a su llamada. A través de la rejilla, ordenó:

—Póngame con el secretario general del Elíseo.

Un minuto después, sonó el teléfono rojo, situado al lado del intercom. Levantó el receptor y escuchó durante unos segundos:

Monsieur Foccart, sil vous plaît.

Una nueva pausa, y, después, la engañosa y suave voz de uno de los hombres más poderosos de Francia llegó a sus oídos. Roger Frey explicó brevemente lo que deseaba y por qué.

—Cuanto antes mejor, Jacques… Sí, ya sé que debe consultar el horario. Esperaré. Por favor, llámeme en cuanto pueda.

La llamada llegó al cabo de una hora. La cita fue fijada para las cuatro de la tarde, en cuanto el Presidente hubiera terminado su siesta. Por un momento, el ministro estuvo a punto de replicar que lo que tenía encima de la carpeta de su mesa era más importante que todas las siestas del mundo, pero se contuvo a tiempo. Como todos los que rodeaban al Presidente, sabía que no era aconsejable irritar al funcionario de la voz suave a quien el Presidente escuchaba siempre, y que poseía un archivo personal de información íntima más temido que conocido.

Aquella tarde, a las cuatro menos veinte, el Chacal salía del Cunningham, en Curzon Street, después de uno de los almuerzos más exquisitos y caros que los especialistas londinenses en gastronomía pueden preparar. Al fin y al cabo, meditaba para sí mientras entraba en la South Audley Street, probablemente sería su último almuerzo en Londres por una temporada y tenía sus razones para celebrarlo.

A la misma hora, un DS 19 negro salía por las verjas del Ministerio del Interior de Francia a la Place Beauvau. El policía del centro de la plaza, advertido previamente por un grito de sus colegas apostados en las puertas, detuvo el tráfico de las calles adyacentes, y se cuadró para saludar.

Un centenar de metros más abajo, el Citröen dobló hacia el porche de piedra gris frente al Palacio del Elíseo. También allí los gendarmes de servicio, previamente advertidos, habían detenido el tráfico para que el enorme automóvil pudiera girar y penetrar por el arco de entrada, sorprendentemente angosto. Los dos guardias republicanos de centinela, en sus garitas a ambos lados del porche, pegaron con fuerza sus manos enguantadas de blanco a sus fusiles, en posición de saludo, mientras el ministro entraba en el antepatio del palacio.

Una cadena cruzada en el arco interior del portal detuvo el coche, mientras el inspector de servicio, uno de los hombres de Ducret, echaba una rápida ojeada al interior del vehículo. Saludó con la cabeza al ministro, quien correspondió a su saludo. A un gesto del inspector, fue soltada la cadena, sobre la cual pasó el Citröen. A unos treinta metros de grava rojiza se alzaba la fachada del palacio. Robert, el chófer, giró a la derecha y condujo el vehículo alrededor del patio en dirección contraria a las agujas del reloj, para dejar a su amo al pie de los seis peldaños de granito que conducían a la entrada.

La puerta fue abierta por uno de los dos ujieres, de uniforme negro con collares plateados. El ministro descendió del automóvil y subió con paso ligero la escalinata para ser recibido en la puerta por el ujier mayor. Ambos se saludaron ceremoniosamente, y el ministro siguió al ujier hacia el interior del edificio. Tuvieron que esperar un momento en el vestíbulo, bajo la enorme araña suspendida de la bóveda del techo por una larga cadena dorada, mientras el ujier telefoneaba brevemente desde la mesa de mármol situada a la izquierda de la puerta. Después de colgar el auricular se volvió hacia el ministro, sonrió brevemente, y con su habitual paso majestuoso y reposado empezó a subir por las alfombradas escaleras de granito situadas a la izquierda.

En la primera planta, cruzaron el ancho y corto rellano que daba sobre el vestíbulo inferior, y se detuvieron cuando el ujier llamó suavemente a la puerta situada a la izquierda del rellano. Del interior salió una respuesta apagada: «Entrez»; el ujier abrió silenciosamente la puerta y se hizo a un lado para dejar paso al ministro al interior del Salon des Ordonnances. La puerta se cerró detrás del ministro tan silenciosamente como se había abierto, y el ujier, con paso digno y mesurado, volvió a bajar al vestíbulo.

Por los grandes ventanales del otro extremo del salón, que daban al Sur, el sol entraba a raudales, bañando en calor la alfombra que cubría el suelo. Uno de los ventanales, que llegaban desde el suelo hasta el techo, estaba abierto, y de los jardines del palacio llegaba el zureo de un pichón entre los árboles. El tráfico de los Champs Elysées, a quinientos metros de distancia y completamente oculto a la vista detrás de los corpulentos tilos y hayas en plena foliación veraniega, era simplemente otro murmullo, menos audible todavía que el zureo del pichón. Como siempre que se encontraba en las salas del Palacio del Elíseo que daban al Sur, Frey, hombre de ciudad, tenía la sensación de hallarse en algún château enterrado en el corazón del campo. El ruido del tráfico del Faubourg St. Honoré, al lado del edificio, era tan sólo un recuerdo. Como el ministro no ignoraba, el Presidente adoraba el campo.

