5

El tren en que viajaba el Chacal llegó a la Gare du Nord poco antes de la hora del almuerzo. El viajero tomó un taxi y se hizo conducir a un hotel pequeño, pero confortable, de la Rue de Suresne, a la salida de la Place de la Madeleine. No era un hotel de la misma categoría que el Hotel de Inglaterra de Copenhague, o el Amigo de Bruselas, pero el Chacal tenía sus buenas razones para buscar un establecimiento más modesto y menos conocido para residir durante los días que permaneciera en París. En primer lugar, su estancia sería esta vez más prolongada; además, era más probable que, en París y a finales de julio, tropezara con alguien que le hubiese conocido fugazmente en Londres bajo su nombre real, que en Copenhague o en Bruselas. Mientras andaba por la calle confiaba en que las gafas negras de gruesa montura que llevaba puestas habitualmente, y que con el sol deslumbrante de los bulevares resultaban plenamente justificadas, protegerían su anonimato. El posible peligro consistía en ser reconocido en el pasillo o en el vestíbulo de un hotel. En aquella fase de su trabajo, lo último que deseaba era que lo saludaran con un «¡Vaya! ¡Qué sorpresa verle a usted por aquí!», seguido de la mención de su nombre y dentro del radio de audición de un recepcionista que le conocía por Mr. Duggan.

Y no era que su estadía en París pudiera llamar la atención de nadie. Vivía sin ostentación, y su desayuno de café con leche y cruasanes lo tomaba en su habitación. En la charcutería situada frente a su hotel había comprado un bote de mermelada inglesa para sustituir con ella la compota que servían en la bandeja del desayuno y había rogado al personal del hotel que incluyeran el bote de mermelada en su bandeja cada mañana en lugar de la compota.

Se comportaba cortésmente con el personal, hablaba tan sólo unas pocas palabras en francés, con la atroz pronunciación con que suelen hablarlo los ingleses, y sonreía amablemente cuando alguien le dirigía la palabra. A las solícitas averiguaciones de la dirección, contestaba que se encontraba muy a gusto y muchas gracias.

Monsieur Duggan —dijo un día la dueña del hotel a su recepcionista— est extrémement gentil. Un vrai gentleman.

No hubo discrepancia de pareceres.

Pasaba los días fuera de su hotel, en plan de turista. El primer día compró un plano de París, y señaló en él, tomándolos de su carnet de notas, los lugares de interés que más deseaba visitar. Visitó y estudió tales lugares con verdadero apasionamiento, aun teniendo en cuenta la belleza arquitectónica de algunos de ellos o el valor histórico de otros.

Pasó tres días rondando en torno del Arc de Triomphe o sentado en la terraza del Café de l’Elysée contemplando el monumento y los tejados de los grandes edificios que rodean la Place de l’Étoile. Quien le hubiese seguido durante aquellos días (cosa que nadie hizo), se hubiese sorprendido ante el hecho de que hasta la arquitectura del brillante monsieur Haussmann tuviera un admirador tan devoto. Ciertamente, ningún observador hubiese podido adivinar que el apacible y elegante turista inglés que removía el azúcar de su café y contemplaba los edificios durante tantas horas estaba calculando mentalmente ángulos de tiro, distancia desde los pisos altos hasta la «llama eterna» que ardía bajo el Arco, y las posibilidades que tendría un hombre de escapar bajando por una escalera de incendios y de perderse en medio de los torbellinos de la multitud.

Al cabo de tres días dejó l’Étoile y visitó el osario de los mártires de la Resistencia francesa en Montvalérien. Llegó al lugar con un ramillete de flores, y un guía, conmovido por el gesto del inglés hacia los excamaradas resistentes del guía, correspondió al mismo ofreciéndole una visita exhaustiva al santuario, acompañada de una explicación inacabable. Difícilmente hubiera podido advertir que los ojos del visitante se desviaban constantemente de la entrada del osario para dirigirse hacia los altos muros de la prisión que impedían toda visión directa del patio interior desde los tejados de los edificios contiguos. Al cabo de dos horas, se despidió con un cortés «Muchas gracias» y una generosa pero no extravagante gratificación.

