6

La carta para Viktor Kowalski llegó a Roma a la mañana siguiente. El gigantesco cabo cruzaba el vestíbulo del hotel, de vuelta de la oficina central de Correos, adonde había ido a recoger el correo diario, cuando uno de los botones lo llamó:

Signore, per favore

Viktor se volvió, huraño como siempre. No reconoció al botones, pero el caso era frecuente. No solía fijarse en ellos cuando cruzaba rápidamente el vestíbulo en dirección al ascensor. El joven de ojos oscuros que se acercó a Kowalski llevaba una carta en la mano.

È una lettera, signore. Per un signore Kowalski… no conosco questo signore… È forse un francese

Kowalski no entendió palabra de lo que le decía el italiano, pero adivinó su significado y reconoció su propio nombre a pesar de la defectuosa pronunciación del mismo. Arrebató la carta de las manos del muchacho y fijó los ojos en el nombre y la dirección, pésimamente caligrafiados. En el registro del hotel figuraba bajo otro nombre, y como no era muy aficionado a la lectura, no se había enterado de que cinco días atrás un diario de París había logrado publicar antes que ningún otro la noticia de que tres de los jefes supremos de la OAS se alojaban, encerrados a cal y canto, en el piso más alto del hotel.

En cuanto a él, se suponía que nadie conocía su paradero. Y, sin embargo, la carta le intrigó. No recibía cartas a menudo, y, como suele ocurrirles a las personas incultas, la llegada de una dirigida a su nombre constituía un importante acontecimiento. Por lo que había dicho el italiano, quien permanecía a su lado mirándole con ojos de perro fiel, como si él, Kowalski, fuese la fuente del saber humano que debía resolver su problema, el gorila había comprendido que nadie, entre el personal del hotel, conocía a ningún huésped de aquel nombre y no sabían qué hacer con la carta.

Kowalski miró al botones.

Bon. Je vais demander —dijo con altanería.

El italiano pareció perplejo.

Demander, demander —repitió Kowalski, señalando hacia arriba a través del techo.

El italiano vio la luz.

Ah, si. Domandare. Prego, signore. Tante grazie

Kowalski se alejó, dejando al italiano, que expresaba su gratitud con profusión de ademanes. Tomó el ascensor para subir la octava planta, y al salir de él se encontró frente al guardián de servicio en el pasillo, que le encañonaba con una pistola automática. Durante un segundo los dos hombres se miraron. Luego el otro puso el seguro en el arma y se la guardó en el bolsillo, después de haber comprobado que en el ascensor no había nadie más que Kowalski. Lo que acabamos de contar ocurría cada vez que las luces de aviso de los ascensores indicaban que el que subía debía pasar de la séptima planta.

Además del guardián de servicio en el pasillo, había otro frente a la puerta de la escalera contra incendios, al extremo opuesto del mismo pasillo, y otro en lo alto de la escalera. Tanto la escalera interior como la de incendios estaban minadas, cosa que la dirección ignoraba, y los explosivos sólo podían resultar inofensivos cuando la corriente que llegaba a los detonadores era cortada mediante un interruptor instalado debajo del mostrador del pasillo.

El cuarto hombre del turno de día se hallaba en el tejado, encima de la novena planta ocupada por los jefes, pero en caso de ataque había otros tres que, después de haber hecho el turno de noche, en aquel momento estaban durmiendo en sus habitaciones del pasillo, pero que en pocos segundos podían entrar en acción si algo ocurría. En la novena planta las puertas exteriores de los ascensores habían sido soldadas desde fuera, pero aun así, si las luces de la octava planta indicaban que el ascensor subía directamente hacia lo alto, era una señal de alerta general. Sólo había ocurrido una vez, y por equivocación, cuando un botones que llevaba una bandeja con bebidas había pulsado el botón del «noveno». Desde luego, no le habían quedado ganas de incurrir de nuevo en el mismo error.

El guardia del mostrador telefoneó arriba para anunciar la llegada del correo; luego, indicó a Kowalski que podía subir. El excabo se había ya guardado la carta dirigida a él en el bolsillo interior de la chaqueta, mientras que el correo para sus jefes se hallaba encerrado en un estuche de acero encadenado a su muñeca izquierda. Tanto la cadena como el estuche se cerraban por medio de un resorte, pero sólo Rodin poseía las llaves necesarias para abrirlos. Pocos minutos más tarde, el coronel de la OAS había recogido su correspondencia y Kowalski volvía a su habitación para echarse a dormir antes de relevar, al anochecer, al hombre del mostrador.

En su habitación de la parte trasera de la octava planta leyó finalmente la carta, empezando por la firma. Le sorprendió que fuese de Kovacs, a quien no había visto desde hacía un año, y que apenas sabía escribir, de la misma manera que él, Kowalski, apenas sabía leer. A fuerza de aplicación, sin embargo, logró descifrarla. No era muy larga.

Kovacs empezaba por decirle que aquel mismo día un amigo le había leído una noticia del periódico según la cual Rodin, Montclair y Casson vivían ocultos en aquel hotel de Roma. Había supuesto que su viejo camarada estaría con ellos y por eso le escribía por si por casualidad le llegaba la carta.

Seguían varios párrafos en los cuales le explicaban que, por aquellos días, las cosas se habían puesto muy mal en Francia: por doquier se veían policías pidiendo la documentación a la gente, y, mientras, seguían llegando órdenes de perpetrar atracos a Bancos y joyerías. Personalmente había tomado parte en cuatro, decía Kovacs, y maldita la gracia, sobre todo porque había que entregar el botín. Le había gustado más lo de Budapest, aunque sólo había durado quince días. En el último párrafo le contaba que pocas semanas antes se había encontrado con Michael, quien le había dicho que había visto a JoJo, el cual le había explicado que la pequeña Sylvie estaba enferma de leunosequé, bueno, algo que tenía que ver con la sangre, pero Kovacs esperaba que pronto se habría repuesto y le decía a Viktor que no debía preocuparse.

Pero Viktor se preocupó. Le preocupó muchísimo pensar que la pequeña Sylvie estaba enferma. En sus treinta y seis años de vida llena de violencias, muy pocas cosas habían penetrado en el corazón de Viktor Kowalski. Tenía doce años cuando los alemanes invadieron Polonia, y sólo trece cuando se llevaron para siempre a sus padres en un camión; edad suficiente para saber a qué se dedicaba su hermana en el gran hotel situado detrás de la catedral, ocupado por los alemanes y frecuentado por numerosos oficiales; ello había trastornado tanto a sus padres, que habían presentado una protesta ante el gobernador militar. Con edad suficiente para unirse a los partisanos, a los quince años había matado su primer alemán. Tenía diecisiete años cuando llegaron los rusos, pero los padres de Viktor, que siempre les habían odiado y temido, le habían contado cosas horribles acerca de lo que les hacían a los polacos, de modo que abandonó a los partisanos —que luego fueron ejecutados por orden del comisario— y huyó, como un animal acosado, hacia Checoslovaquia. Más tarde pasó a Austria, donde fue internado en un campamento para personas desplazadas, porque el alto y musculoso joven sólo hablaba polaco. Al verle muerto de hambre, pensaron que era una de tantas víctimas inocentes de la Europa de la posguerra. La comida americana le devolvió las fuerzas. Una noche de la primavera de 1946, se dio a la fuga y pasó a Italia, y de allí a Francia, en compañía de otro polaco a quien había conocido en el campo para PD y que hablaba francés. En Marsella, una noche, descerrajó una tienda, mató al propietario, que le oponía resistencia y volvió a huir. Su compañero le abandonó, no sin advertir a Viktor que sólo le quedaba un refugio: la Legión Extranjera. A la mañana siguiente se alistó, y ya estaba en Sidi-Bel-Abbes antes de que la investigación policíaca, en la ciudad de Marsella desquiciada por la guerra, pudiera dar con él. La capital mediterránea era todavía entonces una importante base de importación de víveres americanos, y los asesinatos cometidos para apoderarse de tales víveres eran moneda corriente. Al no aparecer de inmediato ningún sospechoso, el caso fue abandonado. Pero cuando Kowalski se enteró de ello era ya legionario.