El ADC del día era el coronel Tesseire, quien se levantó de detrás de su mesa.

Monsieur le Ministre

—Coronel… —Frey señaló con un movimiento de cabeza hacia la doble puerta situada en el lado izquierdo del salón—. ¿Me esperan?

—Desde luego, señor ministro.

Tesseire cruzó la sala, llamó brevemente en las puertas, abrió una de las dos hojas y anunció:

—El ministro del Interior, señor Presidente.

Del interior llegó, apagada, una palabra de asentimiento. Tesseire se hizo a un lado, sonrió al ministro, y Roger Frey entró en el despacho particular de Charles de Gaulle.

El ministro siempre había pensado que en aquel recinto no había nada que no proporcionara un indicio acerca de la personalidad del hombre que había encargado su decoración y su mobiliario. A la derecha había las tres altas y elegantes ventanas que, como las del Salon des Ordonnances, daban acceso al jardín. También en el estudio una de ellas estaba abierta, y el murmullo del pichón, silenciado un instante en el momento de cruzar la puerta entre las dos estancias, volvía a oírse, procedente de los jardines.

Debajo de aquellos tilos y hayas se hallaban al acecho varios agentes, con armas automáticas, capaces de hacer blanco en un as de espadas a veinte pasos de distancia. Pero si alguno de ellos se dejaba ver desde las ventanas de la primera planta, podía darse por perdido. En todo el palacio, la ira del hombre a quien protegerían fanáticamente si se hacía necesario había llegado a ser legendaria, en el supuesto de que se enterara de las medidas adoptadas para su propia protección, o si tales medidas se interferían en su intimidad. Aquélla era una de las más pesadas cruces que a Ducret le tocaba sobrellevar, y nadie le envidiaba la tarea de proteger a un hombre para quien todas las formas de protección personal constituían una indignidad que odiaba firmemente.

A la izquierda, arrimada a la pared que contenía la biblioteca, había una mesa Luis XV y encima de ella un reloj Luis XVI. El suelo aparecía cubierto por una alfombra Savonnerie confeccionada en la fábrica real de alfombras de Chaillot en 1615. La fábrica, según el Presidente había explicado una vez al ministro, había sido una fábrica de jabón antes de ser convertida en manufactura de alfombras, y de ahí el nombre que se había aplicado siempre a las alfombras salidas de sus telares.

Nada había en la estancia que no fuese sencillo, nada que no fuese digno, nada que no fuese del mejor gusto, y, sobre todo, nada que no constituyera un ejemplo visible de la grandeur de Francia. Y en ello, a los ojos de Roger Frey, se incluía el hombre de detrás de la mesa, que en aquel momento se levantaba de su asiento para saludarle con su elaborada cortesía.

El ministro recordaba que Harold King, decano de los periodistas británicos en París y el único anglosajón contemporáneo que era amigo personal de Charles de Gaulle, le había hecho observar un día que en su comportamiento personal el Presidente no era un personaje propio del siglo XX sino del XVIII. Desde entonces, cada vez que había visto a su jefe, Roger Frey había intentado en vano imaginarse una figura alta vestida de seda y brocados y ejecutando los mismos ademanes corteses de De Gaulle. Podía ver la relación, pero la imagen no cuajaba. Porque no podía olvidar las raras ocasiones en que el ponderado anciano, realmente sublevado por algo que lo había disgustado, había utilizado un lenguaje cuartelario de tan extremada crudeza que había dejado asombrados y sin habla a los restantes miembros del Gabinete.

Como el ministro no ignoraba, uno de los temas susceptibles de provocar tal reacción era la cuestión de las medidas que el ministro del Interior, responsable de la seguridad de las instituciones de Francia, de las cuales la principal era el propio Presidente, se consideraba obligado a adoptar. Nunca habían estado de acuerdo sobre tal extremo, y gran parte de lo que Frey decidía sobre aquel punto debía ser ejecutado clandestinamente. Cuando pensaba en el documento que llevaba en la cartera y en la petición que se vería obligado a formular, casi temblaba.

Mon cher Frey.

La alta figura vestida de gris había dado la vuelta al gran escritorio detrás del cual solía permanecer sentado, y le tendía una mano.

Monsieur le Président, mes respects.

El ministro estrechó la mano que se le ofrecía. Por lo menos El Viejo parecía de buen humor. Fue invitado a sentarse en uno de los dos sillones de recto respaldo, cubiertos con una tapicería Beauvais del Primer Imperio y situados enfrente del escritorio. Charles de Gaulle, cumplidos sus deberes de anfitrión, volvió a sentarse al otro lado de la mesa, de espaldas a la pared. Se inclinó hacia atrás, y apoyó las puntas de los dedos de ambas manos sobre la superficie de madera pulida de la mesa.

—Según me han dicho, mi querido Frey, deseaba usted verme para un asunto urgente. Bien, ¿qué tiene usted que decirme?

Roger Frey tomó aliento y empezó. Explicó breve y sucintamente lo que le había traído, sabiendo que De Gaulle no era partidario de la oratoria de alto vuelo excepto de la suya propia, y tan sólo en los actos públicos. En privado, prefería la brevedad, como algunos de sus más charlatanes subordinados había descubierto con profunda turbación.