Visitó también la place des Invalides, dominada en el lado sur por el Hôtel des Invalides, que cobija la tumba de Napoleón y el monumento a las glorias del Ejército francés. El lado oeste de la enorme plaza, formado por la rue Fabert, le interesó en gran manera, y pasó toda una mañana en el café de la esquina donde la rue Fabert desemboca en el minúsculo triángulo de la place de Santiago de Chile. Desde la séptima u octava planta del edificio que se alzaba sobre su cabeza, el n° 146 de la Rue de Grenelle, donde esta calle confluye con la rue Fabert en un ángulo de noventa grados, calculó que un fusilero podría dominar los jardines frontales de la place des Invalides, la entrada al patio interior, la mayor parte de la place des Invalides y dos o tres calles. Un lugar excelente para montar una guardia, pero no para un asesinato. En primer lugar, la distancia desde las ventanas altas hasta el sendero de gravilla que conducía desde el Palais des Invalides al punto donde esperarían los automóviles, al pie de la escalinata entre los dos tanques, era de más de doscientos metros. Por otra parte, la visión desde las ventanas del n° 146 sería obstaculizada en parte por las ramas altas de los frondosos tilos de la place de Santiago, desde los cuales los palomos dejaban caer sus blancos tributos sobre los hombros de la sufrida estatua de Vauban. Disgustado por ello, pagó su menta Vittel y se marchó.

Pasó otro día en el barrio de la catedral de Notre Dame. Allí, en el poblado conejar de la Île de la Cité había escaleras de escape, pasajes y callejones en abundancia, pero la distancia desde la entrada de la catedral hasta los coches aparcados al pie de la escalinata era tan sólo de unos pocos metros, y los tejados de la place du Parvis quedaban demasiado lejos, mientras que los de la minúscula y colindante place de Charlemagne quedaban demasiado cerca y sin duda estarían infestados de agentes de seguridad.

Su última visita la efectuó a la plaza situada en el extremo sur de la Rue de Rennes. Llegó el 28 de julio. Llamada antaño Place de Rennes, había sido rebautizada con el nombre de Place du 18 Juin 1940, cuando los gaullistas tomaron el poder en el Ayuntamiento. Los ojos de el Chacal se posaron en la reluciente placa que ostentaba el nuevo nombre en la pared del edificio, y se demoraron en ella. Recordó algo de lo que había leído durante el mes anterior. El 18 de junio de 1940, el día en que el solitario pero orgulloso desterrado en Londres había empuñado el micrófono para decir a los franceses que si habían perdido una batalla no habían perdido la guerra.

En aquella plaza, con la abrumadora masa de la Gare Montparnasse en su lado sur, llena de recuerdos para los parisienses de la generación de la guerra, había algo que indujo al pistolero a detenerse. Observó atentamente la extensión pavimentada, cruzada ahora por un torbellino de tráfico que bajaba por el boulevard de Montparnasse y se mezclaba con otras corrientes procedentes de la rue d’Odessa y de la rue de Rennes. El Chacal levantó los ojos hacia los edificios altos y estrechos de ambos lados de la rue de Rennes, que también dominaba la plaza. Lentamente se dirigió al lado sur, y a través de la verja echó una ojeada al patio de la estación. Era un hervidero de coches y taxis que llevaban o traían a decenas de millares de pasajeros al día; una de las grandes estaciones de París. Aquel mismo invierno se convertiría en un cascarón silencioso, sumido en la meditación de los acontecimientos humanos e históricos, que habían tenido lugar a su acerada y humosa sombra. La estación estaba condenada a ser demolida.[4]

El Chacal se volvió de espaldas a la verja y fijó su mirada en el tráfico de la Rue de Rennes. Se hallaba frente a la Place du 18 Juin 1940, convencido de que aquél era el lugar adonde el presidente de Francia acudiría, por última vez, el día prefijado. Los otros lugares que había examinado durante los pasados días eran meras posibilidades; aquél, estaba seguro de ello, era la certeza absoluta. Dentro de poco tiempo, la Gare Montparnasse dejaría de existir, las columnas que habían presenciado tantos acontecimientos serían fundidas y convertidas en vallas suburbiales, y el patio exterior que había visto la humillación de Berlín y el triunfo de París no sería más que una vulgar cafetería para hombres de empresa. Pero antes de que ello ocurriera, él, el hombre del quepis y de las dos estrellas de oro, acudiría una vez más. Entretanto, la distancia entre el piso superior de la casa de la esquina del lado oeste de la rue de Rennes y el centro del patio exterior era de unos ciento treinta metros.