Tenía diecinueve años, y al principio los veteranos lo llamaban «petit bonhomme». Después, les demostró cómo sabía matar, y lo llamaron Kowalski.

Seis años en Indochina liquidaron definitivamente lo que hubiera podido quedar en él de un ser humano normalmente equilibrado. Después, el gigantesco cabo fue destinado a Argelia. Pero entre los dos destinos siguió un cursillo de instrucción de seis meses de duración en las cercanías de Marsella. Allí conoció a Julie, una menuda pero viciosa prostituta de un pringoso bar, que había tenido problemas con su mec. En el bar, Kowalski, de un solo puñetazo, envió al hombre a seis metros de distancia, que quedó sin sentido por espacio de diez horas. El hombre tardó años en poder volver a hablar correctamente, tal fue el estado en que quedó su mandíbula inferior.

Julie se entusiasmó con el enorme legionario, y durante varios meses éste se convirtió en su «protector» nocturno, escoltándola, después de su trabajo, hasta su mísero ático del Vieux Port. Hubo mucha pasión, sobre todo por parte de ella, pero nada de amor entre los dos, y menos aún cuando la mujer descubrió que estaba embarazada. Le dijo a Kowalski que el chiquillo era suyo, cosa que éste creyó, tal vez porque deseaba que lo fuera. Le dijo también que no quería tener el crío y que conocía a una vieja que le libraría de él. Kowalski la agarró por los hombros y le advirtió que si hacía tal cosa la mataría. Tres meses más tarde debía volver a Argelia. Entretanto, había contraído amistad con otro polaco exlegionario, Josef Grzybowski, apodado JoJo el polaco, que, herido en Indochina, había quedado inválido. Luego, se había casado con una alegre viuda propietaria de un pequeño establecimiento en el que se despachaban bebidas y bocadillos, instalado en los andenes de la estación central. Desde que se casaron, en 1953, marido y mujer llevaban el negocio. JoJo, cojeando detrás de su mujer, cobraba y entregaba el cambio, mientras la dama servía a los clientes. Por las tardes, cuando no tenían nada que hacer, a JoJo le gustaba frecuentar los bares llenos de legionarios de las cercanías de los cuarteles para charlar con ellos de los viejos tiempos. La mayoría eran novatos, alistados con posterioridad a sus viejos tiempos en Tourane, Indochina, pero una noche se tropezó con Kowalski.

Fue a JoJo a quien se dirigió Kowalski en busca de consejo acerca del crío. JoJo se mostró de acuerdo con él. Ambos habían sido católicos en otro tiempo.

—Quiere deshacerse del crío —dijo Viktor.

Salope! —exclamó JoJo.

—Cerda —convino Viktor.

Tomaron otro trago, con la mirada perdida en el espejo de detrás del mostrador.

—¿Qué culpa tiene el mocoso? —dijo Viktor.

—Ninguna —asintió JoJo.

—No he tenido ningún hijo —dijo Viktor, después de haberlo pensado bien.

—Ni yo, a pesar de estar casado y tal —contestó JoJo.

A altas horas de la madrugada, completamente bebidos, trazaron su plan y brindaron por él con una solemnidad de auténticos borrachos. A la mañana siguiente, JoJo recordaba su compromiso, pero no sabía cómo soltarle la bomba a madame. Tardó tres días en decidirse. Con prudencia, aludió al tema un par de veces, y al final se decidió a soltarlo cuando él y su mujer estaban en cama. Con gran sorpresa por su parte, madame estuvo encantada. Asunto concluido.

A su debido tiempo, Viktor volvió a Argelia para unirse de nuevo al coronel Rodin, que entonces tenía a su mando al batallón, y emprender una nueva guerra. En Marsella, JoJo y su mujer, con una mezcla de amenazas y lisonjas, vigilaron a la embarazada Julie. Cuando Viktor partió para Marsella, ya estaba de cuatro meses, y era demasiado tarde para abortar, como JoJo le indicó amenazadoramente al chulo de la mandíbula rota, que no había tardado en reaparecer. El tipo no deseaba irritar a los legionarios, aunque fuesen viejos e inválidos, por lo que abandonó lindamente su primitiva fuente de ingresos y levantó el campo.

A finales de 1955, Julie dio a luz una niña de ojos azules y pelo dorado. JoJo y su mujer, con la ayuda de Julie, cumplimentaron la solicitud de adopción legal, y la consiguieron. Julie volvió a su antigua vida, y los JoJo se encontraron en posesión de una hija, a la que pusieron el nombre de Sylvie. Informaron de ello, por carta, a Viktor, y el hombre, en su camastro del barracón, experimentó una extraña alegría. Pero no se lo contó a nadie. Él recordaba que cada vez que había poseído algo y alguien se había enterado, se lo habían quitado.

Pero tres años más tarde, antes de una larga misión de combate en las colinas argelinas, el capellán le había sugerido que acaso le gustara hacer testamento. Hasta entonces jamás se le había ocurrido semejante idea. Para empezar, nunca había tenido nada que dejar, puesto que, las pocas veces que le concedían permiso, derrochaba en los bares y prostíbulos de las ciudades todas las pagas que había acumulado. Todo cuanto poseía pertenecía a la Legión. Sin embargo, el capellán le aseguró que en la Legión moderna un testamento era algo perfectamente normal, de modo que, con la ayuda de aquél, hizo testamento dejando todos sus bienes mundanos y enseres a la hija de un tal Josef Grzybowski, exlegionario, con residencia en Marsella. Eventualmente, una copia de este documento, junto con el resto de su expediente, pasó a los archivos del Ministerio de la Guerra de París. Cuando el nombre de Kowalski llegó a ser conocido de las fuerzas de seguridad francesas en relación con el terrorismo de Bona y Constantina en 1961, ese expediente, junto con otros muchos, fue desenterrado, llegando a manos del coronel Rolland, del Servicio de Acción, en la Porte des Lilas. Se llevó a cabo una visita a los Grzybowski y así se llegó a conocer la historia. Pero Kowalski no se había enterado de ello.

Vio a su hija dos veces en su vida, una en 1957, cuando resultó herido de bala en un muslo y enviado en permiso de convalecencia a Marsella, y nuevamente en 1960, en servicio de escolta para el teniente coronel Rodin, quien debía presentarse ante un tribunal militar en calidad de testigo. La primera vez, la chiquilla tenía dos años, y la segunda, cuatro y medio. Kowalski llegó cargado de regalos para los JoJo y de juguetes para Sylvie. Los dos juntos, la niña y su tío de aspecto de oso, el tío Viktor, lo pasaron muy bien. Pero Kowalski no se lo contó a nadie, ni siquiera a Rodin.