Mientras el ministro hablaba, el hombre situado al otro lado de la mesa se puso perceptiblemente rígido. Erguido cada vez más en su asiento, parecía crecer por momentos, y desde lo alto de su prominente nariz miraba al ministro como si una sustancia desagradable hubiese sido introducida en su despacho por un —hasta entonces— fiel servidor. Roger Frey, sin embargo, sabía que a cinco metros de distancia su rostro no podía ser más que una mancha borrosa para el Presidente, cuya miopía ocultaba en todas las ocasiones públicas no llevando gafas, salvo para leer discursos.

El ministro del Interior dio fin a su monólogo, que apenas había durado más de un minuto, mencionando los comentarios de Rolland y Ducret, y terminó diciendo:

—Traigo en la cartera el informe de Rolland.

Sin decir palabra, la mano presidencial se alargó a través de la mesa. Frey extrajo el informe de su cartera y lo entregó al Presidente.

Del bolsillo superior de su chaqueta Charles de Gaulle sacó sus gafas, se las puso, abrió la carpeta encima de la mesa y empezó a leer. El pichón había interrumpido su murmullo, como comprendiendo que no era el momento adecuado. Roger Frey se dedicó a mirar los árboles y después la lámpara de cobre, situada al lado de la carpeta. Era un hermoso flambeau de la Restauración, de plata dorada, provisto de luz eléctrica, y que durante los cinco años de la presidencia había iluminado los documentos de Estado que pasaban durante la noche por encima de la carpeta, al lado de la cual estaba situado.

El general De Gaulle era un lector rápido. Dio cuenta del informe de Rolland en tres minutos, cerró cuidadosamente la tapa de la carpeta, cruzó sus manos sobre la misma, y preguntó:

—Bien, mi querido Frey, ¿qué desea usted de mí?

Por segunda vez Roger Frey tomó aliento y se lanzó a una sucinta enumeración de las medidas que se proponía adoptar. Por dos veces utilizó la frase «a mi juicio, señor Presidente, será necesario, si queremos evitar esta amenaza…». En el trigésimo tercer segundo de su discurso utilizó la frase: «El interés de Francia…».

No llegó más allá. El Presidente le interrumpió; la sonora voz repitió la palabra «Francia» como la de una deidad suprema, de un modo que ninguna otra voz francesa hasta entonces había sabido hacerlo.

—El interés de Francia, mi querido Frey, exige que su presidente no ofrezca el espectáculo de amilanarse ante la amenaza de un miserable asesino a sueldo y… —hizo una pausa, mientras el desprecio por su desconocido agresor se cernía pesadamente en el recinto— de un extranjero.

Roger Frey comprendió que había perdido la partida. El general no perdió los estribos, como el ministro del Interior había temido que hiciera. Empezó a hablar con claridad y precisión, como quien quiere que sus deseos queden bien especificados. Mientras hablaba, algunas de sus frases volaron por la ventana abierta y fueron oídas por el coronel Tesseire.

La France ne saurait accepter… la dignité et la grandeur asujetties aux misérables menaces d’un… d’un CHACAL

Dos minutos más tarde, Roger Frey salió del despacho del Presidente. Saludó con la cabeza al coronel Tesseire, franqueó la puerta del Salon des Ordonnances y bajó al vestíbulo.

«He aquí —pensó el ujier mayor, mientras escoltaba al ministro por la escalinata hasta su Citröen y lo veía alejarse— un hombre que tiene un problema, si alguno hubo en el mundo. Me pregunto qué le habrá dicho El Viejo». Pero, siendo como era el ujier mayor, su rostro conservó la calma impasible de la fachada del palacio donde había servido durante veinte años.

—No, así es imposible. El Presidente estuvo tajante acerca de este punto.

Roger Frey se volvió desde la ventana de su despacho y miró al hombre a quien se había dirigido. A los pocos minutos de haber regresado del Elíseo había hecho llamar a su jefe de gabinete, o jefe del personal. Alexandre Sanguinetti era corso. Como el hombre en quien el ministro del Interior había delegado a lo largo de los dos últimos años gran parte de la tarea de gobernar las fuerzas de seguridad del Estado francés, Sanguinetti había conseguido una reputación que variaba ampliamente según la filiación política de quienes lo juzgaban o el concepto que tenían de los derechos civiles.

Por la extrema izquierda era odiado y temido porque no vacilaba en movilizar las secciones antidisturbios de las CRS y por las tácticas brutales que aquellos cuarenta y cinco mil matones utilizaban cuando se enfrentaban con una manifestación callejera, de izquierdas o de derechas.

Los comunistas lo llamaban fascista, tal vez porque algunos de los métodos que empleaba para mantener el orden público recordaban los medios usados en los paraísos obreros del otro lado del Telón de Acero. La extrema derecha, llamada también fascista por los comunistas, lo odiaba igualmente, basándose en los mismos argumentos de la supresión de la democracia y de los derechos civiles, pero más probablemente porque la implacable eficiencia de sus medidas de orden público habían evitado en gran parte el derrumbamiento total del orden que hubiese ayudado a precipitar un golpe del ala derecha ostensiblemente encaminado a restaurar aquel mismo orden.