El Chacal estudió el lugar con ojos de experto. Las dos casas extremas de la rue de Rennes, situadas en el punto donde ésta desembocaba en la plaza, eran, desde luego, adecuadas para sus fines. Las primeras tres casas de la calle ofrecían también algunas posibilidades, aunque menores, puesto que desde ellas el ángulo de tiro sería muy angosto. Igualmente, las tres primeras casas que daban al boulevard de Montparnasse, situadas en dirección de Este a Oeste, eran otras tantas posibilidades. Más allá, el ángulo de tiro volvía a resultar demasiado cerrado, y la distancia, demasiado grande. No había otros edificios que dominaran el patio abierto y que no estuvieran demasiado alejados, aparte del propio edificio de la estación. Pero con la estación no se podía contar: sus ventanas altas estarían ocupadas por los guardias de seguridad. Para empezar, el Chacal decidió estudiar las tres casas de la esquina del lado oeste de la rue de Rennes, y se dirigió sin prisas a un café situado en la esquina del lado Este, el Café Duchesse Anne.

Se sentó en la terraza, a pocos pasos del rugiente tráfico, pidió un café y fijó los ojos en las casas del otro lado de la calle. Pasó allí tres horas. Más tarde, almorzó en la Brasserie Alsacienne Hansi del otro lado, y estudió las fachadas Este. Por la tarde se dedicó a pasear de un lado a otro, examinando de cerca las puertas principales de los bloques de apartamentos que había elegido como posibles.

Pasó también ante las casas que daban al propio boulevard de Montparnasse, pero allí los edificios eran destinados a oficinas, más nuevos y con mucho más movimiento.

Al día siguiente volvió al lugar, pasó por delante de las fachadas, cruzó la calzada y fue a sentarse en un banco público, a la sombra de los árboles, desde donde, mientras jugueteaba con un periódico, estudió los pisos altos. Cinco o seis plantas de fachada de piedra, coronada por un parapeto, y, arriba, los tejados de pizarra, de pendiente pronunciada donde se encontraban los áticos, con sus ventanas de mansarde, otrora destinadas al servicio y actualmente ocupados por los pensionnaires más pobres. Con toda seguridad, los tejados, y posiblemente las mismas mansardes, serían, aquel día, estrechamente vigilados. Sin duda habría guardias hasta en los tejados, agazapados detrás de las chimeneas, con los prismáticos enfocados hacia las ventanas y los tejados de enfrente. Pero el último piso antes de los áticos sería lo bastante alto, con tal de poder situarse un poco hacia dentro, a la sombra del interior para no resultar visible desde el otro lado de la calle. La ventana abierta, en el calor agobiante del verano parisiense, a nadie llamaría la atención.

Pero cuanto más hacia el interior del piso se situara el tirador, más exiguo resultaría el ángulo de tiro. Por esta razón el Chacal eliminó la tercera casa de cada uno de los dos lados de la rue de Rennes. Desde ellas, el ángulo sería demasiado reducido. Así, pues, le quedaban cuatro casas de entre las cuales elegir. Como suponía que debería realizar su trabajo mediada la tarde, cuando el sol estaría camino del Oeste, pero lo bastante alto todavía como para reflejarse en el tejado de la estación e iluminar las ventanas de las casas del lado Este, se decidió por las dos del lado Oeste. Para comprobarlo, esperó hasta las cuatro del 29 de julio, y observó que, en el lado de poniente, a las ventanas más altas llegaba tan sólo un rayo muy oblicuo de sol, mientras que éste iluminaba todavía con fuerza las casas del Este.

Al día siguiente concentró su atención en la portera. Era el tercer día en que se sentaba en la terraza de un café o en un banco público y había elegido un banco situado a pocos pasos de las porterías de los dos bloques de pisos que seguían interesándole. A pocos pasos, detrás de él, y separada del banco que el Chacal ocupaba, por la acera por la cual los caminantes circulaban sin cesar, la portera estaba sentada ante su puerta haciendo calceta. En un momento determinado, un camarero de un café próximo se acercó a ella para charlar un rato. Llamó a la portera madame Berthe. Era una escena placentera. El día era caluroso, el sol brillaba, y penetraba varios palmos hacia el interior del oscuro portal, puesto que estaba todavía en lo alto, por encima de la estación.

La portera era una mujerona tipo «abuelita buena», y por la forma en que saludaba con un Bonjour, monsieur a las personas que entraban o salían de la casa, y por el alegre Bonjour, madame Berthe que recibía en respuesta cada vez, el hombre apostado en el banco dedujo que gozaba de grandes simpatías. Un alma buena, llena de compasión por los desdichados de este mundo. Porque poco después de las dos de la tarde se presentó un gato, y a los pocos minutos, después de zambullirse en las tinieblas de su loge, situada en la parte trasera de la portería, madame Berthe estaba de vuelta con un plato de leche para la criatura a la que llamaba «su pequeño Minet».