Y ahora Sylvie estaba enferma de leunosequé, por lo que Kowalski pasó el resto de la mañana muy preocupado. Después de comer, subió al noveno piso a que le encadenaran a la muñeca el estuche de acero para el correo. Rodin, que esperaba una carta muy importante de Francia, que había de contener nuevos detalles de la suma total de dinero reunida gracias a la serie de atracos que los agentes clandestinos de Casson habían organizado durante el mes anterior, quiso que Kowalski volviera a la oficina de Correos para recoger la correspondencia de la tarde.

—¿Qué es una leunosequé? —preguntó de pronto el cabo.

Rodin, que estaba sujetándole la cadena a la muñeca, levantó los ojos, sorprendido.

—En mi vida he oído tal cosa —contestó.

—Es una enfermedad de la sangre —explicó Kowalski.

Desde el otro extremo de la habitación, donde estaba leyendo una revista, Casson se echó a reír.

—Quiere decir una leucemia —dijo.

—Bueno, ¿y eso qué es, señor?

—Cáncer —contestó Casson—. Cáncer de la sangre.

Kowalski miró a Rodin. No confiaba en los civiles.

—¿Pueden curar eso los tubibs, mi coronel?

—No, Kowalski, es fatal. No hay remedio posible. ¿Por qué?

—Por nada —murmuró Kowalski—. Sólo que he leído algo sobre eso.

Y salió. Si a Rodin le extrañó que su guardia de corps, de quien jamás se había sabido que leyera otra cosa más que las órdenes del día, hubiese tropezado con aquella palabra en un libro, no dio muestras de ello, y pronto olvidó el incidente. Porque el correo de la tarde trajo la carta que esperaba, en la que le comunicaban que el total de las diversas cuentas de la OAS en Suiza ascendía en aquellos momentos a más de doscientos cincuenta mil dólares.

Rodin, satisfecho, se puso a escribir y enviar las instrucciones a sus banqueros para que transfirieran aquella suma a la cuenta del pistolero que había contratado. En cuanto al resto de la cantidad convenida con él, no le preocupaba. Muerto el presidente De Gaulle, los industriales y banqueros de extrema derecha que habían financiado la OAS en sus primeros tiempos de éxito, no tardarían en facilitar los doscientos cincuenta mil dólares restantes. Los mismos hombres que, pocas semanas antes, habían contestado a sus peticiones de nuevos donativos con excusas corteses en el sentido de que la falta de progresos y de iniciativa demostrada en los últimos meses por «las fuerzas del patriotismo» habían hecho menguar sus probabilidades de recuperar algún día sus anteriores inversiones, se pelearían por el honor de apoyar a los militares que poco después pasarían a ser los nuevos gobernantes de una Francia renacida.

Terminó de redactar sus instrucciones a los banqueros al anochecer, pero Casson, cuando vio que Rodin había escrito dando orden a los banqueros suizos de abonar la suma a el Chacal, opuso objeciones. Alegó que lo único vitalmente importante que los tres habían prometido al inglés era que tendría en París un contacto que podría facilitarle constantemente la información más exacta acerca de los movimientos del presidente francés, así como cualquier variación que pudiera producirse en las medidas de seguridad destinadas a proteger su vida. Tal información podía ser —y sería sin duda— de una importancia vital para el pistolero. Informarle de la transferencia del dinero en aquella fase, según Casson, sería impulsarle a actuar prematuramente. Por supuesto, la elección del momento en que debía asestar el golpe sólo al pistolero concernía, pero unos pocos días más de diferencia no tendrían importancia. En cambio, el éxito de la empresa —o su fracaso, que sería el del último intento, desde luego— sí dependía de la información facilitada al pistolero.

Aquella misma mañana, por carta, habían asegurado a Casson que su principal representante en París había logrado situar a un agente muy cerca de uno de los hombres de la camarilla de De Gaulle. Bastarían muy pocos días más para que aquel agente se hallara en situación de adquirir, de manera regular y constante, información segura acerca de los movimientos del general y, sobre todo, de sus proyectos de viaje o de aparición en público, que, contrariamente a lo que había sido habitual con anterioridad, ahora jamás eran anunciados con anticipación. Casson rogó, pues, a Rodin que suspendiera el envío de sus instrucciones al Banco hasta que él pudiera facilitar al pistolero un número de teléfono de París a través del cual pudiera conseguir la información que debía ser vital para su misión.

Rodin reflexionó sobre la propuesta de Casson y reconoció que no le faltaba razón. Nadie podía conocer las intenciones de el Chacal, y, en realidad, el envío de las instrucciones a los banqueros, seguido más tarde de la carta de Londres con el teléfono de París, no habría inducido al pistolero a alterar ni un solo detalle de su plan. Los terroristas de Roma no podían saber que el pistolero ya había elegido su día y estaba trabajando en su plan con una precisión matemática.

Sentado en el tejado, en la cálida noche romana, confundida su voluminosa figura con la sombra proyectada por la chimenea del acondicionador de aire, con el Colt 45 en la mano, Kowalski permanecía sumido en su preocupación por una niña de Marsella, enferma de leunosequé en la sangre. Poco antes del amanecer, se le ocurrió una idea. Recordó que la última vez que había visto a JoJo, en 1960, el exlegionario había hablado de instalar el teléfono en su piso.

La misma mañana en que Kowalski recibió su carta, el Chacal salió del Hotel Amigo de Bruselas y fue en taxi hasta la esquina de la calle donde vivía Goossens. Había llamado por teléfono al armero a la hora del desayuno, bajo el nombre de Duggan, por el cual el hombre lo conocía, y había sido citado para las once. Llegó a la esquina de la calle a las diez y media y pasó media hora vigilando la calle, parapetado detrás de un periódico, sentado en un banco del pequeño jardín público situado al extremo de la calle.

Nada sospechoso advirtió. A las once en punto llamó a la puerta, y Goossens lo invitó a pasar a su pequeño despacho. Cuando el Chacal hubo entrado, Goossens cerró con llave la puerta principal y echó la cadena. Ya en el despacho, el inglés se dirigió al armero.

—¿Algún problema? —preguntó.

El belga pareció turbado.

—Pues… sí, me temo que sí.

El pistolero lo miró fríamente, sin expresión alguna en el rostro, con los ojos entornados.

—Usted me dijo que si me presentaba aquí el primero de agosto, podría llevarme el fusil el día 4 —dijo.

—Cierto, y le aseguro que con el fusil no hay el menor problema —dijo el belga—. En realidad, el fusil está a punto, y, francamente, lo considero una de mis obras maestras, un hermoso ejemplar. El problema ha surgido con lo otro, que, desde luego, debía ser construido a partir de cero. Déjeme que le muestre.

Encima de una mesa había un estuche plano, de unos sesenta centímetros de longitud por cuarenta y cinco de ancho y diez de fondo. Goossens abrió el estuche, y cuando la tapa quedó apoyada en la superficie de la mesa, el Chacal examinó su contenido.

Era como una bandeja plana, dividida en compartimentos cuidadosamente separados, que, por su forma, correspondían exactamente a las diversas piezas del fusil.

—No es el estuche original, desde luego —explicó Goossens—. Resultaba demasiado largo. Éste lo he hecho yo mismo. Todo encaja.