Y muchas personas corrientes lo detestaban porque los decretos draconianos que surgían de su despacho los afectaban a todos: barreras en las calles, examen de documentaciones en los cruces principales, puestos de control en las autopistas, y las fotografías, ampliamente divulgadas, de jóvenes manifestantes derribados por las porras de los CRS. La Prensa ya le había aplicado el apodo de «Monsieur Anti-OAS», y, salvo la relativamente escasa prensa gaullista, lo atacaba a fondo. Si el hecho de ser el hombre más criticado de Francia le afectaba de algún modo, lo disimulaba perfectamente. La deidad de su religión particular tenía su santuario en un despacho del Palacio del Elíseo, y dentro de aquella religión Alexandre Sanguinetti era el jefe de la curia. Miró con ávidos ojos la carpeta situada frente a él, encima de la cual estaba el sobre que contenía el informe de Rolland.

—Es imposible. Imposible. Este hombre sí que es imposible. Tenemos que proteger su vida, pero él no nos deja. Yo podría encontrar a ese hombre, a el Chacal. Pero dice usted que no se nos permite adoptar contramedidas. ¿Qué hacer, entonces? ¿Esperar a que aseste el golpe? ¿Quedarnos sentados y esperar?

El ministro exhaló un suspiro. No había esperado menos de su jefe de gabinete, pero ello no le facilitaba las cosas. Volvió a sentarse detrás de su mesa.

—Oiga, Alexandre. En primer lugar, aún no estamos absolutamente seguros de que el informe de Rolland sea cierto. No es más que su análisis personal de las divagaciones de ese… Kowalski, que ha muerto. Tal vez Rolland se equivoque. Se están efectuando investigaciones en Viena. Me he puesto en contacto con Guibaud, quien espera tener la respuesta esta noche. Pero debemos reconocer que, en esta fase, lanzar una cacería de alcance nacional en busca de un extranjero de quien sólo conocemos el nombre cifrado no es una proposición realista. Hasta aquí, debo mostrarme de acuerdo con el Presidente.

»Además, éstas son sus instrucciones… No, sus órdenes, absolutamente formales. Las repetiré para que no quede confusión alguna en nuestras mentes. No debe haber publicidad, ni una búsqueda de ámbito nacional, ni la menor indicación, fuera de un reducido círculo de nosotros, de que algo marcha mal. El Presidente piensa que si la Prensa llegara a enterarse del secreto lo celebraría como una gran fiesta, los países extranjeros se reirían a mandíbula batiente, y cualquier precaución extraordinaria que tomáramos sería interpretada, tanto aquí como en el exterior, como el espectáculo del presidente de Francia ocultándose de un hombre solo, y, para colmo, extranjero.

»Repito que el Presidente no tolerará tal cosa. De hecho… —continuó el ministro, agitando el dedo índice para dar más énfasis a sus palabras— me ha dado a entender claramente que si algún detalle o la impresión general del asunto llegan a hacerse públicos, caerá más de una cabeza. Créame, cher ami, en mi vida le había visto tan inflexiblemente decidido.

—Pero el programa público tendrá, forzosamente, que modificarse —protestó el funcionario corso—. Hay que suspender toda aparición del Presidente en público hasta que ese hombre haya sido capturado. Sin duda el Presidente…

—El Presidente no cancelará nada. No habrá cambios, ni de una hora ni de un minuto. Hay que llevar el asunto de manera totalmente secreta.

Por primera vez desde la desarticulación de la criminal conjura de la École Militaire, en el mes de febrero, con la detención de los conjurados, Alexandre Sanguinetti tuvo la sensación de que tenía que volver a partir de cero. En los últimos dos meses, mientras luchaba contra la oleada de asaltos a Bancos y joyerías, había abrigado la esperanza de que lo peor había ya pasado. A sus ojos, el tinglado de la OAS se estaba desmoronando bajo los ataques conjuntos del Servicio de Acción desde el interior y de las hordas de policías y CRS desde el exterior; y había interpretado la oleada de crímenes como los últimos estertores del Ejército Secreto, durante los cuales el último puñado de bribones se dedicaba al pillaje con la esperanza de conseguir dinero suficiente para pasar bien en el destierro el resto de sus vidas.

Pero la última página del informe de Rolland exponía claramente que las docenas de agentes dobles que el coronel había logrado infiltrar incluso en los niveles superiores de la OAS habían quedado desbordadas por el anonimato del pistolero, desconocido para todo el mundo menos para los tres hombres que estaban a salvo en un hotel de Roma; y Sanguinetti comprendía por sí mismo que los enormes archivos de expedientes acerca de todas las personas que alguna vez tuvieron el menor contacto con la OAS, y en los cuales el Ministerio del Interior solía confiar para su información, habían sido convertidos en un montón de papeles inútiles por un solo hecho: que el Chacal era extranjero.

—Si no se nos permite actuar, ¿qué podemos hacer?