Poco después de las cuatro, la mujer dobló cuidadosamente su labor, la guardó en uno de los amplios bolsillos de su delantal y se dirigió, arrastrando las zapatillas, calle abajo, hacia la panadería. El Chacal se levantó silenciosamente del banco y entró en el bloque de apartamentos. Prefiriendo la escalera al ascensor, empezó a subir a buen paso.

La escalera ascendía enroscándose alrededor del hueco del ascensor y en cada vuelta, por la parte trasera del edificio, formaba un pequeño rellano. Cada dos pisos, este rellano daba acceso, por una puerta abierta en la pared trasera del edificio, a una escalera, de acero, contra incendios. Al llegar al sexto piso, el más alto aparte de los áticos, el Chacal abrió la puerta trasera y miró hacia abajo. La escalera de escape conducía a un patio interior, alrededor del cual se abrían las puertas traseras de los otros bloques que formaban la esquina de la plaza. Al otro extremo del patio, el cuadrado hueco formado por los edificios mostraba un paso estrecho y cubierto que parecía dirigirse hacia el Norte.

El Chacal cerró la puerta silenciosamente, volvió a colocar el travesaño de seguridad, y subió al último medio tramo de escaleras hasta el sexto piso propiamente dicho. Desde allí, al extremo del pasillo, partía una escalera más sencilla que conducía a los áticos. En el rellano había dos puertas que comunicaban con los pisos que daban sobre el patio interior, y otras dos correspondientes a los pisos de la fachada delantera del edificio. Su sentido de la orientación le dijo que los dos pisos de adelante tenían ventanas que daban a la rue de Rennes, desde las cuales se dominaba, un poco de lado, la plaza, y, más allá, el patio delantero de la estación. Eran las ventanas que había estado observando con tanto detenimiento desde la calle.

Una de las placas situadas junto a los timbres de los dos pisos delanteros llevaba la inscripción: «Mademoiselle Beranger». En la otra se podía leer: «Monsieur et Madame Charrier». Escuchó atentamente unos instantes, pero no llegó a sus oídos ningún ruido de ninguno de los dos pisos. Examinó las cerraduras; ambas estaban empotradas en la madera, que era gruesa y recia. Los pestillos de las cerraduras serían sin duda del grueso acero tan apreciado por los precavidos franceses, y las cerraduras probablemente de doble vuelta. Comprendió que necesitaría llaves y pensó que sin duda Madame Berthe debía de guardar una de cada piso en algún lugar de su pequeña loge.

Pocos minutos más tarde bajaba ágilmente por la escalera, siguiendo el mismo camino por donde había entrado. No había pasado ni cinco minutos en el interior del edificio. La portera ya estaba de vuelta. El Chacal adivinó su figura a través del cristal esmerilado de la puerta de su garita; un segundo después, salía de la portería.

Subiendo por la rue de Rennes, pasó por delante de otros dos bloques de pisos y, después, por la fachada de una oficina de Correos. En la esquina de la manzana había una calle estrecha, la rue Littré. Arrimado todavía a la pared de la oficina de Correos, se internó en ella. Donde terminaba el edificio había un estrecho paso cubierto. El Chacal se detuvo para encender un cigarrillo y, mientras la llama ardía, echó una mirada de reojo hacia el fondo del paso cubierto. Daba acceso a una entrada trasera de la oficina de Correos, destinada al personal del turno de noche de la centralita telefónica. Al final del túnel había un patio iluminado por el sol. Al otro extremo del mismo pudo distinguir, en la sombra, los últimos peldaños de la escalera de emergencia del edificio que acababa de abandonar. El pistolero aspiró una larga bocanada de humo de su cigarrillo y de nuevo echó a andar. Había encontrado su vía de escape.

Al llegar al extremo de la rue Littré volvió a doblar hacia la izquierda, siguió por la rue de Vaugirard y retrocedió hasta el punto donde esta calle desembocaba en el boulevard de Montparnasse. Había llegado a la esquina y estaba mirando hacia arriba y hacia abajo de la calle principal en busca de un taxi libre cuando un policía motorizado se situó en el cruce, se bajó de la moto, y empezó a detener el tráfico. Con estridentes pitidos, detuvo todo el tráfico procedente de la rue de Vaugirard, así como el que venía de la estación. Los coches que, desde Duroc, subían por el boulevard, recibían la orden imperiosa de situarse a la derecha de la calzada. Apenas acababa de detenerlos a todos cuando se oyó, procedente de Duroc, el lejano aullido de las sirenas de la policía. Desde la esquina, mirando hacia el boulevard de Montparnasse, el Chacal vio, a quinientos metros, un cortejo motorizado que, procedente del boulevard des Invalides, entraba en el cruce de Duroc, y se dirigía hacia donde él se encontraba.