Todo encajaba, y ocupaba el menor espacio posible. A lo largo del lado superior de la bandeja estaba el cañón con su recámara: en conjunto, no medía más de 45 cm. El Chacal lo levantó. Era muy ligero y más bien parecía el cañón de un fusil ametrallador. La recámara contenía un estrecho cerrojo que estaba cerrado. Por detrás, terminaba en una pequeña culata no más ancha que la recámara, junto a la cual se hallaba encajado el resto del cerrojo.

El inglés asió el extremo posterior del cerrojo entre el índice y el pulgar de la mano derecha, y lo hizo girar bruscamente en dirección contraria a las agujas del reloj. El cerrojo, girando sobre sus goznes, se abrió. Cuando tiró del mismo hacia atrás, dejó a la vista la reluciente bandeja donde debía encajarse la bala, y el oscuro agujero del extremo posterior del cañón. Empujó de nuevo el cerrojo hacia delante y lo hizo girar en el sentido de las agujas del reloj. Quedó firmemente cerrado en su sitio.

Inmediatamente detrás del cerrojo aparecía un disco de acero perfectamente soldado al mecanismo. Tenía poco más de un centímetro de grosor, pero menos de dos y medio de diámetro, y en la parte superior del disco había una muesca en forma de semicírculo para dejar paso al cerrojo cuando éste se abría. En el centro de la parte posterior del disco había un solo orificio con rosca.

—Es para enroscar en él el armazón de la culata —explicó el belga.

El Chacal observó que no quedaba el menor rastro de la culata de madera del fusil original, excepto los ligeros rebordes de la recámara, donde había estado encajada la madera. Los dos agujeros correspondientes a los tornillos de sujeción de la culata al fusil habían sido cuidadosamente rellenados y disimulados. El Chacal examinó la parte inferior del fusil. Debajo de la recámara había una fina hendidura, a través de la cual pudo ver la parte inferior del cerrojo con el percutor que dispararía la bala. A través de las dos hendiduras aparecía el muñón del gatillo, que había sido aserrado a flor de la superficie de la recámara.

Soldada al muñón del antiguo gatillo había una minúscula pieza de metal con un agujero. En silencio, Goossens tendió a el Chacal una pequeña pieza de acero, de unos dos centímetros y medio de longitud, curva y con un extremo enroscado. El Chacal introdujo este extremo en el orificio, y, con el pulgar y el índice, atornilló rápidamente la pieza. Una vez enroscado en su sitio, el nuevo gatillo sobresalía por debajo de la recámara.

A su lado, el belga extrajo de la bandeja una varilla de acero con uno de sus extremos enroscado.

El pistolero introdujo el extremo enroscado en el agujero de la parte posterior de la recámara y atornilló firmemente la pieza. Vista de perfil, la varilla de acero parecía emerger de la trasera del arma bajando en un ángulo de unos treinta grados. A unos cinco centímetros del extremo enroscado, la varilla de acero aparecía ligeramente aplanada, y en el centro de esta parte aplanada había un agujero perforado en ángulo con la línea de la varilla. Ahora, el orificio quedaba orientado directamente hacia atrás. Goossens mostró otra varilla de acero, más corta.

—La varilla superior —dijo.

También fue encajada en su sitio. Las dos varillas sobresalían de la recámara hacia atrás, la superior en un ángulo mucho más estrecho respecto a la dirección del cañón, de modo que las dos varillas no quedaban paralelas, sino que se separaban progresivamente entre sí, formando como los lados de un triángulo alargado sin base.

Goossens mostró en su mano la base. Era curva, de unos doce o quince centímetros de longitud, y provista de una gruesa almohadilla de cuero negro. A cada extremo de la hombrera había un pequeño orificio.

—Aquí no hay que atornillar nada —dijo el armero—. Basta ejercer una ligera presión contra los extremos de las varillas.

El inglés ajustó el extremo de cada varilla en su agujero, y, presionando ligeramente, la pieza quedó montada. Ahora, el fusil, visto de perfil, aparecía más normal, con el gatillo y la culata reducida al armazón formado por las dos varillas y la hombrera. El Chacal aplicó ésta a su hombro, aferrando con la mano izquierda la parte inferior del cañón y con el índice derecho al gatillo, manteniendo cerrado el ojo izquierdo y aplicando el derecho a lo largo del cañón. Apuntó a la pared y apretó el gatillo. En el interior de la recámara sonó un suave ruido mecánico.

Se volvió hacia el belga, quien tenía en las manos lo que parecía un tubo negro de unos veinticinco centímetros de longitud.

—El silenciador —dijo el inglés.

Cogió el tubo que el armero le alargaba y examinó el extremo del cañón. Comprobó que había sido adecuadamente preparado. Encajó en el cañón el extremo más ancho del silenciador y lo enroscó hasta que quedó fijado. El silenciador sobresalía del extremo del cañón como una larga salchicha. El Chacal alargó una mano, y Goossens depositó en ella el alza telescópica.

A lo largo de la parte superior del cañón había una serie de muescas en el metal, dispuestas de dos en dos, en las que encajaban los salientes de la parte inferior del alza telescópica, de modo que ésta quedara exactamente paralela al cañón. A la derecha y en lo alto del alza telescópica había unos diminutos tornillos que habían de permitir ajustar las guías interiores de aquélla. De nuevo el inglés se echó el fusil al hombro y apuntó. Un observador casual hubiera podido tomarle por un elegante deportista probando un arma en cualquier tienda de Piccadilly. Pero lo que diez minutos antes había sido un puñado de extrañas piezas inconexas, no era un arma deportiva; era el rápido fusil de largo alcance, totalmente silencioso, de un pistolero. El Chacal bajó el arma. Se volvió hacia el belga y, satisfecho, asintió con la cabeza.

—Bien —dijo—. Muy bien. Le felicito. Una obra de arte.

Goossens estaba radiante.

—Falta ajustar el alza y probar el arma. ¿Tiene usted proyectiles?

El belga buscó en un cajón del escritorio y extrajo de él una caja de cien balas. Los sellos de la caja aparecían abiertos, y faltaban seis balas.

—Éstas son para que se ejercite —dijo el armero—. Me he quedado con las seis que faltan para ajustarles el explosivo.

El Chacal cogió un puñado de balas y las examinó. Parecían insólitamente pequeñas para el cometido a que una de ellas estaba destinada, pero observó que eran, dentro de su calibre, del tipo extralargo. Por otra parte, no ignoraba que la carga explosiva daría a la bala una velocidad superior y, por consiguiente, perfeccionaría su puntería y aumentaría su potencia letal. Las puntas de las balas eran aguzadas, mientras que la mayoría de los proyectiles para caza suelen ser romos, y en tanto que éstos tienen el extremo de plomo mate, las balas que sostenía en la mano lo tenían de cuproníquel. Eran balas de fusil de competición, del mismo calibre del fusil de caza que tenía en la otra mano.

—¿Y las auténticas? —pidió el pistolero.

Goossens volvió al escritorio y extrajo un paquetito envuelto en papel fino.

—Normalmente, las guardo en lugar seguro —explicó—, pero al saber que usted iba a venir las he sacado.

Abrió el paquetito y depositó las balas sobre el papel secante de la mesa. A primera vista, las balas parecían exactamente iguales que las que el inglés estaba guardando de nuevo en la caja. Cuando hubo terminado de hacerlo, tomó una de las nuevas balas y la examinó de cerca.