—Yo no he dicho que no se nos permita actuar —le corrigió Frey—. He dicho que no se nos permite actuar públicamente. Todo debe realizarse en secreto. Esto nos deja una sola alternativa. La identidad del pistolero debemos conocerla mediante una investigación secreta; debemos localizarlo, dondequiera que esté, en Francia o en el extranjero, y eliminarlo sin vacilar.

—… y eliminarlo sin vacilar. Éste es, señores, el único camino que nos queda.

El ministro del Interior pasó revista con la mirada a las personas reunidas en torno de la mesa de la sala de reuniones del Ministerio, para dar tiempo a que sus palabras penetraran, con fuerte impacto, en todas las mentes. Había, en total, catorce hombres en la sala, incluido él mismo.

El ministro estaba de pie en un extremo de la mesa. Inmediatamente a su derecha se hallaba sentado su jefe de gabinete y a su izquierda el prefecto de Policía, jefe político de las fuerzas de Policía de Francia.

A lo largo del lado derecho de la mesa, a partir de Sanguinetti, se sentaban el general Guibaud, jefe del SDECE, y el coronel Rolland, jefe del Servicio de Acción y autor del informe, una de cuyas copias se encontraba delante de cada uno de los presentes. Después de Rolland se encontraban el comisario Ducret, del Cuerpo de Seguridad presidencial, y Saint-Clair de Villauban, coronel de las Fuerzas Aéreas y del personal del Elíseo, gaullista fanático, pero conocido también en el círculo íntimo que rodeaba al Presidente por ser igualmente fanático en sus propias ambiciones.

A la izquierda de Maurice Papon, el prefecto de Policía, estaban Maurice Grimaud, director general de la Sûreté Nationale de Francia, y en una hilera los cinco jefes de los departamentos que constituían la Sûreté.

Aunque los novelistas se complacen en presentarla como una fuerza implacable en la persecución de los criminales, la Sûreté Nationale propiamente dicha es simplemente la reducida oficina, con escaso personal, que controla las cinco ramas anticrimen que en realidad llevan a cabo todo el trabajo. La tarea de la Sûreté es administrativa, como la de la Interpol, igualmente deformada por los escritores. Entre el personal de la Sûreté no hay un solo detective.

El hombre que tenía a sus órdenes personales las fuerzas nacionales de detectives de Francia se hallaba sentado al lado de Maurice Grimaud. Era Max Fernet, director de la Policía Judicial. Aparte de sus enormes cuarteles generales en el Quai des Orfevres, mucho más espaciosos que la sede de la Sûreté en el número 11 de la Rue des Saussaies, al doblar la esquina del Ministerio del Interior, la Policía Judicial controla diecisiete centrales de Servicios Regionales, uno para cada uno de los diecisiete distritos policiales de la Francia metropolitana. Por debajo de éstos están las fuerzas policiales de barrio, 453 en total, que comprenden setenta y cuatro Comisarías Centrales, 253 Comisarías de Distrito y 126 Puestos de Policía locales. El conjunto de la red abarca un total de dos mil ciudades y pueblos de Francia. Ésta es la fuerza organizada contra el crimen. En las zonas rurales, a lo largo de las carreteras, la tarea más general de mantener la ley y el orden es desempeñada por la Gendarmería Nacional y la Policía de tráfico, los Gendarmes Móviles. En muchas zonas, por razones de eficiencia, los gendarmes y los agentes de Policía comparten las mismas instalaciones y locales. En 1963, el número de hombres a las órdenes de Max Fernet en la Policía Judicial rebasaba en muy poco los veinte mil.

A la izquierda de Fernet se sentaban los jefes de las cuatro secciones restantes de la Sûreté: el Bureau de Sûreté Publique, Renseignement Generaux, la Direction de la Surveillance du Territoire, y el Corps Républicain de Sécurité.

El primero de éstos, el BSP, se ocupaba principalmente de la protección de edificios, comunicaciones, carreteras y cualquier otra pertenencia del Estado contra sabotajes o daños. El segundo, RG, u oficina central de registros, era la memoria de las otras cuatro secciones; en los archivos de su sede del Panthéon había cuatro millones y medio de dossiers personales sobre individuos que habían llegado a conocimiento de las fuerzas de la Policía de Francia desde que estas fuerzas habían sido creadas. Se hallaban archivados, a lo largo de casi nueve kilómetros de estantes, por orden alfabético de los apellidos de las personas a que se referían, o por el tipo de crimen por el cual la persona había sido condenada o del cual había sido simplemente acusada por sospechas. También se conservaban los nombres de los testigos que habían comparecido en juicio, y los de quienes habían sido declarados inocentes. Aunque en aquellas fechas el sistema todavía no funcionaba por medio de computadoras, los archiveros se jactaban de poder desenterrar en pocos minutos los detalles de una violación cometida en un pueblecito diez años atrás, o los nombres de los testigos que habían tomado parte en un oscuro juicio que ni siquiera había merecido los honores de la publicidad.

A estos dossiers se añadían las huellas dactilares de todas las personas cuyas huellas habían sido tomadas en Francia, entre ellas muchísimas que no habían sido identificadas. Había también diez millones y medio de tarjetas, entre ellas las tarjetas de desembarco de todos los turistas en todos los puestos fronterizos, y las fichas hoteleras rellenadas por todos los que se habían instalado en hoteles franceses fuera de París. Sólo por razones de espacio había que eliminar de vez en cuando cierto número de dichas tarjetas con el fin de dejar lugar para las nuevas que ingresaban cada año.