Haciendo sonar las sirenas, abrían la marcha dos motoristas con su uniforme de cuero negro y casco blanco que destellaba al sol. Detrás de ellos aparecieron los hocicos de tiburón de dos Citröen DS 19, casi pegados uno a otro. El policía situado frente a el Chacal permanecía rígido, dándole la espalda, y con el brazo izquierdo señalaba hacia la avenue du Maine, al lado sur del cruce, y con el brazo derecho doblado delante del pecho, con la palma hacia abajo, indicaba prioridad de paso para el cortejo que se acercaba.

Doblando hacia la derecha, los dos motoristas entraron en la avenue du Maine, seguidos por los dos automóviles. En el asiento trasero del primero de ellos, sentados muy erguidos detrás del chófer y del ADC[5], mirando rígidamente frente a sí, había una figura alta, vestida con un traje gris carbón. El Chacal tuvo el tiempo justo para distinguir el porte orgulloso de la cabeza y la inconfundible nariz antes de que el cortejo desapareciera. «La próxima vez que vea tu rostro —dijo mentalmente a la imagen desaparecida— será más de cerca y a través de un alza telescópica». Luego encontró un taxi y se hizo conducir al hotel.

Un poco más abajo, en la misma calle, cerca de la boca del Metro de Duroc por la cual acababa de salir, otra figura había asistido al paso del Presidente con un interés superior al corriente. La muchacha estaba a punto de cruzar la calle cuando un policía, con un enérgico ademán, la obligó a retroceder. Segundos más tarde, el cortejo motorizado salía del boulevard des Invalides para entrar en el de Montparnasse. También ella había visto, en la trasera del primer Citröen, el inconfundible perfil, y sus ojos habían brillado con extraña pasión. Los coches ya habían desaparecido de la vista cuando ella seguía mirando todavía, hechizada, hasta que observó que el policía la miraba de la cabeza a los pies. Entonces se apresuró a cruzar la calzada.

Jacqueline Dumas tenía veintiséis años y poseía una notable belleza que sabía realzar debidamente, puesto que trabajaba como esthéticienne en un distinguido salón de belleza situado detrás de los Champs Élysées. Aquel atardecer del 30 de julio se dirigía apresuradamente a su pisito de la place de Breteuil para arreglarse para la cita de aquella noche. Sabía que dentro de pocas horas se encontraría desnuda en los brazos de su amante, al que odiaba, y quería mostrar el mejor aspecto.

Pocos años atrás, lo que más le importaba en la vida era su próxima cita. Pertenecía a una buena familia, muy unida. Su padre era un respetable empleado de Banco, su madre una típica ama de casa de la clase media francesa, y ella estaba terminando sus estudios de esthéticienne, mientras su hermano Jean-Claude cumplía el servicio militar. La familia vivía en el suburbio de Le Vézinet, no en su zona mejor, pero en una casita muy linda.

Un día de fines de 1959, a la hora del desayuno, había llegado el telegrama del Ministerio de las Fuerzas Armadas. Decía que el ministro se veía obligado, con infinito pesar, a informar a monsieur y madame Armand Dumas de la muerte en Argelia de su hijo Jean-Claude, soldado raso de las Primeras Fuerzas Aerotransportadas Coloniales. Sus efectos personales serían devueltos a la apenada familia tan pronto como fuese posible.

Durante una temporada, el mundo privado de Jacqueline se desmoronó. Nada parecía tener sentido, ni la apacible seguridad de la familia en Le Vézinet, ni la cháchara de las otras chicas en el salón de belleza sobre los atractivos de Yves Montand o el último baile importado de América, el rock. Lo único que parecía resonar en su mente como una interminable cinta magnetofónica era que el pequeño Jean-Claude, su querido hermanito, tan cariñoso, que odiaba la guerra y la violencia y sólo quería que lo dejaran solo con sus libros, apenas más que un niño, y a quien ella quería hasta mimarlo con exceso, había muerto en combate en algún remoto uadi de Argelia. Y Jacqueline empezó a odiar. Eran los árabes, los odiosos, piojosos y cobardes melons quienes lo habían hecho.