En una pequeña zona alrededor de la punta de la bala, el cuproníquel había sido finamente limado para poner al descubierto el plomo interior. La aguzada punta de la bala había sido ligeramente aplanada, y en ella había sido practicado un minúsculo agujero, de medio centímetro de profundidad, dentro del cual se había introducido una gotita de mercurio. Después, el orificio había sido sellado de nuevo con una gota de plomo fundido. Una vez endurecido el plomo, la punta original había sido reconstruida, aguzándola de nuevo.

El Chacal conocía aquel tipo de balas, aunque nunca las había usado. Demasiado complicada para ser utilizada en masa, salvo cuando era fabricada industrialmente, cosa prohibida por el Convenio de Ginebra, y más mortífera que la simple dum-dum, la bala explosiva estallaba como una granada al chocar con el cuerpo humano. En el momento de ser disparada, la gotita de mercurio retrocedería en su cavidad, hacia el fondo, a causa del movimiento hacia delante de la bala, de la misma manera que el pasajero del tren se siente empujado hacia el respaldo de su asiento cuando se produce una aceleración violenta. En cuanto la bala tocara carne, cartílago o hueso, experimentaría una súbita deceleración.

Entonces la gota de mercurio sería proyectada con fuerza hacia la punta de la bala, y saldría por ella esparciéndose radialmente, como los dedos de una mano abierta o los pétalos de una flor que se abre, desgarrando nervios y tejidos, cortando, y dejando fragmentos de sí misma en una zona del tamaño de un platito de té. Cuando una bala de este tipo alcanzaba a una persona en la cabeza, no volvía a salir del cráneo; destruía todo el interior del mismo, y a causa de la tremenda presión hacia estallar la caja craneana.

El pistolero volvió a dejar cuidadosamente la bala encima del papel fino. A su lado, el hombre que la había preparado lo miraba inquisitivamente.

—Me parecen perfectas. Desde luego, es usted un buen artesano, monsieur Goossens. ¿Y cuál es el problema a que se refería?

—Se trata de los tubos, señor. Su fabricación ha resultado más difícil de lo que había supuesto. Al principio, utilicé aluminio, como usted mismo sugirió. Pero tenga en cuenta, ante todo, que lo primero que hice fue comprar el arma y perfeccionarla. Por eso no pude dedicarme al estuche hasta hace muy pocos días. Confiaba en que, con mi habilidad y la maquinaría de mi taller, sería coser y cantar.

»Más, para no aumentar el grosor de los tubos compré metal muy delgado, demasiado fino. Al practicar las roscas a los tubos, para su montaje posterior, quedaba como papel fino. A la menor presión, se dobla. Para poder mantener las medidas interiores adecuadas para que la parte más ancha de la recámara encajara en los tubos y no tener que adelgazar demasiado el material, hubiese tenido que construir unos tubos de un grosor exterior que no hubiese parecido natural. Así que tuve que decidirme por el acero inoxidable.

»Era la única solución. Parece exactamente aluminio, si bien resulta un poco más pesado. Siendo más fuerte, puede ser más delgado. Cabe practicarle roscas sin que se doble. Lo malo es que resulta más costoso trabajarlo, y exige más tiempo. Empecé ayer…

—Perfectamente. Lo que me dice es lógico. Lo importante es que lo necesito, y que debe ser perfecto. ¿Cuándo?

El belga se encogió de hombros.

—No es fácil decirlo. Tengo todos los componentes básicos, si no surgen otros problemas, cosa que dudo. Estoy seguro de que los últimos problemas técnicos están resueltos. Cinco días, seis días. Tal vez una semana…

El inglés no dejó traslucir nada. Su rostro permaneció impasible, examinando al belga mientras éste se justificaba. Cuando hubo terminado, el inglés aún seguía reflexionando.

—Bien —dijo finalmente—. Tendré que alterar mis planes de viaje. Pero tal vez ello no resulte tan grave como pensaba la última vez que estuve aquí. Hasta cierto punto, todo depende de los resultados de una llamada telefónica que debo hacer. En todo caso, tendré que acostumbrarme a manejar el arma, y lo mismo puedo hacerlo en Bélgica que en cualquier otra parte. Pero necesitaré el arma y las balas corrientes, más una de las preparadas. Y también un lugar solitario donde ejercitarme. ¿Dónde puedo encontrarlo en este país, en las máximas condiciones de seguridad y de secreto? Necesito una extensión de ciento treinta a ciento cincuenta metros al aire libre.

Goossens lo pensó un momento.

—En el bosque de las Ardenas —dijo, al fin—. Hay vastas zonas del bosque donde un hombre puede pasar varias horas completamente solo. Y puede usted ir allá y volver en un solo día. Hoy estamos a jueves, y el fin de semana empieza mañana; los bosques podrían estar demasiado llenos de domingueros. Le sugiero el lunes 5. Para el martes o el miércoles espero tener terminado lo que falta.

El inglés asintió, satisfecho.

—Bien. Creo que será mejor que me lleve ahora mismo el arma y las municiones. Volveré a verle el martes o miércoles de la semana próxima.

El belga iba a protestar, pero su cliente se le adelantó.

—Creo que le debo todavía unas setecientas libras. —Depositó unos fajos de billetes sobre el papel secante—. Aquí tiene otras quinientas. Le entregaré las doscientas que faltan cuando consiga el resto del equipo.

Merci, monsieur —dijo el armero, guardándose en el bolsillo los cinco fajos de billetes de veinticinco libras.

Desarmó el fusil pieza por pieza, guardando cada una en su correspondiente compartimiento del estuche. Envolvió la bala explosiva en un trozo de papel fino y la metió en el estuche, entre los trapos para limpiar el arma y los cepillos. Una vez cerrado el estuche, lo entregó, junto con la caja de municiones, al inglés, quien se guardó las balas en el bolsillo y cogió el estuche por el asa.

Goossens lo acompañó cortésmente hasta la puerta.

El Chacal llegó a tiempo para almorzar, aunque un poco tarde. Antes, depositó el estuche del fusil en el fondo del armario, lo cerró con llave y se metió la llave en el bolsillo.

Por la tarde, acudió, sin prisas, a la oficina central de Correos y pidió conferencia con un número de Zurich, Suiza. Tardó media hora en conseguirla, y tuvo que esperar otros cinco minutos a que Herr Meier se pusiera al aparato. El inglés se presentó citando un número, y, a continuación, su nombre.

Herr Meier se excusó y volvió a ponerse al aparato a los dos minutos. Su voz había perdido el tono de cautelosa reserva al principio. Los clientes cuya cuenta en francos suizos se incrementaba regularmente merecían un trato cortés. El hombre de Bruselas formuló una sola pregunta, y de nuevo el banquero suizo se excusó, esta vez para volver al aparato antes de treinta segundos. Era evidente que había sacado de la caja fuerte la ficha del cliente y la estaba examinando.

—No, mein herr —dijo el suizo—. Aquí tenemos sus instrucciones requiriéndonos a informarle por correo urgente en cuanto se efectúe alguna trasferencia a su favor, pero en el período que usted dice no se ha producido ninguna.

—Sólo he llamado, Herr Meier, porque llevo dos semanas fuera de Londres y pensé que podía haber llegado algo durante mi ausencia.

—No, señor. En cuanto llegue algo le informaremos inmediatamente, señor.