Las únicas fichas regularmente cumplimentadas dentro del país que no iban a RG eran las que eran rellenadas en los hoteles de París. Éstas pasaban a la Prefectura de Policía del boulevard del Palais.

La DST, cuyo jefe se sentaba tres lugares más allá de Fernet, era y es la fuerza de contraespionaje de Francia, responsable también de mantener una vigilancia constante en los aeropuertos, muelles y fronteras de Francia. Antes de pasar a los archivos, las tarjetas de desembarco de los que entraban en Francia eran examinadas por el funcionario de la DST en el punto de entrada, con el fin de mantener bajo vigilancia y control a los indeseables.

El último hombre de la hilera era el jefe de la CRS, la fuerza de cuarenta y cinco mil hombres de la cual Alexandre Sanguinetti había hecho ya un uso tan divulgado y tan cordialmente impopular durante los dos años precedentes.

Por razones de espacio, el jefe de las CRS se hallaba sentado al otro extremo de la mesa, de cara al ministro y separado de éste por toda la longitud de la mesa. Quedaba otro asiento, entre el jefe de las CRS y el coronel Saint-Clair, en el ángulo de la derecha. Lo ocupaba un hombre corpulento, el humo de la pipa del cual molestaba evidentemente al exquisito coronel sentado a su izquierda. El ministro había insistido sobre Max Fernet para que lo invitara a la reunión. Era el comisario Maurice Bouvier, jefe de la Brigada Criminal de la PJ.

—Así que ésta es la situación, señores —prosiguió el ministro—. Todos han leído el informe del coronel Rolland que está ante ustedes. Y todos han oído de mis labios las considerables limitaciones que el Presidente, en interés de la dignidad de Francia, se considera obligado a imponer a nuestros esfuerzos por suprimir esta amenaza contra su persona. Insistiré una vez más en que la investigación y cualquier acción subsiguiente a la misma deben llevarse de manera totalmente secreta. No es necesario decir que deben ustedes guardar un silencio absoluto y no discutir el asunto con nadie que no esté presente en la sala, a menos que otra persona haya sido hecha partícipe del secreto.

»Les he convocado porque creo que, sea lo que fuere lo que hagamos, tarde o temprano tendremos que apelar a los recursos de todos los departamentos aquí representados, y ustedes, los jefes de departamento, no deben albergar la menor duda en cuanto a la máxima prioridad que este asunto exige. En toda ocasión requerirá su atención inmediata y personal. No habrá delegación a subordinados, excepto para las tareas que no pongan en descubierto la razón existente detrás del encargo confiado.

Hizo una nueva pausa. A lo largo de ambos lados de la mesa varias cabezas se inclinaron en actitud de asentimiento. Otros ojos permanecían fijos en el orador, o en el dossier colocado ante ellos. En el otro extremo, el comisario Bouvier miraba al techo, despidiendo breves bocanadas de humo por una comisura de la boca, como un piel roja enviando señales. El coronel de las Fuerzas Aéreas sentado a su lado hacía una mueca a cada aspiración.

—Y ahora —continuó el ministro— creo que ha llegado el momento de preguntarles qué piensan ustedes de ello. Coronel Rolland, ¿ha obtenido éxito su investigación en Viena?

El jefe del Servicio de Acción levantó los ojos de su propio informe y lanzó una mirada de reojo al general jefe del SDECE, de quien no recibió ni aliento ni ninguna manifestación en contra.

El general Guibaud, recordando que se había pasado la mitad del día desahogando cerca del jefe de la Sección R.3 su irritación por la decisión que aquella misma mañana había tomado Rolland de utilizar su oficina en Viena para sus propias investigaciones, miraba fijamente ante sí.

—Sí —dijo el coronel—. Esta mañana y esta tarde nuestros agentes en Viena han realizado algunas investigaciones en la Pensión Kleist, un pequeño hotel particular de la Brucknerallee. Llevaban consigo unas fotografías de Marc Rodin, René Montclair y André Casson. No hubo tiempo para enviarles fotografías de Viktor Kowalski, que no figuraban en el archivo de Viena.

»El recepcionista del hotel ha declarado que reconocía por lo menos a dos de los hombres. Pero no lograba localizarlos. Un poco de dinero ha refrescado su memoria, y se le ha pedido que repasara el registro del hotel de los días comprendidos entre el 12 y el 18 de junio, fecha, esta última, en que los tres jefes de la OAS se instalaron juntos en Roma.

»Por fin declaró haber recordado el rostro de Rodin como un hombre que, el 15 de junio, tomó una habitación a nombre de Schulz. Dice el recepcionista que celebró una especie de reunión de negocios por la tarde, pasó la noche en su habitación y se marchó al día siguiente.

»Recuerda que Schulz tenía un compañero, un hombre muy corpulento, de aspecto sombrío, y que precisamente por eso se acordaba de Schulz. Éste recibió por la mañana la visita de dos hombres, y los tres celebraron una reunión. Los dos visitantes pudieron ser Casson y Montclair. El empleado no está seguro, pero le parece haber visto anteriormente por lo menos una de las dos caras.