Luego llegó François. De pronto, una mañana de invierno se presentó en la casa, un domingo, cuando los padres de Jacqueline estaban de visita en casa de unos parientes. Era el mes de diciembre, había nieve en la avenida y en el sendero del jardín. La gente estaba pálida y aterida, y François tenía la tez morena y un aspecto rebosante de salud. Preguntó si podía ver a mademoiselle Jacqueline. La muchacha dijo «C’est moi même», y le preguntó qué deseaba. François explicó que comandaba la sección en la que el soldado raso Jean-Claude Dumas había luchado, y que traía una carta. Jacqueline le invitó a entrar. La carta había sido escrita pocas semanas antes de la muerte de Jean-Claude; el muchacho la llevaba en el bolsillo interior del uniforme durante la patrulla por el yebel en busca de una banda de fellaghas que había exterminado a una familia de colonos. En lugar de encontrar a los guerrilleros habían tropezado con un batallón del ALN, el ejército regular del movimiento nacional argelino, el FLN. A la media luz del crepúsculo se había producido una violenta escaramuza, y Jean-Claude había recibido una bala en los pulmones. Antes de morir, confió la carta al jefe de su sección.

Jacqueline leyó la carta y lloró un poco. Nada decía la carta de las últimas semanas; sólo contenía comentarios sobre los cuarteles de Constantina, la instrucción y la disciplina. Lo demás lo supo por François: la retirada a lo largo de seis kilómetros de desierto mientras el ALN, cada vez más próximo, amenazaba con atenazarles, las repetidas llamadas por radio pidiendo apoyo aéreo, y, a las ocho, la llegada de los bombarderos de combate con sus motores sibilantes y sus estruendosos obuses. Y cómo su hermano, que se había presentado voluntario a uno de los regimientos más duros para demostrar que era un hombre, murió como tal, escupiendo sangre sobre las rodillas de un cabo, a cobijo de una roca.

François habíase mostrado muy cariñoso con ella. Como hombre, era duro como la tierra de aquella provincia colonial en cuyos cuatro años de guerra habíase formado como soldado profesional. Pero estuvo muy afectuoso con la hermana del soldado que había pertenecido a su sección. Jacqueline se lo agradeció mucho, y aceptó su invitación a cenar con él en París. Además, temía que sus padres volvieran y se encontraran con François. No quería que oyeran contar cómo había muerto Jean-Claude, puesto que, a lo largo de aquellos dos meses, ambos habían logrado revestirse de una especie de coraza de insensibilidad ante aquella pérdida, y estaban luchando por seguir viviendo como si nada hubiese ocurrido. Durante la cena hizo jurar al teniente que no les contaría nada, a lo que François accedió.

Por parte de Jacqueline, la curiosidad llegó a ser insaciable: quiso saber cosas de la guerra argelina, qué ocurría en ella realmente, por qué se libraba, qué políticos eran sus responsables reales. El general De Gaulle había llegado a la presidencia el pasado mes de enero, y elevado al Elíseo por una marea de fervor patriótico como el hombre que pondría fin a la guerra y conservaría Argelia. De labios de François oyó por primera vez tratar de traidor a Francia al hombre a quien su padre adoraba.

Pasaron juntos los días de permiso de François. Jacqueline se reunía con él todas las noches al salir del salón de belleza donde, terminado su adiestramiento, había empezado a trabajar en enero de 1960. François la informó de que el Ejército francés había sido traicionado, de las negociaciones secretas del Gobierno de París con Ahmed Ben Bella, el jefe del FLN encarcelado, y de la inminente cesión de Argelia a los melons. François había vuelto al frente en la segunda mitad del mes de enero; cuando, en agosto, se le concedió una semana de permiso, Jacqueline había podido pasar unos breves días con él en Marsella. La muchacha le había esperado durante el otoño y el invierno de 1960, con su retrato encima de su mesilla de noche durante el día, y que introducía debajo de su camisón para estrecharlo contra su vientre mientras dormía. François gozó de su último permiso en la primavera de 1961. Mientras paseaban los dos juntos por los bulevares parisienses, él de uniforme y ella con su mejor vestido, Jacqueline le veía como el hombre más fuerte, más apuesto de la ciudad. Una de sus compañeras de trabajo les había visto, y al día siguiente en el salón bullían los comentarios sobre el guapo «para» de Jacqui. Ella no se hallaba presente; se había tomado sus vacaciones anuales para poder pasarlas con él.