Interrumpiendo los efusivos saludos de Herr Meier, el Chacal colgó el teléfono, pagó la conferencia y salió.

Aquella misma tarde, poco después de las seis, encontró al falsificador en el bar de la rue Neuve. El hombre estaba ya en el local, y el inglés, al ver un rincón libre, con un movimiento de cabeza indicó al falsificador que se reuniera con él. Pocos segundos después de haberse sentado y encendido un cigarrillo, presentóse al belga.

—¿Terminó? —preguntó el inglés.

—Sí, todo. Buen trabajo si me permite decirlo.

El inglés alargó la manó.

—Enséñemelo —ordenó.

El belga encendió uno de sus Bastos y movió negativamente la cabeza.

—Compréndalo, señor. Estamos en público. Además, se necesita buena luz para examinarlos, especialmente la documentación francesa. Están en mi estudio.

El Chacal le observó fríamente un momento, y luego asintió.

—Bien. Vamos allá.

Pocos minutos más tarde salieron del bar y tomaron un taxi, que les condujo a la calle donde estaba el estudio. Aún hacia sol, y, como siempre que andaba por la calle, el inglés llevaba las gafas oscuras de gruesa montura que disimulaban su identidad. Pero la calle era estrecha y el sol no penetraba en ella. Sólo un anciano se cruzó con ellos, pero como sufría de artritis andaba encorvado y con la cabeza gacha.

El falsificador bajó la escalera y abrió la puerta con su llave. El interior del estudio estaba casi tan oscuro como si en el exterior fuera ya de noche. Sólo unos rayos de pálida luz se filtraban a través de las horribles fotografías pegadas a la ventana situada al lado de la puerta. A esa luz el inglés pudo distinguir las formas de la silla y la mesa del office. El falsificador, corriendo las cortinas de terciopelo, penetró en el estudio y encendió la lámpara que pendía del techo.

Del bolsillo interior de su chaqueta extrajo un sobre de papel gris y extendió su contenido encima de la redonda mesita de caoba que servía de apoyo para los retratos. Entonces trasladó la mesita al centro de la habitación, debajo de la lámpara central. Las dos lámparas de arco del fondo del estudio permanecieron apagadas.

—Vea, señor.

Con una amplia sonrisa, señaló los tres documentos que yacían encima de la mesa. El inglés tomó el primero y lo levantó a la luz. Era su permiso de conducir, con la portada cambiada. En ella se leía que «Mr. Alexander James Quentin Duggan, de Londres Wl, es autorizado por el presente a conducir vehículos de motor de los grupos 1a, 1b, 2, 3, 11, 12 y 13, sólo desde el día 10 de diciembre de 1960 hasta el 9 de diciembre de 1963 inclusive». Encima, figuraba el número del permiso, imaginario, desde luego, y las palabras «London County Council» y «Road Traffic Act 1960». Después, «PERMISO DE CONDUCCIÓN» y «Cobrado el impuesto del 15/—». A el Chacal le pareció una falsificación perfecta, por lo menos para su fines.

El segundo documento era simplemente una carte d’identité francesa a nombre de André Martin, de cincuenta y tres años de edad, nacido en Colmar y con residencia en París. Su propio retrato, con veinte años más, y el pelo gris cortado en cepillo, demacrado y turbado, lo miraba desde un ángulo del documento, el cual aparecía sucio y ajado, como suelen estarlo los documentos de identidad de los obreros.

El tercer documento le interesó especialmente. La fotografía que figuraba en él era ligeramente distinta de la del DI, porque la fecha de los dos variaba en unos meses, ya que las fechas de renovación, de haber sido auténticos, difícilmente hubiesen coincidido. El documento llevaba otra fotografía suya que había sido tomada apenas dos semanas atrás, pero la camisa parecía más oscura, y en las mejillas y el mentón se notaba que el hombre llevaba unos días sin afeitarse. Este efecto había sido logrado mediante un hábil retoque que, en conjunto, producía la impresión de que se trataba de dos fotos diferentes del mismo hombre, tomadas en distintas épocas y con otra indumentaria. En ambos casos, el trabajo de artesanía del falsificador era excelente. El Chacal levantó los ojos y se guardo los documentos en el bolsillo.

—Perfecto —dijo—. Exactamente lo que necesitaba. Le felicito. Creo que quedan pendientes cincuenta libras.

—Cierto monsieur. Merci.

El falsificador esperaba con impaciencia el dinero. El inglés extrajo de su bolsillo un fajo de diez billetes de cinco libras y extendió la mano.

Pero antes de soltar el fajo de billetes que sostenía entre el pulgar y el dedo índice, dijo:

—Creo que hay algo más, ¿no?

El belga intentó, en vano, fingir que no comprendía.

—Monsieur…

—La primera página auténtica del permiso de conducir. La que dije que quería que me devolviera.

Ya no cabía la menor duda de que el falsificador fingía. Enarcó las cejas con expresión de gran sorpresa, como si no hubiera pensado más en ello, soltó el otro extremo del fajo de billetes, y se volvió. Dió unos pasos hacia el extremo opuesto de la estancia. Con la cabeza baja, como sumido en profundas reflexiones y las manos detrás de la espalda, dio unos pasos hacia el extremo opuesto de la estancia, luego, se volvió y acercose de nuevo al inglés.

—Pensé que acaso podríamos hablar un poco de esa hoja de papel, señor.

—¿Sí?

El tono de el Chacal era totalmente inexpresivo, aparte de una leve insinuación interrogativa. Tampoco su rostro expresaba nada, y los ojos aparecían nublados, como sumidos en la contemplación de un mundo privado interior.

—El hecho es, señor, que la primera página del permiso de conducir, en la cual, me figuro, aparece su nombre auténtico, no está aquí. Oh, vamos, vamos…

Hizo un ademán exagerado, como para tranquilizar a una persona presa de ansiedad, cosa que el inglés no dio en absoluto la impresión de ser.

—… Está en lugar seguro. En la caja fuerte de un Banco que sólo yo puedo abrir. Comprenda, señor, que un hombre como yo debe tomar precauciones, buscar, en cierto modo, una forma de asegurarse.

—¿Qué quiere usted?

—Vamos, señor, yo esperaba que usted estaría dispuesto a llegar a un acuerdo acerca del cambio de propiedad de esa hojita de papel, acuerdo basado en una suma un tanto más elevada que la de ciento cincuenta libras que mencionamos en esta misma habitación.

El inglés exhaló un breve suspiro, como si se sintiera ligeramente disgustado por la capacidad del hombre de complicarse innecesariamente la existencia en este mundo. No dio otra muestra de que la proposición del belga le interesara.

—¿Le interesa? —preguntó el falsificador, tímidamente.

Interpretaba su papel como si lo llevara cuidadosamente ensayado: el enfoque cauteloso, las insinuaciones supuestamente sutiles… Al hombre que tenía enfrente le recordó un mal actor de un drama vulgar.

—No es la primera vez que trato con un chantajista —dijo el inglés, no como una acusación, sino como el simple reconocimiento de un hecho.

El belga se escandalizó.