»Añade el empleado que los hombres pasaron todo el día en la habitación, aparte de una ocasión, a última hora de la mañana, en que Schulz y el gigante, que así llama a Kowalski, salieron, tardando media hora en volver. Ninguno de ellos pidió el almuerzo, ni bajaron a comer.

—¿Recibieron la visita de un quinto hombre? —preguntó Sanguinetti, impaciente.

Rolland continuó con su informe, sin levantar la voz.

—Durante la tarde se les unió otro hombre por espacio de media hora. El empleado dice que lo recuerda porque el visitante entró en el hotel tan rápidamente, en dirección a la escalera, que sólo pudo verle de espaldas. Pensó que sería uno de los huéspedes que se habría llevado la llave. Pero vio, eso sí, que alguien subía por la escalera. A los pocos segundos, el hombre volvía a estar en el vestíbulo. El empleado está seguro de que era el mismo porque reconoció su traje.

»El hombre utilizó el teléfono de la recepción y quiso hablar con la habitación de Schulz, la número 64. Pronunció dos frases en francés, colgó y volvió a subir por la escalera. Pasó allí media hora y luego se marchó sin añadir una sola palabra. Cosa de una hora más tarde, los dos que habían visitado a Schulz se marcharon también, por separado. Schulz y el gigante se quedaron aquella noche y se fueron al día siguiente, después de desayunar.

»La única descripción que el recepcionista puede facilitar del visitante de la tarde es ésta: alto, edad incierta, rasgos aparentemente regulares, pero llevaba gafas oscuras de montura gruesa, hablaba correctamente el francés, era rubio y llevaba el pelo bastante largo y peinado hacia atrás.

—¿Hay alguna posibilidad de que este hombre ayude a hacer un retrato robot del rubio? —preguntó el prefecto de Policía, Papon.

Rolland denegó con la cabeza.

—Mis… nuestros agentes se han presentado como miembros de la Policía secreta vienesa. Afortunadamente, uno de ellos puede pasar por vienés. Pero sería imposible mantener el engaño indefinidamente. El hombre ha tenido que ser interrogado en el mostrador de recepción del hotel.

—Tenemos que conseguir una descripción mejor —protestó el jefe de la Oficina de Información—. ¿No se ha mencionado ningún nombre?

—No —repuso Rolland—. Lo que acaban de oír ustedes es el resultado de tres horas dedicadas a interrogar al empleado. Se ha insistido una y otra vez en cada uno de los puntos. El hombre no recuerda nada más. A falta de un retrato robot, esa es la mejor descripción que puede facilitar.

—¿No podrían ustedes raptarlo, como a Argoud, para que nos hiciera un retrato del pistolero aquí, en París? —sugirió el coronel Saint-Clair.

El ministro intervino:

—Ni hablar de nuevos raptos. Todavía estamos en plena batalla con el Ministerio de Asuntos Exteriores alemán por lo de Argoud. Estas cosas se hacen una vez, pero no pueden repetirse.

—Sin duda, en un asunto de esta gravedad la desaparición de un recepcionista de hotel podría llevarse a cabo más discretamente que el asunto de Argoud, ¿no? —sugirió el jefe de la DST.

—En todo caso, es dudoso —dijo Max Fernet, con calma— que un retrato robot de un hombre que lleva gafas de sol de montura gruesa pudiera resultar útil. Muy pocos procedimientos similares realizados sobre la base de un incidente insignificante que duró veinte segundos dos meses atrás tienen algún parecido con el criminal cuando éste es capturado. La mayoría de tales retratos podrían corresponder a medio millón de personas, y algunos de ellos sólo contribuirían a desorientarnos.

—Así que, aparte de Kowalski, que ha muerto, y que dijo todo cuanto sabía, que no era mucho, sólo hay cuatro hombres en el mundo que conocen la identidad de ese Chacal —dijo el comisario Ducret—. Uno de ellos es el propio interesado, y los otros están en un hotel de Roma ¿Y si intentáramos atraer a uno de éstos aquí?

De nuevo el ministro movió negativamente la cabeza.

—Mis instrucciones acerca de este punto son tajantes. Los raptos quedan descartados. El Gobierno italiano se pondría furioso si ocurriera algo de este estilo a pocos metros de la Via Condotti. Además, hay algunas dudas acerca de la posibilidad de realizarlo. General…

El general Guibaud levantó los ojos y miró a los presentes.

—La extensión y calidad de la pantalla protectora que Rodin y sus dos colegas han levantado a su alrededor, según los informes de mis agentes que los tienen bajo constante vigilancia, descarta esta posibilidad también desde el punto de vista práctico —dijo—. Les rodean ocho pistoleros de primera clase, exlegionarios; o siete, si Kowalski no ha sido sustituido. Todas las escaleras, ascensores, escalerillas de escape y tejados están vigilados. Habría que montar una operación en gran escala, probablemente con granadas de gases y metralletas para capturar a uno solo con vida. Aun en esta suposición, las posibilidades de sacar al hombre del país y de llevarlo a Francia, a quinientos kilómetros al Norte, con los italianos a la zaga, son ciertamente muy escasas. Contamos con hombres que figuran entre los primeros expertos del mundo en esta clase de operaciones, y dicen que ello sería imposible, salvo mediante una operación militar tipo comando.