François estaba excitado. Algo se preparaba. Las noticias de las conversaciones con el FLN eran ya públicas. El Ejército, el verdadero Ejército, no lo toleraría por mucho más tiempo. François estaba seguro de ello. Argelia debía seguir siendo francesa: he aquí un verdadero artículo de fe para los dos, el oficial de veintisiete años, endurecido en el combate, y la futura madre de veintitrés años que lo adoraba. François no llegó a enterarse de que esperaban un hijo. En marzo de 1961 volvió a Argelia, y el día 21 de abril varias unidades del Ejército francés se amotinaron contra el Gobierno metropolitano. Las Primeras Fuerzas Aerotransportadas Coloniales participaron en el motín casi unánimemente. Sólo un puñado de reclutas escaparon de los cuarteles y acudieron a la oficina del Prefecto. Los profesionales los dejaron huir. Al cabo de una semana estalló la lucha entre los amotinados y los regimientos leales. A primeros de mayo, François cayó, mortalmente herido, en una escaramuza con una unidad del Ejército leal.

Jacqueline, que no había esperado recibir carta suya a partir de abril, nada sospechó hasta que, en julio, le llegó la noticia. Sin inmutarse aparentemente, alquiló un piso en un suburbio humilde de París e intentó suicidarse con gas. Fracasó porque el cuarto tenía demasiadas rendijas; pero perdió al hijo que esperaba. Sus padres la llevaron con ellos en sus vacaciones anuales de agosto, y, a la vuelta, Jacqueline parecía haberse recobrado. En diciembre, pasó a ser miembro clandestino activo de la OAS.

Sus motivaciones eran muy simples: François, y también Jean-Claude, en segundo término. Debían ser vengados, por el medio que fuese, cualquiera que fuese el precio que debieran pagar por ello ella misma o los demás. Aparte de esta pasión, no tenía otra ambición en el mundo. Lo único que lamentaba era no poder hacer más que efectuar recados, llevar mensajes, y, de vez en cuando, un pedazo de plástico explosivo oculto en una hogaza de pan de su cesta de la compra. Estaba convencida de que podía ser más útil. ¿Acaso los flics de las esquinas, cuando registraban a los transeúntes después de un atentado contra un café o un cine, no la dejaban pasar con sólo que agitara un instante sus largas pestañas oscuras o les dedicara un gracioso mohín?

Después de lo de Petit-Clamart, uno de los participantes en la acción había pasado tres noches en el piso de Jacqueline, en la Place de Breteuil. Había sido un gran momento para ella, pero el hombre se había marchado. Un mes más tarde lo atraparon, pero nada dijo de su estancia con ella. Tal vez lo hubiese olvidado. Sin embargo, para mayor seguridad, el jefe de su célula le aconsejó que dejara de actuar para la OAS durante unos meses. En enero de 1963 volvió a llevar mensajes.

Y así siguieron las cosas hasta que en julio recibió la visita de un hombre. Le acompañaba el jefe de célula de Jacqueline, quien lo trataba con gran deferencia, aunque no se lo presentó por su nombre. ¿Estaría Jacqueline dispuesta a realizar un trabajo especial para la Organización? Desde luego. ¿Aunque fuera peligroso y sin duda alguna desagradable? No importaba. Tres días más tarde, desde un coche estacionado, le indicaron a un hombre que salía de un bloque de pisos. Le dijeron quién era y el cargo que ocupaba. Y lo que ella tenía que hacer.

A mediados de julio habían trabado conocimiento, aparentemente por casualidad, cuando Jacqueline, sentada al lado del hombre en un restaurante, le sonrió tímidamente al pedirle el salero de su mesa. El hombre había hablado, y ella se había mostrado reservada. La reacción había sido la esperada. El recato de Jacqueline le había interesado. Casi sin darse cuenta surgió la conversación, el hombre en plan de dominio y la muchacha siguiéndole dócilmente. Quince días más tarde eran amantes.

Jacqueline conocía lo bastante a los hombres para poder juzgar el tipo básico de sus apetitos. Su nuevo amante estaba acostumbrado a las conquistas fáciles, a las mujeres expertas. Jacqueline se mostró tímida, atenta pero casta, exteriormente reservada, pero dejando traslucir de vez en cuando la idea de que su soberbio cuerpo algún día había de ser para él. El cebo funcionó. Para aquel hombre, la conquista final pasó a ser la aspiración suprema, prioritaria.