—Pero, señor, por favor. ¿Chantaje? ¿Yo? Lo que le propongo no es un chantaje, pero es un proceso que se repite a sí mismo. Yo le propongo simplemente un trato. Todo el paquete por una suma de dinero determinada. Después de todo, tengo en mi caja fuerte el original de su permiso de conducir, las pruebas reveladas y todos los negativos de las fotografías que tomé de usted, más, me temo… —hizo una mueca de pesar— …otra fotografía que tomé de usted muy rápidamente cuando estaba situado delante de los focos sin el maquillaje. Estoy seguro de que tales documentos en manos de las autoridades británicas y francesas podrían acarrearle muchas molestias. Evidentemente, usted es un hombre acostumbrado a pagar para evitarse toda clase de molestias…

—¿Cuánto?

—Mil libras señor.

El inglés consideró la propuesta, asintiendo gravemente con la cabeza, como si se tratara de una cuestión puramente académica.

—Desde luego, los documentos a que usted se refiere valen, para mí, esta suma —reconoció.

El belga exhibió una sonrisa triunfal.

—Celebro que lo diga, señor.

—Pero mi respuesta es «no» —prosiguió el inglés, como si todavía estuviera reflexionando profundamente.

El belga entornó los ojos.

—Pero, ¿por qué? No lo comprendo. Usted reconoce que los documentos valen esa suma. Es un trato limpio. Los dos sabemos que cuando se necesita una cosa hay que pagarla.

—Hay dos razones —dijo el otro, sin alterarse—. Primero, que no puedo estar seguro de que los negativos originales de mis retratos no hayan sido copiados de modo que a la primera petición puedan seguir otras. Tampoco tengo ninguna prueba de que no haya confiado usted los documentos a un amigo, quien, cuando se le pida que los devuelva, decida de pronto que ya no los tiene en su poder, salvo si se le refresca también a él la memoria con otro millar de libras.

El belga pareció aliviado.

—Si es esto lo que le preocupa, no tiene nada que temer. En primer lugar, de ningún modo podía interesarme confiar los documentos a ningún socio, ante la posibilidad de que no me los devolviera. Jamás pensé que estuviera usted dispuesto a entregar mil libras sin recibir los documentos. Por la misma razón, yo no me hubiera podido separar de ellos. Le repito que están depositados en un Banco.

»En cuanto a la posibilidad de que las peticiones de dinero por mi parte se repitan, no existe en absoluto. Una copia fotostática del permiso de conductor no impresionaría a las autoridades británicas, y aunque lo pescaran a usted con un permiso de conductor falso, ello sólo le causaría una pequeña molestia, para evitar la cual no le tendría en cuenta seguir pagándome. En cuanto a los documentos franceses, si las autoridades francesas fuesen informadas de que cierto inglés se hace pasar por un francés inexistente llamado André Martin, podrían, ciertamente, detenerlo a usted si entrara en Francia. Pero si yo insistiera en pedirle dinero, nada le impediría a usted deshacerse de los documentos y conseguir otros nuevos. Entonces ya no correría peligro alguno en Francia como André Martin, puesto que Martin había dejado de existir.

—Entonces, ¿por qué no puedo hacerlo ahora igualmente? —preguntó el inglés—. Otro juego de documentos probablemente no me costaría más de otras ciento cincuenta libras.

El belga abrió las manos con las palmas hacia arriba.

—Yo me baso en el hecho de que, para usted la comodidad y el factor tiempo valen dinero. Creo que usted necesita esos documentos a nombre de André Martin, y mi silencio, con urgencia. Conseguir otros documentos le llevaría mucho más tiempo, y sin duda no serían tan perfectos. Los que yo le he entregado lo son. Así que necesita usted los documentos y mi silencio, y ambas cosas ahora mismo. Los documentos ya los tiene. Mi silencio le costará un millar de libras.

—Bien está, puesto que lo plantea en estos términos. Pero, ¿qué le hace suponer a usted que tengo mil libras en mi poder, aquí, en Bélgica?

El belga sonrió comprensivamente, como quien conoce todas las respuestas pero no tiene inconveniente en exponerlas para satisfacer el capricho de un amigo querido.

—Señor, usted es un caballero inglés. Esto se nota a la legua. Y quiere hacerse pasar por un obrero francés de mediana edad. Su francés es fluido y casi sin acento. Por esto elegí Colmar como lugar de nacimiento de André Martin. Usted sabe que los alsacianos hablan francés con un acento parecido al de usted. Usted entra en Francia disfrazado de André Martin. Perfecto, un golpe genial. ¿A quién se le ocurriría jamás registrar a un viejo como Martin? Así, pues, sin duda debe usted de llevar encima algo de valor. ¿Drogas, tal vez? Hoy día están muy de moda en ciertos círculos elegantes de Inglaterra. Y Marsella es uno de los principales centros de distribución. ¿O diamantes? No lo sé. Pero el negocio en que trabaja usted es importante. Los milores ingleses no pierden tiempo trabajando como rateros en las carreras de caballos. Por favor, señor, vamos a dejarnos de cuentos. Telefonee usted a sus amigos de Londres, y pídales que le envíen un millar de libras aquí. Mañana por la noche hacemos el cambalache, y, hala, a lo suyo. ¿Vale?

El inglés asintió varias veces con la cabeza, dolido, como meditando acerca de una vida pasada llena de errores. De pronto, sonrió con simpatía al belga. Era la primera vez que el falsificador le veía sonreír, y se sintió enormemente aliviado al comprobar que el apacible inglés había tomado las cosas con tanta calma. Se había resistido lo justo para buscar una salida. Pero a la larga, no había problemas. El hombre cedía. Sintió que la tensión le abandonaba.

—Muy bien —dijo el inglés—. Usted gana. Mañana por la tarde puedo tener esas mil libras aquí. Pero hay una condición.

—¿Una condición? —replicó el belga, frunciendo el ceño.

—Que no debemos reunirnos en este lugar.

El falsificador se sentía defraudado.

—El lugar es perfecto. Tranquilo, secreto…

—Desde mi punto de vista no es tan perfecto. Acaba usted de decirme que tomó clandestinamente una foto de mí. No quiero que nuestra pequeña ceremonia de intercambio de los respectivos sobres sea interrumpida por el disparo de una cámara desde algún rincón oculto donde uno de sus amigos está escondido…

El belga se mostró visiblemente aliviado. Se echó a reír.

—No tiene usted nada que temer, cher ami. El local es mío, es muy discreto, y aquí no viene nadie a menos que yo le invite. Hay que ser prudente, porque aquí ejerzo otro negocio, a base de fotografías para los turistas, ¿comprende? Fotografías muy populares pero de una clase muy diferente de las que se hacen en un estudio de la Grande Place…

Levantó la mano izquierda, formando una O con el pulgar y el índice, y pasando el índice de la mano derecha varias veces por el centro de la abertura circular para indicar el acto sexual en ejecución.

El inglés guiñó un ojo. Exhibió una ancha sonrisa, y luego se echó a reír. También el belga se reía a carcajadas. El inglés aplicó con fuerza las palmas de las manos en ambos brazos del belga, y sus dedos se hincaron en los bíceps, inmovilizando así al belga, cuyas manos seguían realizando gestos eróticos. El belga todavía estaba riendo cuando tuvo la impresión de que sus órganos genitales habían recibido el impacto de un tren expreso.

La cabeza cayó bruscamente hacia delante, las manos interrumpieron su gesticulación y bajaron hacia los testículos aplastados, de donde el hombre que lo tenía agarrado acababa de retirar la rodilla derecha, y la carcajada se trocó en un chillido, un grito ronco, un espasmo vocal. Semiinconsciente, cayó de rodillas, intentando luego enroscarse hacia delante y de costado para tenderse en el suelo.