En la sala se hizo de nuevo el silencio.

—Bien, señores —dijo el ministro—. ¿Alguna otra sugerencia?

El Chacal debe ser hallado. Por lo menos esto está claro —contestó el coronel Saint-Clair.

Varios de los presentes se miraron unos a otros, y uno o dos enarcaron las cejas.

—Por lo menos esto está claro, ciertamente —murmuró el ministro desde el extremo de la mesa—. Lo que estamos intentando hallar es el modo de hacerlo dentro de los límites que nos han sido impuestos, y partiendo de esta base tal vez podamos decidir cuál de los departamentos aquí representados es el más adecuado para llevar a cabo esta tarea.

—La protección del presidente de la República —declamó Saint-Clair— debe depender en última instancia, cuando otros han fracasado, en el Cuerpo de Seguridad presidencial y en el Estado Mayor personal del Presidente. Nosotros, puedo asegurárselo, señor ministro, cumpliremos con nuestro deber.

Algunos de los veteranos profesionales presentes cerraron los ojos sin disimular su hastío. El comisario Ducret lanzó al coronel una mirada que, si las miradas pudieran matar, hubiese dejado a Saint-Clair en el sitio.

—Pero, ¿no se ha enterado de que El Viejo no le oye? —gruñó Guibaud, sotto voce, a Rolland.

Roger Frey levantó los ojos hacia el cortesano del Palacio del Elíseo y demostró por qué era ministro.

—El coronel Saint-Clair tiene toda la razón, desde luego —dijo, casi melosamente—. Todos cumpliremos con nuestro deber. Y estoy seguro de que el coronel es perfectamente consciente de que si un departamento determinado asume la responsabilidad de desbaratar esta conjura, y fracasa o emplea métodos susceptibles de provocar inadvertidamente una publicidad contraria a los deseos del Presidente, una censura cierta recaerá sobre la cabeza del que haya fracasado.

La amenaza quedó suspendida encima de la larga mesa, más tangible que el humo azulado de la pipa de Bouvier. La cara delgada y pálida de Saint-Clair se contrajo perceptiblemente y la preocupación asomó a sus ojos.

—Todos los presentes conocemos las limitadas oportunidades que tiene el Cuerpo de Seguridad presidencial —dijo, llanamente, el comisario Ducret—. Pasamos todo nuestro tiempo en la vecindad inmediata de la persona del Presidente. Es evidente que esta investigación es de un alcance superior al que podría abarcar mi personal sin desatender sus deberes primordiales.

Nadie le contradijo, porque todos los jefes de departamento sabían que lo dicho por el jefe del Cuerpo de Seguridad presidencial era cierto. Pero ninguno de los presentes deseaba que el ministro pusiera los ojos en él. Roger Frey miró en torno de la mesa, y por fin sus miradas se detuvieron en la masa envuelta en humo del comisario Bouvier, en el otro extremo.

—¿Qué opina usted, Bouvier? Hasta ahora no ha dicho nada.

El detective se quitó la pipa de los labios, logró exhalar una última bocanada de pestífero humo a la cara de Saint-Clair, que se había vuelto hacia él, y habló serenamente, como si expusiera unos simples hechos que se le acabaran de ocurrir.

—Yo creo, señor ministro, que el SDECE no puede descubrir a este hombre a través de sus agentes en la OAS, puesto que ni siquiera la OAS sabe quién es; que el Servicio de Acción no puede eliminarlo puesto que no sabe a quién debe suprimir; en cuanto a la DST, no puede detenerlo en la frontera, porque sus agentes no saben a quién deben interceptar; y el RG no puede facilitarnos información documental acerca de él porque no sabe qué documentos debe buscar. La Policía no puede detenerle porque no sabe a quién detener, y las CRS no pueden perseguirle porque no saben a quién están persiguiendo. Toda la estructura de las fuerzas de seguridad de Francia es impotente por falta de un nombre. Me parece, por consiguiente, que la primera tarea a realizar, sin la cual todas las demás propuestas carecen de sentido, consiste en dar un nombre a este hombre. Con un nombre, tenemos un rostro; con un rostro, un pasaporte, y con un pasaporte, una detención. Pero encontrar el nombre, y hacerlo en secreto, es una tarea puramente detectivesca.

Volvió a guardar silencio, e introdujo la boquilla de la pipa entre sus dientes. Lo que había dicho fue digerido por cada uno de los hombres sentados en torno de la mesa. Ninguno de ellos encontró un solo fallo en su razonamiento. Sanguinetti asintió lentamente con la cabeza, en dirección al ministro.

—Y dígame comisario, ¿quién es el mejor detective de Francia? —preguntó el ministro, con calma.

Bouvier reflexionó unos segundos antes de volver a retirar la pipa de sus labios.

—El mejor detective de Francia, señores, es mi delegado, el comisario Claude Lebel.

—Llámele —dijo el ministro del Interior.