A finales de julio, el jefe de su célula dijo a Jacqueline que era preciso que empezaran a vivir juntos. Había un problema: la esposa y los dos hijos del hombre, que vivían con él. El 29 de julio, la familia se había marchado al campo, en el valle del Loira, mientras el marido, por razones de trabajo, se veía precisado a quedarse en París. A los pocos minutos después de haberse ido los suyos, el hombre telefoneaba al salón de belleza e insistía en que, a la noche siguiente, Jacqueline cenara sola con él en su casa. Al llegar a su propia casa, Jacqueline Dumas consultó su reloj de pulsera. Tenía tres horas para prepararse, y aunque se proponía hacerlo con gran esmero, dos horas serían suficientes. Se desnudó para ducharse, y se secó después frente al espejo de cuerpo entero de la parte interior del armario, mirando con indiferencia cómo la toalla corría por encima de su piel, levantando en alto los brazos para erguir sus redondos senos de rosado pezón sin experimentar el sentimiento de placer anticipado que solía sentir cuando sabía que pronto serían acariciados por las manos de François. Pensaba, sombríamente, en la noche cercana. Su vientre se encogió, con repulsión. Se juró que lo haría, que lo soportaría, fuese cual fuese la clase de amor que aquel hombre exigiera. De un compartimiento del fondo de su escritorio extrajo el retrato de François, quien le miraba desde dentro del marco con la misma semisonrisa irónica de siempre, la misma con que la recibía cuando la veía correr a su encuentro en el andén de la estación. El pelo castaño claro del retrato, el uniforme de tela ligera debajo de la cual se dibujaban los duros músculos pectorales contra los cuales tanto había gozado antaño apoyando la cara, y las alas de la insignia militar, tan fría, contra su ardiente mejilla. Todo, todo estaba allá: sobre el papel brillante. Se echó en la cama y sostuvo a François encima de ella, mirándole como la miraba cuando hacían el amor, cuando le preguntaba, innecesariamente: Alors, petite, tu veux…? Ella respondía siempre: Oui, tu sais bien…, y entonces ocurría la cosa. Cuando cerró los ojos le pareció sentirlo dentro de ella, duro y cálido y palpitante, y oír las dulces palabras suavemente susurradas al oído, y la orden final, Viens, viens… que ella jamás dejó de obedecer. Abrió los ojos y los fijó en el techo, apretando el vidrio del retrato contra sus senos. «François —jadeó—, ayúdame, por favor, ayúdame esta noche».

El último día del mes el Chacal estuvo muy atareado. Pasó la mañana en el Marché aux Puces recorriendo los puestos uno tras otro, con una bolsa barata en la mano. Compró una boina negra grasienta, un par de zapatos usados, unos pantalones de dudosa limpieza, y, después de buscar mucho, un largo y viejo capote militar. Lo hubiese preferido de una tela más ligera, pero los capotes militares raramente se usan en verano, y los del Ejército francés son de recia tela. Pero era lo bastante largo, aun para él: le llegaba hasta bastante más abajo de la rodilla, que era lo importante.

Cuando se disponía a marcharse, le llamó la atención un puesto lleno de medallas, la mayoría deslucidas por el tiempo. Compró una colección, juntamente con un folleto que describía las medallas militares francesas, con grabados en color de las cintas, harto deslucidos, y los correspondientes pies que informaban al lector de en qué campañas o por qué clase de actos de valor se otorgan las diversas medallas.

Después de tomar un almuerzo ligero en el Restaurante Queenie de la Rue Royal volvió a su hotel, pagó la cuenta e hizo el equipaje. Sus nuevas adquisiciones pasaron al fondo de una de sus dos lujosas maletas. Con la colección de medallas, y con la ayuda del folleto explicativo, confeccionó un conjunto de condecoraciones empezando por la Medaille Militaire al valor frente al enemigo, y agregando la Medaille de la Libération y cinco medallas de campaña otorgadas a los que habían luchado en las Fuerzas Francesas Libres durante la Segunda Guerra Mundial. Se impuso a sí mismo las condecoraciones por Bir Hakeim, Libia, Túnez, el Día D y la Segunda División Blindada del General Philippe Leclerc.

En cuanto al resto de las medallas y el folleto, los depositó por separado en dos papeleras sujetas a unos faroles del Boulevard Malesherbes. El recepcionista del hotel le comunicó que el excelente expreso Étoile du Nord para Bruselas salía de la Gare du Nord a las 5.15. Tomó aquel tren, cenó bien, y llegó a Bruselas en las últimas horas del mes de julio.