El Chacal lo dejó deslizarse suavemente hasta que quedó de rodillas. Entonces pasó detrás de la figura caída en el suelo y se sentó a horcajadas en la espalda del belga. Rodeó con el brazo derecho el cuello del belga, y con la mano del mismo brazo agarró el bíceps de su propio brazo izquierdo. La mano izquierda se apoyaba entretanto en la nuca del falsificador. El inglés imprimió un breve giro al cuello de su víctima, hacia atrás, hacia arriba y a un lado.

El crujido de la columna cervical al romperse, probablemente no fue muy ruidoso, pero en el silencio del estudio sonó como un disparo de pistola. El cuerpo del falsificador hizo una última contracción y se derrumbó como una muñeca de trapo. El Chacal retuvo su presa un largo momento antes de dejar que el cadáver cayera de cara al suelo. La cara quedó de lado; las manos, ocultas bajo el cuerpo, agarraban todavía los testículos; la lengua asomaba ligeramente entre los dientes, y los ojos, abiertos miraban fijamente la muestra descolorida del linóleo.

El inglés se acercó rápidamente a las cortinas para asegurarse de que estaban completamente corridas, y luego volvió junto al cadáver Le dio la vuelta y, registrando sus bolsillos, encontró lo que buscaba: las llaves. En el otro extremo del estudio estaba el enorme baúl, con su contenido de postizos y afeites. Con la cuarta llave que probó abrió el cerrojo. Entonces pasó diez minutos vaciando el baúl, y amontonando de cualquier manera su contenido en el suelo.

Una vez completamente vacío el baúl, el pistolero, sujetando por los sobacos el cadáver del falsificador, lo levantó y lo depositó encima del baúl abierto. El cadáver cayó al fondo del mismo. Los miembros inanimados se doblaron para encajar debidamente en el baúl. Dentro de pocas horas el rigor mortis habría fijado ya la posición del cadáver. Entonces, el Chacal procedió a rellenar el baúl con los objetos que había extraído del mismo. Pelucas, prendas femeninas de ropa interior, bisoñés y todo cuanto era flexible y pequeño fue metido en los intersticios entre los miembros. Encima las bandejas con los cepillos y los tubos de maquillaje. Finalmente, los botes de crema, dos saltos de cama, varios suéteres y pantalones, un batín y varios pares de medias de malla acabaron de cubrir el cadáver, llenando el baúl hasta el mismo borde. Tuvo que hacer un poco de presión para cerrar la tapa, pero por fin el pestillo quedo encajado en su sitio. Cerró con llave.

Durante toda la operación, el inglés tuvo buen cuidado de manejar los botes de crema y los tubos envolviéndose las manos en una pieza de tela del interior del baúl. Ahora, utilizando su propio pañuelo, limpió de huellas digitales del cerrojo y la tapa del baúl, se guardó en el bolsillo los billetes de cinco libras que seguían encima de la mesa, limpió también ésta y la arrimó de nuevo a la pared, tal como estaba cuando habían entrado. Por último, apagó la luz, tomó asiento en una de las sillas adosadas contra la pared y se dispuso a esperar que cayera la noche. Al cabo de unos minutos sacó un paquete de cigarrillos, vació los diez que quedaban en uno de los bolsillos laterales de la chaqueta, y se fumó uno de ellos, utilizando el paquete vacío como cenicero y guardando cuidadosamente la colilla dentro del paquete cuando acabó de fumar.

No esperaba que la desaparición del falsificador pasara inadvertida eternamente; sin embargo, al parecer un hombre como aquél debía verse obligado a ocultarse o a desaparecer a intervalos periódicos. Si alguno de sus amigos se fijaba en que, de pronto, había dejado de frecuentar los locales donde normalmente se le veía, es probable que atribuyese su desaparición a dicha causa. Al cabo de un tiempo se iniciaría su búsqueda, primero entre las personas relacionadas con el mundo de la falsificación o del negocio de fotografías pornográficas. Algunas de ellas acaso visitarían el estudio, pero la mayoría, al encontrarlo cerrado, desistirían. Quien penetrara en el estudio tendría que forzar primero la puerta, y después el baúl, y vaciarlo del todo antes de descubrir el cadáver.

Un miembro del mundo clandestino que llegara a hacer tal cosa probablemente no iría a denunciar el hecho a la Policía, razonó el inglés, pensando que el falsificador había sido víctima de la venganza de algún jefe de banda. Ningún cliente maníaco interesado en pornografía habríase molestado en ocultar tan cuidadosamente el cadáver después de un crimen pasional. Pero, tarde o temprano, la Policía llegaría a enterarse. Entonces seguramente se publicaría una fotografía, y acaso el barman recordara que el falsificador había salido de su bar, la tarde del primero de agosto, en compañía de un hombre alto y rubio, con traje a cuadros y gafas oscuras.

Pero era muy probable que pasaran meses antes de que a nadie se le ocurriera abrir la caja de alquiler del muerto en el Banco, aunque la tuviera registrada a su nombre. El inglés no había hablado con el barman, y hacía ya dos semanas que había dirigido la palabra al camarero para pedir las bebidas. El camarero tendría que poseer una memoria fenomenal para recordar el ligero rastro de acento extranjero al pedirle dos cervezas. La Policía iniciaría la búsqueda formularia de un hombre alto y rubio, pero aunque la investigación llegara a descubrir el nombre de Alexander Duggan, la Policía belga estaría todavía muy lejos de encontrar a el Chacal. En suma, éste estaba convencido de que tenía por lo menos un mes de tiempo, más de lo que necesitaba. El asesinato del falsificador había sido para él algo tan maquinal como aplastar una cucaracha. El Chacal se relajó, fumó otro cigarrillo y miró hacia fuera. Eran las nueve y media, y la calle estaba oscura. Salió del estudio silenciosamente y cerró con llave la puerta, desde fuera. Nadie se cruzó con él por la calle. A cosa de unos ochocientos metros del lugar dejó caer las llaves, inidentificables, por un albañal y pudo oír cómo se zambullían en las aguas a bastante profundidad. Llegó al hotel a tiempo para la cena, aunque un poco tarde.

Al día siguiente, viernes, estuvo de compras en un barrio obrero de Bruselas. En una tienda especializada en equipos para camping compró un par de botas de excursionista, unos calcetines largos, de lana, unos pantalones de algodón, una camisa de lana, a cuadros, y un macuto. Adquirió, además, varias piezas de espuma de goma, en hojas delgadas, una bolsa de malla para la compra, un ovillo de bramante, un cuchillo de caza, dos pinceles pequeños, un bote de pintura rosa y otro de pintura parda. Pensó en comprar un melón grande en una frutería, pero decidió no hacerlo, porque, después del fin de semana, probablemente estaría echado a perder.

De vuelta al hotel, utilizó su nuevo permiso de conductor, que ahora concordaba con su pasaporte a nombre de Alexander Duggan, para encargar, para el día siguiente, un coche de alquiler sin chófer, luego, encargó al recepcionista que le hiciera reservar una habitación con una sola cama y ducha-baño para aquel fin de semana en un lugar de la costa. A pesar de las aglomeraciones propias del mes de agosto, el recepcionista encontró sitio para él en un pequeño hotel con vistas al pintoresco puerto de pesca de Zeebrugge, y le deseó un feliz fin de semana en la playa.